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Aunque cuando llegué a la Sección de Archivos pasaban unos minutos de las cuatro de la madrugada, los detectives de servicio eran tan numerosos y estaban tan ocupados como si me hubiera presentado allí, digamos, a las cuatro de la tarde. La sección está abierta las veinticuatro horas del día, siete días a la semana, y el trabajo a realizar es cuantioso.
Me dirigí al departamento donde se encontraban las fichas de S.O. o Sistemas de Operar. El fichero en cuestión incluye una compilación de informaciones en las que se describen a los criminales y los modos que suelen utilizar para cometer sus fechorías. Hay allí más de ochenta mil fotos de malhechores conocidos; a pesar de este gran número, la oficina ha puesto en práctica un sistema de clasificación y referencias paralelas, tan ingenioso, que con únicamente poseer unos cuantos datos sin importancia, el rebuscar por todo el archivo no suele tomar más de una hora.
Sin embargo, en el caso del ladrón que había robado el Chevrolet me dispuse para una búsqueda más larga. Mi procedimiento de averiguación diferiría del de Ruby Silverman y los otros detectives de la Sección de Propiedad Desaparecida. Ellos habían investigado en el S.O. buscando un ladrón de coches. Yo lo haría tratando de localizar a un asesino y, más concretamente, a un asesino que había usado un automóvil como arma para perpetrar su crimen.
La mayoría de los criminales se especializan en cierto tipo de delito y muchos de ellos siguen practicándolo, una vez tras otra, durante todo el tiempo en que actúan. El S.O. de cualquier criminal se individualiza solamente en pequeños detalles, siempre dentro de un método básico. Y es, en estas pequeñas diferencias y refinamientos de la técnica, donde el delincuente aplica su modo de trabajo, y en el que hay que buscar su sello peculiar. La manera en que opera es tan distinta a la de cualquiera de sus colegas que parece como si, al terminar, dejara su firma impresa.
Los archivos de Sistemas de Operar incluyen, también, referencias acerca de las características físicas y las peculiaridades del delincuente que permiten destacarlo de otros, tales como marcas faciales o cicatrices, tatuajes, estaturas extremas, dientes de oro, calvicie frontal, occipital o total, etcétera. En mi caso, yo buscaba a un hombre que midiera sobre un metro sesenta de estatura y tuviera una edad de entre cuarenta y cinco y cincuenta años. En consecuencia, era evidente que debía empezar por la sección de «estaturas poco usuales».
Tardé poco más de dos horas en localizar a un hombre cuya descripción y antecedentes correspondían con el que yo andaba buscando. Tratábase de David Henry Greer, de cuarenta y siete años, un metro sesenta de estatura y unos cincuenta kilos de peso. Las fotos de archivo mostraban a un individuo rechoncho y robusto, de facciones pequeñas y tranquilas, y ojos claros algo saltones.
La ficha de Greer se iniciaba en 1931 antes de darse por terminada la Ley Seca, y tenía como origen una agresión con arma blanca a un hombre y a una mujer en un bar clandestino. Quedó convicto de ello y fue mandado a prisión, aunque le soltaron bajo fianza después de haber permanecido allí más de tres años. En 1939 fue protagonista de otro delito parecido; esta vez, empleando un vehículo. Puesto en libertad tras seis años de encierro, al parecer se las compuso para no dejar huellas o, por lo menos, evitar que lo atraparan hasta 1951, por negligencia temeraria, conduciendo un coche cerca de Front Royal, en Virginia. Luego, le detuvieron otra vez, en Nueva York, bajo una acusación parecida.
La detención de 1951 involucraba, por otra parte, a un maleante con cuyo coche, según manifestó un testigo, Greer había intentado salirse de la carretera en un punto en el que el vehículo se hubiera despeñado algunos cientos de metros por la ladera de una montaña. La Policía del Estado y el fiscal del Condado no pudieron establecer ninguna conexión entre los dos hombres y mucho menos un motivo fehaciente, por lo que Greer salió del paso con una fuerte multa. Como suele suceder en dichos casos, el maleante local había rehusado presentar cargos contra Greer.
La detención en pleno Nueva York, la última de Greer, guardaba relación también con otro maleante; pero éste demostró ser una excepción a la regla, ya que había acusado a Greer de derribarlo con su coche cuando bajaba de una acera en la parte inferior de Broadway. El maleante quedó hospitalizado. El único testigo a la supuesta agresión se había mostrado demasiado incierto en su declaración para que el magistrado decidiera que Greer debía ser retenido para ampliar la investigación. Se le impuso una multa, se le aplicó una sentencia diferida y se le privó de su permiso de conducir.
Aunque no se produjo ninguna otra detención después de 1951, la ficha de Greer demostraba que, en 1955, tuvo problemas con la Policía en dos ocasiones. Y fue interrogado en relación con las actividades criminales de un asociado suyo, un ladrón de poca monta y estafador, llamado Cari (Dukey) Nardo, especializado en robar en los cines bolsos a las mujeres.
Había una nota según la cual, algunos meses antes, Greer había sido buscado para ser sometido a interrogatorio por parte de uno de los detectives del equipo del fiscal del distrito. A causa de haber abandonado su trabajo y su domicilio no se le pudo localizar. Aquello indicaba que el interés en encontrarlo debió ser escaso, o simplemente circunstancial, pues de lo contrario la ficha demostraría que se había hecho todo lo posible para dar con él.
Anoté en mi libreta cuanta información me fue posible y consideré necesaria; convine con Ralph Johnston que me acompañara a dar una ojeada a las fotos de Greer y luego utilicé uno de los teléfonos para llamar a la Sección de Comunicaciones y ordenarles que lanzaran un aviso de búsqueda de Greer a todos los puestos y comisarías. Si la alarma local no daba resultado, al cabo de unas horas, la cambiaría por otra que incluyera a toda la red de teletipos de la zona Este, como había hecho con Jim Mooney.
Colgué el teléfono y miré mi reloj. Eran sólo las seis y cuarto. El ambiente estaba ya húmedo y todo hacía presagiar que Nueva York se preparaba para otro día tan caluroso y sofocante como el anterior. Me fui a los lavabos, me di una rápida ducha, me afeité con la navaja mal afilada, asegurada a la pared con una cadenita sobre uno de los lavabos, no sin preguntarme por qué una navaja destinada a policías había de estar encadenada, y salí para llamar a la comisaría.
Me contestó Barney Fells.
—He decidido venir un poco antes, Pete —me dijo—. Aquí no hace más calor que en casa. Y como no iba a poder dormir, más vale que esté aquí. ¿Dónde se encuentra?
—En la Sección de Archivos mirando algunos S.O.
—¿Ah, sí? ¿Y qué ha encontrado?
Le conté lo de la lista de Chevrolets robados y mi conversación con Ruby Silverman, así como todo lo que había logrado averiguar acerca de Dave Greer.
—Ese Greer me parece un buen objetivo, Pete —comentó Barney—. ¿Ha puesto ya un aviso de búsqueda?
—Sí.
—A mi modo de ver, Greer figura en alguna organización criminal, en calidad de asesino a sueldo.
—O a lo mejor, trabaja por su cuenta —le objeté—. De cualquier modo, se encuentra en un aprieto. Ir a la silla eléctrica por matar a alguien con un coche resulta menos agradable que ir por matarlo con un revólver.
—En efecto. Tiene razón. Bien, no le deseo ningún mal, compréndame, pero espero que sea el que buscamos. Si lo es, esto querrá decir que Jim Mooney queda al margen. Le aseguro que disfrutaría borrando su nombre de la lista —hizo una pausa—. ¿Ha comprobado algo en el bar-club donde Macklin tenía aquella cuenta tan elevada?
—Todavía no, Barney, pero…
—Un momento, Pete. Me llama alguien por el otro teléfono.
Esperé cosa de medio minuto hasta que Barney se puso de nuevo al aparato para decirme que la llamada había sido para mí.
—Podía haberle pasado la comunicación, pero he preferido decirle que le llamará usted más tarde —me informó—. Así dispondrá de cierto margen. El tipo se llama Bill Chumner. ¿Le conoce?
—No.
—Parecía un poco nervioso. Creo que será adecuado que le llame —y me comunicó el número de Chumner.
—¿Ha dicho algo sobre el asunto del que me quiere hablar? —pregunté.
—No. Afirmó que no hablaría con nadie más que con usted.
—De acuerdo. Le llamaré. ¿Está Stan por ahí, Barney?
—No, pero al entrar vi un recado suyo para usted. Posee indicios de donde puede encontrarse ese tipo de saloon. Me refiero a Buddy Colton. Y está haciendo comprobaciones antes de lanzar un aviso de búsqueda.
—¿Eso es todo?
—Sí. ¿Y usted, tiene algún otro objetivo en perspectiva?
—No. Llamaré a Bill Chumner, y luego veré lo que puedo encontrar en ese bar-club.
Colgué el aparato y marqué el número que Bill Chumner había comunicado a Barney.
Chumner contestó al segundo timbrazo, mas tuve dificultad en escucharle bien debido al barullo que armaban algunos instrumentos musicales de diferente género. Parecía como si varios músicos estuvieran afinando sus instrumentos para un concierto.
—Soy el detective Selby —me presenté—. Tengo entendido que quería usted hablar conmigo.
—Sí —convino Chumner—. En efecto. Aunque eso era un poco antes, cuando no creí que tuviéramos ensayo. Había pensado en salir, pero ahora resulta que tendremos que quedarnos por lo menos una hora más.
—¿Por qué habla en plural?
—Me refiero a los reunidos. Estamos grabando discos y el del trombón parece haberse vuelto loco… Escuche, creo que será mejor que hablemos en otra ocasión. Quizá podríamos fijar un momento adecuado dentro de un par de horas.
—Dos horas es demasiado tiempo, Chumner —le objeté—. ¿De veras que no podemos hablar ahora mismo?
Vaciló.
—Verá, es que no está demasiado bien que me vean hablando con un policía. Si Sully… —se interrumpió bruscamente, pero ya había dicho más que suficiente para revelar la conexión. Sully es una abreviatura demasiado común refiriéndose a Sullivan, y el hombre que había estado con Peggy Taylor en el «Taboo» no sólo se llamaba Sullivan sino que estaba metido en el negocio de los discos…, lo mismo que Bill Chumner.
—¿Se refiere a George Sullivan? —le pregunté.
—No quiero hablar nada por teléfono. ¡Caray! ¿Por qué no habré esperado un poco antes de llamarle? Ahora todo se ha complicado.
—¿Dónde están grabando esos discos, Chumner?
Exhaló un suspiro.
—¿Qué importa esto? Bueno, se lo diré. Estamos en el cuarto piso del Garritson Building.
—Yo creí que esa casa sólo se usaba como almacén.
—En efecto, pero en Nueva York es imposible encontrar locales para estudios, así que hemos instalado el nuestro en este piso. Yo estaré en la cabina de control. Escúcheme, Selby, por lo que más quiera no arme demasiado barullo. Quizá los chicos no le den demasiada importancia, pero no puedo permitirme…, bueno, ya sabe lo que sucede.
—Tranquilo, Chumner —le indiqué—. Pasaré a verle dentro de veinte minutos.
En realidad tardé algo más, porque cuando me disponía a salir Ralph Johnston entró a mirar las fotos de Dave Greer. Tardó sólo unos segundos en identificarlo como el hombre al que había visto abandonar el Chevy robado, pero se tardó un cuarto de hora más en consignar su identificación por escrito y conseguir un medio de transporte para que volviera a casa. Considerando que había sido despertado a una hora tan intempestiva para llamarle a la Jefatura de Policía, Johnston parecía estar de un humor excelente. Recordé, entonces, que Greer había derribado a Johnston de un puñetazo y comprendí el motivo de su buen humor.
El descargar aquel puñetazo sobre Johnston había sido, probablemente, la equivocación más grave que Dave Greer pudo haber cometido.