18
Stan y yo nos detuvimos después de haber traspuesto la barrera y esperamos.
—Olvídense del payaso de saloon —empezó Barney—. Me refiero a ese Buddy Colton. Hace media hora entró en el despacho del fiscal del distrito. Había participado en una fiesta en Long Island que duró cuatro días y estaba hasta las orejas de alcohol. Acababa de regresar y llevaba consigo a cuatro amigos para que le corroboraran su coartada —Barney se echó a reír—. Ahora amenaza con poner un pleito contra todo el mundo en el Departamento. Ya sabéis cómo se comporta en tales casos.
—¿Pudo comprobar algo el fiscal del distrito? —preguntó Stan.
—Desde luego —repuso Barney—. Pero en seguida le echó con cajas destempladas de su despacho. Si hay algo que no puede soportar son esos tipos ricos tirando el dinero a su alrededor.
Stan me miró moviendo la cabeza.
—¡Caray! —exclamó—. Buddy Colton debe estar enfadado con nosotros.
—Las buenas noticias no son esas —continuó Barney sonriendo ampliamente—. Pueden también olvidarse de Jim Mooney. Le hemos cazado.
—¿Dónde? —pregunté.
—En el hospital.
—¿Ha hablado con él?
—No ha habido necesidad —respondió Barney—. Mooney no empujó a Macklin en el andén de la estación. El muy bastardo se había roto una pierna tres semanas antes. Ocurrió en la parte baja del East Side. Mooney encontró a un desconocido que iba acompañado de un amigo de ambos y éste permitió a Mooney dormir en su cuarto. Después de esto fue cuando se rompió la pierna.
—¿Cómo contactó con él? —quiso saber Stan.
—No fui yo —repuso Barney—, sino el agente de servicio en aquel sector, que ayudó al viejo amigo a llevar a Mooney a su casa. Mooney tropezó en la acera y, al principio, nadie pensó que se había roto la pierna. Por eso el agente no llamó a una ambulancia. Más tarde, el viejo amigo hizo venir a un médico y se dieron cuenta de la fractura. El policía estuvo de permiso un par de semanas y por eso no dio la alarma con respecto a Mooney. Esta tarde volvió al servicio y la primera cosa que hizo fue comunicarnos lo ocurrido. Si pudiera obrar a mi modo, lo promocionaría ahora mismo a detective de tercera —dejó de sonreír súbitamente y se volvió en dirección a su despacho—.Tengo que llamar a su capitán y hablar de todo esto.
Stan le vio partir y luego suspiró profundamente.
—Si ese agente es listo, preferirá seguir de uniforme —manifestó—. Me gustaría que alguien me hubiera dado ese consejo a mí en el momento oportuno —tenía la cara demacrada y los hombros caídos por el cansancio—. De modo que estamos de nuevo en el principio. Este es el punto de partida número tres. Pete, ¿qué pista seguiremos ahora?
—La que lleva a un restaurante aquí cerca, en la Tercera Avenida —le respondí—. No es el «Chambord», pero te dan un buen pedazo de carne por un dólar ochenta y cinco.
—No tengo apetito. Debería tenerlo, y no es así.
—Hay que comer algo. Un bistec de un par de libras y dos horas de sueño nos pondrán de nuevo en forma.
—¡Has dicho dos horas! Pero si podría estar durmiendo una semana —exhaló un suspiro y dirigióse a la puerta—. De acuerdo, vamos a la calle y tomemos ese bistec. Si cuando lleguemos allí uno de los dos aún sigue con vida, ya decidiremos lo que vamos a hacer.
Conduje yo y Stan se derrumbó en el asiento a mi lado, cerró los ojos y se bajó el ala del sombrero, para que no le molestara el reflejo del sol en el parabrisas. Mas, al torcer hacia Lexington Avenue, estaba dormido.
Minutos después, pasé ante el «Taboo» donde había hablado por vez primera con George Sullivan y Peggy Taylor. Ace Wimmer estaba en su quiosco de periódicos frente a la entrada y le saludé con la mano. Como siempre, Wimmer llevaba sus gruesos guantes de lana y sus botas negras. Miró furtivamente en ambas direcciones, levantó una mano enguantada y volvió a mirar rápidamente hacia otro lado.
Dejé la Lexington Avenue a la altura de la calle Cincuenta y Dos esperando encontrar un lugar donde aparcar el coche antes de haber llegado a la Tercera Avenida. De pronto creí ver claramente de nuevo ante mí la mano enguantada de Ace Wimmer.
«¿Por qué —me pregunté— lleva Wimmer siempre esos gruesos guantes y esas botas altas, tanto bajo el calor agobiante del verano como en la nevisca y el frío del invierno?»
La pregunta se me había ocurrido ya anteriormente, desde luego. Siempre la rechacé pensando que se trataba simplemente de una de sus peculiaridades, similar a la de su manía de aparentar ser reportero.
Pero, ¿y si estaba equivocado? ¿Y si no era simplemente una rareza de un hombre con la cabeza un poco trastornada? ¿Y si tenía que llevarlos por algún motivo? Después de todo, se estaba acercando a los sesenta años, una edad en que muchos hombres empiezan a padecer dolencias físicas y fallos en los que los jóvenes nunca piensan.
Encontré un lugar libre y metí el Plymouth en él, tan bruscamente, que Stan se despertó sobresaltado.
—¿Qué pasa? —gruñó—. ¿Te vas a pelear con alguien?
—Monta la guardia un ratito —le dije saliendo del coche—. Vuelvo en un par de minutos.
Regresé a pie hasta la Cincuenta y Dos y torcí por la Lexington hasta el quiosco de Wimmer. Conforme me acercaba empezó a hacerme señales indicándome que me apresurara.
—Tengo una noticia para usted, detective Selby —me informó.
En su rostro de facciones largas y acusadas se pintaba una expresión de gravedad, mientras su mirada precavida iba de mí hacia otros transeúntes y volvía de nuevo hacia mí.
Me pregunté si sería cierta la historia de que Wimmer había sido profesor de instituto en la Costa Occidental, y pensé en cómo' reaccionaría ante mis preguntas sobre el tema, pero lo que más me preocupaba era saber por qué había tardado tanto tiempo en establecer la conexión que acababa de hacer unos momentos antes.
Wimmer me miraba un poco extrañado.
—Tal vez no me ha oído bien, detective Selby —dijo con aire de reproche—. Le dije que tenía una buena noticia para usted.
No quise arriesgarme a ofenderle.
—¿De veras, Wimmer? —pregunté—. ¿Y de qué se trata?
Bajó la voz hasta convertirla en un murmullo.
—El mes que viene Jackie Robinson defenderá su título de campeón de los pesos pesados en el Madison Square Garden.
—¡Caray! Ese Robinson es un valiente.
—Sí —asintió—. Un hombre muy difícil de derribar. No puedo divulgar naturalmente la fuente de mi información, pero sé por personas bien enteradas que Robinson es uno de los mayores tramposos en la historia del deporte.
Bueno, habíamos llegado al momento crucial. Esperé unos segundos y luego le dije:
—Hay algo más que usted puede contarme, Wimmer.
Frunció el ceño mirando alternativamente a mí y al tráfico de Lexington Avenue.
—¿Ah, sí? ¿Y qué cree usted que puedo contarle, detective Selby?
—Me pregunto por qué lleva siempre guantes y botas de agua —repuse.
Examinó mi cara cuidadosamente, y luego por vez primera, por lo que podía recordar, en mi trato con él, sonrió.
—¿Se ha creído que es una afectación? Porque muchos de mis colegas en el periodismo se individualizan de un modo u otro. Lacitos, chalecos floreados, etc. ¿Cree que yo hago lo mismo?
—Desde luego que no —contesté.
—Entonces su interés es auténtico; no simple curiosidad.
—Sí. Es auténtico, Wimmer.
Hizo una señal de asentimiento sin dejar de sonreír.
—Le creo. Estoy seguro de que es sincero. Pues bien: llevo guantes y botas porque sufro la enfermedad de Raynaud. Soy un poco joven para ello, pero la tengo de todos modos —hizo una pausa—. ¿Sabe usted lo que es la enfermedad de Raynaud?
Moví la cabeza negativamente.
—¿No? Pues es una enfermedad de los vasos sanguíneos que dificulta la circulación. Mis manos y mis pies están siempre fríos —golpeó los pies vigorosamente contra el suelo y palmeó con fuerza sus manos enguantadas—. Siempre fríos, detective Selby, tanto en invierno como en verano.
—Lo siento de veras. Y ¿qué pasa con el resto de su cuerpo?
—Es sólo en las extremidades.
—¿No puede aliviarlo de algún modo?
—Muy poco, detective Selby, muy poco. Lo máximo que puedo conseguir es mantener mis extremidades calientes y confiar en que los vasos sanguíneos no se atasquen hasta el punto de producirme gangrena. Ello significaría la amputación, ¿comprende?
—Sí, lo comprendo —repuse—. Gracias por su sinceridad, Wimmer.
—De nada, detective Selby. Me alegra poderle dar una noticia interesante de vez en cuando.
Se volvió, regresó a su quiosco y empezó a recoger las monedas que los parroquianos habían ido dejando sobre sus montones de revistuchas.
Regresé al Plymouth y volviendo por el mismo camino me metí en el «Taboo». En la cabina telefónica marqué el número de Bellevue y pedí hablar con Jerry Milner, el ayudante del médico que había hecho la autopsia a Edward Macklin. Jerry no estaba de servicio, pero el médico que tomó la llamada me dio su número de teléfono particular y llamé allí.
—Al habla el doctor Milner —dijo Jerry.
—Soy Pete, Jerry.
—Ah, hola, Pete. ¿Qué le sucede?
—Quiero que me dé un poco de información médica en plan particular.
—Creo que es la única clase de información que puedo realmente dar. ¿De qué se trata?
—¿Sabe algo de la enfermedad de Raynaud?
—Sí, un poco. ¿Por qué?
—Uno de los síntomas es tener siempre los pies y las manos frías, ¿verdad?
—Sí, pero eso también sucede en otras enfermedades, como por ejemplo, en la de Buerger.
—Bien. ¿Puede la enfermedad de Raynaud afectar al resto del cuerpo? Quiero decir, suponiendo que se encuentre en un estado avanzado, ¿el que la padece tendría frío en todo el cuerpo?
—No en la enfermedad de Raynaud. Si un hombre afectado por ella sintiera frío en todo el cuerpo sólo podría ocurrir una cosa: que estuviera muerto. Dígame, ¿a qué viene ese repentino interés, Pete? ¿Es que tiene los pies fríos o algo así?
—No que yo sepa. Lo que realmente intento saber es si existe alguna enfermedad que ponga frío todo el cuerpo. Es decir, que quien la sufre tenga que llevar siempre ropa de abrigo, incluso en días tan calurosos como los que padecemos ahora.
—Es que hay diferentes clases de frío, ¿comprende?
—Yo no sé nada de eso. Me estoy refiriendo a un frío que se sufra de manera permanente. El enfermo podría ir de acá para allá e incluso actuar en algún trabajo, pero tendría siempre tanto frío que debería vestirse como si…
—¡Espere un momento, Pete! ¿Es que conoce a alguien que vista siempre de invierno?
—Sí.
—Bien. Le diré lo que pienso. En casos así, a mi modo de ver, lo que pasa es que la temperatura del cuerpo se concentra en la cabeza. A veces sucede que un hombre perfectamente sano puede sugestionarse hasta el punto de ir a la tumba. Y por lo mismo, un hombre muy enfermo a veces puede asimismo sugestionarse hasta el punto de recobrar la salud. ¿Sabe lo que son los desórdenes psicosomáticos, Pete?
—No. Solamente algo de teoría; eso es todo.
—Pues entonces le diré que la ansiedad crónica puede provocar úlceras de estómago. ¿Lo sabía?
—Sí, claro, pero…
—¿Y sabe también que si una madre lactante se asusta en extremo, su leche puede envenenarse y matar al niño?
—Lo he oído decir.
—Pues bien. La mente es capaz de ocasionar toda clase de desajustes físicos, Pete. Y también reacciones beneficiosas. Una vez se llega a un estado de ánimo determinado hay quien es capaz de no sentir los efectos del fuego en la piel. Ni usted ni yo podríamos hacerlo, pero eso no significa que no haya quien lo consiga. Algunas personas son capaces de convencerse de que no sentirán dolor ni frío o calor extremados y no los sienten. Por otra parte, algunos piensan que sienten dolor, o calor, o frío y en efecto experimentan esas sensaciones de un modo tan intenso como si fueran auténticas.
—Esa sensación de sentir frío por todo el cuerpo, ¿podría durar un año o más?
—Desde luego. El temor o la cólera, que vienen a ser muy parecidos, provocan en el cuerpo un descenso de temperatura porque la naturaleza encoge los vasos sanguíneos de tal modo que caso de producirse una herida, apenas si se perdería sangre. Sin embargo, nadie puede acumular tanto temor o tanto miedo como para que su cuerpo permanezca frío por tiempo indefinido. Si lo hace, será sólo por causa de su imaginación. Si se tiene algún motivo importante para estar temeroso o irritado, y si además se padece algún desorden orgánico, como por ejemplo la enfermedad de Raynaud, y además la imaginación actúa dentro de una determinada norma, puede llegarse a pensar que el frío de las manos y los pies se ha extendido a los brazos, a las piernas y a todo el cuerpo. No existe base física para esta sensación, exceptuando las manos y los pies, pero el resto del cuerpo se sentirá frío y dicha sensación llegará a ser tan real como si el individuo se hubiera duchado con agua helada.
—Lo que me dice es una gran ayuda para mí, Jerry. Muchas gracias.
Nos despedimos y volví a pie al lugar donde tenía aparcado el Plymouth. Stan Rayder se había vuelto a dormir. Encendí un cigarro y sacudí a Stan por el hombro hasta que abrió un ojo.
—Parece como si hubieras acabado de descubrir una mina de oro —me dijo—. ¿Dónde has estado?
Le conté mis conversaciones con Ace Wimmer y con Jerry Milner. Cuando hube terminado, la cara de Stan había perdido todo rastro de fatiga y sus ojos volvían a brillar. Sonrió y movió la cabeza con expresión dubitativa.
—Es divertido, ¿verdad? —preguntó—. Me refiero al modo en que un detalle sin importancia como son los guantes y las botas de Ace Wimmer pueden ayudarnos en nuestro trabajo.
—Todavía no hemos salido del atolladero, Stan.
—No; si bien ahora, al menos, tenemos un instrumento con el que abrirnos paso. Y eso es mucho más de lo que poseíamos antes.
—Si el conductor del metro, realmente vio lo que pensó haber visto…
Stan levantó una mano.
—No me vengas con suposiciones, Pete. Lo vio y eso es todo. Vio a un hombre que vestía un largo impermeable, dar a Edward Macklin el empujón que le mató. ¡Un hombre con abrigo en un día en que los termómetros parecía ir a estallar en toda la ciudad! —Stan sonreía ampliamente aunque conservando algo de su expresión de sorpresa—. Y aquella misma noche, tú y yo estábamos hablando con Paul Stoddard. Este se mostró realmente acogedor y amistoso con nosotros a la vez que se sentía asimismo cordial y amistoso con Edward Macklin. Pero, evidentemente, se trataba de un tipo muy friolero porque llevaba una chaqueta muy gruesa, pantalones también gruesos y un jersey de cuello alto.
—Y zapatillas forradas de lana —añadí.
—En efecto, todo esto en una de las noches más calurosas del año. Me pregunto qué llevaría cuando empujó a Macklin en el andén. Es decir, bajo el largo impermeable que lo cubría todo.
—Pues si tan curioso te sientes —le respondí en el momento de poner en marcha el motor— creo que lo mejor es que vayamos a su casa y se lo preguntemos.