CAPÍTULO VII
EL REY TIGRE
«¡Colgad a Mandela!», «Mandela, vete a casa, a la cárcel», «De Klerk traidor»: éstas eran algunas de las pancartas más educadas que se veían en una concentración de la derecha blanca en Pretoria cinco días después de la liberación de Mandela. El escenario era la Church Square, un cuadrángulo en el corazón de la capital de Sudáfrica, dominado en su centro por una estatua gris y salpicada de pájaros del patriarca bóer Paul Kruger, elegantemente vestido con la banda presidencial, abrigo, sombrero de copa y bastón. Asistían unas 20.000 personas, un porcentaje de la población blanca tan grande como lo habían sido de la población negra las 120.000 personas reunidas en Soweto.
Los sentimientos eran tan intensos como en el estadio de Soccer City cuatro días antes, pero el ánimo no podía ser más diferente. En Soweto, se había respirado un aire de victoria; en Church Square, se percibía una callada desesperación bajo la actitud desafiante. Aquella gente temía estar a punto de perderlo todo. Eran burócratas del gobierno que tenían miedo de perder sus puestos de trabajo, pequeños empresarios que tenían miedo de perder sus empresas, granjeros que tenían miedo de perder sus tierras. Y todos ellos temían perder su bandera, su himno, su lengua, sus escuelas, su Iglesia Reformada Holandesa, su rugby. Y, latente, tiñéndolo todo, el temor a una venganza equivalente al crimen.
Se habían reunido en la capital sudafricana a instancias del Partido Conservador, el brazo político del extremismo de derechas. El PC, el principal partido de la oposición en el parlamento blanco, era vástago del Partido Nacional, del que se había escindido ocho años antes porque sus dirigentes consideraban a P. W. Botha sospechosamente de izquierdas, y ahora consideraban que De Klerk era el mismo demonio.
La derecha afrikaner tenía su liturgia, aunque no tan elaborada o practicada como la del CNA. Empezaron por cerrar los ojos, abrir las manos en gesto de súplica, inclinar la cabeza y rezar una oración. Luego cantaron Die Stem, el lúgubre himno nacional oficial, que alaba a Dios y celebra los triunfos de los bóers cuando avanzaron en sus carretas hacia el norte en la Gran Marcha de mediados del siglo XIX, durante la que fueron quedándose con las tierras negras por el camino. Unos hombres vestidos con camisas pardas se entremezclaban con la multitud, como bravucones de colegio. Eran miembros del Afrikaner Weerstandsbeweging (el movimiento de resistencia afrikaner), el más famoso de una colección fragmentada de grupos de extrema derecha. Más conocidos como AWB, su enseña rojinegra estaba formada por tres sietes colocados de forma que recordaba a la esvástica nazi.
Pero en esta ocasión no fueron los camisas pardas los que definieron el acto. Lo más siniestro, y una medida más pesimista del reto que le aguardaba a Mandela, era la aparente normalidad de la mayoría de la gente, una muestra variada del espectáculo humano como la que se podía ver cualquier día de la semana en el centro de Upington, o Vereeniging, o cualquier otro lugar de la Sudáfrica blanca. Había jóvenes con vaqueros y camisetas de los Springboks, parejas jóvenes y entusiastas con bebés, hombres barrigudos con pantalón corto caqui y calcetines largos, viejos señores con chaquetas de tweed y señoras vestidas como si fueran al baile anual del club de bolos. Eran la clase media blanca de cualquier lugar de Europa o Estados Unidos. Y no querían que los negros gobernaran sus vidas. Todos ellos tenían en común la pesadilla de una mano negra saliendo de debajo de la cama en mitad de la noche, de pandillas de jóvenes maleantes negros irrumpiendo en sus hogares.
Si se examinaba la situación con detalle, se veía algo que nunca aparecía a primera vista, un fondo de blandura y vulnerabilidad en la Sudáfrica blanca, tanto entre los afrikaners como en la gente de habla inglesa, los de la ciudad como los del campo, los ricos como los pobres. La diferencia era hasta qué punto conseguía disimularlo cada uno. Pero, como en la dura imagen de supervivientes que preferían tener de sí mismos, sobre todo los afrikaners, no encajaba reconocer esa vulnerabilidad, algunos se esforzaban para disfrazar sus temores tras la retórica de la resistencia. Eso no quiere decir que no creyeran lo que decían. El miedo les volvía peligrosos. Aquel día, en la concentración de Church Square, el doctor Andries Treurnicht, el líder del Partido Conservador, obtuvo el mayor aplauso del día cuando gritó: «¡El afrikaner es un tigre amistoso, pero no hay que meterse con él!» Las certezas claras y sencillas del pasado empezaban a resquebrajarse, pero ahí tenían una verdad en la que preferían creer y en la que ni Mandela ni los ya legalizados «comunistas» del CNA podían jamás hacer mella. El afrikaner era un tigre y cualquier animal que se mezclara con él estaba condenado. «Mientras el CNA actúe como una organización militante, les atacaremos con toda la fuerza que podamos —rugió Treurnicht, teólogo y antiguo ministro de la Iglesia Reformada Holandesa—. Por lo que a nosotros respecta, es la guerra, sin más».
En el CNA, algunos seguían convencidos de que podían derrotar al tigre. Mandela sabía que no. El enemigo tenía todas las armas, la fuerza aérea, la logística, el dinero. El gran principio de actuación política de Mandela era el que había comprendido hacía mucho tiempo en la cárcel: que la única forma de vencer al tigre era domesticarlo. Aquella gente que protestaba a la sombra de la estatua de Paul Kruger era la misma a la que había sometido a su voluntad en Robben Island.
La primera prioridad de Mandela era evitar una guerra civil, y no sólo entre blancos y negros, sino entre blancos y blancos también. Los liberales como el doctor Woolf, que habían llegado a donde estaban después de nadar audazmente contra las corrientes de la ortodoxia blanca, iban a estar en el punto de mira de los guerreros de la derecha. Ya lo estaban. El propio doctor Woolf había recibido amenazas de organizaciones de derechas después de que se publicara en un periódico de Durban la historia del encuentro de su familia con Mandela. Lo habían incluido en una lista de condenados a muerte. Y los Arrie Rossouw de la prensa afrikaner también habían pagado un precio por adelantarse a su tiempo. A las oficinas de su periódico, Beeld, en Johanesburgo, llegaban correos envenenados, y la centralita telefónica estaba bloqueada por llamadas insultantes. En una concentración de derechas en el Estado Libre de Orange, dos semanas después de la liberación de Mandela, dieron una paliza a un fotógrafo blanco de Beeld.
No había dos personas que encarnasen mejor la división entre los blancos sudafricanos que los gemelos Viljoen. La historia de Braam y Constand Viljoen no es exactamente la de Caín y Abel, ni la del hijo pródigo, pero tiene elementos de ambas. Los dos hermanos, físicamente idénticos, habían emprendido caminos radicalmente opuestos en su adolescencia y estuvieron sin apenas comunicarse durante cuarenta años. Cuando volvieron a hacerlo, el destino tuvo mucho que ver. Si los hermanos no hubieran hecho las paces, Sudáfrica podría haber acabado envuelta en una guerra.
Nacidos en 1933 en una familia afrikaner de clase alta rural cuyas raíces se remontaban a los colonos del siglo XVIII, de los primeros en llegar de Europa a la punta meridional de África, los Viljoen (se pronuncia «Filyun») tenían razones no sólo políticas para vivir separados. Juntos, corrían el riesgo de que se les considerase unos gemelos de comedia, mientras que, por separado, resultaban imponentes. Eran hombres serios, que se tomaban en serio a sí mismos y sus papeles en la sociedad, y a los que tomaban en serio los demás. Las otras dos cosas que tenían en común eran su devoción religiosa y su amor a la agricultura, a la que Constand se dedicaba de forma intermitente en la granja familiar de Transvaal Oriental y Braam —más a menudo— en otra granja a casi 370 kilómetros de distancia, en Transvaal Septentrional.
En cuestión de temperamento y de concepción del mundo, no podían ser más distintos. Braam, el reflexivo, emprendió carrera en la Iglesia. Constand, el hombre de acción, entró en el ejército. Pero, aunque una trayectoria podía parecer más pacífica que la otra, fue Braam el que luchó y, desde el punto de vista estrictamente profesional, fracasó, mientras que Constand, con una suavidad admirable, ascendió hasta la cima de su profesión. Si Braam se enfrentó al sistema y perdió, Constand no sólo se incorporó al sistema, sino que se convirtió en él. Llegó a ser no sólo general, no sólo jefe del ejército, sino comandante supremo de la Fuerza Sudafricana de Defensa, que incluía la marina y la fuerza aérea. P. W. Botha le designó para el cargo cuando tomó posesión como primer ministro, en 1980. Viljoen permaneció en él, la última línea de defensa del apartheid, hasta su jubilación, en 1985. Dirigió las fuerzas sin las cuales el apartheid se habría venido abajo de la noche a la mañana. Arriesgó su vida y quitó la vida a otros en apoyo de un sistema político basado y definido en tres de las leyes más perversas jamás creadas: la Ley de Servicios Separados, la Ley de Áreas de Grupo y la Ley de Inscripción de la Población, todas aprobadas en el parlamento cuando él y su hermano tenían diecisiete, dieciocho y diecinueve años, cuando estaban decidiendo qué rumbo emprender en la vida.
La Ley de Servicios Separados era la que prohibía a las personas negras entrar en las mejores playas y los mejores parques, y a las niñeras negras viajar en los compartimentos blancos de tren con los bebés blancos de las «señoras» para las que trabajaban. Las otras dos leyes que aplicaba Constand Viljoen eran tan injustas y absurdas como ésta.
La Ley de Inscripción de la Población compartimentaba a los grupos raciales. Había cuatro categorías principales. En orden descendiente de privilegios, eran: blancos, mestizos, indios y negros. Una vez que cada sudafricano estaba en la casilla racial correspondiente, se derivaban todas las demás leyes del apartheid. Sin la Ley de Inscripción de la Población, por ejemplo, habría sido imposible aplicar la Ley de Inmoralidad, por la que era ilegal no sólo que alguien se casara con una persona de otra raza, sino que tuviera cualquier cosa parecida a un contacto sexual. En parte para adaptarse a la incontinencia amorosa de una pequeña minoría de almas moralmente débiles y en parte para satisfacer el deseo de la gente de mejorar en lo material, el gobierno incluyó en la Ley de Inscripción de la Población una cláusula que concedía a las personas el derecho, biológicamente asombroso, a intentar cambiar de raza.
Para ello había que presentar una solicitud ante un organismo de Pretoria llamado Junta de Clasificación de Razas y estipular de qué raza a qué raza deseaba cambiarse uno. Se llevaban a cabo varias entrevistas y, en los casos más difíciles, los solicitantes comparecían ante la junta, formada por hombres y mujeres, todos blancos. Los miembros de la mesa pedían a los aspirantes que se pasearan delante de ellos para poder examinar sus posturas y la forma de sus nalgas. Si la cuestión seguía sin resolverse, la forma científicamente más fiable de disipar las dudas era la prueba del lápiz. Se metía un lápiz en el pelo de la persona: cuanto más enganchado se quedaba, más oscura era su clasificación. Las cifras del Ministerio del Interior de 1989 muestran que 573 mestizos pidieron ser blancos y, de ellos, 519 lo consiguieron, y que 369 negros solicitaron ser mestizos y, de ellos, lo lograron 327. En estos casos, el motivo para solicitarlo era claramente el deseo de mejorar las condiciones materiales. Pero en los archivos se ve también que 14 blancos pidieron ser mestizos, y 12 lo consiguieron; que tres blancos pidieron ser indios y dos, chinos, y los cinco lo lograron. Evidentemente, esos milagros no fueron posibles gracias a un frío razonamiento, sino a la simpatía de la Junta de Clasificación de razas por los impulsos admirablemente sacrificados y románticos de los solicitantes.
La Ley de Áreas de Grupo era la que prohibía que los negros y los blancos vivieran en las mismas zonas de las ciudades, la que hacía obligatoria la separación física entre la ciudad blanca y el distrito segregado negro. Pero para los ideólogos del apartheid, era más que eso. Era una ley de inspiración divina. Los volk temerosos de Dios nunca habrían establecido un sistema de tanto alcance, que condenaba a la gran mayoría de los habitantes de su país a ser ciudadanos de cuarta clase, si no hubieran estado seguros de que tenían una justificación bíblica para lo que estaban haciendo. Como otros fundamentalistas anteriores y posteriores, hurgaron en el Antiguo Testamento y encontraron argumentos teológicos para arrojar a los negros a la oscuridad exterior. Según un libro titulado Biblical Aspects of Apartheid, publicado en 1958 por un eminente teólogo de la Iglesia Reformada Holandesa, la legislación sobre las Áreas de Grupo también era válida en el más allá. El libro reconfortaba a los sudafricanos blancos que podían temer que iban a tener que mezclarse con los negros en el Cielo. No había que preocuparse. Biblical Aspects of Apartheid les garantizaba que el Libro Sagrado decía que había «muchas mansiones» en «la casa de nuestro Padre».
Constand Viljoen dedicó su vida a defender esas leyes contra las fuerzas dirigidas por su principal enemigo, Nelson Mandela. Braam Viljoen, que, desde muy pronto, pensó que las leyes del apartheid eran una abominación, se convirtió en uno de los soldados de a pie extraoficiales de Mandela.
Si el problema de Constand era que pensaba muy poco, el de Braam era que pensaba demasiado. Unas cuantas afirmaciones desde el púlpito de que las leyes del apartheid eran obra de Dios, y Constand se apresuraba a salir alegremente en defensa de la patria. Braam, un adolescente de ideas asombrosamente independientes para un afrikaner criado en una granja a más de 200 kilómetros de la ciudad más próxima, oía decir al dominee local de la Iglesia Reformada Holandesa las mismas palabras que su hermano y le parecían profundamente inquietantes. Al ir a la Universidad de Pretoria a estudiar teología, con el propósito de hacerse él mismo dominee, le interesó el trabajo de un pequeño grupo subversivo de teólogos que ponían en tela de juicio las ortodoxias dominantes. Eso, a su vez, le hizo interesarse por el CNA. Leyó con gran atención su Carta de la Libertad («Sudáfrica pertenece a todos los que viven en ella, blancos y negros») cuando se hizo pública, en 1955, el año en el que su hermano terminó la universidad y se convirtió en oficial del ejército.
Mientras Constand ascendía con facilidad e impresionaba a sus superiores, a Braam le impresionó la seriedad cristiana del antecesor de Mandela en la dirección del CNA, Albert Luthuli. A principios de los sesenta, cuando ya era profesor de teología, Braam firmó una declaración que afirmaba que era una herejía identificar el apartheid con la voluntad de Dios. La declaración estaba redactada de forma solemne y respetuosa. En privado, Braam estaba furioso. «Llegué a detestar la ingenua e infantil justificación bíblica del apartheid, que se basaba en una interpretación literal del Génesis —explicaba después—. Odiaba también aquella forma fundamentalista de pensar, de afirmar ciegamente que ésa era la palabra de Dios, de no admitir ningún debate. Como es natural, eso me supuso un conflicto con mi familia. Con mi hermano, que era ya comandante en la FDSA, dejé de hablar de política, por las buenas». Y también le supuso un conflicto con la Iglesia Reformada Holandesa, que le calificó de disidente y le impidió ganar el sueldo que le correspondía como dominee con las cualificaciones teológicas necesarias. Siguió impartiendo clases en la universidad hasta los años ochenta, pero, por motivos económicos, se vio obligado a volver a la agricultura a tiempo parcial.
En la granja, intensificó su actividad política cuando empezó a comprender lo que significaba el apartheid para los que ocupaban el estrato más bajo de todos: las personas negras en las áreas rurales. A principios de los ochenta, cuando las protestas negras se incrementaron en todo el país, él se involucró en lo que empezó a llamar «la lucha por la libertad» y conspiró con los mismos dirigentes políticos a los que su hermano, como jefe de la FDSA, se había comprometido a derrotar. También estaba metido hasta el cuello en las actividades del Consejo Sudafricano de Iglesias, un organismo que las fuerzas de seguridad consideraban una tapadera de los terroristas del CNA. Cuanto más poderoso se volvía su hermano, más consciente era Braam de los métodos brutales que aprobaba el jefe de Constand. Antes sabía que el sistema era perverso, pero hasta entonces no se había dado cuenta de lo criminal que podía ser. «Estaba escandalizado y horrorizado. ¡La gente que trabajaba con mi propio hermano mataba y torturaba a otros!» En realidad, Braam tuvo suerte de que no le torturaran y le mataran a él. Después de la liberación de Mandela, descubrió que había estado en la lista de objetivos de una unidad de los servicios secretos militares que había asesinado a Anton Lubowski.
«No creo que mi hermano estuviese al tanto», insistía, convencido. Pero Constand debió de sospechar que pasaba algo. «Me envió un mensaje, a través de nuestra madre —recordaba Braam—, en el que me aconsejaba que, “si sabía lo que me convenía”, dejase los comités del Consejo Sudafricano de Iglesias».
Braam no hizo caso. A lo largo de los años ochenta siguió trabajando con el consejo eclesiástico. En 1987 fue con otros 50 intelectuales afrikaner liberales a Dakar, Senegal, para una reunión sin precedentes con la dirección en el exilio del CNA. Uno de los personajes clave de esa reunión fue Frederik van Zyl Slabbert, el primer héroe político de Morné du Plessis. Cuando Braam Viljoen regresó de Dakar, el SNI de Niël Barnard le interrogó, pero él siguió actuando como siempre. Ese mismo año se incorporó al pequeño pero valiente Partido Federal Progresista (otro elemento en común con Morné du Plessis, puesto que era el partido que Morné apoyaba). Incluso fue candidato parlamentario por el PFP, antes de unirse a un think tank anti-apartheid casi ilegal, llamado Instituto para la Democracia en Sudáfrica, que había creado, después de dejar la política activa, Van Zyl Slabbert.
A pesar de sus profundas disparidades («vivíamos en mundos distintos», explicaba Braam), Braam y Constand tenían muchas cualidades en común. Ambos eran honrados y estaban escrupulosamente dedicados a su trabajo. Constand era un soldado de soldados, recto, sensato, que pasó su vida profesional dentro de una burbuja moral, convencido de que pertenecer a las FDSA era tan honorable como estar en el ejército de Nueva Zelanda. Era muy admirado por los que estaban a sus órdenes, así como por los millones de sudafricanos blancos que le conocieron durante su prolongado mandato como jefe del ejército y después de todas las fuerzas armadas. Consolidó su reputación a mediados de los setenta, cuando fue el oficial al mando de la fuerza expedicionaria sudafricana en la guerra de Angola, que luchó del lado de Jonas Savimbi y sus guerrilleros de UNITA contra el gobierno marxista del país, en uno de los numerosos conflictos regionales que había en todo el mundo durante la guerra fría. El gobierno angoleño recibía ayuda de Cuba y la Unión Soviética y UNITA de Estados Unidos. Sudáfrica entró en combate porque sus gobernantes eran tan anticomunistas como los de Washington y porque el gobierno angoleño ayudaba al CNA.
Al ser nombrado jefe de la FDSA en 1980, Constand se vio obligado a prestar más atención al CNA, que actuaba en países vecinos como Zambia y Mozambique, y a las organizaciones que actuaban en su nombre en Sudáfrica, cada vez más rebeldes, y con las que se relacionaba su hermano. Un año antes, un documento del gobierno había dicho que la amenaza política y militar contra Sudáfrica estaba aumentando «a un ritmo alarmante». Decidido a formular la guerra contra el CNA en términos geopolíticos que resultaran más del agrado de la comunidad internacional, el documento afirmaba que «la ofensiva total» del enemigo era parte de un plan de Moscú para utilizar Sudáfrica «como punto de partida para la conquista del mundo». El lenguaje convenció a los conservadores estadounidenses y a la primera ministra británica Margaret Thatcher, que se mostró públicamente de acuerdo con el presidente Botha en que el CNA era una organización «terrorista» de inspiración comunista. Animado, Botha ordenó que el ejército entrase en los distritos segregados. Como consecuencia, Viljoen se convirtió en el primer comandante en jefe de las fuerzas armadas sudafricanas que vio cómo sus competencias rebasaban la protección del país frente a un enemigo exterior e incluían la protección del Estado contra su propio pueblo. El ejército, de pronto, tuvo que actuar codo con codo con la Policía de Seguridad, con incursiones conjuntas en países vecinos como Mozambique, Botsuana y Lesotho que causaron la muerte de tantos civiles inocentes como miembros del CNA.
Constand nunca se sintió a gusto en ese papel. Su visión moral quizá no era tan abierta como la de su hermano, pero tenía sus escrúpulos. En mayo de 1983, una incursión de la FDSA en Mozambique confundió varios hogares particulares, una guardería y una fábrica de zumos de frutas con unas instalaciones de misiles, un centro de entrenamiento y una base logística del CNA. Murieron seis personas, ninguna de ellas perteneciente al CNA, y la acción provocó un furioso memorándum interno de Viljoen al jefe del ejército en el que se declaraba no sólo decepcionado, sino escandalizado. «Si tuviéramos que analizar nuestra eficacia operativa y hacer públicos los resultados, nos avergonzaríamos», escribió.
Los resultados no se hicieron públicos y, con la ayuda de una prensa complaciente, se publicitaron las hazañas de la FDSA con la mejor luz posible. Una incursión en Gaborone, la capital de Botsuana, en la que los soldados sudafricanos mataron a un niño de seis años y un hombre de setenta y uno, se describió en los periódicos sudafricanos en términos gloriosos; un diario encabezó el relato épico con el titular «Los cañones de Gaborone». Cuando Constand se jubiló, después de una carrera militar de treinta y un años, se había convertido en una leyenda viva —en la imaginación popular afrikaner, casi un Mandela blanco— y, sobre todo, en un general valiente, de principios, sensato, en la tradición bóer decimonónica de políticos-soldados como Andries Pretorius y Paul Kruger: en otras palabras, el antídoto perfecto al hombre ladino, escurridizo, claramente poco bóer que era el pactista F. W. de Klerk. La decisión de Constand Viljoen de seguir la tradición bóer y volver a su granja sólo sirvió para aumentar la devoción de sus admiradores. En 1985, creyó que su vuelta a la tierra era definitiva. Cinco años después, mientras sufría viendo en televisión la puesta en libertad de Mandela, no podía imaginar que los volk pronto iban a llamarlo para que abandonara su granja y les dirigiera en su última gran guerra de liberación.