5
El aspecto exterior de la casa en que vivía Marcia Kelbert era parecido al de tantas otras residencias de alquiler elevado en el East Side, es decir, no demasiado impresionante. Tratábase de un edificio muy viejo, de seis pisos, con un revestimiento de piedra caliza algo sucia que iba, desde la acera hasta la mitad del espacio, entre las ventanas del primero y del segundo piso. Tenía también una estrecha marquesina azul en la que sólo constaba el número de la casa: «Seis-Nueve-Dos» en caracteres blancos pequeños; unos tiestos con arbustos a cada lado de la entrada y una gruesa puerta encristalada algo descolorida por el sol.
Sin embargo, una vez en el vestíbulo, todo cambiaba. Si no se hubiera sabido que allí vivía gente rica, el vestíbulo en cuestión lo hubiera puesto en evidencia, sin duda alguna. Era tan pequeño que de entrar una docena de personas hubiera quedado atestado. Estaba todo él recubierto de mármol auténtico y los dos sillones tallados a mano que estaban a ambos lados del lujoso ascensor eran de los que sirven sólo para ser admirados; no para sentarse en ellos.
En los cuatro rincones había flores recién puestas y de las paredes colgaban pinturas modernas de tonos brillantes. En el centro del suelo de mosaico y sobre un pedestal de ónice, había una fuentecilla con la figura de una niña campesina llenando un jarro en un manantial de la montaña. El sonido del agua y el olor de las flores resultaban en extremo agradables, sobre todo después de respirar los humos del tráfico callejero; pero lo que realmente me sedujo fue el aire acondicionado. En realidad, hay algo detestable en el aire acondicionado: que los despachos de las comisarías carecen de él.
Examiné la hilera de buzones y encontré uno con el nombre de «M. Kelbert» que pertenecía al piso 5-B. Así, pues, tomé el ascensor hasta el quinto piso.
La casa sólo tenía dos pisos por rellano. Recorrí el pasillo hasta la puerta 5-B y apreté el botón del timbre. Dentro sonó una campanilla muy suave, y en seguida oí el ruido de unos tacones acercándose. Un momento después pude comprobar que la realidad superaba a la imaginación.
En efecto, era la chica de la foto, pero ésta daba sólo una idea muy lejana de lo que aquella mujer era en realidad. Los policías de Nueva York tenemos ocasión de conocer a muchas mujeres excepcionales, y cuando ya llevamos en el oficio unos cuantos años nos pasa lo mismo que al cajero de un banco con los billetes de mil dólares: que uno se acostumbra a verlos y no les hace caso.
Mas no creo que nadie hubiera logrado nunca acostumbrarse por completo a Marcia Kelbert. Tendría unos veintidós o veintitrés años, un cuerpo escultural y esbelto, unas piernas muy largas y la piel tan blanca y tersa que se quedaba uno admirado. En la foto llevaba el pelo hasta los hombros; luego se lo había cortado y ahora le formaba un flequillo sobre la frente. Pero seguía siendo negro, tan negro que le formaba reflejos azulados. Tenía las facciones pequeñas, correctas y suaves, casi infantiles, y sus ojos eran de un azul tan intenso que al principio los creí negros. Llevaba un vestido amarillo sin tirantes, tan ceñido al cuerpo que podían apreciarse las líneas de su ropa interior.
—¿Qué desea? —me preguntó.
Le enseñé mi chapa de policía.
—Soy el detective Selby de la vigésima comisaría.
—Me parece muy bien —repuso—. ¿En qué puedo servirle?
Sonreía ligeramente y su voz era tan cálida como cuando me había contestado por teléfono; no obstante, algo en sus ojos azules desmentía aquella dulzura.
—Quisiera hablar con usted, señorita Kelbert.
—Bueno, pues, hablemos.
—Es que creo que dentro hará más fresco.
—Cree usted bien. ¿Es el que me telefoneó hace unos minutos y colgó sin contestarme?
—Sí, verá usted…
—Es lo corriente. Veamos, ¿de qué quiere hablarme? ¿O sólo piensa quedarse ahí mirándome? ¿Desea una foto?
—Ya tengo una —le contesté—. La que perteneció a Edward Macklin.
En sus ojos brilló un fugaz destello que se apagó en seguida.
—¿Ha dicho usted «perteneció»?
Abrió la puerta un poco más y yo lo aproveché para empujar también un poco y acabar de entrar en el piso.
—Está usted en su casa —me invitó—. Perdone por no haberle invitado a entrar en seguida. ¿Puedo hacer algo para que se sienta a gusto? ¿Le apetecería una copa?
—Nunca bebo antes de amanecer —le contesté echando una mirada al enorme salón.
Los que gustan de los muebles caros, de las alfombras y de los cuadros, habrían pasado allí un buen rato admirando lo que se ofrecía a la vista. Pero lo que a mí realmente me importó fue ver un ejemplar doblado de un periódico sensacionalista echado sobre una mesa de café, de metro y medio de longitud, situada frente a uno de los sofás más largos y más bajos que hubiera visto jamás.
Me acerqué a la mesita y tomé el periódico. A aquellas horas los periódicos estaban ya todos en la calle y a mí me interesaba no sólo averiguar cómo comentaban el homicidio sino también si Marcia había leído la noticia. Pude observar entonces que se trataba de un periódico del día anterior y lo volví a dejar en su sitio.
Ella se sentó a un extremo del sofá, cruzó las piernas y me miró algo mustia.
—Dígame usted algo —pidió—. Cuando se disponga a dejarme entrever lo que ha ocurrido, hágame sólo una pequeña señal. Sólo un par de palabras, ¿comprende? Nada que le comprometa.
Sobre la mesita había un soporte para pipas y un gran recipiente octogonal adornado con clavos de metal en los bordes, para mantener húmedo el tabaco. Pasé la punta de los dedos por las cazoletas de las pipas y luego me hundí en el sillón que estaba frente al sofá.
—¿Es suyo este piso? —pregunté.
—Habrá visto mi nombre en el buzón, ¿verdad?
—Los buzones no son escrituras de propiedad.
—¿A qué viene tanto interés? ¿Cree que he robado este piso?
Saqué un cigarro, mordí la punta, la dejé en un cenicero e hice rodar el cigarro entre mis dedos unos momentos antes de encenderlo.
—Usted y yo tenemos que hablar, miss Kelbert. Y la conversación puede ser agradable y tranquila o todo lo contrario. Depende de cómo usted la enfoque. También depende de usted si la sostenemos aquí o en la comisaría.
Permaneció inmóvil unos segundos; después sonrió e hizo una profunda aspiración que me hizo comprender por qué los hombres se empeñaban en llevarla a Acapulco.
—¿Puedo decir una cosa? —preguntó suavemente.
—¿Acerca del piso?
—No. Lo que quiero decir… —su sonrisa se hizo más amplia— es que puede usted irse al cuerno con su chapa y su hablar áspero de policía. Sí. Puede irse al infierno —señaló hacia el suelo—. Me parece que es por ahí. ¿Por qué no se pone usted en marcha?
—Lo siento pero no tengo tiempo para esas cosas, señorita Kelbert —respondí.
Su sonrisa se hizo todavía más amplia.
—No me gustan los policías —declaró—. Y mucho menos los de paisano. Y lo que es peor todavía, no me gusta usted.
—¡Ah, vaya!
—Tengo amigos importantes en esta ciudad. Le sorprendería a usted saber de quién se trata. Si cree que puede entrar aquí como un matón y actuar como si estuviera en su casa, es que anda mal de la cabeza. Es decir… si eso que tiene sobre los hombros es una cabeza.
—Hablemos del piso —continué—. ¿Es suyo?
Por un instante pareció como si fuera a hacerme otra demostración porque las señales de tormenta se incrementaron; pero, de repente, volvió la calma. Exhaló un profundo suspiro, hizo con la mano un vago movimiento como de resignación y volvió a reclinarse en el cojín.
—Bueno, dejémoslo —dijo con expresión ligera—. Ningún policía merece la pena que una se enfade. No; este apartamento no es mío.
—Pero usted vive en él.
—A veces.
—¿Con Edward Macklin?
Movió la cabeza pacientemente.
—No me extraña que haya tenido usted que ingresar en la Policía para ganarse la vida. Si este piso es de Eddie y si yo vivo aquí de cuando en cuando, resulta claro que en tales ocasiones vivimos juntos. ¿No le parece?
—Hasta ahora no hemos dicho que este piso fuera de Macklin —le recordé.
—Pues ahora ya lo sabe. Y antes de que dejemos establecida cualquier otra cosa, quisiera hacerle una pregunta. Se trata de esa cosa tan curiosa que está fumando. Al principio creí que era un cigarro pero nunca he visto algo que oliera tan mal. ¿Qué es exactamente?
—Prefiero que hablemos de Edward Macklin —le contesté—. ¿Qué puede contarme de él?
Una vez más, volvió a hacer el movimiento de cabeza de antes.
—Es una pregunta que abarca demasiadas cosas. ¿No le importaría reducirla un poco?
—¿A qué se dedica?
—Trabaja en una compañía de importación.
—¿Qué compañía?
—No lo sé. Me lo dijo una vez pero no me he vuelto a acordar. Sin embargo, sí puedo decirle una cosa. Que su jefe está como una cabra.
—¿Por qué?
—Porque, según Eddie, debe tener dos millones de dólares y se viste como un pordiosero. Eddie se ve obligado a vestir igual que él cuando está en el trabajo y todos los demás empleados hacen lo mismo porque temen que si tienen mejor aspecto que el jefe éste se enfade con ellos. ¿No le parece ridículo? Es la cosa más tonta que he oído jamás —hizo una pausa—. Por otra parte, me parece idiota que esté usted interrogándome a mí. ¿Por qué no le pregunta todo eso a él mismo?
A veces es mejor enfocar las cosas de un modo y otras hay que variar.
—Porque Eddie ha muerto —le contesté.
No sé si sería la reacción que esperaba de ella. Yo me había preparado para la usual expresión de sorpresa, de espanto, de momentánea incredulidad o cualquier otra de las emociones que se pueden esperar de una mujer en una situación semejante. No pasó nada de eso. Lo que vi en ella fue una mirada totalmente inexpresiva. Luego fue entornando los ojos hasta transformarlos en dos largas y frías líneas azules.
—¡Será usted hijo de perra! —exclamó suavemente—. ¿Por qué no me lo dijo desde el principio?
Sacudí la ceniza de mi cigarro y la contemplé atentamente. Cuando la había visto por vez primera en la puerta hubiera tenido por imposible que su piel pudiera hacerse todavía más blanca. Me equivocaba. Ahora lo era tanto que podía distinguir el delicado trazo rosado de las venillas de su cara y de las partes superiores de sus senos.
—¿Cómo ha sido? —preguntó en el mismo tono suave.
—Alguien le empujó desde el andén del metro cuando llegaba un tren.
—¿Le empujaron? ¿Así, pues, fue asesinado?
Hice una señal de asentimiento.
—¿Y quién lo hizo?
—No lo sabemos. Cuanto más coopere usted con nosotros, antes encontraremos al criminal.
Se quedó mirando al suelo mientras yo la observaba a ella, y durante medio minuto ninguno de los dos pronunció palabra.
—De acuerdo —dijo por fin—. Eddie ha muerto. Era un buen chico; pero ya no existe y el mundo continuará girando exactamente igual que hace diez minutos cuando yo creí que estaba vivo.
Esperé unos momentos y luego dije:
—No sé cuáles eran sus sentimientos hacia Eddie, señorita Kelbert, pero lo que sí deseo asegurarle es que la Policía hará…
—No me venga con el cuento de siempre. Lo de mis sentimientos le importa a usted un comino. Dejémoslo tal como está.
—Si es así como lo desea…
Se puso en pie lentamente y se acercó a una mesilla-bar que estaba en el extremo más alejado de la habitación.
—Voy a servirme una bebida —indicó—. Si quiere otra, dígamelo.
—No. No quiero nada.
Vi cómo llenaba un vaso de whisky y se lo llevaba a la boca con un suave y diestro movimiento de la muñeca. Lo llenó otra vez, se lo bebió y luego vertió dos vasitos del licor en el fondo de un vaso alto que llenó con soda. Se llevó la bebida al sofá y se sentó haciendo girar el líquido en el vaso mientras clavaba la mirada en el nudo de mi corbata. El borde de la falda le había subido hasta muy por encima de las rodillas, pero no hizo ningún movimiento para cubrirlas.
—Conozco a muchos policías —comentó con aire ausente—, pero usted es el primero de la Sección de Homicidios con el que he hablado.
—No pertenezco a ninguna Sección de Homicidios especial —le aclaré—. En Nueva York los casos criminales se llevan por los detectives que hayan sido los primeros en recibir la noticia de un suceso.
—¿Qué es usted, sargento o teniente?
—Ni una cosa ni la otra. Sólo detective de segunda clase. Y lo mismo mi colega. Un teniente es un cargo de mucha categoría. No es raro que un teniente dirija a los detectives de ambos lados de la Quinta Avenida. Un sargento también es un grado muy considerable. Pero no hay detectives sargentos, señorita Kelbert. Los sargentos sólo sirven en la sección uniformada.
Sonrió mirándome con admiración.
—¡Caray! —exclamó—. Vaya unas cosas más interesantes.
—Usted me ha preguntado y yo le respondí. Y ahora, ¿qué le parece si volvemos a lo nuestro?
Tomó un largo trago, se encogió de hombros y se inclinó hacia adelante para poner el vaso sobre la mesita.
—Cosas como ésta son las que despiertan la parte mala que hay en mí. Pero, por favor…, no hagamos comentarios. Nadie puede ocultar sus sentimientos durante mucho tiempo —se echó de nuevo hacia atrás apoyándose en el cojín, con lo que la falda le subió todavía unos centímetros más—. Si quiere que le diga la verdad, estoy que echo chispas.
Sacudí un poco más la ceniza de mi cigarro.
—¿Cuánto tiempo hace que conocía a Eddie? —pregunté.
—Mucho tiempo. Al menos para mí. Seis o siete meses.
—¿Dónde estaba usted esta tarde sobre las cuatro?
—¿Esa es a la hora…?
—Sí; la hora que a mí me interesa.
—Pues aquí. He estado aquí desde… creo que serían las dos.
—¿La ha visitado alguien? ¿Ha hecho o recibido llamadas telefónicas?
—¿Sobre las cuatro?
—Sí.
—En otras palabras tengo que demostrar que estaba aquí a esa hora.
Asentí.
—Pues no —repuso—. No puedo demostrarlo ¿Habré de preocuparme por ello?
—No lo sé. Era sólo una pregunta. Lo más importante es saber si conocía usted a alguien que hubiera podido desear la muerte de Eddie.
Ella hizo una señal de asentimiento lentamente, con la mirada oscura y abstraída.
—Alguien intentaba matarle —respondió—. Sí, señor Selby, alguien quería que muriese de la manera más cruel posible.
Me hice un poco hacia adelante.
—¿Quién era?
—No lo sé. Ni tampoco lo sabía Eddie; pero temía por su vida. Y llevaba ya varias semanas en ese estado de ánimo.