17

Salí de la casa donde había estado alojado Macklin, caminé hasta la pastelería de la esquina y telefoneé a Max Cooper, un amigo mío que había sido investigador durante varios años para la Oficina de Impuestos de Nueva York.

—¿Has oído hablar alguna vez de un tal Edward Macklin? —le pregunté después de haber intercambiado las salutaciones y bromas habituales.

—¡Diantre! —exclamó Max—. ¿No estará ampliando su negocio?

—¿Qué quieres decir con eso?

—Creí que éramos los únicos en tener derecho a sus servicios. ¿Qué sucede. Pete?

—Que ha muerto —le respondí—. Alguien le empujó cuando pasaba un tren del metro.

—¡Caray! ¿Cuándo ocurrió?

—Hace un par de días.

—Vaya. ¿Y habéis descubierto quién lo hizo?

—Todavía no lo sabemos.

—Así que finalmente, Eddie Macklin acabó sus días, ¿eh? Lamento perderle. Era uno de nuestros preferidos.

—¿Os daba información?

—Sí.

—Ya me lo había parecido —reconocí—. ¿Ganaba mucho dinero?

—Sí, mucho. En los últimos tres años había ganado casi ochenta de los grandes.

—Pero uno se gana también muchos enemigos con esa clase de trabajos.

—Seguro. ¿Sospechas que alguna de las víctimas de Eddie pudo ser el hombre que buscáis?

—Podría ocurrir, Max.

—¿Puedo ayudaros en algo?

—Sí. Quisiera que me explicaras, aunque sea por encima, cómo trabajan los informadores de la Oficina de Impuestos. Tengo una idea general, pero no soy un entendido. ¿Quieres aclararme algunos puntos?

—Sí, claro, Pete. Todo se basa en la, Ley Moiety de 1884. Se trata de una ley federal que prevé la existencia de un fondo para pagar a informadores mediante los cuales se pueda descubrir a quienes defraudan al fisco. Hoy día apenas si se cita esta ley, pero no puedes imaginarte lo efectiva que es. Tenemos además, lo que se llama un «Programa de Reclamación de Recompensas». ¿Has oído alguna vez hablar de eso?

—No.

—Pues no eres el único. Por lo general, recibimos unas doscientas mil informaciones al año. Vienen de todas partes. A veces es un vecino celoso, para quien el que vive en la casa de al lado gasta más de lo que gana. Otras se trata de un empleado rencoroso, de una esposa disgustada con su marido, de una divorciada o de una chica que trata de hacer daño al hombre que la abandonó y cosas así.

»Existen también motivos puramente de lucro, como el de un contable que sabe que su patrón está defraudando al gobierno al no declarar ciertos ingresos, fingiendo que se trata de subsidios extranjeros. El contable trabaja por un sueldo mínimo y se siente amargado, así que nos da el chivatazo y nosotros investigamos. Si ha logrado reunir suficiente documentación, es decir, si tiene notas y fotocopias u otras evidencias demostrativas de lo que nos cuenta, puede cobrar hasta un diez por ciento de lo que consigamos. Ese es el límite: diez por ciento, y no lo pagamos con frecuencia. Únicamente llegamos a él cuando el informante aporta pruebas documentales que aseguren una convicción ante el tribunal federal.

—Lástima que la Policía metropolitana no se lo haya montado del mismo modo —comenté—. Podríamos solucionar el noventa por ciento de los casos sin necesidad de salir de la sala de patrullas.

—No lo dudo. Otros confidentes actúan por puro despecho. Les importa un comino la recompensa y muchos ni siquiera saben que existe. Apenas si hay profesionales en este ambiente, Pete. La mayoría de los informadores, o bien han visto la posibilidad de ganar un poco de dinero fácilmente o lo hacen por puro espíritu de venganza. De todos modos, es preciso ser un buen sinvergüenza para obrar de ese modo. Aunque el mundo está lleno de ellos.

—Entonces, Eddie Macklin era uno de los mejores. ¿No es así?

—Sí. No conozco más que a otros tres o cuatro que lograran hacerse una carrera como él. Pero ninguno tenía talento, si es que podemos llamarlo así.

—¿Cómo operaba? —pregunté.

Estaba seguro de saberlo. No obstante, deseaba una confirmación por parte de alguien que lo hubiese tratado de manera directa.

—En primer lugar, era un contable extraordinario. En segundo lugar, poseía un sistema muy eficaz. Cierta tarde pasó una hora jactándose de ello en mi presencia. Aceptaba un empleo de contable y trabajaba duramente en él. El salario o las condiciones de trabajo representaban muy poca cosa porque en realidad actuaba para sí mismo más que para el patrón. Si éste obraba limpiamente, Macklin se iba y buscaba otro trabajo. Si había estafa, Macklin empezaba a acumular pruebas documentales para pasarlas luego a nosotros. Hubiera sido un excelente miembro del FBI, pero no habría ganado tanto dinero.

—¿Te habló alguna vez de vestir como un pobre y de tener alquilado un cuartucho en una casa de huéspedes?

—Sí, claro. Se sentía muy orgulloso de estos detalles. Tendrías que haberle oído alabarse. Estas cosas las hacía para no despertar sospechas. No había aspecto de la cuestión que no tratara con el debido cuidado para protegerse al máximo.

—Lo creo. Ochenta de los grandes en tres años me convencen por completo.

—Eso es lo que yo sé, pero debía haber más.

—¿Cómo es posible?

—Te contaré alguna otra cosa que pueda resultarte útil. Yo no sé si Macklin sacó alguna vez dinero por chantaje; creo que valdría la pena averiguarlo. Algunos de esos informadores lo probaron, aunque no sabemos cuántos de ellos lo lograrían. Lo del chantaje no es asunto nuestro. Tenemos el conocimiento de que algunos lo emplearon. Imaginemos que Macklin, luego de conseguir las pruebas necesarias, en vez de pasárnoslas a nosotros, se dirigía a su patrón y le ponía al corriente de la situación. El patrón podía optar entre despedir a Macklin y exponerse a lo que fuera o aceptar su propuesta. Diciéndonoslo a nosotros, Macklin no cobraba más del diez por ciento de lo que sacáramos al patrón; al chantajearlo podía pedirle hasta el cuarenta o el cincuenta por ciento.

Dejé escapar un tenue silbido y Max se echó a reír.

—En efecto —prosiguió—. La cosa se hacía así, Pete. El patrón escapaba con la mitad de lo que hubiera pagado, pero eso no es todo, ya que un proceso por engañar al tío Sam es muy costoso. En primer lugar, están los gastos del juicio que pueden ser brutales. Luego existe la posibilidad de ir a una cárcel federal y de que el individuo no sólo tenga que pagar los impuestos atrasados, sino también una fuerte multa. Y no nos olvidemos de la ansiedad que todo ello produce, de la notoriedad que origina, de la pérdida de prestigio y confianza, y del tiempo que se tiene el negocio abandonado bajo el constante acoso de los inspectores. En conjunto se trata de una experiencia abrumadora.

—Veo por dónde vas. ¿Sospechas que Macklin extorsionó a alguien de ese modo?

—Ya te dije antes que lo relativo a esas intimidaciones no nos concierne. Lo que realmente nos interesaba eran los datos que nos aportaba Eddie Macklin. Y eran muchos, te lo puedo asegurar. Tratábase de uno de los informadores con mayor sangre fría que haya trabajado jamás con nosotros.

—¿Qué puedes contarme de su modo de vivir, Max?

—Me temo que muy poco. Desde luego, efectuamos una investigación como hacemos por regla general, cuando se trata de un auxiliar de la talla de Eddie. Nos gusta saber algo de su vida y muy especialmente averiguar si por su parte, también paga los impuestos. A veces, un informador se olvida de que también tiene que pagarlos sobre el dinero que obtiene por su recompensa. No lo creerás, pero suele ocurrir.

—¿Y qué averiguasteis de él?

—Pues que estaba solo en el mundo, sin mujer ni familia, ni parientes ni nada. Era huérfano y había ido pasando de un orfanato a otro y por varios asilos del Sur. Fue arreglándoselas como pudo y asistió a una escuela nocturna hasta que finalmente consiguió su título de contable. Debió pasarlo muy mal, y tal vez esa sea la causa de que pensara detenidamente lo que iba a hacer. Ya conoces a esos tipos. Estaba resentido contra el mundo en general, por haberle tocado la peor parte y no vaciló en tomar su venganza.

—¿Podría conseguir los nombres de las personas a quienes denunció?

—Es muy sencillo. Me lo preguntas y ya está. No cuelgues y te daré la lista.

Encendí un cigarro, abrí mi libreta de notas en el estante que se encontraba bajo el teléfono, y preparé una página en blanco. Dos minutos después, Max estaba de regreso al aparato para leerme los nombres y señas de seis personas. Ninguno de aquellos nombres me resultaba familiar. Cerré mi libreta y me la volví a meter en el bolsillo.

—¿Alguna cosa más que puedas contarme sobre él? —le pregunté.

—Lo siento, Pete. Eso es todo. Ahora ya sabes lo que hay. Cada vez que veas a uno de tus vecinos conduciendo un Lincoln cuando sabes perfectamente que su salario no da más que para un Ford, házmelo saber. A lo mejor cerramos trato.

—Seguiré tu consejo.

Se echó a reír.

—No me tomes en serio. ¿Hay algo más, Pete?

Iba a decirle que no, que no había nada más, cuando de repente me acordé de algo.

—Los cheques con la recompensa para Macklin… ¿dónde los dirigíais?

—Deja que mire en esta carpeta… Sí, aquí está.

Me dio el número de un apartado de correos en la subestación de Ansonia.

Di las gracias a Max por su ayuda, colgué y marqué el número del piso de Macklin en East 47. Al no recibir respuesta recuperé la moneda y llamé a la comisaría. Me contestó Stan Rayder. Le conté lo de mi charla con Max Cooper y lo del apartado de correos.

—¿Qué quieres saber? —preguntó Stan—. Por lo que veo, por fin hemos llegado a alguna parte.

—Puedes decir a la Jefatura que después de todo no vas a necesitar esos agentes extra —le indiqué—. ¿Cuánto tardarás en reunirte conmigo en la Oficina de Correos?

—Es como si ya estuviera allí esperándote.

—Vale más que me concedas una hora. Tardaré ese tiempo en conseguir una orden para abrir el buzón.

El apartado de Correos de Edward Macklin en la subestación de Ansonia contenía ocho mil dólares en billetes de veinte y de cincuenta, y otros doscientos treinta dólares en billetes de uno y de cinco. Había también una libretita de cuentas en la que constaban entradas por un total de casi setenta mil dólares y que se venía llevando desde cuatro años antes. Por la naturaleza de los apuntes era evidente que la libreta se refería a George Sullivan y, a juzgar por unas notas en lápiz, sobre el encabezamiento de una carta, Stan y yo supimos que tanto la libreta como la abundante información sobre las andanzas de Sullivan habían sido proporcionadas a Macklin por Bill Chumner, el ayudante de aquél. Otra anotación nos informó del nombre del Banco donde Sullivan había alquilado una caja fuerte para guardar su dinero y supimos, también, el nombre que utilizaba allí.

—Ahora sabemos por qué Sullivan se puso tan furioso de repente con Macklin —comentó Stan—. Debió haberle dado un sobresalto terrible averiguar que lo estaba traicionando. No me extraña que alquilase a Greer para que lo quitara de en medio. Estaba a punto de perderlo todo, incluyendo su empleo, y además ir a la cárcel.

—A no ser que Macklin intentara extorsionarle —comenté—. Porque entonces no tenía que preocuparse por esto último.

—Sea como quiera, ahora ya sabemos los motivos. Macklin le hubiera dejado sin un céntimo.

—Probablemente. Creo que en todo este asunto hubo una gran dosis de maldad.

Stan hizo una mueca.

—Tengo la impresión de que después de esto, Sullivan no va a tener un aire tan escéptico, Pete.

—Quizá —aprobé—. Volvamos a la comisaría y lo veremos.

—¿Tú aún no crees que pudo haber matado a Macklin?

—No. Creo que se figura el hombre más afortunado del mundo. Sabe que no deberá cumplir más de dos años por tentativa de asesinato en complicidad con otro. ¿Y qué son dos años cuando a la salida le esperan setenta de los grandes? No sólo va a recoger ese dinero, sino que también sabe que fue otro el que cometió el crimen contra Macklin antes de que éste pudiera poner en práctica su especialidad. Probablemente, piensa que su suerte es fantástica al poder salir del paso con tanta facilidad.

—Sólo que aún no lo ha logrado —objetó Stan—. Únicamente lo piensa. Aunque se va a encontrar con un desengaño, Pete.

Stan tenía razón, George Sullivan se había convertido de pronto en un delincuente en situación difícil. Saber que iba a ir a la cárcel, tanto por planear un crimen como por tentativa de evasión de impuestos por el dinero que había tomado bajo mano, o por ambas cosas a la vez, ya era lo suficientemente grave. Pero lo que realmente le desesperaría era saber que los setenta mil dólares no le estarían esperando cuando saliera.

Sullivan se derrumbó con una facilidad que pocas veces había visto en otro detenido. Antes de que Stan y yo volviéramos, definitivamente, a encerrarle en su celda, obtuvimos el reconocimiento de su parte en el plan para matar a Macklin.

La admisión exoneraba por completo a Peggy Taylor. Esta, al parecer, sólo había tenido un interés profesional en Sullivan hasta que Edward Macklin la había amenazado con exponer sus actividades como colaboradora. Se había dirigido entonces a Sullivan en busca de consejo, pero éste le contestó que lo más prudente sería pagar a Macklin unos cuantos miles de dólares para que se callara. Sin embargo, a Macklin no le interesaban unos cuantos miles de dólares; lo que quería era vengarse. Poco tiempo después, Sullivan supo que Macklin se había hecho con sus libros de cuentas y otras pruebas incriminatorias y que pensaba extorsionarle por todo cuanto poseía.

Por desgracia para Dave Greer, la admisión de culpabilidad de Sullivan hacía que la posibilidad de un trato con el fiscal del distrito resultara mucho menos probable de lo que era antes. Cuando le di la noticia en su celda, se me quedó mirando unos momentos, y luego dirigióse lentamente hacia el camastro, se tendió y volvió la cara contra la pared.

—Esto es lo que a veces suele pasar —declaró con voz inexpresiva—. Déjeme en paz.

Una vez de nuevo en la comisaría supe que la Oficina de Información había enviado una lista de los antiguos patronos de Edward Macklin. Además de los nombres que me había leído Max Cooper por el teléfono, existían otros tres, incluyendo el de Paul Stoddard, el hombre con quien Stan y yo habíamos hablado al principio de la investigación.

—Tenemos una cosa a nuestro favor, Stan —dije—. Macklin fue empujado en el andén a las cuatro de la tarde y hay muchas posibilidades de que la mayor parte de sus antiguos patronos estuviera en sus despachos en aquel momento. Todos tendrán su coartada.

—Pudieron alquilar a alguien. De igual modo que Sullivan alquiló a Greer.

—Sí, mas no es probable. La mayoría de los hombres de negocios no tienen la menor idea de cómo se alquila a un asesino profesional. Conforme vayamos comprobando que los antiguos patronos de Macklin estaban en sus oficinas en el momento en que fue asesinado, los iremos tachando de la lista de sospechosos… al menos por el momento. Esto la disminuirá considerablemente.

—Supongo que empezaremos por quienes fueron sus víctimas en la cuestión de los impuestos.

—Sí. Ya hemos hablado con Stoddard, de modo que nos quedan sólo ocho. Si conseguimos alguna ayuda, a lo mejor habremos acabado antes de las cinco. Es mejor que hablemos con ellos antes de que salgan de sus despachos, ya que de lo contrario los tendremos que perseguir por toda la ciudad.

Llamé a Jefatura, pedí cuatro hombres, me dieron dos y empezamos nuestras investigaciones.

No fue nada fácil. Interrogamos a cada uno de aquellos hombres esperando que algo en sus modales o algún comentario marginal pudieran descubrirle.

La verdad es que ninguno cometió el menor error. Ninguno dejó de presentar una coartada. Todos ellos fueron quedando eliminados como sospechosos, al menos por el momento. Si no se producían nuevos acontecimientos relacionados con uno o más de ellos, el volverlos a interrogar resultaría completamente inútil. En cuanto a iniciar una investigación de sus negocios, para determinar cuál de ellos podía haber sido más vulnerable al método particular de Edward Macklin, resultaría muy caro y complicado y no se podría justificar ante los altos jefes.

Prescindimos de los dos detectives que la Jefatura había puesto a nuestra disposición y volvimos a la comisaría.

Allí, Barney Fells dejó pasar el tiempo suficiente hasta agitar una hoja de papel amarillo sacado de un teletipo y dirigirnos la primera auténtica sonrisa que nos había dedicado desde que empezó la investigación.

—¡Prepárense muchachos! —exclamó—. Hay un par de cosas que les quiero decir.