INTRODUCCIÓN

La primera persona a la que propuse hacer este libro fue Nelson Mandela. Nos vimos en el salón de su casa de Johanesburgo en agosto de 2001, dos años después de que se retirase de la presidencia de Sudáfrica. Después de intercambiar unas cuantas bromas, cosa que se le da muy bien, y algunos recuerdos comunes sobre los tensos años de la transición política en Sudáfrica, que yo había cubierto para un periódico británico, le hice mi propuesta.

Empecé por exponer los temas generales y le dije que, en mi opinión, todas las sociedades aspiran, conscientemente o no, a utopías de un tipo u otro. Los políticos comercian con las esperanzas de la gente de alcanzar el cielo en la tierra. Como no es posible, las vidas de las naciones, como las de las personas, son una lucha perpetua por hacer realidad esos sueños. En el caso de Mandela, el sueño que le sostuvo durante sus veintisiete años de cárcel fue el mismo que el de Martin Luther King Jr.: que un día, a la gente de su país, se la juzgara no por el color de su piel sino por su carácter.

Mientras hablaba, Mandela seguía sentado, inescrutable como una esfinge, como hace siempre que la conversación se vuelve seria y él es el oyente. Uno no está seguro, mientras parlotea sin parar, de si le está prestando atención o está perdido en sus propios pensamientos. Sin embargo, cuando cité a King, asintió, los labios cerrados, con un brusco movimiento de barbilla.

Animado, le dije que el libro que pensaba escribir trataba sobre la pacífica transferencia de poder de la minoría blanca a la mayoría negra en Sudáfrica, el paso del apartheid a la democracia; que el libro iba a cubrir diez años, empezando por el primer contacto político que tuvo él con el gobierno en 1985 (me pareció ver que asentía también a eso), cuando todavía estaba en prisión. En cuanto al tema, era una cuestión que podía tener importancia en cualquier lugar en el que surgen conflictos debidos a la incomprensión y la desconfianza que van de la mano del tribalismo congénito de la especie. Cuando dije «tribalismo», me refería al sentido más amplio de la palabra, aplicada a la raza, la religión, el nacionalismo y la política. George Orwell definió el término como esa «costumbre de suponer que a los seres humanos se les puede clasificar como a los insectos, y que es posible aplicar a bloques enteros de millones o decenas de millones de personas la etiqueta de “buenas” o “malas”». Nunca desde el nazismo se había institucionalizado ese hábito deshumanizador de forma tan completa como en Sudáfrica. El propio Mandela describió el apartheid como un «genocidio moral»: sin campos de la muerte, pero con el cruel exterminio del respeto de un pueblo por sí mismo.

Por ese motivo, el apartheid fue el único sistema político que, en el apogeo de la guerra fría, muchos países —Estados Unidos, la Unión Soviética, Albania, China, Francia, Corea del Norte, España, Cuba— estuvieron de acuerdo en considerar, según la definición de Naciones Unidas, «un crimen contra la humanidad». Sin embargo, de esa injusticia épica nació una épica reconciliación.

Le conté a Mandela que, en mi trabajo de periodista, había conocido a mucha gente que luchaba para lograr la paz en Oriente Próximo, Latinoamérica, África, Asia: para esas personas, Sudáfrica era un ideal al que todos aspiraban. En la industria de la «resolución de conflictos» que floreció tras el final de la guerra fría, cuando empezaron a estallar conflictos locales en todo el mundo, el manual a seguir para alcanzar la paz por medios políticos era la «revolución negociada» de Sudáfrica, como alguien la llamó una vez. Ningún otro país había hecho la transición de la tiranía a la democracia mejor ni con más compasión. Reconocí que ya se había escrito mucho sobre los mecanismos internos del «milagro sudafricano». Pero lo que faltaba, en mi opinión, era un libro sobre el factor humano, sobre lo milagroso del milagro. Lo que yo tenía en mente era una historia desinhibidoramente positiva que mostrase los mejores aspectos del animal humano; un libro con un héroe de carne y hueso; un libro sobre un país cuya mayoría negra debería haber exigido a gritos la venganza y, sin embargo, siguiendo el ejemplo de Mandela, dio al mundo una lección de inteligencia y capacidad de perdonar. Mi libro iba a estar habitado por un amplio repertorio de personajes, blancos y negros, cuyas historias transmitirían el rostro viviente de la gran ceremonia de redención sudafricana. Pero también, en un momento en el que, si observábamos a los líderes mundiales, la mayoría nos parecían enanos morales (la esfinge ni se inmutó al oírlo), mi libro iba a tratar sobre él. No sería una biografía, sino un relato que ilustrase su genio político, el talento que desplegó al ganarse a la gente para su causa a base de apelar a sus mejores cualidades; al sacar a relucir, en palabras de Abraham Lincoln, a «los ángeles buenos» de su naturaleza.

Le dije que quería situar el libro en torno al espectáculo dramático de un acontecimiento deportivo concreto. El deporte era un poderoso instrumento de movilización de masas y agudizaba las percepciones políticas (también aquí hizo un rápido y seco gesto de asentimiento). Cité varios ejemplos: los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936, que Hitler utilizó para promover la idea de la superioridad aria, aunque el atleta negro estadounidense Jesse Owens desbarató sus planes al ganar cuatro medallas; Jackie Robinson, el primer negro que jugó en la liga de primera división de béisbol y ayudó a poner en marcha el cambio de actitud que desembocaría en una gran transformación social en Estados Unidos.

Luego recordé a Mandela una cosa que él había dicho uno o dos años antes, en la entrega de un premio a la labor de toda una vida a la estrella del fútbol brasileño Pelé. Había dicho, según las notas que llevaba conmigo, que «el deporte tiene el poder de transformar el mundo. Tiene el poder de inspirar, de unir a la gente como pocas otras cosas… Tiene más capacidad que los gobiernos de derribar las barreras raciales».

Para resumir, le conté a Mandela cuál iba a ser el corazón narrativo de mi libro y por qué iba a necesitar su apoyo. Le dije que había habido una ocasión deportiva que había superado a las demás que acababa de mencionar, en la que se habían unido todos los temas de los que le acababa de hablar en la conversación; una ocasión que evocaba de forma mágica la «sinfonía de la fraternidad» de los sueños de Martin Luther King; un acontecimiento en el que se plasmó todo aquello por lo que Mandela había luchado y sufrido en su vida. Me refería a la final del…

De pronto, su sonrisa iluminó la habitación y, con sus grandes manos unidas en señal de reconocimiento, terminó la frase por mí: «¡La final de la Copa del Mundo de rugby en 1995!» Mi propia sonrisa confirmó que había adivinado, y añadió: «¡Sí, sí, por supuesto! Entiendo perfectamente el libro en el que está pensando —dijo con voz firme, como si no tuviera ochenta y dos años sino cuarenta menos—. John, tienes mi bendición. La tienes de todo corazón».

Animados, nos dimos la mano y acordamos volver a vernos pronto. En esa segunda entrevista, con la grabadora encendida, me explicó que la primera vez que se había hecho una idea del poder político del deporte había sido en la cárcel; que había utilizado la Copa del Mundo de rugby de 1995 como instrumento en el gran objetivo estratégico que se había propuesto para sus cinco años como primer presidente elegido democráticamente de Sudáfrica: reconciliar a los blancos y los negros y crear las condiciones para una paz duradera en un país que, sólo cinco años antes, cuando él salió de prisión, contenía todos los elementos para una guerra civil. Me contó, entre risas, lo que le había costado convencer a su propia gente para que apoyara al equipo de rugby, y me habló con respeto y afecto de François Pienaar, el rubio y grandullón hijo del apartheid que capitaneaba la selección sudafricana, los Springboks, y del mánager del equipo, otro afrikaner gigantesco, Morné du Plessis, a quien Mandela calificó, en ese estilo medio británico, elegante y anticuado que tiene, como «un caballero excelente».

Después de que Mandela y yo nos viéramos aquel día, todo tipo de gente aceptó hablar conmigo para el libro. Ya había acumulado gran parte del material para mi relato durante los seis apasionantes años que trabajé en Sudáfrica como corresponsal del Independent de Londres, entre 1989 y 1995, y había vuelto al país varias veces como periodista durante los diez años posteriores. Pero no empecé a entrevistarme con personas pensando específicamente en este libro hasta después de hablar con Mandela, y lo hice con una estrella de los Springboks de aquel campeonato llamado Hennie le Roux. Uno no espera sentirse afectado y sentimental después de hablar con un jugador de rugby, pero eso es lo que me pasó, porque Le Roux se emocionó mucho al hablar de Mandela y del papel que a él, un afrikaner decente pero poco versado en política, le había tocado desempeñar en la vida nacional de su país. Pasamos juntos unas dos horas en una planta de un edificio de oficinas vacío, mientras caía la tarde, y en tres o cuatro ocasiones tuvo que interrumpirse mientras hablaba para reprimir los sollozos.

La entrevista con Le Roux marcó el tono que iban a tener las docenas de conversaciones más que mantuve para este libro. Hubo muchas ocasiones en las que a mis interlocutores se les humedecían los ojos, sobre todo cuando se trataba de alguien del mundo del rugby. Y en todos los casos —ya fuera el arzobispo Desmond Tutu, el general afrikaner Constand Viljoen, nacionalista de extrema derecha, o su hermano gemelo Braam, más bien de izquierdas—, revivieron la época de la que hablábamos con un entusiasmo que a veces rayaba en la euforia.

Más de una vez, la gente comentó que el libro que iba a escribir parecía una fábula, o una parábola, o un cuento de hadas. Resultaba curioso oírlo de boca de quienes habían sido los protagonistas reales de una historia política llena de violencia, pero era cierto. El hecho de que ocurriera en África y tuviera que ver con un partido de rugby era casi lo de menos. Si hubiera sucedido en China y el elemento dramático hubiera consistido en una carrera de búfalos de agua, el relato habría podido ser igualmente ejemplar. Porque cumplía las dos condiciones esenciales de un buen cuento de hadas: era una gran historia y contenía una lección eterna.

Otras dos cosas me impresionaron cuando empecé a revisar todo el material que había acumulado. En primer lugar, el genio político de Mandela. La política, reducida a sus elementos esenciales, es persuasión, ganarse a la gente. Todos los políticos son seductores profesionales. Viven de cortejar a la gente. Y, si son listos y hacen bien su trabajo, si tienen talento para conectar bien con el pueblo, prosperan. Lincoln era así, y Roosevelt, y Churchill, y De Gaulle, y Kennedy, y Martin Luther King, y Reagan, y Clinton y Blair. También lo era Arafat. E incluso Hitler. Todos ellos se ganaron a su gente para la causa que defendían. En lo que les superó Mandela —el anti-Hitler— fue en el alcance de su ambición. Después de ganarse a su propia gente —ya suficiente proeza, porque era gente muy diversa, formada por todo tipo de creencias, colores y tribus—, se propuso ganarse al enemigo. Cómo lo hizo, cómo consiguió ganarse a personas que habían aplaudido su encarcelamiento, que habían querido verle muerto, que habían planeado declararle la guerra, es de lo que trata principalmente este libro.

La segunda cosa de la que me di cuenta fue que, además de un relato, incluso además de un cuento de hadas, esta historia podía acabar siendo una parte más del enorme canon de obras de autoayuda que ofrecen a los lectores modelos para prosperar en su propia vida. Mandela domina, más que ninguna otra persona viva (y seguramente muerta) el arte de hacer amigos e influir en la gente. Da igual que procedieran de la extrema izquierda o de la extrema derecha, que al principio hubieran temido, odiado o admirado a Mandela: todas las personas a las que entrevisté dijeron haberse sentido renovados y mejores gracias a su ejemplo. Todos ellos, al hablar de él, parecían brillar. Este libro pretende, humildemente, reflejar un poco la luz de Mandela.