CAPÍTULO XII
EL CAPITÁN Y EL PRESIDENTE
1994-1995
«Al contemplarlo —dijo Mandela, recordando su primer encuentro con François Pienaar—, si se tenía en cuenta de dónde venía, lo que se veía era un afrikaner típico».
Mandela tenía razón. Si los ideólogos del apartheid hubieran tenido la misma afición a poner el arte al servicio de la política que sus homólogos soviéticos, habrían escogido a Pienaar para representar el espécimen ideal de la virilidad afrikaner. Con 1,92 metros de altura, llevaba sus 120 kilos de músculo con la gracilidad escultural del David de Miguel Ángel.
Si además, como decía Mandela, se tenía en cuenta su origen, uno se imaginaba a un niño que había crecido hasta hacerse adulto en Vereeniging en los años setenta y ochenta y veía, casi con claridad cinematográfica —como hizo Mandela—, una fiel representación del 90 % de los volk afrikaner: unos hombres condicionados por el periodo y el lugar en el que les había tocado nacer, que les obligaba a ser unos individuos francos, sencillos, trabajadores, duros, secretamente sentimentales, devotos y fanáticos del rugby, que se relacionaban con sus numerosísimos vecinos negros con una mezcla de desdén, ignorancia y miedo.
Ahora bien, si había algo que Mandela había aprendido en sus tratos con los afrikaners era que no había que fiarse de las apariencias. «No me pareció en absoluto el producto típico de la sociedad del apartheid —decía Mandela—. Le encontré muy simpático y tuve la sensación de que era progresista. Y había estudiado. Era licenciado en Derecho. Era un placer sentarse a charlar con él».
El placer era lo último en la cabeza de Pienaar el 17 de junio de 1994, mientras se detenía en las escaleras de piedra de los inmensos Union Buildings y se disponía a entrar para asistir a una reunión a la que le había invitado el presidente Mandela. Pienaar, que tenía en aquel momento veintisiete años pero de pronto se sintió mucho más joven, confesó a los periodistas presentes que no había estado tan nervioso en toda su vida; que la perspectiva de entrevistarse con el presidente era más aterradora que cualquier partido de rugby.
Vestido con traje oscuro y corbata, Pienaar entró por una pequeña puerta situada en el ala oeste de los edificios, pasó por un detector de metales y se presentó ante dos policías que le aguardaban en una mesa tras una ventana de cristal verde a prueba de balas. Ambos eran afrikaners y en seguida comenzaron una animada conversación sobre rugby con él. Uno de ellos le llevó a un patio y por un pasillo decorado —aunque apenas se dio cuenta de la anomalía— con acuarelas de escenas de la Gran Marcha, carros de bueyes y hombres a caballo sobre un fondo de veldt pardo y amarillento. El policía le dejó en una pequeña sala de espera, desnuda salvo por unos sillones de cuero, en la que entró la ayudante personal de Mandela, una mujer negra, alta e imponente, llamada Mary Mxadana, que le pidió que se sentara y esperase un momento. Permaneció solo durante cinco minutos; las manos le sudaban. «Estaba increíblemente tenso a medida que se acercaba el momento de conocerle —recordaba—. Me sentía verdaderamente intimidado por él. No dejaba de pensar: “¿Qué digo? ¿Qué le pregunto?”»
Entonces volvió Mxadana, le preguntó si quería té o café —él dijo que café— y le pidió que la acompañara. Salió de la sala de espera al pasillo con los cuadros de las carretas, se detuvo ante una puerta alta de color marrón oscuro, llamó con un golpe seco y entró. Mantuvo la puerta abierta para Pienaar, cuyo miedo escénico no hizo más que empeorar al ver la amplia sala, que le pareció tremendamente vacía hasta que cruzó el umbral y vio, a la derecha, a un hombre alto y de pelo gris que se levantaba de un salto. Mandela tenía setenta y seis años pero se acercó a Pienaar con la rapidez de un rival de rugby que fuera a hacerle un placaje; la única diferencia era que él estaba erguido, tenía una gran sonrisa y la mano tendida. «¡Ah, François, qué bien que haya venido!» Pienaar musitó: «No, señor presidente, muchas gracias por invitarme». Mandela le dio la mano de manera efusiva y Pienaar advirtió, para su sorpresa, que el presidente era casi tan alto como él. «¿Y cómo está, François?» «Oh, muy bien, señor presidente, ¿y usted?» «Ah, muy bien. ¡Muuuy bien!»
Mandela, sin dejar de sonreír, claramente contento de tener a ese joven bóer grandullón en su nuevo despacho, le hizo ademán de que se sentara en un sofá situado en ángulo recto con el suyo y le felicitó por la victoria de los Springboks contra Inglaterra, un convincente 27-9, en un partido celebrado en Ciudad del Cabo seis días antes.
Llamaron a la puerta y apareció una señora con una bandeja de té y café. Era una mujer blanca, de mediana edad, que llevaba un vestido de flores con hombreras. Mandela la vio aparecer en la puerta, al otro lado de la habitación —una distancia seis veces mayor que la celda que había sido su hogar durante dieciocho años— e inmediatamente se puso de pie, y de pie permaneció mientras ella colocaba la bandeja en una mesita entre los dos hombres. «Ah, muchas gracias. Muchas gracias —sonrió Mandela, aún de pie—. Ah, y éste es François Pienaar… Lenoy Coetzee». Pienaar le dio la mano a la mujer y, antes de que ella se fuera, Mandela volvió a darle las gracias; no se sentó hasta que la afrikaner salió de la sala.
Pienaar contempló el despacho, grande y revestido en madera, y notó vagamente una decoración mezcla de la vieja y la nueva Sudáfrica; acuarelas de carretas junto a escudos de cuero y esculturas africanas de madera. Mandela le interrumpió: «¿Quiere leche, con su café, François?»
En menos de cinco minutos, el humor de Pienaar se había transformado. «No es sólo que uno se sienta cómodo en su presencia —recordaba Pienaar—. Tienes la sensación, cuando estás con él, de sentirte seguro». Tan a salvo que Pienaar tuvo la osadía de preguntarle, medio en broma, si iba a acompañar a los Springboks en una gira a Nueva Zelanda el mes siguiente. «¡Nada me gustaría más, François! —sonrió—. ¡Pero, por desgracia, tengo gente en este edificio que me hace trabajar muchísimo, y sé que ellos ordenarán que me quede y trabaje!»
Para alivio de Pienaar, a partir de ese momento, Mandela se hizo cargo y se lanzó a una serie de recuerdos e historias que hicieron sentirse al jugador, en palabras suyas, como un niño pequeño sentado a los pies de un sabio anciano. Una de las historias hablaba del robo de unos pollos en Qunu, la aldea del Transkei en la que Mandela se había criado y a la que todavía regresaba a cumplir sus deberes tradicionales de jefe. Un día, cuando estaba allí Mandela, una mujer se acercó a su casa para decirle que un vecino le había robado sus pollos. Según lo relataba Pienaar: «Mandela convocó al vecino, que confesó que lo había hecho, pero sólo porque su familia estaba hambrienta. Entonces, Mandela llamó a los dos a su casa y dictó que el hombre tenía que pagarle a la mujer dos pollos. Pero ella discutió, negoció, porque quería más, y acordaron una cantidad mayor. Sin embargo, eso era demasiado para el hombre, así que Mandela le ayudó a pagarlo».
Mandela se reía mientras contaba la anécdota, una historia curiosa para contarle al capitán Springbok en una reunión que había convocado con el claro propósito de forjar una relación con él para prepararse para la Copa del Mundo de rugby del año siguiente. Era una historia especialmente ligera e insustancial dada la solemnidad del entorno, un despacho en el que, como había dicho Mandela en una entrevista unos días antes, «se fraguaron los planes más diabólicos». Pero la historia de los pollos robados fue útil, porque ayudó a crear precisamente el tipo de intimidad y complicidad que el presidente quería establecer con el joven. Al contarle lo que era una especie de confidencia privada, una historia que Pienaar no podía leer en los periódicos, Mandela encontró una forma de llegar al corazón del abrumado capitán de rugby, de hacerle sentir como si estuviera en compañía de su tío abuelo favorito. Pienaar no podía saberlo entonces pero, para Mandela, ganarse su confianza —y, a través de él, conquistar al resto del equipo Springbok— era un objetivo importante. Porque lo que Mandela había deducido, con ese estilo medio instintivo y medio calculador que tenía, era que la Copa del Mundo podía ayudar a afrontar el gran reto de la unificación nacional que aún quedaba por hacer.
Mandela nunca dijo claramente cuál era su propósito en aquella primera reunión con Pienaar, pero sí se aproximó al tema cuando empezó a hablar sobre sus recuerdos de los Juegos Olímpicos de Barcelona, a los que había asistido en 1992 y que evocaba con gran entusiasmo. «Habló del poder que tenía el deporte para emocionar a la gente y cómo lo había comprobado poco después de su liberación en los Juegos de Barcelona, que recordaba en especial por un momento concreto en el que, contaba, se puso de pie y sintió cómo retumbaba todo el estadio», contaba después Pienaar. La intención de Mandela era plantar en su mente las primeras semillas de una idea política; Pienaar no se dio cuenta de que eso era lo que estaba pasando, pero, en la versión que contaba Mandela después, junto a toda la calidez del encuentro, el mensaje subliminal estaba clarísimo.
«François Pienaar era el capitán de rugby y, si yo quería utilizar el rugby, tenía que contar con él —explicaba Mandela—. En nuestra reunión me concentré en felicitarle por el papel que desempeñaba y podía desempeñar. Y le conté lo que estaba haciendo a propósito del deporte y por qué. Me pareció una persona muy inteligente». Había llegado el momento, explicó Mandela a su invitado, de abandonar la vieja percepción del equipo de rugby de los Springboks como los «enemigos» y considerarlos compatriotas y amigos. Su mensaje fue: «Vamos a usar el deporte para la construcción nacional y para promover todas las ideas que creemos que conducirán a la paz y la estabilidad en nuestro país».
Pienaar había pasado a ser otro más de los afrikaners «envueltos» —como decía él— en el aura de Mandela; pero no se convirtió en apóstol de la noche a la mañana. Era un hombre dedicado en cuerpo y alma al rugby para el que las palabras grandilocuentes como «construcción nacional» significaban poca cosa. El mensaje que se llevó de la reunión estaba muy claro: sal a ganar, lleva esa camiseta con orgullo, no tengas duda de que yo te apoyo. Mandela se despidió de Pienaar como si fueran ya íntimos amigos.
Mandela volvió a su trabajo y Pienaar al suyo, sin que ninguno de los dos advirtiera la extraordinaria semejanza entre las tareas que les aguardaban. Pienaar, recién llegado al puesto de capitán, visto con ciertas reservas por un sector de la fraternidad del rugby que ponía en tela de juicio su carácter y su capacidad, tenía un trabajo difícil: consolidar su autoridad y unir a la selección de rugby. Para ello era necesaria una buena dosis de habilidad política, porque los Springboks eran hombres grandes con grandes egos, que procedían de equipos de provincias y estaban acostumbrados a verse unos a otros como feroces enemigos en la gran competición nacional, la liga sudafricana, la Currie Cup.
La división entre afrikaners e ingleses era otro inconveniente. Una prueba inmediata de la capacidad de liderazgo de Pienaar fue su forma de manejar a James Small, uno de los «ingleses» de más talento en el rugby sudafricano. Small, un jugador relativamente bajo y menudo, de 1,80 metros y 100 kilos de peso, era uno de los corredores más rápidos del equipo y uno de los caracteres más volátiles. La alegría de Pienaar por haber vencido a Inglaterra la semana antes de conocer a Mandela se había visto empañada por una cosa que le había dicho Small en el terreno de juego durante el partido. Un desliz de Small había hecho que concedieran un penalti a Inglaterra. Pienaar le regañó con un brusco «¡Pero hombre, James!», a lo que Small replicó: «¡Vete a la mierda!» Pienaar se quedó asombrado. En otros deportes, el papel del capitán, muchas veces, es meramente simbólico o ceremonial, pero en el rugby tiene auténtico peso. El capitán no sólo ejerce mucha autoridad táctica durante un encuentro, ordenando jugadas que, por ejemplo, en el fútbol, indican los entrenadores desde las bandas, sino que, por tradición, tiene un gran componente místico. Se supone que el resto del equipo le trata con un respeto similar al de los alumnos de un colegio por el director o el de los soldados por su oficial al mando. El «vete a la mierda» de Small era un acto de insubordinación tan grave que, de haberlo dejado pasar, podía haber acabado erosionando la influencia de Pienaar con todo el equipo. Después del partido, François, que era mucho más alto que Small, se lo llevó aparte y le dijo con firmeza que nunca, nunca, debía volver a hablarle de esa forma en el campo. Small tenía fama de participar en peleas de bares y era más agresivo que Pienaar, pero comprendió a la perfección lo que le decía su capitán. Nunca volvió a increparlo.
Sudáfrica estaba compensando los años perdidos por el aislamiento con una repentina avalancha de partidos internacionales, y viajó a Nueva Zelanda por primera vez en trece años en julio de 1994; perdió por la mínima un partido y empató otro contra los All Blacks neozelandeses, considerados por todos los favoritos para la Copa del Mundo del año siguiente. En octubre, los Springboks jugaron dos partidos en casa contra Argentina, otra selección fuerte, y ganaron ambos. Small fue la estrella del segundo encuentro, pero las celebraciones de esa noche acabaron con él en otra pelea de borrachos. El incidente, que comenzó cuando una mujer en un bar pellizcó el trasero del jugador, recibió gran cobertura en los medios. Le prohibieron que fuera a una gira por Gran Bretaña el mes siguiente, en la que los sudafricanos derrotaron de forma convincente a Escocia y Gales e intimidaron a todos los que les vieron con la implacable ferocidad de su juego.
Los Springboks estaban ya centrados en una sola cosa. Lo único que les preocupaba era la Copa del Mundo, que iba a comenzar a finales de mayo del año siguiente. Ni Pienaar, ni Small, ni ningún otro jugador prestaba la menor atención a la política sudafricana, en la que estaban sucediendo muchas cosas.
Noviembre de 1994 había sido el mes de mayor incertidumbre del medio año que llevaba Mandela en el poder. Había dejado en manos de sus ministros la dura tarea de proporcionar viviendas y servicios públicos a aquellos a los que el apartheid había negado deliberadamente los elementos básicos de una vida moderna digna. Él tenía que trabajar para convertirse en el padre de toda la nación, hacer que todo el mundo tuviera el sentimiento de que él simbolizaba su identidad y sus valores. Ése era el motivo por el que una parte de él siempre observaba con cautela a los miembros más recalcitrantes de la nueva familia que estaba tratando de crear, la derecha afrikaner. Y eso significaba preocuparse también por la policía. Mandela estaba bastante tranquilo respecto a la Fuerza Sudafricana de Defensa, a cuyos generales afrikaner se habían unido, en las altas instancias, antiguos jefes de Umkhonto we Sizwe. Los generales de la FSAD eran disciplinados. La policía era más incontrolable, y casi todos los mandos de la era del apartheid continuaban en sus puestos. Los servicios de inteligencia del gobierno, hasta entonces utilizados para vigilar a la izquierda, habían empezado a concentrar sus energías en ese 50 % de los antiguos partidarios del general Viljoen que no había participado en las elecciones de abril y de cuyas filas descontentas habían surgido los terroristas que colocaron las bombas antes de los comicios.
La sensación predominante entre los sudafricanos blancos, tras la toma de posesión de Mandela, era de alivio. El apocalipsis se había ido por donde había venido y la vida seguía como siempre. No se habían erigido las guillotinas y los funcionarios, en general, seguían en sus puestos. Pero los blancos no se libraron de su mezcla inherente de culpa y miedo de la noche a la mañana. Empezó a preocuparles si aquello no sería la calma antes de la tormenta, si podía haber un cambio repentino de política sobre los puestos en la administración para los blancos, precipitados por el inevitable clamor que esperaban oír entre los negros exigiendo una gratificación económica inmediata. Como muestra de hasta qué punto los blancos seguían subestimando la inteligencia de sus vecinos negros, empezaron a circular historias sobre «chicas de la limpieza» y «chicos del jardín» negros que entraban en los cuartos de estar de sus «señoras» y sus «señores» y les exigían las llaves de sus hogares.
En realidad, los sudafricanos negros eran, en su mayor parte, suficientemente astutos y pacientes para saber que Roma no se construiría en un día. Confiaban en que su gobierno acabaría por cumplir sus promesas, pero eran conscientes de que arrojar a los blancos al mar no era bueno para nadie. Por eso habían votado por el CNA, y no por el CPA.
La generosidad que había supuesto esa elección se escapaba a la comprensión de un gran sector de la población blanca, entre la que pocos miembros tenían la menor idea de lo que pensaban los negros. El general Viljoen, el político accidental, también seguía preocupado, todavía con dudas sobre si había hecho bien, desde el punto de vista de su gente, al abandonar la opción del Boerestaat y sumarse a la buena fe del CNA de Mandela. Le inquietaban también las posibilidades de violencia que podían representar sus antiguos aliados, fuertemente armados y, en algunos casos, no del todo en su sano juicio. Mandela, que hablaba de estas cuestiones con Viljoen, con quien tomaba el té de forma habitual, vio sus temores confirmados la noche del 5 de noviembre.
Ese día, los Springboks habían aniquilado a un equipo galés con tal estilo y tanta pasión que el entrenador, Kitch Christie, proclamó convencido que podían ganar la Copa del Mundo. Seguramente, Johan Heyns, como otros muchos afrikaners, se había formado la misma opinión. Pero no vivió para verlo. Esa noche, cuando estaba sentado en su casa de Pretoria, jugando a las cartas con su mujer y sus dos nietos, de ocho y once años, le mataron de un disparo. Un pistolero le asesinó desde el exterior de un balazo en la nuca.
El profesor Johan Heyns, que tenía sesenta y seis años, había sido un pilar del sistema del apartheid en su cargo de moderador de la Iglesia Reformada Holandesa entre 1986 y 1990. Pero también había sido un motor del cambio político y había puesto fin a treinta años de conflicto con Braam Viljoen y el pequeño grupo de teólogos disidentes que pensaban como él, al reconocer que era un error creer que el apartheid tenía su justificación en la Biblia. Eso fue en 1986. Su última acción como jefe de la mayor Iglesia afrikaner había sido atreverse a declarar en 1990, poco después de que Mandela saliera en libertad, que el apartheid era un pecado. Había vivido su propia conversión durante una estancia prolongada en Europa a principios de los años ochenta. «Me había educado en la idea de que los negros eran culturalmente inferiores a los blancos —confesó en una ocasión Heyns—. El contacto con negros de gran nivel académico en Europa tuvo un profundo efecto sobre mí».
En 1990, cuando empezaban a sentirse los primeros espasmos de la resistencia de la derecha, Heyns dijo: «Lo que estamos experimentando ahora son los dolores de parto de la nueva nación. Y no tengo duda de que la nueva nación nacerá. Pero el nacimiento suele ir acompañado de dolor, e incluso de muerte».
El asesinato de Heyns no podía compararse al de Chris Hani en cuanto a los peligros inmediatos que representaba, pero sí llenó a la gente de aprensión. ¿Quién lo había hecho y quién podía ser el próximo? ¿Podía haber sido un antiguo miembro de la vieja policía o de los escuadrones de la muerte del ejército? Desde luego, había sido un trabajo de profesional. El arma asesina era un fusil de gran calibre, disparado a través de una ventana, desde unos siete metros de distancia. Nadie dudaba de que había sido un acto de la extrema derecha. Pero nadie sabía quién lo había hecho, ni por qué.
Mandela estaba indignado. Heyns, con quien se había reunido en muchas ocasiones, era el tipo de afrikaner que más le gustaba. Moral y físicamente valiente, honrado hasta la médula, había tenido el valor, ya mayor, de reconocer que se había equivocado. Mandela lamentó su «pérdida para la nación sudafricana en su conjunto, tanto negra como blanca». Pero luego, tres días después de la muerte de Heyns, pasó a la ofensiva. Anunció enérgicas medidas contra la extrema derecha y acusó al gobierno anterior de no haber hecho en absoluto lo suficiente para disipar la amenaza de los extremistas. Y empezó esas medidas por la policía, entre cuyas filas sospechaba que había connivencia con los asesinos de Heyns, además de una falta de voluntad de descubrir verdaderamente a los culpables. Hasta ese momento, Mandela había andado con pies de plomo en sus relaciones con la policía. No había querido hacer lo que le pedía su instinto, que era cortar las cabezas más altas. Ahora lo hizo.
Uno de los hombres que permanecía en su puesto, seis meses después de que Mandela asumiera la presidencia, era el jefe supremo de la policía del país, el comisario Johan van der Merwe, un antiguo jefe de la Policía de Seguridad que había sido sospechoso de complicidad en operaciones sucias contra el CNA, incluidos asesinatos. Mandela estaba dispuesto a tragar muchas cosas en nombre de la paz e incluso había nombrado al líder de Inkatha, Mangosuthu Buthelezi, ministro del Interior. Pero la muerte de Heyns agotó su paciencia. «No podemos consentir que se desarrolle una fuerza de policía en oposición al gobierno», afirmó, e incluso llegó a acusar a sectores de la policía de «declarar la guerra» al CNA. Destacó personalmente a Van der Merwe y le acusó de no apoyar al gobierno democrático. Unos días después, hizo realidad sus amenazas y lo destituyó.
Dos meses después, Mandela, que esperaba alguna reacción en contra, recibió informes sobre lo que parecía una conspiración seria contra su gobierno. «Descubrí que entre la derecha existía un plan para unirse el Partido de la Libertad Inkatha y atacar juntos al CNA. Entonces fui a Pretoria. Ni siquiera lo dije en el CNA. Fui a Pretoria porque el debate se estaba produciendo allí. Después de verificar y volver a verificar los datos con la gente de los servicios de inteligencia, averigüé que un grupo de derechistas decía: “Vamos a unirnos a Inkatha y atacar al CNA. Naciones Unidas no se inmiscuiría porque serían unos negros contra otros. No se inmiscuirán. Y tenemos que derribar este gobierno porque es un gobierno comunista.” Pero otros derechistas decían: “¡No, no podéis hacer eso! Mirad lo que han hecho por el rugby, mirad el rugby internacional que nos han dado”».
El periódico conservador Rapport publicó poco después un artículo que confirmaba lo que las fuentes de Mandela le habían dicho a él. La coalición de derechas estaba preparando un plan para matar al rey zulú, con la esperanza de que eso desatara una rebelión negra contra el CNA. Mandela se apresuró a asignar el caso a su gente en los servicios de inteligencia y sus oficiales de policía más leales. Además emprendió una ofensiva política, de nuevo con el rugby como instrumento, como zanahoria. Pero entonces surgió otro problema.
En la dirección del CNA, el partido mayoritario, con gran diferencia, en el gobierno de coalición que presidía Mandela, todos se habían convencido ya de que acoger la Copa del Mundo de rugby en Sudáfrica era algo positivo. Sin embargo, muchos no podían soportar la idea de conservar el nombre de Springbok. Se habían deshecho de la vieja bandera, se habían medio deshecho del viejo himno y no podía permitirse que ese nombre, el tercer gran símbolo del apartheid, siguiera siendo la enseña de un equipo que representaba a la nueva Sudáfrica. Se filtró el rumor de que la ejecutiva nacional del CNA quería cambiar el nombre, y la fraternidad afrikaner del rugby se levantó en armas.
Mandela contó posteriormente que, al principio, había estado de acuerdo en eliminar el nombre de Springbok. Pero las tensiones precipitadas por la muerte de Heyns y el despido de los jefes de policía, más las noticias sobre la conspiración derechista, le hicieron dudar. Tuvo en cuenta la situación general y decidió que debía hacer algo para apaciguar a la agitada derecha.
«Decidí actuar. Hice una declaración. Sugerí que debíamos conservar el nombre de Springbok».
Un año antes, la dirección del CNA había respondido dócilmente a la reprimenda a propósito del himno, pero esta vez la reacción fue abiertamente rebelde.
«¡Fue increíble! ¡Gente como Arnold Stofile! ¡Empezaron a atacarme! Así que les llamé uno por uno y hablé con ellos. Les expliqué la situación». Para Mandela, el nombre de Springbok era una cuestión superficial; para personas como Stofile, era algo que llevaban en el corazón, un motivo de mucha indignación acumulada. No podían verle la gracia, como hacía Mandela. Este último telefoneó a Stofile y le pidió que pasara por su casa. «Me gustaría que hablásemos sobre este animal», le dijo.
«No le entiendo», replicó Stofile.
«Ya sabe, este animal del deporte».
Se entrevistaron al día siguiente y, después de algunos nervios, Stofile, al saber por Mandela que había un problema de seguridad nacional por medio, cedió. «Al final —contó Stofile—, estuvimos de acuerdo en no estar de acuerdo». Como hicieron los demás rebeldes del rugby del CNA. Mandela había vuelto a imponer su voluntad. El Springbok estaba a salvo, justo a tiempo para la Copa del Mundo.