CAPÍTULO XIII
SERENATA SPRINGBOK
La cuestión, ahora, era saber si los Springboks iban a salvar a Mandela. Él había arriesgado mucho por la gente del rugby, y ahora ellos debían pagarle con la misma moneda. Stofile y otros miembros del Comité Ejecutivo Nacional del CNA aún se resentían al recordar la reacción de las autoridades del rugby, tres años antes, ante su decisión de permitirles volver a jugar partidos internacionales. En el encuentro frente a Australia en 1992, Louis Luyt, presidente de la Unión Sudafricana de Rugby, había animado deliberadamente a la multitud a desobedecer las condiciones impuestas por el CNA, a ondear la vieja bandera y cantar el viejo himno. Luyt, un ex jugador gigantesco, había salido de una relativa pobreza durante su niñez para convertirse en un magnate de los fertilizantes y la cerveza, una persona tremendamente rica. La humildad no era el rasgo más visible de aquel hombre hecho a sí mismo. Tenía sesenta y dos años y era descarado, ruidoso y mandón. Odiaba que alguien le dijera lo que tenía que hacer, y mucho más si ese alguien era negro. De ahí su reacción a las normas que el CNA había tratado de imponerle en 1992.
Pero en ese breve periodo habían cambiado muchas cosas en Sudáfrica, y también había cambiado Luyt. Ablandado gracias a Mandela, como parecía ocurrirles a todos los afrikaners («Se mostró muy simpático, respetuoso y encantador la primera vez que nos vimos», contaba), Luyt había adquirido un nuevo sentido de la responsabilidad política a instancias de las autoridades internacionales de rugby, que no querían que la Copa del Mundo se convirtiese en un desastre mundial por problemas raciales. Ante esa necesidad, Luyt hizo dos nombramientos muy inteligentes. Designó a Edward Griffiths, un ex periodista de mentalidad liberal, como consejero delegado de la federación de rugby, y a Morné du Plessis, el ex capitán Springbok que había ido a ver a Mandela en la Parade de Ciudad del Cabo el día de su liberación, como mánager del equipo para la Copa del Mundo. Griffiths se ganó muchos elogios por la habilidad con la que dirigió las operaciones de la Copa del Mundo, pero su contribución más valiosa y duradera fue el eslogan que inventó para la campaña de los Springboks. «Un equipo, un país» no sólo capturaba la imaginación de los sudafricanos, sino que transmitía el propósito de Mandela a la perfección.
Si Griffiths era el cerebro entre bastidores, Morné du Plessis era el espíritu conductor, con la misión de convertir la teoría en práctica, hacer que el comportamiento del equipo convenciera al país en general, y a la Sudáfrica negra en particular, de que el eslogan no eran palabras huecas. Además, ser mánager significaba muchas otras cosas. El trabajo era distinto del del entrenador, Kitch Christie, que estaba a cargo de todo lo relacionado propiamente con lo deportivo, con lo que ocurría en el terreno de juego, empezando por escoger a los integrantes del equipo. Las tareas de Du Plessis abarcaban todo lo que ocurría fuera del campo, como una especie de administrador: asegurarse de que estuvieran a punto todos los preparativos de viaje, que el equipamiento necesario estuviera a mano, que las cuentas estuvieran pagadas. Pero en este caso, en aquel momento de la historia de Sudáfrica, el cargo tenía un significado mucho mayor. Era para Du Plessis la oportunidad, no sólo de construir un equipo ganador, sino de hacer penitencia por lo que cada vez más consideraba que había sido su gran fallo («Una de las cosas de las que más me arrepiento en mi vida», confesó más tarde), no haber estado a la altura de las circunstancias, cuando era capitán Springbok, y no haber dicho o hecho alguna cosa que hubiera podido ayudar a mejorar la situación de los sudafricanos negros.
Du Plessis pensaba que su nuevo papel no debía limitarse a la logística. Quería que su equipo estuviera en sintonía con la nación, que captara bien la atmósfera política, quería que los jugadores comprendieran que estaban jugando no sólo para la Sudáfrica blanca sino para todo el país. Lo mejor que tenía a su favor era su credibilidad. Aquel gigantón seguía siendo una leyenda entre los sudafricanos blancos, que no habían olvidado su historial como capitán Springbok, en especial el mando y el talento desplegados en una famosa victoria contra el viejo enemigo, Nueva Zelanda, en 1976. El hecho de que Luyt escogiera a Du Plessis impresionó al CNA, porque eran conocidas las tendencias políticas liberales del segundo. No obstante, lo que le aguardaba era una tarea delicada, y él lo sabía. «Comprendí casi de inmediato, al asumir el cargo, con qué facilidad se podía sufrir un traspiés, cómo se podía arruinar todo con un error tonto, si se decía algo equivocado, si se enviaba una mala señal».
Fue precisamente su deseo de dar con el tono apropiado lo que sugirió a Du Plessis la idea de enseñar a los Springboks a cantar la parte «negra» del nuevo himno nacional, el Nkosi Sikelele. Mandela y él tenían una misma misión imposible: convencer a los negros de que ejecutaran un vuelco histórico y apoyaran a los Boks. Mandela estaba realizando la labor que le correspondía dentro del CNA, transmitiendo el mensaje a su gente que «ellos» eran ya «nosotros». Du Plessis, por su parte, instó a sus jugadores a comportarse de forma respetuosa en público. Sabía que las consecuencias podían ser terribles si, antes de cada partido de la Copa del Mundo, la gente veía a los Springboks cantando la letra de Die Stem en afrikaans y en inglés con entusiasmo pero no la del Nkosi Sikelele. Si ocurría eso, el empeño de Mandela y Du Plessis estaría condenado al fracaso; la noción de «un equipo, un país» sería el hazmerreír de todos. Du Plessis tenía claro lo que había que hacer. Tenía que verse a los jugadores cantando el viejo himno de protesta y liberación. Esa imagen trastocaría la idea convencional de los negros de que los Springboks eran unos patanes afrikaner que cantaban canciones racistas y violentas.
Du Plessis no había hablado de política con ninguno de los jugadores, pero no tenía motivos para creer que fueran otra cosa que los típicos votantes del Partido Nacional, con la ignorancia y los prejuicios que eso entrañaba. «Teníamos a algunos afrikaners de pura cepa, y eso [el Nkosi Sikelele] estaba en xhosa, que era la lengua del que, para muchos sudafricanos blancos, había sido el enemigo. Era duro pedir a estos chicos que cantaran una canción que tenía esas connotaciones». Y era duro enseñarles a pronunciar las palabras en xhosa. En el equipo sólo había dos jugadores que hablaran el idioma. Mark Andrews, de 1,97 metros y 120 kilos de peso, se había criado en la zona rural del Cabo Oriental, la región xhosa, y había tenido contacto con la lengua de Mandela desde que nació. Hennie le Roux, más menudo y más rápido y también de aquella parte del país, hablaba asimismo un poco de xhosa. Los 24 jugadores restantes no tenían ni idea.
Por suerte, Du Plessis tenía una amiga que podía ayudar, una vecina suya en Ciudad del Cabo llamada Anne Munnik. Era una mujer blanca de treinta y tantos años, esbelta, atractiva y llena de vida, de habla inglesa, que se ganaba la vida enseñando xhosa. Había aprendido la lengua de niña, también en la zona del Cabo Oriental, y la había perfeccionado en la Universidad de Ciudad del Cabo, donde ahora daba clases. Se quedó estupefacta cuando Du Plessis le sugirió que diera una clase a los Boks para enseñarles a cantar el Nkosi Sikelele y luego, cuando lo pensó un poco, dubitativa sobre el tipo de reacción que podrían tener aquellos bóers gigantescos. Pero Du Plessis insistió y ella, con algunas reservas, aceptó.
Quedaron una tarde de la tercera semana de mayo de 1995 en el hotel de Ciudad del Cabo en el que se alojaba el equipo durante los preparativos para el primer partido de la Copa contra los campeones del mundo, los australianos, para el que faltaban pocos días. Se ordenó a los jugadores que se reunieran después del entrenamiento en lo que habían empezado a llamar la sala del equipo, un espacio anodino en el que bancos y empresas de márketing locales solían celebrar seminarios para su personal, y en el que, en esos días, Kitch Christie adoctrinaba a sus jugadores sobre táctica y estrategia. En esa ocasión, les aguardaban al fondo de la sala Du Plessis y Anne Munnik.
Du Plessis, mucho más alto que la directora del coro, la presentó a los Springboks recién salidos de la ducha como una vieja amiga a la que conocía desde hacía veinte años. Los jugadores reaccionaron como adolescentes. Codazos, guiños, gestos de complicidad. «Cuando Morné dijo que había estado en mi granja varias veces, no hubo más que hablar —recordaba Anne Munnik—. Todo fue “Oh”, y “Ah”, y risitas, y carcajadas, e insinuaciones, y empezaron a tomarnos el pelo».
Pero con buena intención. Se calmaron cuando Du Plessis se puso serio y dijo: «Vamos, chicos, si cantáis el himno en voz alta y con orgullo, estaréis dando vida al lema “Un equipo, un país”». Anne Munnik miró boquiabierta el espectáculo. Era aficionada al rugby, pero nada de lo que había visto en televisión la había preparado para el tamaño de aquellos hombres en carne y hueso. Grandes y musculosos, parecían escogidos por un exageradamente entusiasta director de reparto de Hollywood para cubrir 26 papeles de gladiadores romanos. Había visto sus nombres guturales típicos del afrikaans en una lista que le había dado Du Plessis —Kobus Wiese, Balie Swart, Os du Randt, Ruben Kruger, Hannes Strydom, Joost van der Westhuizen, Hennie le Roux— y tenía la sensación de que, desde el punto de vista político, también debían de tener más en común con la extrema derecha que con el CNA, con Die Stem que con el Nkosi Sikelele. Pero empezó su clase: dio a cada jugador una hoja de papel con la letra de la canción y les hizo leerla, repitiendo las palabras más difíciles e intentando reproducir los sonidos chasqueantes del xhosa, casi imposibles para personas que no los hubieran aprendido desde niños. «Luego, cuando llegó el momento de cantar —contaba, aún sorprendida, años más tarde—, lo hicieron con mucho sentimiento».
Algunos más que otros. Kobus Wiese, Balie Swart y Hannes Strydom tenían talento natural. Wiese y Strydom medían 1,93 metros y pesaban 125 kilos; Swart medía casi ocho centímetros menos, pero era tan ancho como la puerta de un establo. Todos estaban extraordinariamente en forma, como debía ser para jugar el rugby tan brutal por el que eran famosos los Boks. Y les gustaba mucho cantar. Wiese (pronunciado «Vise») era uno de los payasos del equipo y un hombre cuya agudeza mental parecía impropia de su tamaño, pero nadie habría podido acusarlo nunca de ser progresista. La liberación de Mandela había emocionado a Du Plessis, había inspirado a su compañero de equipo Joel Stransky, había supuesto un vuelco para Pienaar, pero a Wiese, según reconocía él mismo, le había dejado frío. Swart era uno de los miembros más discretos del equipo, pero, como era más viejo que la mayoría, y más fornido, exigía e inspiraba respeto. Wiese y Swart eran muy buenos amigos. No sólo eran ambos delanteros, unidos entre sí de forma casi diametral durante los frenéticos amontonamientos humanos que el rugby dignifica con nombres como ruck, maul y melé, sino que cantaban juntos en un coro desde hacía años.
Wiese se asombró al ver con qué rapidez la música del Nkosi Sikelele, desde la primera vez que cantó el himno, había eliminado de un plumazo los escrúpulos políticos. «Había oído la canción, por supuesto —contaba—. Había visto en televisión a esas masas enormes de negros desfilando, cantando y bailando por las calles con palos y neumáticos en llamas; les había visto arrojar piedras e incendiar casas. Y siempre se oía el Nkosi Sikelele iAfrika de fondo. Para mí, y prácticamente para todos los que conocía, el himno era sinónimo de swart gevaar, el peligro negro. Pero el caso es que me gusta mucho cantar. Siempre me ha gustado. Y de pronto descubrí, para mi asombro, que estaba atrapado en el canto, que era una melodía preciosa».
Os du Randt, el más joven del equipo con veintidós años, pero el más pesado, con 1,88 metros y 130 kilos, cantaba con timidez, como si no quisiera que lo vieran. Llamado «el Buey», había servido en el ejército en un regimiento de carros de combate, aunque era un misterio para todos cómo había conseguido meterse en un vehículo tan cerrado. Ruben Kruger, de 1,85 y sólo 112 kilos, era uno de los jugadores más menudos en la delantera, pero fuerte como un ñu, con unos músculos cultivados desde muy pequeño en un negocio familiar en el que su principal ocupación era acarrear grandes sacos de patatas sobre los hombros. Pienaar, como siempre, trató de dar ejemplo y se unió lleno de buena voluntad, pero le costaba muchísimo la pronunciación de las palabras y tenía la canción en sí mucho menos presente —«pocos de nosotros conocíamos ni siquiera la melodía, la verdad»— que Wiese, con toda su falta de progresismo.
Wiese, Swart, Kruger, Pienaar, Du Randt y Mark Andrews eran algunas de las estrellas en el «pack» de la delantera. Los jugadores que ocupaban las veloces posiciones de «tres cuartos» casi parecían, a primera vista, pertenecer a una especie diferente. A Anne Munnik le llamó la atención el contraste. No sólo tenían un tamaño más normal, sino que sus rostros eran menos temibles, sus narices estaban menos torcidas y sus orejas no estaban deformadas por horas y horas de frotarlas contra gruesos muslos peludos en la sudorosa y jadeante fábrica de carne de las melés. Eran los galanes de los Springboks, los David Beckham del rugby.
James Small, que, cuando no jugaba al rugby, era modelo, era el chico malo, el que había estado proscrito de la gira del año anterior por Gran Bretaña después de una pelea de bar. Sin embargo, Munnik advirtió que nadie cantaba la canción con tanto sentimiento como él. «Estuvo todo el tiempo a punto de llorar», decía. Al sudafricano corriente aficionado al rugby, conocedor de sus líos fuera del terreno de juego, le habría resultado difícil creerlo, pero a sus compañeros de equipo, no. Todos los que le conocían tenían la sensación de que vivía al límite, de que, si no hubiera sido por la válvula de escape que el rugby proporcionaba a sus emociones desmesuradas, su personalidad descontrolada y violenta habría podido enviarle detrás de las rejas. Él era el primero en decirlo. «Soy muy afortunado —explicaba—. Yo era un tipo duro, podía haber acabado en la cárcel. Iba a los clubes más siniestros de Johanesburgo por la noche. Muy fácilmente podría haber acabado recibiendo un disparo».
Pero había otro motivo por el que se emocionó tanto cuando empezó a cantar el viejo himno negro. Él sabía lo que significaba vivir marginado. El apartheid también existía en el rugby, entre los blancos. «Sé lo que es estar en la parte perdedora —decía—. Yo era un inglés que practicaba un deporte de holandeses. Cuando empecé a nivel provincial, los jugadores afrikaners me hacían muchas faenas. Tanto mi equipo como los rivales me hacían sentir que no era bienvenido. Algunos jugadores de mi propio equipo trataban de que seleccionaran a sus compañeros afrikaner antes que a mí. Me hacían el vacío, y recibí muchas palizas. Cuando me seleccionaron para los Springboks, al principio, me hicieron tanto daño que mi padre quiso denunciarlo a la policía. Lo que querían dejar claro es que éste era un deporte de afrikaners, y no había sitio para un inglés. El inglés era un intruso». Ésa era precisamente la opinión que había tenido Pienaar de «los ingleses» cuando era adolescente, como lo demuestra el orgullo que sentía de que su equipo nunca hubiera perdido contra otro de un colegio «inglés». «Pero usé todo eso como estímulo —decía Small—, y, al final, me salí con la mía. Me convertí en un Springbok. Toda aquella experiencia me enseñó a valorar al de fuera, a simpatizar con quienes no habían tenido, en mi país, las oportunidades que yo había tenido».
Un afrikaner que nunca mostró a Small más que amabilidad y respeto era Morné du Plessis. Su influencia también se vio en la reacción de Small cuando tuvo que aprender el himno negro. «Veía las cosas de forma muy distinta que un año antes. A medida que nos acercábamos a las elecciones de 1994, me dejé arrastrar por el miedo que tenían muchos blancos de que fuera a haber caos, violencia, venganza. Por eso compré un arma por primera vez en mi vida. Tenía miedo. Y, sin embargo, un año después… ¡estaba cantando el Nkosi Sikelele! Pero no habría sido posible sin Morné. Él fue el que nos convenció de que debíamos representar a Sudáfrica como colectivo, que teníamos que comprender de verdad lo que significaba ser sudafricano en una Sudáfrica que no tenía más que un año de edad. Fue gracias a él como entendí que aprender el Nkosi Sikelele era parte de eso».
Chester Williams no se sintió tan conmovido como Small por el canto de liberación. Como Small, Williams era un jugador fornido y rápido que jugaba en el ala. A diferencia de Small, era un hombre discreto, cuya timidez le hacía parecer frío. Williams era el único jugador no blanco en el equipo, pero eso no quería decir que tuviera más facilidad que Small para el xhosa o el zulú. Era un «mestizo», según las normas de la Ley de Inscripción de la Población, difunta desde hacía poco. Los «mestizos» —o, como decía la apelación políticamente correcta, «los llamados mestizos»— eran el subgrupo menos comprometido políticamente de los cuatro principales del apartheid; los otros eran negros, blancos e indios. Como eran una mezcla de razas, también eran los que contenían más diversidad física. En su mayoría coincidían más con la idea habitual del negro africano que con el blanco europeo, pero el grupo étnico al que los mestizos solían sentirse más próximos eran los afrikaners, sobre todo porque en casa hablaban la misma lengua que ellos. A esa categoría general pertenecía Chester Williams: de aspecto africano, de lengua afrikaans, apolítico.
No es que los afrikaners mostrasen ningún respeto especial por los mestizos. La esposa de F. W. de Klerk, Marike, hizo unas celebradas declaraciones sobre los «mestizos» en 1983 que le pasaron factura más tarde, cuando su marido trataba de asumir cierto grado de respetabilidad «no racial». «Son un grupo negativo, ¿sabe? —había dicho la futura primera dama—. La definición de mestizo en el registro de la población es alguien que no es negro, no es blanco y no es indio, en otras palabras, una no persona. Son los restos. Son la gente que quedó cuando se repartieron las naciones. Son los demás».
La evolución en el trato que recibía Williams de sus compañeros Springboks entre el momento de incorporarse al equipo, en 1993 —el año en el que se formó el Volksfront—, y la Copa del Mundo, dos años más tarde, fue un reflejo del cambio radical en la relación de la gente blanca en general, y los afrikaners en particular, con sus compatriotas de piel oscura. «Fue una época difícil para mí —decía Williams, hablando de sus primeros días como Springbok—. La gente no me aceptó. Yo intentaba entablar conversación, pero me dejaban solo».
En un libro coescrito por él, Williams fue más lejos y llegó a afirmar que James Small, entre otros, le llamaba kaffir y sugería que estaba en el equipo, no por mérito, sino porque era «el negro simbólico». Small se sintió herido por esas afirmaciones, y Williams, hasta cierto punto, se desdijo. Según Small, Williams se disculpó posteriormente delante de todo el equipo y ambos hicieron las paces. En una entrevista realizada poco después de que hubiera pasado la tormenta, Williams pareció un poco avergonzado por algunas de las cosas que aparecían en el libro y reconoció que quizá había habido algunas exageraciones. Pero insistió en que se había sentido discriminado. «Sólo con el paso del tiempo vi que la gente cambiaba, que cada vez me aceptaban más; en 1995, ya me habían aceptado por completo como miembro del equipo, por mis propios méritos».
El equipo, en cierto modo, tenía poca elección, puesto que los responsables de márketing del rugby sudafricano habían escogido a Chester Williams como el rostro evocador de la Nación Arcoiris en el torneo. Para él era una situación extraña, dado su carácter retraído, pero, para su asombro y el de sus compañeros, cada vez que iban a algún lugar del país, su rostro les contemplaba desde enormes carteles publicitarios. También debía de ser un poco confuso, y no totalmente convincente, para los sudafricanos negros, no sólo porque Williams era «mestizo» (gustara o no, y al CNA no le gustaba, las etiquetas, muchas veces, seguían existiendo), sino porque era sargento en la Fuerza Sudafricana de Defensa, una institución en la que había servido durante el apartheid. Williams, cuya relación con los negros había sido mínima, cuyas lenguas no hablaba, seguramente entendió esa reacción mejor que la gente de márketing, cuyas ideas tenían más impacto entre los blancos que entre los negros, entre los visitantes extranjeros que entre los sudafricanos en general. En una subasta llevada a cabo a principios de mayo, Williams miró asombrado cómo un retrato de él se vendía por lo que entonces equivaldría a 5.000 dólares. Sudáfrica estaba vendiendo al mundo una imagen de sí misma que el mundo quería comprar.
El sueño que había tenido Joel Stransky al ver en un bar francés, por televisión, la salida en libertad de Mandela, de que el mundo volviera a aceptar a Sudáfrica, se había hecho realidad e incluso se había visto superado. No sólo iba a jugar al rugby por su país, sino que lo iba a hacer en una Copa del Mundo. E iba a ocupar el puesto fundamental de medio apertura, que, en su caso, incluía también la enorme responsabilidad de lanzar los penaltis, de los que tantas veces dependía el resultado de los grandes encuentros. Para sus obligaciones necesitaba nervios de acero además de una gran audacia física, porque, con 1,75 metros de altura y 95 kilos de peso, tenía que soportar las cargas más brutales de hombres mucho más voluminosos que él. Sin embargo, al empezar la clase de canto, estaba nervioso y habría preferido estar en otro sitio. «Soy una de esas personas que odian cantar —explicaba—. Es casi una fobia». Pero se sorprendió a sí mismo. «Todos sabíamos el contenido político de aquella canción, y habíamos oído hablar mucho de ella y, de pronto, allí estaba, aprendiendo la letra, y era algo verdaderamente especial».
Hennie le Roux, uno de los miembros más serios del grupo e íntimo amigo de François Pienaar, se dedicó con gran aplicación a las lecciones de Anne Munnik. Con un gran talento para correr sorteando al contrario y el más versátil de los tres cuartos del equipo, Le Roux era tan poco político como los demás, pero tenía ya muy clara la necesidad nacional de aprender el Nkosi Sikelele. Lo había comprendido, como otros Springboks, a su llegada al hotel de Ciudad del Cabo unos días antes, cuando el personal, en su mayoría negro, salió a recibirles en el vestíbulo. «Nos recibieron cantando, bailando y celebrando, felices de vernos, muy acogedores. Fue algo que no habíamos visto nunca en nuestras carreras, unos negros ahí delante, saludándonos con tanto entusiasmo como el que nos mostraban las muchedumbres de aficionados blancos más enloquecidos. Fue un gran momento para todos nosotros». James Small lo decía de forma más directa. «Nos miramos entre nosotros y pensamos: “¡Joder, aquí está pasando algo!”» Para Le Roux, ése fue el momento en el que comprendió que tenía que poner algo de su parte. «Si ellos estaban tan dispuestos a estar a nuestro lado, lo menos que podíamos hacer nosotros era un esfuerzo para aprender su canto. El recuerdo de aquellas escenas de nuestra llegada mientras estábamos aprendiendo la canción hizo que me resultara mucho más emocionante».
Pienaar estaba tan emocionado como su amigo, pero su motivación era todavía más personal. Era el único Springbok que había hablado cara a cara con Mandela y estaba especialmente ansioso de que su equipo proyectase una imagen que agradase al presidente. Pero también pensaba, como hacía siempre con una minuciosidad implacable, que lo que el equipo hiciera fuera del terreno de juego podía mejorar su actuación en él. Y, mientras se oía a sí mismo y a sus compañeros cantando, su cerebro de rugby se puso en marcha. Comprendió que la victoria en un partido de rugby de primera categoría era en un 50 % cuestión de psicología, y vio en la canción un valor deportivo, más allá de la política. «En aquel mismo instante decidí que aquello era una ventaja inesperada que nos había proporcionado Morné; que podía aportarnos algo especial antes de empezar a jugar, si lo respetábamos y sentíamos su energía —explicó después Pienaar, que añadió, sonriendo y meneando la cabeza—: Ahora… es asombroso, si se piensa. ¡Los chicos afrikaners cantando aquel himno!»
Anne Munnik estaba a punto de acabar la clase cuando los tres jugadores más grandes del equipo, Kobus Wiese, Hannes Strydom y Balie Swart, alzaron la mano: ¿podían cantar el himno una vez más, ellos tres solos? «Dije: “¡Por supuesto!” Y empezaron a cantar, como tres niños de coro gigantes, primero en voz baja, subiendo hasta las notas más altas. ¡Lo cantaron de forma tan hermosa! Los demás jugadores se quedaron boquiabiertos. No hubo risas ni bromas. Simplemente los miraron».
Para los tres gigantes, cantar aquella canción tuvo el poder de una epifanía. «¡Allí se quedó mi inocente ignorancia, hecha añicos! —exclamaba Wiese—. Cuando aprendí la letra de aquel canto, se me abrieron las puertas. Desde entonces, cada vez que oigo a un grupo de negros cantando el Nkosi Sikelele…, es deslumbrante, tío. Es precioso».
Uno podía tener tantas dudas sobre los Springboks como Justice Bekebeke o verlos con tanta generosidad como Mandela, pero cualquier sudafricano negro que hubiera entrado en aquella sala mientras el trío de bóers rompía a cantar también se habría quedado deslumbrado.