CAPÍTULO XIX

AMA A TU ENEMIGO

«Cuando terminó el partido —contaba Morné du Plessis—, di la vuelta y empecé a correr hacia el túnel, y allí estaba Edward Griffiths, el creador del eslogan “Un equipo, un país”, y me dijo: “Las cosas nunca volverán a ser igual.” Comprendí inmediatamente que tenía razón, porque me di cuenta, allí mismo, de que lo mejor había quedado ya atrás, que la vida no podía ofrecer nada mejor. Le dije: “Hoy lo hemos visto todo”».

Pero Du Plessis se equivocaba. Quedaba más. Quedaba Mandela bajando al campo, con la camiseta puesta, la gorra en la cabeza, para entregar la copa a su amigo François. Y quedaba el público embelesado de nuevo —«¡Nelson! ¡Nelson! ¡Nelson!»— cuando Mandela apareció en la línea de banda, sonriendo de oreja a oreja, saludando a la muchedumbre, mientras se disponía a acercarse al pequeño podio colocado en el campo en el que iba a entregar el trofeo de la Copa del Mundo a François Pienaar.

Van Zyl Slabbert, el afrikaner liberal, rodeado en el estadio —según palabras suyas— de tipos barrigudos con pinta de pertenecer al AWB, se quedó asombrado ante la pasión por la Nueva Sudáfrica de sus compatriotas renacidos. «Tendría usted que haber visto las caras de esos bóers a mi alrededor. Recuerdo ver a uno al que le corrían las lágrimas por el rostro y que no paraba de decir, en afrikaans: “Ése es mi presidente… Ése es mi presidente…”»

Y hubo más aplausos y más lágrimas cuando Pienaar ofreció el que iba a ser el primero de dos ejemplos memorables de elocuencia improvisada. Un periodista de la cadena de televisión SABC se le acercó en el campo y preguntó: «¿Qué ha sentido al tener a 62.000 aficionados apoyándoles aquí en el estadio?»

Sin dudarlo un instante, respondió: «No teníamos a 62.000 aficionados con nosotros. Teníamos a 43 millones de sudafricanos».

Linga Moonsamy, que salió al terreno de juego un paso por detrás de Mandela, miró a la multitud, al viejo enemigo que coreaba el nombre de su líder, y luchó para recordar que estaba trabajando, que, mientras todos los que le rodeaban perdían la cabeza, él tenía que conservar la suya. Mantuvo la suficiente sangre fría para recordar que, antes del partido, había visto en la esquina derecha del estadio aquellas viejas banderas sudafricanas. Así que volvió a mirar hacia allí. «Pero no —contaba—, las viejas banderas habían desaparecido. Sólo había banderas nuevas. Y la gente en aquel sector del público estaba llorando y abrazándose, como todos los demás. Así que me relajé un poco y me permití pensar que aquél era un momento inmenso para el país, que yo había hecho lo que había hecho cuando era joven, había corrido riesgos, había luchado por esto, y nunca había imaginado que podía manifestarse con tales dimensiones».

Tokyo Sexwale, que estaba en el estadio, compartía los sentimientos de Moonsamy. «Te sientas allí y sabes que ha valido la pena. Todos los años en la clandestinidad, en las trincheras, de abnegación, de estar lejos de casa, en la cárcel, todo valió la pena. Aquello era todo lo que queríamos ver. Y otra vez, “¡Nelson! ¡Nelson! ¡Nelson!” Estábamos allí de pie y no sabíamos qué decir. Yo me sentía orgulloso de encontrarme junto a aquel hombre con el que había estado en la cárcel. ¡Qué arriba estaba en aquel momento! Me sentí tan orgulloso, tan orgulloso de haberme codeado con los dioses…»

Los dioses, en aquel momento, eran Mandela y Pienaar, el anciano vestido de verde, coronado rey de toda Sudáfrica, que entregaba la copa a Pienaar, el joven vestido de verde, designado, aquel día, jefe espiritual de la nueva afrikaneidad.

Mientras el capitán sostenía la copa, Mandela le puso la mano izquierda en el hombro derecho, le miró con afecto, le dio la mano y dijo: «François, muchas gracias por lo que has hecho por nuestro país».

Pienaar miró a Mandela a los ojos y respondió: «No, señor presidente. Gracias a usted por lo que ha hecho por nuestro país».

Si se hubiera estado preparando toda la vida para aquel instante, no habría podido ser más certero. Como dijo Desmond Tutu: «Aquella respuesta fue una inspiración divina. Los seres humanos hacemos todo lo que podemos, pero aquellas palabras en aquel momento… nadie habría podido escribirlas».

Tal vez un guionista de Hollywood habría hecho que se dieran un abrazo. Fue un impulso que Pienaar confesó haber reprimido a duras penas. Pero no, los dos se miraron y se rieron. Morné du Plessis, que estaba al lado, miró a Mandela y al afrikaner pródigo, vio a Pienaar que levantaba la copa sobre los hombros, mientras Mandela, riendo, alzaba los puños, y le costó creer lo que veían sus ojos. «No he visto jamás una alegría tan completa —dijo Morné du Plessis—. Mandela miraba a François y no paraba de reír… y François miraba a Mandela y… ¡qué afecto se palpaba entre ellos!»

Todo aquello resultó abrumador para el duro Slabbert, veterano de mil batallas políticas. «Cuando François Pienaar dijo aquello en el micrófono, con Mandela escuchando, riéndose y saludando a la multitud y agitando la gorra —contaba—, todos lloraron. No quedó un ojo seco en el estadio».

No quedó un ojo seco en el país. El viejo ministro de Justicia y Servicios Penitenciarios del groot krokodil, en su atiborrado bar de Ciudad del Cabo, sollozaba como un niño. Kobie Coetsee no podía dejar de pensar en su primer encuentro con Mandela, diez años antes. «Superó los demás logros. Fue el momento en el que mi gente, sus adversarios, aceptó a Mandela. Fue un momento comparable, pensé entonces, a la creación de Estados Unidos. Fue el mayor triunfo de Mandela. Les vi a él y a Pienaar y lloré. Me dije a mí mismo: “Ha valido la pena. Todo el sufrimiento, todo lo que he vivido, ha valido la pena. Esto refuerza el milagro.” Eso es lo que sentí».

Lejos de allí, en el polvoriento Paballelo, Justice Bekebeke sentía lo mismo. Cinco años antes estaba en el Corredor de la Muerte, enviado allí por uno de los jueces de Coetsee, pero, de pronto, todo aquello le pareció muy remoto. «¡Me sentí en el séptimo cielo! —explicaba—. Cuando Joel Stransky metió el drop, mis amigos empezaron a celebrarlo y a gritar como locos, y este Santo Tomás incrédulo también. Me sentí cien por cien sudafricano, más sudafricano que nunca. Estaba tan eufórico como todos los demás. Nos volvimos completamente locos. Y después de que sonara el silbato, después de que Mandela entregara la copa a Pienaar, salimos a la calle. Como todo el mundo en Paballelo. Las bocinas sonaban y todo el distrito salió a bailar, cantar y celebrarlo».

Eran las mismas calles en las que Bekebeke había matado al policía que había disparado contra un niño; donde los antidisturbios habían enloquecido la noche antes de que se dictaran las penas de muerte para los 14 de Upington y habían golpeado a todos los que veían, hasta enviar a veinte personas al hospital.

«Era irreal. Y pensar que esas escenas estaban repitiéndose en toda Sudáfrica sólo cinco años después de la liberación de Mandela, dos años después del asesinato de Chris Hani. Entonces me habría resultado lo más improbable del mundo imaginar que iba a celebrar una victoria de los Springboks. Sin embargo, viéndolo ahora, no puedo creer la indiferencia que sentía aquella mañana antes de la final, no puedo creer que no me importara. Porque sólo había una manera de describir lo que sentía en aquel instante: una euforia desatada».

En Paballelo, en Soweto, en Sharpeville y en otros mil distritos negros, grupos de jóvenes recorrían las calles sin árboles interpretando su propia Haka, su propia danza de guerra, el Toi Toi. Pero ahora no marchaban desafiantes; rebosaban orgullo nacional multicolor y celebraban la victoria de los AmaBokoBoko.

Llegaban noticias de las zonas residenciales acomodadas de Ciudad del Cabo, Durban, Port Elizabeth y Johanesburgo de que las señoras blancas estaban deshaciéndose de generaciones de prejuicios y contención y abrazando a sus criadas negras, bailando con ellas en las calles arboladas de pulcros barrios como Houghton. Por primera vez, los mundos paralelos del apartheid se habían fundido, las dos mitades se habían unido en un todo, pero en ningún sitio como en la propia Johanesburgo y, sobre todo, en torno a Ellis Park, donde el carnaval de Río se confundió con la liberación de París en un tumulto de verde Springbok. Un anciano negro estaba en mitad de la calle, delante del estadio, ondeando una bandera sudafricana y gritando una y otra vez; «Sudáfrica ya es libre. Los Boks nos han permitido ser libres y estar orgullosos».

Enfrente de Ellis Park se encontraban las oficinas del periódico dominical negro, City Press. Khulu Sibiya, el director del periódico, miraba estupefacto el espectáculo desde su ventana. «Nunca he visto a tantos negros celebrando en las calles. Nunca. Es más, nuestras páginas, al día siguiente, hablaron más de lo increíble que era ver a los negros festejando que sobre Pienaar y la copa en sí. Fue asombroso».

El arzobispo Tutu, que también tenía mucho olfato periodístico, estaba de acuerdo. La noticia fueron las celebraciones de los negros. «Lo que vimos aquel día fue una revolución», decía, encantado de haber vivido para ver cómo su país engendraba un modelo nuevo de revolución, en el que no se eliminaba al enemigo, sino que se le acogía; que, en vez de dividir a la gente, la unía. «Si se hubiera profetizado sólo un año —sólo unos meses— antes que en las calles de Soweto la gente iba a bailar para celebrar una victoria de los Springboks, casi todo el mundo habría dicho: “Has tomado demasiado sol sudafricano y te ha afectado al cerebro.” Aquel partido hizo por nosotros lo que no habían podido los discursos de los políticos ni los arzobispos. Nos electrizó, nos hizo comprender que era verdaderamente posible estar todos en el mismo bando. Nos dijo que era posible convertirnos en una sola nación».

La inevitable histeria patriótica en los periódicos sudafricanos al día siguiente, la sensación de que el país había cambiado para siempre, quedó resumida en el titular de primera página, a ocho columnas, de un diario que tuvo la buena fortuna de nacer precisamente aquel día, el Sunday Independent. «Triunfo de los Guerreros del Arcoiris», clamaba el primer número del periódico. La prensa extranjera se sumó a la fiesta y hasta los cronistas deportivos casi se olvidaron de escribir sobre el partido propiamente dicho, como el especialista en rugby del Sydney Morning Herald, que comenzaba su información de esta forma: «Sudáfrica se convirtió ayer rotundamente en “un equipo, un país”, mientras la nación arcoiris caía rendida en éxtasis». Y añadía, en referencia al final de la Segunda Guerra Mundial, «fue como una repetición del Día de la Victoria, con oleadas de pasión similares, y el sentimiento de que acababa de suceder algo trascendental e inolvidable».

Van Zyl Slabbert, que era un hombre corpulento, un típico bóer, se encontró en medio de la histeria posterior al partido. «Salí a las calles, que estaban repletas de negros bailando, y tenía que llegar hasta casa, así que me metí en un taxi negro». Un «taxi negro» es un híbrido de taxi tradicional y autobús, un vehículo que se para cuando uno lo llama pero que sigue una ruta concreta y que tiene una capacidad de alrededor de una docena de personas. Es «negro» porque en Sudáfrica era siempre una forma de transporte que usaban los negros; los blancos, casi invariablemente, tenían coche propio. Lo que hizo Slabbert, parar uno y subirse, era prácticamente inaudito, sobre todo para los habitantes del elegante barrio del norte de la ciudad, no lejos de Houghton, en el que vivía. «Me metí, y la gente estaba dando gritos y celebrando con tanta pasión como los bóers en Ellis Park. Le dije al conductor que me podía dejar en el Centro Cívico, en la ciudad, pero me preguntó cuál era mi destino. Le dije que mi casa estaba en un barrio a las afueras, pero que el Centro Cívico bastaba porque suponía que seguramente le pillaba de camino. Pero el conductor se mostró muy insistente. Me dijo que no, que me iba a llevar hasta casa, pese a que le supondría una demora de más o menos media hora y, con el caos de tráfico de aquel día, seguramente más. Así que le dije que muy bien, pero qué pasaba con las otras personas que estaban en el taxi, que iba completamente lleno. Todos gritaron que no había inconveniente. Se lo tomarían como un paseo. Estaban tan contentos. Por fin llegamos a casa y, al salir, le pregunté al conductor: “¿Cuánto?” Me sonrió y dijo: “No. Hoy, nadie paga”».

Slabbert suponía que nadie de los que iban en el taxi tenía más que vagos conocimientos sobre rugby, pero eso no aguó la fiesta general en Johanesburgo, como tampoco a 750 kilómetros de distancia, en Paballelo. «En mi distrito, entre mi gente, no había ni un solo aficionado al rugby —contaba Bekebeke—. Pero aquel día… hasta mi madre ululaba en celebración. Lo celebrábamos como sudafricanos, como una nación. Y sabíamos, en el fondo, que los Springboks habían ganado porque nos habíamos propuesto que ganaran. ¡Fue un día increíble! Una democracia joven, recién nacida, y allí estaba el símbolo de nuestra transformación, Mandela. Cuando levantó la copa, aquélla fue nuestra victoria. Supimos, al fin, que éramos una nación triunfadora».

Arrie Rossouw, el periodista afrikaner que conoció a Mandela en Soweto al día siguiente de su liberación, estaba de acuerdo, pero lo sentía incluso con más intensidad porque, como sudafricano blanco, se había sentido un perdedor, un paria a los ojos del mundo. «Habíamos dejado de ser los malos —decía—. No sólo ganamos, sino que el mundo quería que ganáramos. ¿Se da cuenta de lo que significó aquello para nosotros? ¿Qué alegría? ¿Qué inmenso alivio?»

Tokyo Sexwale dijo que Mandela había liberado a los blancos del miedo. Era verdad, pero no era sólo eso. Los liberó en más sentidos. Los redimió ante sus propios ojos y ante los ojos del mundo.

Y entonces les hizo campeones del mundo. Kobus Wiese, François Pienaar, Hennie le Roux, Chester Williams, James Small, todos estaban de acuerdo en que el factor Mandela había sido decisivo. Habían ganado el partido por él y gracias a él. «Los jugadores sabíamos que el país tenía un rostro y un nombre —explicaba Le Roux—. Jugamos por Sudáfrica, pero también jugamos para no decepcionar al viejo, que venía a ser lo mismo».

«Se conjugó todo a la perfección: nuestro deseo de ser el equipo de toda la nación y su deseo de convertir el equipo en el equipo nacional —explicaba Morné du Plessis—. Coincidió en el momento justo. Y estoy convencido de que ésa fue la razón por la que ganamos la Copa del Mundo».

El propio Louis Luyt estaba también de acuerdo. «¡No habríamos ganado sin Mandela! Cuando bajé con él a ver a los jugadores en el vestuario, antes del partido, pude verlo: les levantó la moral un cien por cien. Ganaron en su nombre, tanto como por todo lo demás».

Morné du Plessis tuvo la sensación de que iba a ser el gran día de Sudáfrica en cuanto vio a Mandela al borde del campo con la camiseta verde, recibiendo las aclamaciones del público. «Lo digo con todo el respeto a un equipo All Black verdaderamente memorable, pero, con la inmensidad del hombre que nos apoyaba, y el poder que emanaba de él y a través de él, me pareció un poco injusto». Sean Fitzpatrick, el temible capitán All Black, reconoció mucho después que Du Plessis tenía razón, que se había sentido sobrecogido, en cierto modo, al oír la reacción del público ante Mandela. «Les oímos corear su nombre —explicaba—, y pensamos: ¿Cómo vamos a derrotar a estos cabrones?»

Demasiado tarde, Fitzpatrick comprendió que su equipo podía tener a Jonah Lomu, pero los otros jugaban con un hombre más; disponían de un arma secreta contra la que el mejor equipo de rugby de la historia no tenía respuesta. Joel Stransky habría podido atribuirse el mérito del triunfo, pero se lo cedió al decimosexto hombre de los Springboks. «El efecto que causó en los jugadores fue inconmensurable. Aquel día fue un cuento de hadas hecho realidad, con Mandela en el centro. Él nos dio la victoria».

Y, aquel día, disfrutó enormemente con ella. El camino de vuelta a casa desde el estadio duró tres veces más de lo previsto, pero, como decía Moonsamy, podría haber durado seis veces más y Mandela habría pedido más. «Todos nuestros planes se vinieron abajo. Nuestra ruta estaba completamente atascada. Toda la ciudad se había transformado en una gigantesca fiesta callejera. Pero Mandela disfrutó de cada minuto».

Moonsamy seguía alerta, pero la idea de que alguien pudiera querer asesinar a Mandela en aquel momento le parecía descabellada incluso a él. Cuando los cuatro coches que formaban la caravana llegaron, por fin, a Houghton, había una pequeña muchedumbre reunida delante de su casa, celebrándolo. Mandela salió del Mercedes para saludarlos y una anciana se le acercó. Moonsamy vio, asombrado, que le soltaba un pequeño discurso a Mandela para declarar que, hasta esa tarde, había sido del AWB, pero que ahora, dijo, «renuncio a seguir siendo miembro».

Estaba anocheciendo, eran alrededor de las seis y media. Mandela dejó marchar a sus guardaespaldas. «Chicos —dijo—, id a divertiros».

Le tomaron la palabra. «Llegué a casa, a través de las masas ruidosas —recordaba Moonsamy—, y entonces, mi cuñado, su mujer y sus hijos, y mi familia y yo fuimos al lago, a Randburg Waterfront, donde todo el mundo estaba reuniéndose para celebrar la victoria, y allí vi una Sudáfrica unida. Blancos y negros abrazándose, riendo y llorando, hasta altas horas de la noche».

Mandela prefirió quedarse tranquilamente en casa. «Volví del rugby y me quedé en casa, feliz, reflexionando», y siguiendo sus rutinas inviolables. Vio el informativo en inglés a las siete y en xhosa a las siete y media. A las ocho menos diez se sentó para tomar su habitual cena ligera: muslo de pollo con piel, batata y zanahorias. Nada más. Antes de irse a la cama, una hora después, se sentó a solas en el salón para recapitular, como hacía en su celda cada noche antes de dormir. Lo que le había sorprendido y satisfecho era hasta qué punto había acabado siendo el centro de atención. Porque era consciente de que, detrás de aquel clamor espontáneo de los blancos en Ellis Park —aquel «¡Nelson! ¡Nelson!»—, había pruebas elocuentes y convincentes de que sus duros esfuerzos habían surtido efecto. Al rendirle tributo a él, estaban rindiendo tributo al gran valor del «no racismo» por el que había soportado veintisiete años de cárcel. Estaban pidiendo perdón y aceptando el generoso abrazo que él, y a través de él la Sudáfrica negra, les estaba ofreciendo. Había empezado con Kobie Coetsee aquel día de noviembre de 1985 en el hospital, el primero de sus enemigos al que conquistó. Luego Niël Barnard, luego P. W. Botha, luego los medios afrikaans, De Klerk y sus ministros, el alto mando de la FSAD, Constand Viljoen y los demás generales del final amargo, del Volksfront afrikaner, Eddie von Maltitz, John Reinders y el resto del personal en los Union Buildings, Morné du Plessis, Kobus Wiese, François Pienaar: uno tras otro habían sucumbido a medida que él ampliaba cada vez más su abrazo, hasta el día de la final de rugby, en el que abrazó a todos.

John Reinders, el jefe de protocolo de la presidencia, lo comprendió perfectamente: «La final de la Copa del Mundo de rugby mostró lo mejor de él; fue todo él —decía—. Fue el día en el que todo el país vio en público al hombre que nosotros habíamos visto en privado. Fue el día en que todo el mundo, especialmente la Sudáfrica blanca, pudo verle como era de verdad».

«Fue un día memorable —dijo Mandela años después, con una sonrisa que iluminaba el mismo salón en el que se había sentado a saborear la victoria aquella noche del 24 de junio de 1995—. Nunca imaginé que ganar la Copa del Mundo pudiera tener tanto impacto en una persona. Nunca me lo esperé. Todo lo que hacía era seguir adelante en mi tarea de movilizar a los sudafricanos para que apoyaran el rugby e influyeran en los afrikaners, sobre todo con vistas a la construcción nacional».

«Influir» era una forma de llamarlo. La gran tarea de su presidencia, asegurar los cimientos de la nueva nación, «hacer sudafricanos», se había completado no en cinco años, sino en uno. De un plumazo, había eliminado la amenaza de la derecha. Sudáfrica no había tenido tanta estabilidad política en ningún momento desde la llegada de los primeros colonos blancos en 1652.

Die Burger lo resumió bien. El periódico destacaba que «el aislamiento deportivo fue una de las principales presiones que precipitó el cambio político» y decía: «¿No es irónico que el rugby sea una fuerza unificadora de tal calibre cuando, durante tanto tiempo, sirvió para aislarnos del mundo? Porque ya no cabe duda de que el equipo Springbok ha unido al país más que cualquier otra cosa desde el nacimiento de la nueva Sudáfrica».

También lo supo, cosa más importante, Constand Viljoen. Las preocupaciones que le habían atormentado, la idea de que se había equivocado al optar por las elecciones en vez de una guerra de liberación bóer, o de que todavía podía estallar esa guerra sin él, se habían desvanecido. «Aquel partido de rugby me convenció de que había acertado con mi decisión», dijo. El alivio del general Viljoen derivaba de la seguridad de que, cuando las hordas gritaban «¡Nelson! ¡Nelson!», se le había quitado un gran peso de encima. Con aquel gesto, los afrikaners estaban asumiendo la responsabilidad del general sobre sus propios hombros, estaban apropiándose de la devoción que sentía él por Mandela.

«Verlo a él, el icono de los negros, tan feliz con su camiseta Springbok, me resultó tremendamente tranquilizador. Me había resultado muy difícil tomar la decisión y nunca imaginé que iba a verme reafirmado de forma tan espectacular».

En este sentimiento, su hermano Braam, el gemelo «bueno», encontró por fin algo en común con Constand. «He conocido la ira de la política afrikaner toda mi vida, y que pudiera ocurrir aquello me pareció un milagro —reflexionaba—. ¡Qué carisma tenía aquel hombre! ¡Qué líder era Mandela! Cogió del brazo a mi hermano y no lo soltó».

¿Tenía Mandela algún defecto? Sisulu lo conocía mejor que nadie. Su respuesta era que su viejo amigo tenía tendencia a confiar demasiado en la gente, a creerse a la primera sus buenas intenciones. «A veces desarrolla demasiada confianza en una persona —dijo—. Cuando confía en una persona, va a por todas». Pero luego Sisulu pensó un momento en lo que había dicho y añadió: «Claro que eso quizá no es un defecto… Porque la verdad es que no nos ha decepcionado con esa confianza que tiene en la gente».

La debilidad de Mandela era su mayor virtud. Triunfó porque prefirió ver el bien en personas a las que el 99 % de la gente habría considerado imposibles de redimir. Si Naciones Unidas decretó que el apartheid era un crimen contra la humanidad, ¿qué mayores criminales que el ministro de Justicia del apartheid, el jefe de los servicios de inteligencia del apartheid, el jefe militar supremo del apartheid, el jefe de Estado del apartheid? Sin embargo, Mandela apuntó directamente a la semilla oculta que albergaba a sus «ángeles buenos» y supo sacar la bondad que yace en el fondo de todas las personas. No sólo Coetsee, Barnard, Viljoen y P. W. Botha, sino los esbirros del apartheid —los guardias de prisiones, Badenhorst, Reinders— y sus cómplices inconscientes: Pienaar, Wiese, Luyt. Con su empeño en despertar e incitar lo que había de mejor en ellos, y en todos los sudafricanos blancos que vieron el rugby aquel día, les ofreció un regalo de valor incalculable: hizo que pudieran sentirse mejores personas y, en algunos casos, los transformó en héroes.

Su arma secreta era que daba por supuesto no sólo que le iban a caer bien las personas a las que conociera, sino que él les iba a gustar a ellas. Esa enorme seguridad en sí mismo, unida a la sincera confianza que tenía en otros, era una combinación tan irresistible como encantadora.

Era un arma tan poderosa que engendró un nuevo tipo de revolución. En vez de eliminar al enemigo y partir de cero, incorporó al enemigo a un nuevo orden deliberadamente construido sobre los cimientos del viejo. Al concebir su revolución, no sólo como la destrucción del apartheid, sino, a largo plazo, como la unificación y reconciliación de todos los sudafricanos, Mandela rompió el molde histórico.

Pero, como mostró su reacción a la actitud del público en Ellis Park, se sorprendió incluso a sí mismo. No había valorado lo suficiente el poder de su encanto.

Un domingo, pocas semanas después de la victoria de los Springboks, Nelson Mandela visitó una iglesia en Pretoria. Era un templo de la Iglesia Reformada Holandesa, la confesión que en otro tiempo había tratado de encontrar justificación bíblica para el apartheid; que había convencido a Constand Viljoen de que había Cielos separados para blancos y negros; que había exiliado a su hermano Braam por decir que aquella doctrina era una herejía. «Aquélla fue la ocasión —contaba Mandela, con los ojos chispeantes— en la que vi que los efectos del partido de rugby iban a durar, que la actitud de los afrikaners hacia mí había cambiado verdaderamente por completo». Durante el servicio, se dirigió a los fieles en afrikaans, y después le rodearon ante la iglesia, como si estuvieran en una melé. Era exactamente lo que le había sucedido en cientos de concentraciones del CNA en los distritos negros de todo el país. En cualquier sitio al que iba, los negros le trataban como si fuera una combinación de David Beckham, Evita Perón y Jesucristo. Ahora, los blancos estaban haciendo lo mismo. «De la masa salían manos que trataban de estrechar la mía. Y las mujeres: ¡querían besarme en la mejilla! Eran espontáneos, entusiastas. Se desvivían por acercarse, y a mí me llevaban de un lado a otro. Y perdí un zapato. ¿Puede creerlo? ¡Perdí un zapato!»

Mandela estaba casi doblado de risa mientras contaba la historia. Se reía porque era divertida, pero también porque estaba describiendo la culminación del sueño de su vida, el momento en el que comprendió que Sudáfrica, por fin, era un país.