12

Cuando entré en el living tuve la sensación de volver a encontrarme en el estudio de grabación del Garrison Building. Las paredes tenían el mismo material a prueba de sonidos y había casi tantos micrófonos distribuidos por el suelo, pero faltaban la cabina de control y el tablado, y en vez de sillas plegables y atriles para músicos, vi sillones y banquetas. Había también un bar auténtico, no improvisado, un piano de tamaño normal, color castaño, un largo sofá, una mesita ovalada para café con el tablero de cristal y cuatro o cinco discos debajo del mismo. En las paredes, otros discos alternaban con anuncios publicitarios de mujeres en traje de noche y hombres de esmoquin. Tras el sofá vi una hilera de aparatos para grabar que me parecieron idénticos al equipo de la cabina de control en la que había estado hablando con Bill Chumner.

Sullivan me había salido a recibir en pantalón de pijama y zapatillas. Aunque era un hombre de edad mediana, estaba sólidamente musculado y tenía la cintura delgada. Al no llevar los lentes de gruesa montura con que le había visto en el «Taboo», parecía mucho más joven. Me invitó a entrar y me indicó un asiento en el sofá, yéndose después directamente al bar sin pronunciar palabra. Regresó con dos whiskys con soda y me entregó uno.

—Estaba preparando unos cuantos cuando llegó usted —me dijo al tiempo que se sentaba en un taburete frente a mí—. Por la mañana prefiero los de ron, pero se me ha acabado.

Dejé la bebida sobre la mesilla.

—Vamos al grano, Sullivan —propuse—. Cuando hablé con usted y Peggy Taylor en el «Taboo»…

Levantó una mano.

—Lo sé, Selby —me interrumpió sonriendo cual si pidiera perdón—. Cometí un error. Déjeme decirle que pensaba tomarme un par o dos de whiskys y luego llamarle a su oficina para hablar con usted.

—Pudo haberlo hecho antes. ¿No cree?

Pasó la punta de los dedos por su pelo cortado casi al rape y movió la cabeza lentamente.

—Es verdad. Siento haberle causado alguna confusión, Selby. Yo…, bueno, la verdad es que no tenía la cabeza muy clara. Por regla general, mis ideas suelen ser más concretas, se lo aseguro.

—Lo que ha hecho ha sido poner obstáculos a una investigación. Y esto no es una acusación cualquiera, Sullivan.

—Lo sé. Fue una cosa increíblemente estúpida. Como ya le he dicho, pensaba rectificar mi error —hizo una pausa suficiente como para probar un poco su bebida—. Volví a casa y traté de dormir, pero me fue imposible. Estuve pasando revista a todo ello con mucho cuidado y luego decidí llamarle —miró mi vaso—. ¿Es que no piensa beber?

—No, gracias.

Se encogió de hombros.

—Supongo que es uno de los inconvenientes de realizar servicios policiales.

—Quizá —respondí—. Pero ¿y si volviéramos a lo nuestro?

—Como quiera. Veo que ha hablado con Peggy.

No respondí y Sullivan me miró con aire curioso.

—¿No lo negará, verdad? —preguntó.

Seguí sin responder.

Sullivan frunció el ceño, tomó un poco de su bebida con aire pensativo y luego permaneció sentado mirando fijamente su vaso.

—Ella dijo que pensaba llamarle —me informó—. Naturalmente, creí que…

—Lo que tiene que creer es sólo una cosa: que usted y yo tenemos que hablar claro —le indiqué—. Puede empezar contándome lo de la pelea que sostuvo con Macklin en aquel aparcamiento.

Me miró fijamente, al parecer bastante sorprendido.

—¿Pelea?

—Sí, pelea o altercado o discusión o bronca. Lo que ocurrió entre usted y Macklin aquella mañana después de haber estado grabando.

—Así que Peggy le llamó.

—Eso no interesa por ahora. Estamos hablando del altercado en el parking. Y escúcheme, Sullivan. Empiezo ya a cansarme de todas estas tonterías. Hable o no hable, pero quítese de la cabeza que va a quedarse sentado ahí bebiendo su whisky y tomándome el pelo como hizo en el «Taboo». ¿Queda claro?

Hizo una señal de asentimiento.

—Clarísimo. La verdad es que no puedo imaginar cómo ha sabido usted lo de aquel desagradable incidente en el parking, a menos que Peggy se lo haya contado. Si lo hizo, entonces habrá sabido igualmente que ella también estuvo allí. Se trata de una consecuencia lógica. Y me sorprende que un detective profesional no haya pensado, inmediatamente, que Peggy pudo haber sido la causa de la discusión aun cuando ella no se lo dijera. Además…

—No pienso repetírselo otra vez, Sullivan.

—No será necesario. El altercado fue por culpa de Peggy. Eddie Macklin la había estado molestando. Le pedía que saliera con él, la esperaba a la puerta del estudio y la llamaba a altas horas de la noche…, cosas así. Simplemente, no aceptaba negativas. Resultaba patético y al propio tiempo irritante. Peggy me rogó que le hablara. Le contesté que, a mi modo de ver, el asunto debía ser puesto en manos de la Policía; pero, al parecer, ella no quería llegar tan lejos. Sentía lástima por Eddie, ¿comprende? Y…

—¿Tiene usted alguna pretensión sobre Peggy? —le pregunté.

—No sea ingenuo, Selby —me respondió Sullivan—. Desde luego que no. Sí, somos buenos amigos, al tiempo que asociados en los negocios.

—¿Nada más?

—No. Creo que lo he dicho bastante claro. Bueno, yo creo que Peggy no es la clase de chica capaz de atraer a un hombre como yo.

—¿Por alguna razón especialmente?

—Sí, por una muy particular. Yo soy muy sensible a la belleza. Y usted ya habrá visto a Peggy.

—De acuerdo. Volvamos a la discusión en el parking.

—Fue una de esas incidencias poco agradables que, a veces, suceden —me explicó—. No tengo ni idea de cuánto tiempo había estado Eddie Macklin esperando a Peggy allí. Quizá algunas horas. Había bebido y parecía decidido a provocar una escena violenta. Recriminó a Peggy lo que consideraba un trato cruel, y me recriminó a mí por lo que él llamaba «ponerla en contra suya». Estuvo ridículo hasta un punto increíble, créame.

»Traté de no hacer demasiado caso, pero se interpuso en mi camino hacia el coche. Yo pierdo la cabeza muy pocas veces, y aquella fue una ocasión excepcional, en la que se me hizo difícil contenerme —se miró el torso desnudo e hinchó el tórax un par de centímetros—. Me jacto de tener la misma condición física de hace veinte años. Tuve que hacer un gran esfuerzo para no golpear a Eddie y pasar por encima de él para dirigirme al coche.

—En vez de eso —comenté— se contentó con amenazarle de muerte.

Esperé verle sorprendido, pero tuve un desengaño.

—En efecto —dijo Sullivan—. Eso es lo que hice.

—Reconozca que fueron palabras bastante duras.

—Sí. Creo que sí. No sé lo que me pasó, Selby.

—Supongo que serían sólo palabras —opiné—. De las que se dicen cuando uno está fuera de sí.

Sullivan hizo una señal de asentimiento.

—Sí, sí, desde luego.

—Naturalmente, usted nunca habría pensado en cumplir la amenaza.

—No nos pongamos en plan ridículo, Selby. Si lo que se dice cuando uno está enfadado fuera a…

—Todavía no me ha explicado por qué me mintió en el «Taboo».

—Por una causa evidente. Le mentí porque no quería que ni Peggy ni yo nos viéramos envueltos en una investigación por causa de un crimen. Lamentamos la muerte de Eddie Macklin, que nada tiene que ver con Peggy ni conmigo… Nada de nada. En aquel momento me pareció que hubiera sido una estupidez arriesgarse a que hablaran de nosotros. Pero, más tarde, después de haber vuelto a casa, comprendí mi error. Porque todo ciudadano tiene la obligación de cooperar en talés casos, por desagradable o inconveniente que pueda resultarle el cumplimiento del deber.

—Dijo usted que Peggy le había prometido que me llamaría.

—Sí. Estaba muy preocupada por el modo en que le habíamos engañado. En realidad no tiene un carácter tan fuerte como aparenta. Se sentía muy nerviosa, tanto por la muerte de Eddie como por saber que le había mentido a usted al afirmar que no le había visto durante un año y medio —hizo una pausa—. Probablemente no me hará ningún caso, pero si estuviera en su lugar me mostraría indulgente con ella.

—¿Por qué?

Dirigió una mirada circular al recinto.

—Porque ya no es ninguna joven, Selby. Y menos para su condición de cantante. En los momentos actuales, se encuentra en la cúspide, a la que ha llegado después de quince años de lucha. Y quince años es un tiempo muy largo. En el caso de Peggy significa la mitad de una vida. ¿Se da usted cuenta? Cuando se llega a los treinta, se ha vivido bastante y la voz lo refleja. Se posee experiencia, se sabe cómo vender tanto una canción como la propia imagen. Eso mismo lo están haciendo diez mil mujeres más, aquí en Nueva York, compitiendo por lo mismo. Pero se continúa en la brecha. Y, de repente, un día se graba un disco. Algo ha ocurrido. De la noche a la mañana…

—Bien, bien, Sullivan —le interrumpí—. Me doy perfecta cuenta de todo. Mas ahora supongamos que usted…

—Un momento, por favor. Sólo intentaba hacerle comprender la ironía de todo esto. Después de quince años de esperar una oportunidad, finalmente se presenta. Y entonces, cuando uno casi no acaba de creer lo que le está ocurriendo, sucede algo que es como si recibiera un golpe en la nuca que le abate de nuevo al suelo. Quizá no le parezca a usted muy trágico, Selby; en cambio, a mí sí. Cuando una chica como Peggy Taylor sacrifica quince años de su vida para algo y lo consigue, y luego de repente se lo arrebatan de las manos…

—Nadie le está arrebatando nada —objeté.

Se encogió de hombros.

—Bueno, creo que por lo menos comprenderá que ella se siente amenazada. En un caso como éste, todo motivo de sospecha puede resultar tan malo como la sospecha en sí misma. Para ella el suceso ha sido como el fin del mundo. Así es que no le eche la culpa por haber perdido los nervios.

—Yo no noté que los perdiera. Lo único que hizo fue hablar por los codos.

—Eso es porque no conoce a Peggy. Yo tengo muchos menos motivos para sentir lo que ella siente y, sin embargo, reaccioné casi del mismo modo…, aunque en menor grado, claro está.

—Peggy Taylor no tiene por qué preocuparse —le aseguré—. Es decir, siempre y cuando nos diga la verdad y no se aparte de esa norma.

Sullivan sonrió.

—Se sentirá muy aliviada al oír eso.

—Hablaré con ella después. Por ahora sólo quiero saber algo del disco que hicieron para Eddie Macklin.

La expresión de Sullivan no varió; sin embargo, su cuerpo pareció ponerse algo más tenso.

—¿Puedo preguntarle cómo se enteró de eso?

—No. ¿Qué me dice del disco?

Volvió a mirar a su alrededor.

—Tengo aquí un estudio muy completo, Selby. En realidad, la calidad de los discos que grabo en él puede compararse, favorablemente, con los que grabo en plan profesional. Hay algunas diferencias, pero…

—Me importa muy poco el negocio de los discos considerado globalmente —le comuniqué—. Lo único que me interesa por el momento es ese disco.

—Sí, claro. Bueno, iba a decirle que, para mí, el grabar discos es tanto una afición como una profesión. Aquí hace pruebas mucha gente. Si demuestran condiciones, a veces me arriesgo a efectuar una grabación comercial. Podría darle una lista sorprendente de artistas que actualmente disfrutan de gran éxito y cuya primera grabación fue hecha aquí en este cuarto. Por desgracia, Eddie Macklin no pertenece a dicha clase. Me visitó, como ya le dije en el «Taboo», y traté de disuadirle. No es que fuera mejor o peor que otros miles de cantantes folk a quienes he escuchado. Tratábase sólo de que no tenía ninguna cualidad sobresaliente; no poseía ese toque especial que sitúa a un cantante por encima de los demás. La verdad es que estuvo tan insistente y Peggy me importunó hasta tal punto que…

—¿Peggy?

—Sí. Le trajo aquí una tarde y logró convencerme para que le hiciera una prueba. Eddie cantó y tocó su guitarra sin ningún otro acompañamiento. La suya fue una más de esas baladas montañesas sin nada especial. Nuestra existencia de baladas era muy escasa en aquellos momentos y decidí correr el riesgo sólo para llenar un hueco. Como se trataba de un artista totalmente individual, me llevé a Eddie y a Peggy al Garrison Building aquella misma noche y grabamos la canción. La matriz salió excelente y encargué un número mínimo de ejemplares con lo que provocar cierto interés, no obstante el poco que yo sentía —hizo una pausa—. Todavía tengo aquí la prueba. ¿Le gustaría escucharla?

Iba a decir que no tenía tiempo, pero se me ocurrió que sabía muy pocas cosas de Edward Macklin y, aun cuando el escuchar aquel disco no iba a resolverme nada, quizá me ayudara a proporcionarme una impresión más concreta de su intérprete que pudiera resultarme útil.

—¿Por qué no? —le respondí—. Pero tendremos que darnos un poco de prisa, Sullivan.

Asintió y se acercó a un montón de álbumes que estaban en el suelo al extremo de los aparatos de grabación.

Una vez localizado el disco y que lo hubo puesto en el aparato, sentóse otra vez en el taburete y alargó una mano hacia su bebida.

—Espero que se dé cuenta de lo que le estuve diciendo —me advirtió—. Eddie no tenía lo que hay que tener; eso es todo. Los discos triunfadores son una combinación de talento, intemporalidad, promoción y alguna otra cosa. Me gustaría saber qué es esa «otra cosa», mas no lo sé, ni creo que nadie lo sepa. Es evidente que si no existe, no hay artista, ¿comprende?

Escuché la balada de Eddie Macklin. Era acerca de un joven que vivía en la cumbre de una montaña y cortejaba a una chica que habitaba en otra cumbre. Cada noche bajaba de su montaña y subía a la de la chica; cuando llegaba a la cabaña de ésta, estaba tan exhausto que no podía hacer nada más que descansar unos momentos para luego volver de nuevo a su casa. Yo sabía muy poco de música folk, pero la canción me pareció divertida y, a mi modo de ver, estaba muy bien interpretada.

—¿Se da cuenta? —preguntó Sullivan desconectando el aparato—. Se oye la canción, pero no se oye a Macklin. La pregunta es: ¿qué están cantando?, cuando debería ser: ¿quién está cantando? Macklin no atraía interés alguno hacia su personalidad de artista. Complacía un poco, pero cantaba algo que, igualmente, hubiera gustado en boca de cualquier otro artista entre miles de ellos.

Hice una señal de asentimiento.

—Gracias por dejarme escuchar ese disco. Tengo entendido que, después de haber efectuado la grabación, usted y él tuvieron unas cuantas conversaciones.

—En efecto, así es. Eddie se dejó caer por aquí varias veces. Quería otra oportunidad, pero yo lo consideré fuera de lugar.

—¿Se habían peleado o discutido alguna vez, antes de aquella mañana en el parking?

—No. Y es por por lo que me asombró tanto verle en plan ofensivo.

—¿Sabe de alguien a quien hubiera alegrado recibir la noticia de su muerte?

—No. Debo aclarar que a ese hombre yo casi no le conocía bajo un punto de vista personal. Siempre limitábamos nuestras conversaciones al disco que había grabado y a los que pretendía grabar. Pero no sé, absolutamente, nada de lo que concierne a su vida privada o a sus problemas.

—¿Estuvo usted en el estudio ayer por la tarde, señor Sullivan?

—No. Pasé la tarde y la noche aquí en el piso.

—¿Solo?

Sonrió tenuemente.

—No. Con Peggy. Vino sobre las dos y se quedó hasta poco después de las ocho. Acordamos encontrarnos más tarde en el «Taboo» y así lo hicimos.

—¿Salió alguno de ustedes del piso entre las dos y las ocho?

—No. Habíamos pensado ir a comer algo, pero había comida fría y cerveza en el refrigerador y optamos por esto.

—Vamos a ceñirnos un poco más al horario. Entre las cuatro y entre las cinco de la tarde, ¿le vio alguien aquí o recibió alguna llamada telefónica?

Lo pensó un momento y repuso:

—No; recibí una llamada telefónica; pero fue mucho antes, creo que sobre las dos.

En todo interrogatorio se llega a un punto en que lo único que se puede hacer es empezar de nuevo. Yo había llegado a ese punto con George Sullivan; pero no vi objetivo alguno en repetir las cosas que ya habían sido dichas. Así es que me puse en pie y Sullivan hizo lo propio.

—¿Seguro que no quiere tomar una bebida antes de partir, Selby?

Moví la cabeza negativamente.

—Si sucede alguna otra cosa, llámeme a la Comisaría 20. El número lo encontrará en la guía.

—Así lo haré —prometió—. Aunque no puedo suponer que pase algo.

Me acompañó hasta la puerta, nos despedimos y cerró tras de mí.

Justo enfrente de la casa de Sullivan había un bar. Utilicé uno de los teléfonos de fichas para llamar a mi Sección. Stan Rayder no había regresado ni tampoco había ningún mensaje para mí. Miré el número del bar-club, llamé y pregunté por Stan.

Se encontraba en el local. Me informé que la visita no le había servido para nada. Edward Macklin había sido muy generoso en sus gastos, y sus visitas al club fueron frecuentes. Siempre había pagado sus facturas al contado, a excepción de la que le encontramos en el bolsillo. Yo había creído que dicha factura correspondía a los gastos de un mes, pero me equivoqué. Los doscientos cinco dólares los había gastado en una sola noche.

Ni el encargado del club ni su ayudante sabían gran cosa de Macklin, aparte, claro está, de su nombre, y el detalle de que le gustaba hacer tocar a la orquestina cada vez que encargaba una bebida y también que, con frecuencia, invitaba a todos los concurrentes del local. Teniendo en cuenta los precios que cargan en tales lugares, junto con la propina que se suele añadir, el alcanzar la cifra que marcaba la factura encontrada en su bolsillo no tenía nada de particular. Sin embargo, nunca trató de hacer amigos entre los músicos u otros parroquianos y, por lo que el encargado y su ayudante sabían, tampoco intimó con ninguna de las chicas que allí trabajaban. Le di a Stan un resumen de mi conversación con George Sullivan y le dije que en seguida me ponía en camino para entrevistarme con Peggy Taylor.

—Ese Sullivan me parece un tipo de cuidado, Pete —opinó Stan—. Yo me hubiera enfadado con él.

—No irá a ninguna parte —le contesté— y si lo hace volveremos a ponerle en su sitio. Entre tanto, creo que lo mejor sería intervenirle el teléfono. Pide seis hombres a la Jefatura y ponlos de servicio por parejas, las veinticuatro horas del día.

—Es ahora cuando necesitamos esa escucha —opinó Stan—. Peggy Taylor es la coartada de Sullivan y éste la de ella. En estos momentos deben ya estar quemando los hilos telefónicos a fuerza de hablar.

—Más vale tarde que nunca —opiné.

—En efecto, así lo creo. ¿Piensas en algún procedimiento especial, Pete?

—Sí. Estuve observando con mucho cuidado la instalación mientras permanecí en su casa. Creo que deberás usar una espiral de inducción.

El procedimiento que tenía pensado opera sobre el principio de la inducción por espiral en la radio, sin contacto físico con la línea telefónica, y puede ser utilizado conectándolo a un magnetófono. Las grabaciones que se obtienen de este modo no son admitidas como prueba en los tribunales de Nueva York, pero en muchas ocasiones constituyen una ayuda inmensa para los detectives. La espiral de inducción podía ser colocada cerca de la línea telefónica de Sullivan en cualquier punto entre el aparato y la caja de relé, con lo que, hasta los más leves murmullos, serían percibidos.

—Bien —aprobó Stan—. Puedes dar por intervenido el teléfono de Sullivan.

Dediqué un breve espacio de tiempo a comerme un bocadillo y a tomarme un vaso de leche en el bar de al lado. Luego me fui en el coche a ver a Peggy Taylor. Mi charla con Peggy fue muy breve. Ella no tenía nada que añadir a lo que George Sullivan ya me había dicho, excepto hacer constar sus propias excusas por haberme mentido en el «Taboo». Su versión del altercado en el aparcamiento era exactamente la misma que la de Sullivan y también corroboró el relato de éste acerca de haber pasado la tarde anterior en su apartamento.

Me marché con la impresión de que Peggy me estaba diciendo la verdad. Una impresión es sólo eso y si la escucha del teléfono de Sullivan me daba el más ligero motivo para cambiar de opinión, siempre podía hacer que vigilaran a Sullivan, a Peggy o a los dos a la vez sin pérdida de tiempo.

Entre tanto, quise probar mi suerte en localizar a Dave Greer, el ladrón de coches, de quien estaba seguro que se encontraba detrás del volante del Chevrolet usado en la segunda tentativa, para quitar la vida a Edward Macklin.

A fin de localizar a Greer, tenía que dar primero con su amigo Dukey Nardo, el ratero especializado en robar los bolsos a las mujeres que acudían a los cines.