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Cuando Alice abrió la puerta, luego de responder a mi llamada, tuve la vaga y desconcertante sensación que siempre percibo cuando tengo que levantar la cabeza para mirar a una mujer a los ojos. Alice estaba frente a mí en sujetador y combinación, calzando zapatos de tacón alto. Era por lo menos cinco centímetros más alta que yo. Desprovista de todo maquillaje y con el pelo suelto sobre los hombros, aparentaba por lo menos ocho o diez años menos de los cuarenta que, según me habían dicho, había cumplido. Su pelo era rubio oscuro y tenía unos ojos grandes de pupilas verdes, y la nariz pequeña. Su cuerpo empezaba a estar un poco rechoncho, mas su piel era fresca y poseía el cálido resplandor de una jovenzuela.

—Lo siento, caballero —me dijo alargando una mano para darme unos golpecitos en la mejilla con la punta de los dedos. Hoy no tenemos fiesta. Mamá está cansada. Vuelva sobre las ocho —de pronto sus ojos brillaron a la vez que daba un paso atrás—. ¡Lo que faltaba! ¡Un maldito poli!

—Te estás pasando, Alice —le respondí—. Quizá sea por culpa del calor.

Y empujando la puerta entré.

Sentado en un sofá del estudio había un hombre con el rostro y la apariencia que ya conocía cuando miré las fotos de Dave Greer. Tenía mucho mejor aspecto que en sus retratos y, de no ser por sus ojos demasiado pálidos y algo saltones, hubiera podido parecer incluso guapo. Tenía un plato de sopa en una mano y una cuchara en la otra. Sobre una mesita para juego, situada ante él, se veía un vaso de leche y un paquete abierto de galletas «Craokers».

—Tenemos que darnos un paseo, Greer —le advertí.

—¿Por qué? —preguntó Alice—. ¡Quítele de encima sus sucias manos de poli!

Greer permaneció sentado, perfectamente inmóvil, durante unos minutos, mirándome sin pestañear. Después, dejó el plato y la cuchara sobre la mesita y depositó ambas manos sobre los almohadones que tenía a ambos lados. Lo hizo de manera casual, pero yo vi que la derecha apuntaba hacia el espacio entre el almohadón en el que estaba sentado y el que se encontraba inmediato.

Mi mano llegó antes que la suya por una décima de segundo al punzón para cortar hielo que tenía allí oculto entre los dos cojines, y si sus dedos lo hubieran tocado cuando lo pretendía, yo no hubiera podido anticipármele.

El punzón tenía un mango corto amarillo y una larga y brillante hoja puntiaguda. Me lo metí en el bolsillo y le dije a Greer que se pusiera de pie.

—Cuando se trata de robar coches es usted más rápido —comenté.

—¿Cómo?

—Póngase en pie, Greer.

Así lo hizo al tiempo que levantaba las manos sobre la cabeza.

—¿Es todo cuanto desea? —preguntó.

—Sabe muy bien que no —le respondí—. Póngase de cara a la pared y apoye las manos en ella, separe los pies y descargue su peso sobre las manos.

—Me parece muy complicado —comentó, pero hizo lo que le pedía y le cacheé rápidamente. Al parecer, el cortahielos era VIII su única arma. Saqué las esposas.

—Bien —le dije—. Dese la vuelta y deme las muñecas.

Fue entonces cuando Alice me atacó. Lo hizo a la manera de un hombre, con los puños. Yo la había estado mirando por el rabillo del ojo, pero mi atención se distrajo unos instantes…, precisamente los que ella había estado esperando. El golpe fue maestro. De haber dado su puñetazo de lleno sobre mi mandíbula, en vez de simplemente rozarla, me hubiera hecho bastante daño. Tal como fue, me lanzó contra Dave Greer y los dos caímos al suelo. En seguida, Alice se abalanzó sobre mí descargando golpes con sus puños y rodillas con una velocidad endemoniada.

Para un policía bien adiestrado, el contender contra un hombre de su propio tamaño y peso es, por regla general, cuestión de poca monta. En cambio, entendérselas con una mujer de la estatura de Alice resulta muy distinto. No puede uno liarse a puñetazos con una mujer ni golpearla con una porra. Todo cuanto puede hacerse es tratar de contenerla hasta que se canse.

Pero Alice no era de las que se cansan fácilmente, y por unos momentos incluso pensé que jamás se cansaría. Tenía una izquierda muy buena y una derecha todavía mejor, así como un par de rodillas redondas y duras, más peligrosas aún que sus puños. Antes de habérmelas con ella en toda regla, tenía que inmovilizar a Dave Greer. Este se dejó caer al suelo y quedó tendido de costado.

El dejar fuera de combate a Greer solucionó mi problema con Alice. Inmediatamente ésta dejó de forcejear y, de rodillas junto a él, le puso la cabeza en su regazo y empezó a mecerlo murmurando, como se haría con un niño, a la vez que me lanzaba imprecaciones con una perfección de las que se tarda toda una vida en adquirir.

Yo estaba de pie, restregándome la mandíbula maltratada y preguntándome cómo iba a sacar a Greer del piso sin olvidarme de que Alice era una mujer.

—¿Qué clase de bastardo es usted? —decía Alice—. ¿Por qué ha tenido que pegarle? ¡Maldito, por poco lo mata!

Desde luego, Greer no sufría daño alguno. Apenas si le había rozado. Al verle inconsciente, me dio la idea de cómo podría sacarlo de allí sin volver a tener que pelearme con Alice.

—Tengo un coche abajo —dije—. Le llevaré a un médico.

Ella dejó la cabeza de Greer sobre el suelo y se puso en pie de un salto.

—¡Y tanto que lo hará! Y yo iré con usted.

Asentí con la cabeza y me agaché para levantar a Greer.

—Antes tendrá que vestirse un poco —insinué.

Ella vaciló un momento, y luego, dando media vuelta, echó a correr por el vestíbulo del rectilíneo piso hacia lo que me pareció debía ser el dormitorio. Cuando oí su taconeo en el extremo más alejado abrí la puerta tranquilamente y me llevé a Greer escaleras abajo hasta el Plymouth.

Greer volvió en sí justamente cuando acababa de asegurar las esposas a la barra de hierro instalada a tal efecto en el asiento trasero. No dijo nada ni yo tampoco. Me puse tras el volante y me encaminé hacia la comisaría.