1
La muerte de aquel hombre había sobrevenido de manera instantánea; no cabía la menor duda; pero debió haber vivido unos segundos horribles entre el momento en que sintió cómo le empujaban desde el andén del metro hasta que las ruedas del convoy le trituraban el cuerpo. Había fallecido a las 4:08 de la tarde atropellado por un tren de la línea local, al aminorar la marcha para detenerse en la estación de la calle Setenta y dos y Central Park Oeste. Casi una hora más tarde, un equipo de emergencia había logrado recobrar una buena parte del cuerpo y colocarlo sobre el andén. Un par de policías de cara pálida contemplaba cómo el inspector médico ayudante y los encargados de la ambulancia retiraban las estropeadas ropas del cadáver y hacían cuanto estaba de su mano para reunir las piezas y colocarlas en un cesto. Los camilleros hablaban entre sí en voz baja y el sonido de sus voces despertaba apagados ecos en la larga estación revestida de baldosines.
Mientras mi compañero, el detective Stan Rayder, inspeccionaba las ropas del muerto, yo retrocedí por el andén y me fui a sentar en un banco junto al conductor que dirigía el tren en el momento de producirse el accidente.
—¿Se siente un poco mejor, Delaney? —le pregunté.
Apartó la mirada de mí.
—Creo que sí —repuso con voz no muy firme—. Ha sido un buen topetazo, se lo aseguro.
Tendría unos cuarenta años y era pequeño y nervioso, con una palidez enfermiza y unos ojos gris claro que parecían mirar siempre de soslayo.
—Llevo once años manejando los trenes de esta línea y es la primera vez que me ocurre una cosa semejante.
—¿Se va acordando mejor de lo ocurrido?
Movió la cabeza lentamente.
—No… y le aseguro que quisiera olvidar lo poco que aún recuerdo. No ha sido un cuadro que quisiera tener siempre delante, créame.
—Pero usted no duda de que ese hombre fue empujado deliberadamente del andén.
—¡Caray, no! Es la única cosa de la que estoy seguro. Me parece ver la escena cuando me faltaba poco para salir del túnel. Los dos hombres estaban en el andén. Los miré por casualidad, casi sin darme cuenta. De pronto, uno de ellos se sitúa detrás del otro y le empuja a los raíles. Todo ello no llevaría más que un par de segundos—hizo una pausa—. Pero fueron suficientes para ver la cara de aquel desgraciado. Del que cayó bajo las ruedas ¡Dios mío! Nunca olvidaré su expresión.
—¿Había empezado a frenar cuando ocurrió el hecho?
—¡Claro! Pero fue demasiado tarde. Entramos en las estaciones rápidos como una bala y enseguida frenamos con toda rapidez. Ya conoce el sistema.
Hice una señal de asentimiento.
—En cambio, no vio la cara del agresor, ¿verdad?
Delaney tenía la vista fija al otro lado de las vías como si le fuera por completo imposible mirar hacia donde estaba absolutamente de nada. Todo ocurrió el cadáver.
—Claro que debí verla; pero no quedó registrada en mi memoria. No me acuerdo en absoluto. Ya lo dije antes: no me acordaría por más esfuerzos que hiciera. Sólo me quedó grabado el rostro del otro. Fue como si estuviera colgado en el aire durante un segundo, moviendo brazos y piernas frenéticamente, mientras en su rostro se pintaba aquella horrible expresión.
—¿No conserva la menor impresión del otro? ¿No tiene ni siquiera idea de su estatura?
Delaney cerró los ojos por unos instantes y se frotó los párpados con el pulgar y el índice.
—Ya le he dicho que no me acuerdo absolutamente de nada. Todo ocurrió demasiado de prisa. Estuvo como colgado en el aire durante un segundo y al siguiente estaba en la vía con el tren pasándole por encima.
—¿Está seguro de que era un hombre?
Delaney me miró bruscamente y luego apartó otra vez su mirada de mí.
—¿Qué quiere decir con eso de si estoy seguro de que era un hombre? De ninguna manera podía ser una mujer.
—¿Lo asegura usted porque iba vestido de hombre?
Delaney frunció el ceño, pensativo.
—Pues no. No es eso exactamente. En realidad no me fije, pero… —se interrumpió por un momento.
—Todo fue demasiado de prisa. Sólo vi a aquel hombre en el momento de caer.
—Comprendo que la impresión haya sido muy fuerte —comenté tratando de adoptar un aire amistoso—. Pero debe existir algún motivo por el que usted esté tan seguro de que era un hombre. No sería la primera vez que una mujer empuja a alguien desde un andén del metro.
Respiró hondo y luego dijo lentamente:
—No. Seguro que no. Por lo menos, no me lo parece. No sé por qué, pero no puede uno imaginarse a una mujer haciendo una cosa semejante —se interrumpió otra vez—. Creo que llevaba un impermeable. Quizá una trinchera. Algo parecido. La verdad es que se trata sólo de… cómo le diría, de una impresión.
Hice una señal de asentimiento.
—¿No recuerda ningún otro detalle?
Movió la cabeza.
—Nada en absoluto.
—¿Está seguro de que no había nadie más en el andén.
—¡Jesús! Ya se lo he dicho antes, ¿no? Claro que estoy seguro. Sólo esos dos hombres y nadie más. Cuando entramos en una estación siempre observamos el andén por si acaso alguien se encuentra demasiado cerca del borde. Y hacemos sonar el silbato dos veces como advertencia.
Saqué mi libreta de notas y estuve escribiendo durante unos momentos.
—Es raro que llevara un impermeable —comenté—. Es decir, si se trataba de un hombre. Porque éste es uno de los días más calurosos que hemos tenido en todo el verano.
—Mire —respondió Delaney—. Ya le he dicho que no estoy seguro de nada. Puede que no. No quiero afirmar nada. Reconozco que igual podía haber sido una mujer con… con un traje sastre o algo parecido. ¿Por qué diantres no me deja en paz?
—Estaba pensando en voz alta —le expliqué—. Todo esto es en extremo importante y…
—¡Al diablo! —exclamó Delaney exasperado—. ¿Cree que no lo sé? ¿Qué quiere? ¿Que hubiera llevado una cámara para tomar una foto de esa persona? ¡Dígame de una vez qué es lo que quiere de mí!
Volví a meterme la libreta en el bolsillo y me incorporé. Por su parte, Delaney se mordió por unos momentos el labio inferior.
—Bueno, perdone, Mac —dijo—. No quería perder los estribos. Lo que pasa es que tengo los nervios hechos polvo. Eso es todo.
Asentí.
—Tendrá usted que prestar declaración, Delaney. Estaré de regreso en unos minutos.
Delaney dirigió una mirada furtiva al cesto donde estaban los restos del accidente y luego la fijó en dirección opuesta.
—Como quiera, jefe. No sabe lo que me hubiera gustado haberme encontrado hoy enfermo y no tener que trabajar —manifestó sacudiendo lentamente la cabeza—. Once años conduciendo trenes sin haberle hecho ni un arañazo a nadie… y ahora me pasa esto.
Caminé por el andén hasta el lugar donde se encontraba el cesto. La condición en que se hallaba el cadáver hacía difícil estimar su edad, mas llegué a la conclusión de que tendría unos treinta y cinco años. Había sido un tipo musculoso, de buena estatura, con el pelo negro y liso, cejas delgadas y unas facciones pequeñas y casi afeminadas.
El forense se había arrodillado junto al cesto y, con el ceño fruncido, miraba el cadáver como si le recriminara algo. Los camilleros de la ambulancia se encontraban un poco más allá, hablando con los policías del metropolitano.
El forense se sacudió el polvo de una rodilla al tiempo que se incorporaba.
—¿Sabes una cosa, Pete? —comentó—. Podría practicarle la autopsia aquí mismo sin necesidad de escalpelo —se quitó los guantes de goma, los metió en un estuche de plástico y, a su vez, guardó éste en su maletín—. ¿Ha logrado el conductor recordar alguna cosa más?
—No mucho, Jerry —le contesté—. Sigue estando seguro de que sólo había dos personas en el andén, pero no puede recordar absolutamente nada respecto al que empujó a la víctima. Ni siquiera sabe con seguridad si se trataba de un hombre o de una mujer. Tiene una muy vaga idea de que llevaba algo parecido a un impermeable, aunque dista mucho de mostrarse concreto.
—¿Un impermeable? ¿En un día como éste?
—Es incapaz de aclarar nada.
—¿Es eso todo lo que tienes para empezar a investigar?
—Sí; eso es todo.
El forense hizo una mueca.
—Eso es lo que yo llamo un caso abierto. y cerrado al mismo tiempo. Únicamente circulan por Nueva York diez u once millones de personas durante el día, y de ellas sólo ocho o nueve millones poseen impermeable. Todo cuanto hay que hacer es salir a la calle y agarrar al primero que pase, hombre, mujer o niño —miró al cadáver y exhaló un suspiro—. Yo nada puedo hacer aquí, Pete. ¿Lo llevamos a Bellevue?
Asentí, firmé el recibo de oficio y se lo entregué. Lo firmó, llamó a los camilleros de la ambulancia y se dirigieron todos hacia la salida. Los ayudantes cubrieron el cesto con un hule y lo transportaron por el andén tras del forense.
Normalmente, la posesión de un cadáver se atribuye al primer policía que acude al lugar de un accidente, y casi siempre este policía suele ir de uniforme. Mas, en la presente ocasión, Stan Rayder y yo circulábamos en el coche a sólo medio bloque de distancia cuando sonó la alarma por la radio y llegamos unos minutos antes que los colegas de la patrulla. Cuando éstos hicieron su aparición, los situé a las dos entradas de la estación y no sólo para que detuvieran a cualquier sospechoso, sino también para impedir que la gente bajara al andén antes de que el cuerpo hubiera sido retirado y la vía quedara expedita.
Desde luego, eran pocas las posibilidades de atrapar al malhechor en el lugar del suceso. Los trenes que iban hacia la parte baja de la ciudad salían por la vía inferior, y aunque había transcurrido muy poco tiempo entre el crimen y nuestra presencia allí, fue más que suficiente para que el criminal abandonara la estación o corriera escaleras arriba y tomara un tren que circulase en dirección opuesta.
Sólo dos policías del metropolitano iban en el tren asesino. Uno de ellos había congregado a los pasajeros, sacándolos de la estación, mientras que el otro realizaba las pertinentes llamadas telefónicas a sus superiores y a la policía de paisano. Cuando Stan Rayder y yo llegamos, la estación estaba vacía, exceptuando los policías del metro, el conductor y el taquillera en su garita. Mientras esperábamos que llegara el equipo de emergencia y retirase el cadáver de debajo del tren, realizamos como simple rutina una inspección por los lavabos y otros lugares en los que pudiera esconderse alguien y yo había sostenido un primer cambio de impresiones con el conductor.
La garita del taquillera estaba a un nivel superior, separada de la calle por un doble tramo de escaleras, por lo que el empleado no había podido ver nada de lo que ocurría a un nivel más bajo. Y aunque estuvo vendiendo billetes a docenas de personas durante el cuarto de hora que precedió al asesinato, no podía recordar absolutamente nada de ellas. Desde luego, aquello no tenía nada de extraño. Los taquilleras del metro de Nueva York trabajan muy rápidamente y de manera casi automática, y cuando levantan la mirada hacia alguien es sólo para contestar alguna pregunta sobre paradas o estaciones de enlace. Aquel empleado ni siquiera había hecho esto, ni había visto nada fuera de lo corriente en las personas que circularon por la estación. Además, si bien la mayoría de los neoyorquinos caminan siempre muy rápido, en especial cuando salen de una estación del metro, el taquillera estaba seguro de que ninguno de los que salieron lo había hecho corriendo.
Así pues, la información del empleado no había servido de nada, y lo mismo podía decirse del conductor. Todo cuanto podíamos asegurar era que íbamos a investigar un homicidio.
A era el segundo caso de asesinato desde que nos transfirieron a la comisaría número Veinte. Hasta unas cuantas semanas antes, Stan y yo habíamos pertenecido a la comisaría número Seis, en Greenwich Village, pero una decisión de los mandamás, empeñados en experimentar con una rotación de detectives por diversos sectores, había dado como resultado que Stan y yo, junto con el teniente Barney Fells, quedáramos asignados temporalmente a la Veinte. Al cabo de algún tiempo volveríamos los tres al Village; pero, entretanto, Barney Fells quedó nombrado jefe de la patrulla de detectives de la Veinte y nosotros formábamos parte de su equipo.
Después de haberle dicho al jefe del servicio de emergencia del metro que el tren podía salir de la estación y que ésta quedaba de nuevo abierta al público, indiqué a los dos policías del metro que subieran a la calle y dijeran a los dos de la patrulla que podían volver a sus tareas normales. Luego, volví al lugar donde Stan Rayder estaba investigando las ropas del muerto.
Stan trabajaba con el cuidado y método habituales, procediendo a una descripción exacta de cada una de las piezas y de las posesiones personales que anotaba en el impreso correspondiente. Me gruñó algo sin levantar la mirada.
El aspecto de Stan engañaría a cualquiera. Es el hombre con menos aspecto de policía de todo el Cuerpo, incluyendo incluso a los más jóvenes que adoptando un aspecto sucio y descuidado, tienen a su cargo misiones de represión del vicio. Es alto y nervioso, lleva el pelo cortado al cepillo y mira con una expresión de perpetua sorpresa. No sé a qué se deberá esa expresión suya, porque Stan rara vez se sorprende por nada. Lleva en el servicio casi tantos años como yo y durante los mismos, ha ido acumulando las más altas recompensas: la medalla de honor y otras ocho medallas y citaciones. Es un policía de voz suave, puños duros y una total carencia de temor.
—¿Cómo va eso? —le pregunté.
Stan firmó al pie del impreso y se incorporó.
—El tipo se llamaba Macklin —me informó—, Edward R. Macklin.
—¿Llevaba algo encima que pueda darnos una pista?
—No ha habido tanta suerte, Pete. Nada de cartas amenazadoras ni de drogas ni de nada. Sólo hay una cosa extraña: lo que llevaba en los bolsillos no concuerda con su traje.
Me entregó un sobre muy grande en el que había metido todo cuanto encontró en los bolsillos de Macklin.
—Echa una ojeada —me indicó—. Y luego fíjate en el traje. No le habría costado más de cuarenta pavos y estaba muy usado. Los zapatos no valen más de seis o siete pavos y remendados con medias suelas. Lo mismo pasa con el sombrero, la camisa y la corbata. Todo era barato; de almacén de barriada… como lo que llevamos tú y yo.
Abrí el sobre y miré su interior. Había un billetero muy gastado, de imitación piel, conteniendo cuatrocientos ochenta dólares; un llavero de grueso metal con tres llaves; setenta y un centavos en monedas; un pañuelo, un peine, una caja de aspirinas; un paquete de cigarrillos completamente arrugado; un encendedor deslucido; un recibo de una agencia de entradas para espectáculos por valor de ciento veintiséis dólares con cincuenta, y otro recibo de un bar-club nocturno por doscientos cinco dólares. En los dos figuraban las señas de Macklin: 923 West, 24th Street.
Aparte de los cuatrocientos ochenta dólares, el billetero únicamente contenía un carnet de identidad con las mismas señas que constaban en los recibos, y una segunda dirección debajo de la primera, borrada con una raya de tinta. Aún podía leerse: 631 West, 58th Street. En el carnet había espacios para un número de la Seguridad Social y el nombre de la persona a quien deberían dirigirse en caso de accidente o de enfermedad grave, pero estaban en blanco.
Copié la información del carnet en mi libreta, volví a meter la cartera en el sobre y lo devolví a Stan.
—En efecto; es como dices —reconocí.
—Ahí tenemos a un hombre vestido como si ganara a duras penas cuarenta o cincuenta dólares a la semana o quizá menos, y, sin embargo, lleva encima casi quinientos pavos en efectivo y se gasta más de trescientos al mes en entradas para espectáculos y en bares privados —miró con el ceño fruncido el montón de ropas—. O ganó de pronto todo ese dinero y se lo estaba gastando tan a gusto que no tuvo tiempo para comprarse un traje nuevo o era uno de esos maniáticos que no quieren gastarse el dinero en trajes caros —hizo una pausa—. Si hubiera llevado ropas digamos caseras, la cosa sería distinta. Pero Macklin no había salido, por decirlo así, a comprar el periódico, Pete; se había vestido de pies a cabeza. Camisa blanca, corbata, el pantalón planchado y los zapatos cepillados. No le faltaba detalle.
Yo no le contesté. Sin duda, existían multitud de explicaciones a lo sucedido; pero, desde luego, en modo alguno podíamos considerar la posibilidad de que aquel hombre fuera un ladrón. Ninguno de éstos hubiera conservado los recibos y demás papeles, y en cuanto a la cartera, se hubiera librado de ella apenas sacado el dinero que contenía.
—Respecto al conductor… ¿cómo se llamaba?… Delaney… ¿recuerda alguna otra cosa…? —preguntó Stan.
Le conté lo que me había dicho Delaney acerca de su impresión de que el que empujó llevaba un impermeable.
—Sigue todavía muy afectado —añadí—. Lo único que recuerda con claridad fue la expresión que se pintó en la cara de Macklin.
Stan miró por el andén en dirección al banco donde yo había dejado sentado al conductor.
—¡Ya está bien para empezar! —gruñó—. ¿Estás convencido de que no habrá sido una imaginación suya?
—No. Fue muy concreto.
—Comprendo. Bueno. La cosa se pone interesante. Tenemos un testigo ocular del crimen y lo único que puede decirnos es que …eso, que se trata de un crimen.
Asentí moviendo la cabeza.
—Y que el autor lo mismo puede ser tanto un hombre como una mujer.
—O un marciano. Hasta este momento lo único que podemos afirmar es que se trataba de un tipo lo suficientemente fuerte como para dar un empujón a otro y arrojarlo a la vía. Mas eso puede aplicarse a cualquier clase de persona. Incluso un niño de diez años podría haberlo hecho —se arrodilló de nuevo e hizo un paquete con las ropas de la víctima, atándolo con las mangas del abrigo—. Me alegro de que al menos contemos con eso, Pete —manifestó—. Va a ser un caso bastante complicado.
Me acerqué a una papelera, removí hasta encontrar un periódico, y volví para envolver con él las ropas ensangrentadas.
—Gracias —dijo Stan.
—¿Te acuerdas de Jim Mooney? —le pregunté.
Stan se metió el paquete bajo el brazo y se incorporó.
—¿Jim Mooney? ¿Quién diablos es?
—No sé si estará vivo o muerto. Era un individuo que solía ir por los andenes empujando a la gente a las vías. Fue allá por los años treinta.
Stan hizo una señal de asentimiento.
—Sí, lo recuerdo. He leído algo sobre el caso. Figuraba en uno de los libros de texto que tuvimos que aprendernos cuando estábamos en la academia.
—Por aquel entonces, Barney Fells era recluta en la Policía. Me habló de ello hace un par de meses. Mooney mató a cuatro personas de ese modo. Y estuvo a punto de matar a la quinta cuando un policía del metro le echó mano. Se acercaba a una vieja por detrás cuando…
—Lo recuerdo —interrumpió Stan mirándome con expresión abstraída—. ¿Crees que existe alguna conexión entre aquel caso y el presente?
—No. Al menos por ahora. Sin embargo, los periódicos pueden establecerla. Anteayer un tren mató a una mujer en la línea de la Séptima Avenida. Según la noticia o se cayó o se tiró. Pero cuando los periódicos se enteren de que Macklin fue empujado, empezarán a preguntarse si no ocurrió lo mismo con la mujer. Y como les dé por ponerse en plan sensacionalista van a levantar un tinglado del diablo.
Habían empezado a reunirse pasajeros en la estación. Llevaban más de una hora esperando poder entrar y el andén quedó lleno con suma rapidez.
—Creo que es mejor que nos demos el bote, Stan —aconsejé—, llévate a Delaney a la comisaría para que preste declaración. Mientras lo hace, entregas el informe a Barney Fells.
—¿Qué pasa con el departamento de Homicidios Oeste y el fiscal del distrito?
—Déjaselo a Barney. A lo mejor nos libra de ese peso.
—Suele hacerlo muy bien.
—Antes de seguir adelante, Stan, ¿por qué no llamas a la Sección de Archivos (Oficina de Investigación Criminal) y averiguas si existen antecedentes sobre Macklin.
—Muy bien. ¿Algo más?
—Procura que Delaney vuelva a contar su historia un par de veces. Haz traer café y bocadillos y charla un rato con él. Ya sabes. A lo mejor, se acuerda de alguna otra cosa. Con frecuencia sucede así.
—¿Por asociación de ideas?
—En efecto. Una impresión como la que ha recibido puede ofuscarle los recuerdos hasta el punto de que incluso jurará que no estaba allí cuando ocurrió el suceso. Pero algunos, de pronto, se acuerdan de algo y parecen las personas más sorprendidas del mundo.
—En efecto… a menos de que la emoción no lo borre todo por completo. También suele ocurrir.
—Haz una prueba. Y si no pasa nada, dentro de una hora dices a uno de los chicos que le lleve a su casa en un coche. El pobre se encuentra como una piltrafa.
—No me extraña —dijo Stan—. ¿Vas a comprobar las direcciones que figuran en el carnet de identidad de Macklin?
—Sí. Y cuanto antes mejor —hice una pausa—. Oye, Stan…
—Dime.
—Pregúntale a Barney si sabe dónde se encuentra ahora Jim Mooney. Le llevaron a un Instituto Psiquiátrico aquí en el mismo Estado, pero no recuerdo a cuál. A lo mejor todavía sigue allí o quizá haya salido. Averigua su paradero. Si sigue vivo y está libre…
—¡Caray! —exclamó Stan.
—En efecto, tú lo has dicho. No podemos perder tiempo.
Quienes no hayan tenido que abrirse camino a codazos por entre la oleada de pasajeros del metro que vuelven a sus casas, con la densidad a la que nosotros hubimos de enfrentarnos, no saben lo que es bueno. Stan y yo tardamos casi cinco minutos en recoger al conductor y empujarlo escaleras arriba hasta salir a la calle. Cuando llegamos al «Plymouth» del Departamento en el que Stan y yo estábamos haciendo el recorrido, cuando escuchamos la alarma, el conductor del metro estaba todavía más pálido que antes.
Una vez hube dejado a Stan y al conductor en la comisaría de la calle Sesenta y Ocho, me puse en camino hacia la parte de la ciudad en la que, según el carnet de identidad de Edward Macklin y los recibos, se encontraba su domicilio. Fue entonces, cuando empecé a pensar en la clase de hombre que podría haber sido aquel sujeto. Mas no perdí mucho tiempo en ello. Quedaban muchas cuestiones en el aire y, probablemente, centenares de respuestas para cada una de ellas.
Cuando torcí hacia la calle Veinticuatro y empecé a buscar la casa de Macklin, traté de librarme de todo lo que no fueran datos concretos. Y éstos me demostraban cada vez con mayor claridad que, tanto Stan como yo, teníamos delante un caso complicado. La víctima del crimen vestía de una manera y vivía de otra. Contábamos con un testigo que no podía recordar otra cosa sino que el asesino parecía haber llevado impermeable. Y teníamos a un criminal sin rostro que había matado a su víctima no con un revólver o un cuchillo, sino con varias toneladas de vagón de metro.