7
Cuando llegué a la comisaría número 20 eran las once y veinticinco. Dejé el Plymouth, recogí medio litro de café en el bar de la esquina y subí al departamento de patrullas del segundo piso. Excepto Stan Rayder que martilleaba activamente una de las anticuadas Underwoods, el lugar estaba vacío.
—Me alegro de verte. Pete —dijo Stan abriendo uno de los cajones y sacando una taza—. ¿Has pasado unas vacaciones agradables?
—Muy agradables; gracias, Stan —le contesté—. Tenía que ponerme una manta por las noches.
—¿Por qué no me enviaste una postal?
—Ya sabes lo que son las vacaciones, Stan —le contesté.
—Sí, claro —asintió con expresión solemne—. No es preciso que me pidas excusas. ¿Qué tal te ha ido con la fulana?
Le conté mi conversación con ella y cuando hube terminado, Stan me informó, a su vez, de su gestión en Bellevue, añadiendo de Paul Stoddard había identificado de manera irrebatible los restos de Edward Macklin.
—¿Te has enterado de la estratagema que Jim Mooney utilizó para salir del instituto mental? —le pregunté.
—Sí, he oído hablar de ello— respondió Stan—. Barney Fells me contó la historia por lo menos media docena de veces. Ese Mooney es un tipo de cuidado. Barney lo tiene ya, prácticamente, en la silla eléctrica.
—Lo sé. Literalmente le odia.
—¿Y tú?
—Yo no —repuse—. O por lo menos no tanto como él. Hay que tener en cuenta que Mooney lleva aquí ya cuatro meses o, por lo menos, eso es lo que pensamos.
—Y en el curso de tan largo tiempo es probable que se haya reformado, ¿verdad?
—Sí. Además Macklin sufrió dos tentativas fallidas contra su vida. Y en ningún caso llevaron el sello de Mooney. ¿Encontraste algo interesante en la pensión donde estuvo Macklin?
—No; el tipo parece haber vivido como un ermitaño, Pete. O es así o aquella gente son unos mentirosos. Posiblemente hay algo de las dos cosas. No he podido dar con nadie que admitiera haberse tropezado con él en la entrada y mucho menos aún, que hubieran llegado a hablar o a compartir una botella en su habitación o cosa por el estilo.
—¿Preguntaste a la patrona?
—Sí. Me abrumó con su charla, aunque no me dio ninguna pista. La vieja que ocupa la habitación contigua a la de Macklin manifestó haber oído su voz solamente una vez. Parece que, una tarde, se puso a cantar en el cuarto y que la patrona subió para ordenarle que se callara.
—Es una casa muy respetable. ¿Y en los bares del vecindario?
—Ninguno de los encargados o de los clientes habituales sabía nada de él.
—Me lo figuraba. ¿Hay noticias de la autopsia?
—Sí. Tienes que llamar a Bellevue.
—¿A Jerry Milner?
—Sí. Continúa trabajando en ello.
—A juzgar por el modo en que me habló esta tarde cuando intentaba recomponer el cuerpo de Macklin en el depósito, cualquiera diría que le hicieron pedazos para burlarse de él.
Stan se sirvió un poco más de mi café.
—Bien, por lo menos Jerry puede declarar de manera oficial que Macklin murió al caer bajo las ruedas de un tren del metro, y no por disparos de ametralladora u otra cosa por el estilo.
Volvió a su escritorio, se sentó y reanudó su trabajo con la máquina de escribir.
En Nueva York ninguna muerte se declara homicidio a menos que la oficina del forense lo especifique así. Y ningún modo de haber muerto es, oficialmente, el único posible hasta que dicha oficina lo verifique. No se hacen excepciones a esta regla, incluso en casos como el de Edward Macklin; el motivo es que, con mucha frecuencia, el examen médico revela que una persona, al parecer muerta por asesinato, falleció por cualquier otra causa.
Llamé por teléfono a Bellevue, pedí que me pusieran con el depósito y alargué la mano, hacia el café.
—Te agradecería dijeras que pusieran azúcar en esa porquería, Pete —me recordó Stan.
Hice una señal de asentimiento.
—La próxima vez lo haré mejor, Stan.
La voz de Jerry contestó:
—Aquí el doctor Milner.
—Soy Pete, Jerry.
—Ya era hora. ¿Dónde has estado toda la noche? Pero no importa, no tengo tiempo para escuchar tus explicaciones. Ese tipo falleció al ser arrollado por el vehículo, no hay duda. Estaba vivo cuando se estrelló contra las vías y no existe en él ninguna marca o herida que haya podido ser causada por otro medio.
—Me parece que la cosa habrá sido difícil de establecer.
—¡Y tan difícil! ¿Por qué crees que he tardado tanto?
—¿Sabes si había bebido?
—No. Fue lo primero que comprobamos. No tenía nada en el estómago, ni alcohólico ni de ninguna clase. Tampoco existen marcas de agujas u otras indicaciones de adicción a las drogas. Se encontraba en una condición física asquerosamente buena. Como sabes, la edad física de una persona no se corresponde necesariamente con su edad cronológica. Macklin es un caso evidente de esta verdad. Tendría unos treinta y cinco años, pero su cuerpo era el de un hombre de veintiocho o veintinueve. ¿Me sigues?
—Sí —repuse.
Pensé en Jim Mooney. Había cumplido los setenta y esto no significaba que su cuerpo los tuviera. A juzgar por el modo en que había recuperado las fuerzas en casa de su hermana, en Cincy, su físico debía encontrarse muy por debajo de la edad efectiva.
—Creo que eso es todo —añadió Jerry—. Al menos por ahora. Los de la sección de tóxicos apenas si han empezado, aparte de haberme dado un primer informe sobre la no existencia de alcohol. Lo que sí sabemos es que fue un homicidio y conocemos el arma que empleó el criminal.
—Gracias por tu rápido informe, Jerry.
—Espera…, me olvidaba de algo. No sé si tendrá o no algún significado para ti, pero Macklin presentaba unas callosidades muy duras en los cuatro dedos de su mano izquierda. En las yemas. Como una vez me dijiste que detalles así pueden ser muy importantes, por eso te lo digo. Si alguien me preguntara en qué se ganaba la vida, yo te contestaría que era músico. Probablemente violinista.
—Tocaba la guitarra.
—Es lo mismo. Y nada más, Pete, a menos que tengas otra pregunta.
—No, ninguna. Gracias otra vez, Jerry.
Colgué, recuperé mi café del escritorio de Stan y me bebí el que quedaba. Stan hizo una mueca.
—No comprendo cómo puedes beberte esa porquería sin echarle azúcar —dijo.
—Pues tú no le has hecho demasiados ascos —respondí.
Marqué el número de la Sección de Archivos. Al llegar el cuerpo de Macklin al depósito, uno de los detectives de servicio allí, debió haberle tomado las huellas dactilares y enviado las mismas a dicha sección para que las comparasen con las de los millares que allí se conservan. Otra copia de las huellas debió haber sido dirigido al FBI en Washington y una tercera a la capital del Estado. Si todo se hizo de ese modo, la sección local debía haber completado ya sus comprobaciones.
La oficina me dijo que las huellas de Macklin habían sido examinadas, pero que no coincidían con ninguna de las que constaban en los archivos.
—No ha habido suerte con las huellas, Stan —dije en el momento de colgar—. ¿Tendremos que esperar a ver que dice el FBI?
—Desde luego. Ese tipo nos está dando más trabajo del que podíamos imaginar.
—¿Has prestado alguna atención especial a su llavero?
—No. ¿Por qué?
—Había sólo tres llaves. Y todas de puertas normales. Eran probablemente las de su piso y las de la casa de huéspedes. De éstas había dos: una para el cuarto y la otra para la puerta de la calle.
—Sí. Claro.
—Me pregunto dónde guardaría su talonario de cheques y sus demás documentos. Si tenía en algún sitio una caja de alquiler tendría que haber llevado también la llave. Pero ésta no se encontraba en su llavero ni tampoco en ninguno de los pisos.
—No me gusta fastidiar a un colega —dijo Stan—, pero ningún registro es absoluto al cien por cien, Pete. Y menos cuando lo hace un hombre solo, y éste no dispone de toda una semana.
—Lo sé; ha de existir ese escondrijo y la cosa es importante. Si lo encontramos daremos también, probablemente, con el modo en que Macklin conseguía su dinero. Y una vez lo sepamos, sabremos además cuál fue el motivo por el que lo mataron.
—A menos que el asesino fuera Jim Mooney —repuso Stan—. Porque Mooney tenía un motivo bien claro… el mismo que le incitó a matar veinte años antes. No podemos descartarlo por completo.
—Los agentes que actúan en los barrios bajos podrían haber dado ya con él, Stan.
—Sí, pero no lo han hecho. Y si quieres que te diga la verdad, no creo que esté siquiera en Nueva York.
—Quizá no. Pero esto no quiere decir que no se hallara en el andén del metro en el momento en que Macklin cayó en las vías.
Se oyó en el corredor un ruido como de forcejeo, al otro lado mismo de la puerta, y también unas cuantas interjecciones proferidas con una voz aguda de soprano. Dos detectives entraron arrastrando entre ellos a una pelirroja pequeña y muy bonita con el cuerpo envuelto en una manta. Los detectives hacían lo posible por mantener la manta en su sitio porque la chica estaba completamente desnuda, y sólo lo conseguían de manera parcial.
—¿Pasa algo? —preguntó Stan con aire sosegado.
—No, nada, Stan —respondió uno de los detectives sujetando los extremos de la manta—. ¿Qué te hace suponer que pasa algo?
—Oh, es sólo una pregunta rutinaria —le respondió Stan—. ¿Necesitáis ayuda?
—No, no, Stan —respondió el detective. Y mirando a su colega con expresión interrogante, añadió—: ¿Por qué diantres nos habrá hecho el detective Rayder esa pregunta, Tom?
Stan sonrió y se acercó a ayudarles a llevar a la chica al cuarto de interrogatorios que se encontraba abajo. Mientras estaba fuera, yo busqué las señas de Buddy Colton, el que había amenazado con matar a Edward Macklin a menos que éste dejara de intimar con Marcia Kelbert. Colton vivía en Sutton Place Souht. Me sorprendió un poco encontrar su número en el listín porque en aquel sofisticado vecindario la gente no suele permitir que este dato se divulgue y, a veces, emplean servicios de comunicación intermedios.
Stan volvió a entrar en la sala de patrullas moviendo la cabeza y con un aire más sorprendido que de costumbre.
—¿Sabes una cosa? —manifestó—. La chica que acaban de traer no estaba borracha ni nada parecido. Solamente histérica.
—¿Y para eso tuvo que quitarse la ropa?
—Se la había quitado para irse a la cama con un individuo en el piso de éste. El tipo en cuestión estaba casado y su mujer se presentó de improviso persiguiendo a la chica escaleras abajo hasta echarla a la calle —se sentó en su escritorio y puso los pies sobre la papelera—. Cosas así son las que le hacen pensar a uno en lo mal que anda todo. Se cometen muchos pecados en esta ciudad, Pete. No me lo negarás.
Escribí las señas de Buddy Colton en un pedazo de papel y se las di a Stan.
—Creo que te gustará ponerte tu corbata blanca e ir a saber qué tiene que contarnos este tío.
Stan echó una ojeada al papel, lo dobló y se lo metió en la cartera.
—Las amenazas se hicieron hace cuatro o cinco semanas, ¿verdad?
—Eso es lo que me dijo la chica.
—Probablemente hablaba por hablar. No me gustan los tipos como Colton. Presumen mucho y hacen poco —sonrió y se puso de nuevo en pie—. Voy a presentarle mis respetos. ¿Quién sabe? A lo mejor me regala un coche.
—Creo que vas a tener que perseguirlo por toda la ciudad —opiné—. En cuanto sepas algo, me llamas.
Apenas Stan se hubo marchado para interrogar a Buddy Colton llamé a la Sección de Archivos y pedí que me dieran cualquier dato sobre Colton. Mientras esperaba que me comunicaran la respuesta, utilicé otro teléfono para pedir a la oficina de Propiedad Desaparecida un informe sobre robos y recuperaciones de Chevrolets sedán negros durante los últimos diez días.
Existía una probabilidad de que el automóvil utilizado en el segundo ataque contra Edward Macklin hubiera sido robado con el expreso propósito de cometer el crimen. Cuando se roba un automóvil, con una intención específica, el ladrón suele operar siempre del mismo modo: una vez cometido el delito lo abandona lo antes posible.
La oficina de Propiedad Desaparecida me comunicó que empezarían a actuar inmediatamente y que, en cuanto tuvieran terminada la lista de todos los Chevrolets robados o recuperados, durante los últimos diez días, me la enviarían sin falta.
Terminaba de echar una ojeada al último montón de copias de los impresos de detención, con la esperanza de que alguna de aquellas personas pudiera, quizá, ofrecerme algún detalle sospechoso, cuando la Sección de Archivos llamó para decirme que no tenían fichado a Buddy Colton y que jamás se hizo informe sobre él.
Colgué. En el mismo instante, oí un rumor de pies desnudos sobre el suelo tras de mí, y la chica desnuda que los detectives habían traído, unos minutos antes, pasó por mi lado como una blanca exhalación. Retenía la manta con una mano y la expresión de su cara me dio a entender que su propósito era alcanzar la calle cuanto antes.
Y lo hubiera conseguido sin duda; pero metiendo la mano bajo mi escritorio, pulsé el botón que da la alarma al oficial de servicio de la sala de revista, indicando que alguien trata de escapar de la comisaría. Instantes después, los dos captores de la chica corrían en su persecución por el cuarto de patrullas sonriendo y soltando palabrotas de ese modo paciente y abstracto con que suele actuarse en tales ocasiones.
Los detectives volvieron con la chica, ayudados esta vez por el teniente que había recibido la llamada.
—Formalidad, Pete —me indicó uno de los detectives—. Haz el favor de cerrar los ojos.
El teniente, un hombre ya de edad madura y aire solemne, intentaba con todas sus fuerzas ayudar a los detectives, sin llegar a tocar a la muchacha. Fijaba la mirada unos centímetros por encima de la cabeza de la fugitiva mientras iba dando indicaciones. Por su parte, la chica también tenía algo que decirnos, y lo hacía sin ningún miramiento.
Tuve que reconocer que la situación de los detectives y del teniente no era nada divertida. El llevar de un lugar a otro a una mujer que se resiste, y que además está desnuda, puede constituir una operación llena de dificultades. Estoy convencido de que los tres agentes involucrados en el problema hubieran cambiado muy a gusto a su pequeña prisionera por cualquiera de los rufianes y criminales con los que contendían habitualmente.
El teléfono sonó. Era Barney Fells.
—No puedo dormir, Pete —me dijo—. No dejo de pensar en el caso. ¿Qué novedades hay?
Le di un informe y añadí:
—En este momento me iba a marchar, Barney. Todavía no he hablado con Peggy Taylor y…
—¿Peggy Taylor? ¡Ah, sí! La cantante con la que Macklin solía tener alguna relación.
—En efecto. La rompieron hace mucho tiempo, aunque eso no significa que no la reanudaran otra vez. Aun cuando Peggy no pueda decirme nada acerca de las actividades de Macklin en los últimos tiempos, quizá me facilite alguna apreciación de conjunto sobre él. Hasta el momento, no hemos conseguido averiguar nada sobre su vida anterior a los últimos dieciocho meses.
—Parece «el hombre que surgió de la nada», ¿verdad? Hmmm. Supongo que tampoco habrá nada de Jim Mooney.
—No, Barney.
—¿Y del Bar-Club donde Macklin pagaba aquellas cuentas? ¿Lo has comprobado?
—No abrirán hasta dentro de dos o tres horas, Barney. Luego me pasaré por allí.
—¿Habéis montado alguna teoría sobre cómo se las arreglaba Macklin para ganar tanto dinero?
—No.
—Se trata de un tipo difícil, Pete. Pero no creo que brotara del suelo como por arte de magia, ¿verdad? Hemos de saber algo de sus antecedentes y pronto.
—Quizá Peggy Taylor nos ayude en ello. Si no, el FBI podría colaborar gracias a sus archivos.
Se produjo un largo silencio, roto solamente por el rumor de la fuerte respiración de Barney. Me lo imaginaba sentado al borde de su cama pensando en Jim Mooney y en el pánico que sus actividades en el metro provocaron en los años treinta. A Barney la investigación de Stan y la mía le hacía sudar tinta como si la estuviera practicando él mismo.
—Voy a probar de dormir un poco —manifestó por fin—. Hace un calor brutal.
Y colgó.
Me pregunté si Jim Mooney conseguiría también dormir aquella noche, y en caso afirmativo, si sucedería en Nueva York.
Llamé a una oficina de información sobre espectáculos preguntando dónde actuaba Peggy Taylor en aquellos momentos. Me contestaron que se encontraba momentáneamente inactiva. Así, pues, la llamé a su casa. Me respondió el contestador automático indicando que se la podía contactar en el «Taboo», un local de Lexington Avenue que en los años cincuenta fue muy popular como lugar de reunión de artistas.
Una segunda pareja de detectives entró conduciendo a un individuo que no cesaba de forcejear y del que se sospechaba que era autor de un robo cometido un mes antes. Lo esposaron a una silla y empezaron a interrogarle. Momentos después entró un reportero muy interesado en la chica que había salido a la calle desnuda huyendo de alguien.
—¿Dónde está la nena que se quitó la ropa donde no debía? —preguntó.
Hice una seña en dirección al cuarto de interrogatorios. El reportero se encogió de hombros, se sentó en el escritorio de Stan Rayder y empezó a buscar un cigarrillo.
—De acuerdo —convino—. Esperaré. ¿Hace calor, verdad?
—Sí, mucho —le respondí mientras abandonaba el recinto para irme a conversar con Peggy Taylor.