2

La casa 923 de west 24th Street resultó ser una pensión de aspecto decrépito en un vecindario igualmente mísero. El edificio tenía cinco pisos de ladrillo y estaba cubierto de hollín, con sucias ventanas. La única cosa que quizá no llevara allí cincuenta años era un letrero de cartón que colgaba de un hierro oxidado sobre el umbral de la puerta. En el mismo podía leerse: «Habitaciones amuebladas con agua corriente. Alquiler por días, semanas o meses. Para hablar con la encargada, llamar abajo.»

Eran las seis de la tarde de uno de los días más calurosos del año y las calles estaban repletas de automóviles, mientras en las aceras parecían jugar la mitad de los niños que pueblan Nueva York. En las escaleras de entrada a las casas había hombres sentados fumando o bebiendo cerveza de bote, mientras trataban de respirar un poco de aire fresco, antes de meterse en sus sofocantes viviendas para cenar.

Di la vuelta hasta situarme frente a la verja que se encontraba en el ángulo que formaba la escalera con la fachada y toqué el timbre.

No tuve que esperar mucho tiempo. Terminaba de quitarle la funda a un cigarro puro cuando la puerta se abrió tan bruscamente que el sobresalto me hizo dar un paso atrás.

La mujer que me miraba con aire agresivo tendría unos cuarenta años. Era alta y robusta, con el pelo gris sin peinar, unos ojos castaños y desvaídos y multitud de manchas venosas en las mejillas. Llevaba una camisa de hombre a cuadros, pantalón vaquero arremangado hasta las rodillas y zapatillas de tenis muy sucias.

—¡Cielos! —exclamó—. ¡No me diga!

—Soy el detective Selby —la informé—, yo…

—Le he conocido en seguida, se lo aseguro. Me di cuenta al momento de que es usted policía. ¿Cree que no tengo ojos en la cara?

—Me gustaría hablar con el encargado.

—Está usted hablando con él. Soy la señora Judson —respondió cambiando el peso de su cuerpo al otro pie y mirándome con aire tristón—. ¿Qué es lo que quiere? No me diga que necesita habitación porque estoy hasta los topes.

La dejé expectante un momento mientras encendía el cigarro.

—¿Tiene usted un huésped llamado Edward Macklin?

Entornó un poco los ojos.

—¿Ha hecho algo malo?

—Yo no digo que haya hecho nada malo. ¿Cuándo le vio por última vez?

Se encogió de hombros.

—Creo que hace un par de días. No viene mucho por aquí. Entra y sale continuamente. A veces, paso tres o cuatro días sin verle. ¿Por qué lo quiere saber?

—Creo que todo irá mucho mejor si soy yo quien hace las preguntas, señora Judson —le advertí—. ¿Vive solo el señor Macklin?

—Desde luego. Naturalmente —vaciló un momento y luego abriendo la puerta me hizo señas de que pasara—. ¿Para qué vamos a dar noticias gratis a los vecinos? Hay ahí un par de viejas que lo oyen todo aunque se hable a diez metros de distancia.

Me encontré en un corredor oscuro y húmedo lleno de instrumentos de limpieza y de muebles rotos. Hasta mí llegó un olor acre a gatos y a grasa rancia.

—Diga. Diga —me invitó la señora Judson—. Ya sabía yo que habría algún lío.

—¿Por qué lo dice?

Apretó los labios y puso cara de estar al cabo de la calle.

—Le he venido observando —me reveló tras un momento de reflexión— y la última vez que le vi parecía estar enfermo de miedo.

—¿Hace de eso un par de días, verdad?

—Tiene usted buena memoria. En efecto, eso es lo que dije.

—¿Sabe usted qué le asustaba?

—No. Pero temblaba como una gallina. Intentó disimularlo, aunque a mí no me engaña. Lo abrumaba el temor de Dios, seguro —dio un paso hacia mí—. ¿Qué pasa? ¿Qué ha sucedido?

—Las preguntas las hago yo —le recordé—. ¿Qué puede contarme del señor Macklin?

—¿Qué quiere que le cuente? Para mí no es más que un huésped como otro cualquiera. Paga su alquiler y no pone la radio demasiado fuerte ni se pelea con los demás —se encogió de hombros—. Pero no me interprete mal. No estoy tratando de que parezca más bueno de lo que es. Si se ha metido en algún problema con la ley no es asunto mío. No tengo por qué hacerle ningún favor.

—¿Qué aspecto tiene?

—¿Está de broma? ¿Es que no le conoce?

—Vamos. Acabemos cuanto antes.

—¡Al diablo! Es tan alto como yo; un metro ochenta o por ahí. Fornido, con el pelo negro, y si no fuera porque se trata de un hombre se le podría tomar por una muchacha preciosa. ¿Qué tal? ¿Está satisfecho?

Hice una señal de asentimiento. Había descrito a Macklin tan bien como cabía esperar.

—¿Y dice que sale mucho?

—En efecto. Pero paga su alquiler puntualmente. Y el que esté fuera tanto tiempo me va muy bien, ¿comprende? No he de limpiarle la habitación y hacerle la cama cada día. Ya me gustaría tener muchos huéspedes como él.

—¿Sabe si está casado?

—No, no lo sé. Nunca hago preguntas sobre cuestiones personales.

—¿Ha mencionado alguna vez tener parientes o…?

—Nunca me habló de nada de eso. El y yo sólo nos vemos cuando baja a pagarme el alquiler.

—¿Y visitantes?

—¿Quiere decir si recibe mujeres en su piso? Nó lo sé. Mientras me paguen el alquiler y no se metan en lo que no les importa, nunca me ocupo de lo que hacen mis huéspedes —declaró. Luego hizo una pausa—. Nunca subo arriba más que lo necesario. Y si alguien arma escándalo le echo a patadas. De lo contrario, pueden hacer lo que les dé la gana. En cuanto a Macklin, hasta ahora no me ha ocasionado ningún problema.

—¿Sabe de qué vive?

—No tengo ni la menor idea.

—¿Paga su alquiler en efectivo o con cheque?

—En efectivo y a tocateja… Escuche. Sé muy bien lo que quiere que le explique. Pero no voy a hacerlo. No sé nada especial de ese tipo ni quiero saberlo. Llegó hace cosa de año y medio y en todo ese tiempo no le habré visto más de una hora en total. Sólo un par de minutos cada pocas semanas, cuando paga el alquiler. A veces me entrega hasta un mes completo. Ya se lo he dicho. Hablamos muy poco. Lo que sé de él y nada viene a ser lo mismo.

El olor a gato empezaba a revolverme el estómago. Di una fuerte chupada a mi cigarro y solté lentamente el humo por la nariz. Aquello me alivió un poco, aunque no demasiado.

—Bueno. No puedo perder aquí todo el día —dijo ella.

—¿Le importaría enseñarme su habitación?

—Claro que me importaría. No subo las escaleras a menos que sea absolutamente necesario. Pero no tengo inconveniente en que suba y eche una mirada. ¿Por qué había de tenerlo? Como ya le dije antes, no le debo ningún favor a ese hombre —…se metió la mano en un bolsillo del pantalón vaquero y sacó una llave—. Aquí la tiene. Macklin vive en el tercer piso, habitación número 9.

Tomé la llave, me acerqué al pie de la escalera que estaba al final del corredor y empecé a subir.

—No olvide devolverme la llave antes de irse —me advirtió la señora Judson—. Y no se quede ahí demasiado rato.

La habitación en que vivía Edward Macklin no era más que un cuarto pobremente amueblado, ni mejor ni peor que los demás que componían la finca, como supuse. Quedaba un poco de pintura verde en la pared, y una bombilla pendía desnuda en el centro del techo. La cama era metálica, muy estrecha y estaba puesta contra una pared. En la otra se veía una cómoda quemada por los cigarrillos y un sillón desvencijado, junto a la ventana. No había más mobiliario. Ni cuadros en las paredes ni cortinas en la ventana.

La atmósfera cargada y maloliente de la habitación resultaba opresiva. Levanté el panel de la ventana, puse el cigarro en el borde y abrí el armario empotrado. Encontré en él una maleta barata sobre una estantería, un par de corbatas de algodón muy usadas en el colgador y nada más. Bajé la maleta al suelo y abrí los cierres. Contenía sólo una pequeña cantidad de ropa interior usada, una botella de whisky vacía y una caja de cerillas. Cerré la maleta y la volví a colocar sobre el estante, después, me dirigí a la cómoda.

No me sorprendió que todos los cajones, excepto el superior, estuvieran vacíos y que en aquél no hubiera más que unas cuantas cosas: dos camisas nuevas en sus cajas de cartón, un par de pijamas todavía envueltos en celofán, tres pares de calcetines, medio cartón de cigarrillos, una botella de whisky King’s Ranson y un neceser de tela con afeitadora, hojas, crema y un cepillo de dientes. También había una minúscula radio con la caja de plástico rota y un pedazo de cuerda gastada.

La radio estaba en un rincón, y cuando la saqué pude ver que, debajo de ella, había una cartera de cuero labrado del tamaño de una tarjeta postal. La cartera estaba acondicionada para llevar dos fotografías, pero el compartimiento derecho permanecía vacío. En el de la izquierda pude ver un retrato de estudio a color de una muchacha increíblemente bonita, con el pelo negro llegándole a los hombros, ojos azules mirando un poco de soslayo y una piel que difícilmente podía ser tan blanca como se mostraba en la foto.

Saqué el retrato de la cartera y tomé nota del nombre del fotógrafo y del número de registro. A continuación me quité la chaqueta, me aflojé el nudo de la corbata y reanudé mi trabajo.

Lo rebusqué todo, sin dejarme ni un centímetro cuadrado, incluyendo el interior de la radio y los huecos que formaban las patas de la cama; pero no encontré nada, ni siquiera un alfiler ni un envoltorio de chicle.

Finalmente me puse la chaqueta, recuperé el cigarro ya apagado del borde de la ventana y salí de la habitación. Lo único que había podido sacar en claro de mi búsqueda fue que Macklin no vivía realmente allí. Desde luego, pagaba el alquiler de la habitación y probablemente pasaba en ella alguna noche, de vez en cuando; pero su vivienda habitual debía encontrarse en otro sitio. Aquella habitación del tercer piso no era más que una pantalla o quizá un escondrijo; no el lugar al que Macklin hubiera podido llamar su casa. Cada vez veía más claro que aquel hombre llevó más de una vida, y me parecía cada vez menos probable que hubiera obrado así sólo por parecer un excéntrico.

En el rellano del primer piso, cerca de la puerta, había una mesa para la correspondencia de los huéspedes. Repasé las cartas; ninguna de ellas estaba dirigida a Macklin.

La señora Judson se encontraba exactamente donde la había dejado. En cambio, ahora se ocupaba intentando arreglar una silla con alambres. Se echó hacia atrás el mechón de pelo gris que le colgaba sobre la frente y me miró ceñuda.

—¿Qué? —preguntó—. ¿Ha encontrado lo que buscaba?

Moví la cabeza negativamente y le devolví la llave.

—Si quiere, la ayudo un poco —añadí alargando la mano hacia la silla.

—No, no —repuso—. No me gusta deberle favores a nadie. Y además no es la primera silla que arreglo.

Volví a encender el cigarro y miré a mi alrededor tratando de descubrir la causa de aquel olor a gato.

—¿No le parece raro que Macklin pague por una habitación que usa tan poco? —quise saber.

—¿Raro? ¿Y por qué había de ser raro? Ya le dije que nunca hago preguntas. Algunos se pelean con sus mujeres tan a menudo que buscan un lugar al que poder retirarse de vez en cuando. A lo mejor a usted también le pasa. Pero no se lo pregunto, ¿verdad? Pues tampoco lo pregunto a Macklin.

—¿Se le ocurre alguna otra cosa que pueda serme de interés?

Ella dio un tirón al alambre y apoyó la silla contra la pared.

—Pues… no creo que tenga importancia, pero me he acordado de algo. Ese Macklin, al principio, solía tener la curiosa costumbre de cantar. No es que me importara mucho; pero un día llegó aquí con una guitarra y le aseguro que nunca he oído un escándalo semejante. Inmediatamente fui a decirle que parara el ruido o que se buscara otra habitación. Se portó muy bien. Jamás he vuelto a oírle ni tararear siquiera —hizo un guiño—. Era música country, ¿sabe? Auténticas canciones de cowboy. Me sorprendió porque Macklin no tiene pinta de pueblerino. No hay más que echarle la vista encima para darse cuenta de ello —tomó otra de las sillas rotas y volvió a empezar con el alambre—. Tiene una bonita voz, debo reconocerlo. Pero a mí esa música de pueblo no me gusta. Cuando la oigo me entran ganas de irme a un rincón y llorar a lágrima viva.

Saqué la cartera y le mostré la fotografía de la chica.

—¿Ha visto alguna vez a esta chica por aquí? —le pregunté.

La señora Judson contempló la fotografía unos momentos.

—No —repuso—. No suelo espiar a mis huéspedes, pero estoy segura de que ninguno de ellos hubiera traído aquí a semejante portento. Y menos todavía Macklin. Porque es un pobrete. A juzgar por su aspecto, apenas si tendrá lo suficiente como para pagarse un par de cervezas, y a veces ni siquiera eso.

—Me pregunto si querrá hacerle un favor a la Policía —comencé—. Nosotros…

—Ahórrese el esfuerzo —me contestó—. Igual que no pregunto, tampoco digo nada. Y menos a los policías.

—Macklin ha muerto, señora Judson —la informé—. Y necesitamos que alguien identifique su cadáver.

La señora Judson dejó caer la silla.

—¡Dios mío! —exclamó… ¡Oh, Dios mío!

Esperé unos momentos.

—¿Quiere decir que… está muerto ahí arriba? ¿Se ha cortado el cuello o algo por el estilo?

—No, Macklin fue asesinado en la parte alta de la ciudad. Y ahora necesitamos que alguien venga al depósito y eche una mirada al cadáver.

Ella recuperó algo de su color y luego volvió a tomar la silla.

—¡Cielos! —exclamó—. Vaya susto que me ha dado. Creí que estaba muerto en la habitación y que me había manchado las sábanas de sangre. Pero, ¿a qué viene todo esto?

—¿Quiere contestarme sobre lo de la identificación?

Me echó una mirada colérica.

—¡Váyase al diablo! —repuso—. Me ha estado usted engañando todo el tiempo. Si ha muerto, ¿por qué no me lo dijo de entrada? Habló como si aún viviera.

—A veces no hay más remedio —me justifiqué—. El caso es que necesitamos esa identificación.

—Si ha sabido usted dónde encontrarlo, seguro que sabe más cosas de él.

—Hemos hecho una identificación provisional, señora Judson. Pero preferiríamos otra más positiva de alguien que le conociera personalmente. En realidad sería mejor un pariente, pero hasta que lo localicemos…

—¡Ah! Conque preferirían eso, ¿verdad? Pues entonces, encuéntrelo usted solo. No cuente conmigo. Y punto final. No quiero meterme en líos por nada del mundo.

Di una breve chupada a mi cigarro.

—Desde luego, no podemos obligarla, pero…

—¡Naturalmente que no me puede obligar!

Me encogí de hombros.

—Bien; gracias por dejarme examinar el cuarto. Ya encontraremos a alguien que haga la identificación.

—Hay que reconocer que ha sido un buen regalo —murmuró la mujer pensativa.

Me volví hacia ella.

—¿A qué se refiere?

Se apretó los labios un momento y luego, por vez primera desde que me había enfrentado con ella, su rostro pareció adquirir un aspecto casi alegre.

—A lo del alquiler de Macklin. Me había pagado un mes completo. Ahora podré alquilar la habitación otra vez y sacarle un doble beneficio.

—Bueno. Es un punto de vista —comenté.

Ahora casi sonreía al decir:

—No se haga el santo conmigo. No es que sea mi punto de vista. Es que es el único que tengo. Como dije antes, ha sido un buen regalo.

Abandone la casa y me acerqué a una tienda de caramelos situada en la esquina. Aquel era un tipo de vecindario en el que un policía de paisano se distingue con la misma claridad que si llevara uniforme. Mientras transitaba por la acera algunos hombres me dirigieron miradas aviesas, y un grupo de jovenzuelos me contempló de manera francamente hostil en el bar en el que me detuve a pedir monedas sueltas para poder telefonear.

Me dirigí a las cabinas que estaban en la parte trasera del local y pasé unos minutos ojeando el listín. Luego me metí en una de ellas y llamé al estudio donde habían hecho la fotografía que encontré en el cajón de la cómoda de Macklin. Eran casi las siete, es decir, pasada la hora de cierre de los comercios. Así es que me sorprendió que alguien contestara mi llamada.

Era un hombre que hablaba en tono colérico y cansado. Me dijo que el estudio estaba cerrado y que le había obligado a interrumpir su trabajo mientras revelaba. Me identifiqué; le di el número de registro del dorso de la foto de la chica y le rogué que me facilitara el nombre y la dirección de ésta. Unos minutos después el hombre volvió para decirme que la chica se llamaba Marcia Kelbert y que vivía en 622 East, 47 Street. Su número de teléfono era Murray Hill 9-9801.

Marqué el número en cuestión y esperé, dispuesto a colgar si Miss Kelbert contestaba. Porque desde luego yo raras veces, o mejor dicho casi nunca, interrogo a nadie por teléfono. Mi propósito al llamar era el de saber si se encontraba en casa. De ser así hubiera ido en seguida al East Side para charlar con ella.

No hubo respuesta. Luego de esperar los usuales veinte timbrazos colgué y llamé a la Sección de Archivos para que me dieran algún dato.

El que contestó era Johnny Wallace, amigo mío desde hace mucho tiempo. Al darle el nombre, se echó a reír.

—Este es uno de esos casos en que no es necesario usar el archivo, Pete —me contestó—. Aunque lo haría de buena gana sólo para divertirme un poco. Tenemos fotografías porno de esa chica que harían salir los ojos de las órbitas de un muerto.

—¿Qué puedes decirme de ella? —pregunté.

—¡Cielos, Pete! ¿Es que has estado viviendo en una cueva? Marcia Kelbert es una de las furcias más caras de toda la ciudad. Lo que pasa es que no frecuentas los círculos elegantes.

—¿Qué dice su ficha?

—Me gustaría poder hablar de esa mujer por experiencia, muchacho —me contestó—. Pero si lo que quieres saber es lo que figura en la ficha te diré que no es mucho. Las fotos son estupendas pero hay muy pocos datos. Te los puedo facilitar si los deseas.

—De acuerdo; dámelos.

—Ahí van. La primera vez que la detuvieron fue por robar en unas tiendas cuando tenía diecinueve años. De esto hace ya tres. Se desestimó la acusación cuando pagó por lo que había robado. Al año siguiente, la volvieron a detener dos veces por buscar clientes en la vía pública. En las dos salió libre. El año pasado, el fiscal del distrito la citó para ser interrogada en relación con ciertas investigaciones sobre vicio, que por cierto no pudo llevar adelante. Hay una nota de un ayudante del fiscal en la que se dice que la chica cooperó estupendamente, y que incluso habló largo rato con el jurado de acusación. Pero éste no logró reunir las suficientes pruebas y Marcia se libró de aparecer en el juicio —hizo una pausa—. Stan Rayder nos llamó hace un rato. Dijo que tú y él tenéis un caso de homicidio; un tal Macklin. Me ha pedido informes suyos.

—En efecto. ¿Y qué ha pasado?

—Que no hay ninguno, Pete. ¿Crees que existe alguna relación entre él y esa Marcia?

—A lo mejor. Porque Macklin tenía una foto suya.

—Comprendo. Era un hombre de buen gusto.

—¿Qué otra cosa puedes decirme de esa chica, Johnny?

—No mucho. Uno de los agentes del fiscal hizo unas averiguaciones antes de que el jurado de acusación la llamara a declarar. Tenemos una copia del informe. Sinceramente, no vale la pena que te lo lea.

—¿En qué organización de contactos femeninos por teléfono está trabajando ahora?

—En ninguna. Trabaja por su cuenta, Pete. Es tan independiente que no le gusta tener que discutir con los demás.

—¿Cómo actúa?

—Con mucha discreción. Se pega a un tipo rico durante una semana, un mes, o a veces incluso más. Nada de visitas de una sola noche. Su especialidad son los viajes de places a Miami, Las Vegas, Acapulco y lugares parecidos en calidad de acompañante de algún tío.

—Eso es muy caro.

—Desde luego.

—¿Qué pantalla utiliza?

—Las corrientes. Trabajos de modelo; alguna aparición en anuncios de la tele y cosas así. Lo suficiente para tener algo con qué justificar sus ingresos. ¿Estás seguro de no haberla visto nunca en televisión?

—No. Yo sólo miro los combates de boxeo.

—Bien. Ahora ya no pierde tanto tiempo como antes con esos disimulos. No se lo puede permitir.

—¿Tiene contacto con algunos malhechores?

—Probablemente, pero el ayudante del fiscal no los menciona. Es una solitaria y nada más.

—¿Es cuanto sabéis de ella?

—Eso es todo. Aunque hay una cosa: al Macklin ese debían sobrarle los billetes. De lo contrario no hubiera podido estar con Marcia Kelbert más que el tiempo suficiente para decirle «hola».

—Lo comprendo muy bien. Gracias, Johnny.

—De nada. Espero que no tardes en ver a esa chica en carne y hueso. Me gustará saber tu reacción… aparte de la de saltársete los ojos, por supuesto.

—Te daré un informe por escrito —le prometí.

—¡Bien! —exclamó Johnny y colgó el teléfono.

La cabina estaba ahora tan llena del humo de mi cigarro que los ojos me empezaron a escocer. Abrí la puerta, miré desafiante unos momentos a los jovenzuelos del bar y volví a cerrar la puerta marcando el número de la comisaría. Me contestó Barney Fells, teniente al mando de la veinteava patrulla de detectives. Barney había sido escribiente de la Policía durante largo tiempo, pero nunca se resignó a aquella tarea rutinaria ni cesó de insistir en que le soltaran las trabas y que le pusieran en lo que él llamaba «primera línea de frente». No tenía favoritos ni consentía ningún fallo ni de sus hombres ni de sus superiores. Su opinión de cual quiera de ellos reflejaba la que la mereciese como policía. Era un jefe exigente, pero honesto, y si a veces se hacía difícil tratar con él, siempre quedaba un respeto indudable hacia su modo de pensar.

—Stan Rayder me ha informado sobre el caso Macklin, Pete —me dijo—. ¿Por qué no ha querido retener a ese conductor como testigo presencial?

—No hubiera servido de nada, Barney —le respondí—. No va a aportar nada importante.

—¿Ah, sí? Pues le sorprendería saber lo que unas cuantas horas en una celda pueden conseguir. He visto muchos fallos de memoria curados por ese sistema, muchacho. El fiscal del distrito lo arreglaría en un minuto.

Barney es de esa clase de policía que metería en la cárcel hasta a un hermano suyo si tuviera motivos para creer que dicho hermano estaba ocultando información. En el caso del conductor del metro, Barney parecía creer que estaba evitando hacer una descripción del asesino por miedo a sufrir represalias. Al investigar crímenes de sangre, la Policía y el fiscal del distrito tropiezan con uno de los más duros problemas cuando los testigos se resisten a hablar. Uno de los medios más efectivos de luchar contra ello es detener a la persona como testigo presencial, lo que significa que se le puede encerrar (a veces casi indefinidamente) en una celda especial o en una habitación de hotel debidamente vigilada.

Existen, desde luego, casos en los que tales detenciones son necesarias para procurar la propia seguridad del testigo; sin embargo, en la mayoría, este procedimiento se adopta sólo como medio para refrescarle la memoria o para impedir que abandone la jurisdicción del tribunal antes de ser llamado a declarar. Un testigo presencial tiene derecho a fianza, mas la oficina del fiscal suele ponerla tan alta que le es imposible al detenido poder satisfacerla. Si bien el sospechoso de un crimen tiene derecho a no prestar declaración ante la Policía y el fiscal del distrito, excepto en presencia de su abogado, el detenido como testigo presencial no posee los mismos derechos. Puede ser interrogado en solitario y de manera interminable y repetida.

Se trata de un método bastante severo para asegurarse información, y yo personalmente sólo lo uso cuando estoy convencido sin lugar a dudas de que el «testigo» es, en realidad, el autor del delito. En este caso procuro que le tengan a la sombra hasta que haya podido recoger evidencia suficiente contra él para asegurarme una acusación en regla.

—Pues yo creo que el conductor dice la verdad, Barney —aseguré—. Si se acordara de cómo era aquel hombre nos lo habría dicho.

—Lo cree, pero no sabe nada. Es usted capaz de pensar que e 'as nenas con cara de muñeca de la Octava Avenida se sonrojarían hasta el ombligo si alguien soltara un taco delante de ellas. Pero la verdad es que cuando se las detiene por alguna cosa y la agente femenina las registra de arriba a abajo, resulta que están de droga hasta la punta del pelo y llevan cuchillas de afeitar ocultas en la liga. ¿Qué diantres le ocurre?

—Escuche, Barney; ese hombre tiene mucha experiencia en su oficio y…

—Bueno, bueno. No vamos a pelearnos por una cosa tan nimia. El caso es suyo, y si no lo lleva bien, ya encontraré a otro policía para que le reemplace. ¿Qué ha podido descubrir hasta ahora?

Le conté lo poco que sabía sobre Edward Macklin. Al terminar, estuvo silencioso unos minutos.

—¡Vaya un tipo raro ese Macklin! —exclamó finalmente—. Va vestido como usted y como yo, y lleva encima quinientos pavos para gastar. Tira el dinero como un loco, y en cambio vive en una pocilga donde, por otra parte, encuentra usted una botella de King's Ranson, uno de los whiskys más caros que existen y la foto de una prostituta de postín que no te daría ni un pellizco en el codo por menos de veinte dólares.

—La verdad es que no frecuentaba mucho esa habitación de la calle Veinticuatro —comenté—. Y lo de llevar encima la foto de Marcia Kelbert no significa necesariamente que…

—Me dijo que la foto estaba en una cartera de piel, ¿verdad?

—Sí.

—Y que se trata de una foto de estudio.

—En efecto, pero…

—Entonces no se trata de algo que ese sujeto pudiera conseguir en cualquier parte. No es una foto publicitaria de las que se obtienen con sólo pedirlas —hizo un sonido suave como de risa contenida—. Vale más que se tome un café bien cargado, Pete. Me parece que tiene usted sueño.

Hice como que no le escuchaba.

—¿Está por ahí Stan Rayder, Barney?

—Sí. Se encuentra en uno de los departamentos para interrogatorios escuchando cómo el conductor del metro le habla de su mujer y de su hija. Los he estado escuchando un rato por el interfono. Toda esa táctica de guante blanco no es más que una rutina y una pérdida de tiempo, Pete, se lo aseguro.

—¿Quiere ponerme con Stan, por favor?

—Sí, desde luego. Y escuche bien. Con todo el interés que pueda. Esta ciudad no ha tenido un homicidio decente en casi un mes. Los periódicos están ávidos de sensacionalismo y los ciudadanos también, y tengo la impresión de que este Edward Macklin va a resultar un buen bocado. Espere a que los periódicos le hinquen el diente.

—Barney…

—Bien, bien. Le pongo con él.

Oí un ligero chasquido cuando Stan conectó con el departamento para interrogatorios. Había otro teléfono en la habitación con un micrófono por el que Barney Fells había estado escuchando antes de que yo le llamara. Tuve la sensación de que volvería a escuchar por allí y no porque quisiera hacer comprobaciones con Stan y conmigo, sino porque tenía más experiencia que nosotros dos juntos y confiaba en poder recoger algún cabo suelto.

—¿Has sacado algo en limpio? —me preguntó Stan.

Le hice un rápido resumen de mis investigaciones y le pregunté si por su parte había conseguido alguna información del conductor.

—Delaney y yo hemos tenido una larga charla —me contestó—. Su hija va al mismo instituto al que yo asistí en mis tiempos.

—Una noticia sensacional, Stan. ¿Cómo está Delaney de memoria?

—No ha mejorado.

—¿Conseguiste una declaración?

—Me ha repetido lo de siempre.

—Tendrías que hacer que alguien le acompañara a su casa. Dile también que apreciaremos mucho que se mantenga a nuestra disposición y asegúrate de que nos llame si recuerda algo, por insignificante que le pueda parecer.

—De acuerdo. ¿Y del papeleo qué? ¿Quieres que lo empecemos?

—No. Yo fui quien recogió el aviso del accidente, y, por lo tanto, el paquete me corresponde a mí. ¿Qué hay de la autopsia?

—Nada.

—¿Has logrado averiguar algo acerca de Jim Mooney?

—Todavía no, Pete. He preguntado a Barney sobre él y me ha dicho que Mooney tenía ya casi cincuenta años cuando se dedicaba a empujar gente desde el andén del metro. Ahora debe tener setenta, si es que todavía vive. Barney asegura que hace tres años permanecía todavía recluido en una institución psiquiátrica.

—A mí, lo que verdaderamente me gustaría saber es dónde se encontraba hace tres horas.

—Claro. He preguntado en Sección de Archivos y ya deberían haber contestado algo.

—¿No te gustaría salir un rato de la comisaría?

—Claro que sí.

—Voy a comprobar la segunda dirección del carnet de identidad de Macklin. La que estaba tachada. Es en la calle Cincuenta y Ocho. ¿Qué te parece si te recojo frente a la comisaría y nos vamos allá? Tardaré media hora.

—¿Media hora? —nos interrumpió la voz indignada de Barney Fells—. ¿Pero qué es eso, Pete? Puede estar aquí en veinte minutos. ¡Vamos! Mueva el esqueleto. Y no estoy bromeando.

Y dicho esto, colgó el teléfono .

—Ya has oído —me advirtió Stan.

—Sí; lo he oído —repuse—. Hasta dentro de media hora.

Sin embargo, antes de salir para recogerle en la comisaría hice otras dos llamadas telefónicas. La primera fue a la oficina de venta de localidades cuyo recibo habíamos encontrado en el bolsillo del muerto. La mujer con la que hablé me dijo que en su fichero sólo figuraban las señas de Macklin y el dato de que había pagado en efectivo todas sus facturas, incluyendo la que llevaba encima. Una de las pistas podía darse, pues, por agotada. Yo siempre creí que Macklin había pagado sus entradas de teatro con cheques como hace la mayoría de la gente, en cuyo caso habríamos sabido el nombre de su Banco, y a través de éste, establecido otro contacto.

La segunda llamada fue al bar-club, donde Macklin había pagado doscientos cinco dólares. El local, probablemente, no abría hasta las tres o las cuatro de la madrugada; pero ello no significaba que no hubiera nadie allí.

Sin embargo, no conseguí respuesta. Colgué, recuperé la moneda y volví a mi automóvil.