CAPÍTULO XVIII
EL SABOR DE LA SANGRE
«No pude cantar el himno —reconocía François Pienaar—. No me atreví». Había querido desesperadamente estar a la altura de la ocasión, ser un ejemplo, no decepcionar a Mandela. Había visualizado la escena una y otra vez en su cabeza. Sin embargo, cuando llegó el momento, cuando los dos equipos se pusieron en fila a un lado del campo, antes del partido, y la banda tocó los primeros compases del Nkosi Sikelele, no fue capaz de abrir la boca.
«Sabía que, si lo hacía, me iba a venir abajo. Me iba a deshacer en lágrimas allí mismo. Estaba tan emocionado —contaba el capitán Springbok—, que quería llorar. Sean Fitzpatrick [el capitán de los All Blacks] me dijo después que me había mirado y había visto cómo me caía una lágrima por la mejilla. Pero eso no era nada comparado con lo que sentía por dentro. Era un momento de mi vida de tanto orgullo, y yo estaba allí, y todo el estadio retumbaba. Era demasiado. Traté de localizar a mi novia, fijar mi atención en ella, pero no pude. Así que me mordí el labio. Me lo mordí con tanta fuerza que sentí el sabor de la sangre».
Lo que había hecho que Pienaar estuviera a punto de venirse abajo de la emoción había sido la visita de Mandela al vestuario de los Springboks diez minutos antes. Entre el sobrevuelo del Jumbo y su salida al campo vestido con la camiseta, Mandela había pedido a Louis Luyt que le llevara a las entrañas del estadio para decir unas palabras a los jugadores.
Pienaar recordaba la escena. «Acababa de ponerme los vendajes y estábamos todos allí, en un estado de tensión como no habíamos vivido jamás, y por la cabeza me pasaban un montón de cosas, consciente de que aquello era lo más grande que había hecho nunca; una oportunidad de lograr todo lo que siempre habíamos deseado. Y estaba pensando en todo eso pero, al mismo tiempo, con toda la atención puesta en los detalles del partido, cuando, de pronto, apareció él. No sabía que iba a venir, y todavía menos que iba a llevar la camiseta Springbok. Dijo “Buena suerte”, se dio la vuelta y vi en la espalda el número 6, que era yo…
»Los hinchas más apasionados, sabe, son los que llevan la camiseta de su equipo. Y allí estaba yo viéndole entrar en el vestuario, precisamente en aquel instante, vestido como otro hincha más, pero resulta que era mi camiseta la que llevaba. No hay palabras para describir las emociones que me embargaron».
Como un mes antes en Silvermine, Mandela sorprendió a los Springboks. Según recordaba Morné du Plessis, antes de que entrara en la sala, el silencio era absoluto. «De pronto, los jugadores le vieron y todo el mundo empezó a reírse, a sonreír, a aplaudir. La tensión se disipó». En esta ocasión, el discurso de Mandela fue más breve, más cercano y más directo que el de la víspera del partido contra Australia. «Mirad, chicos —dijo—, jugáis contra los All Blacks. Son uno de los equipos más potentes en el mundo del rugby, pero vosotros sois todavía más potentes. Y sólo tenéis que recordar que toda esta multitud, tanto negros como blancos, está con vosotros, y que yo estoy con vosotros». Luego se paseó por la sala, dando la mano y diciendo unas palabras a cada jugador. Cuando salía por la puerta, François Pienaar le dijo en voz alta: «Me gusta la camiseta que lleva, señor».
Mandela era consciente de que su visita podía elevar más aún la presión sanguínea de los Springboks, que ya estaba en un nivel peligroso. Pero luego dijo que sus palabras habían estado «calculadas para animarles».
Sus cálculos, una vez más, eran acertados. Stransky, que, en su puesto de medio apertura, iba a ser seguramente el que más tensión iba a soportar aquel día, confirmó posteriormente que «supo dar exactamente con el tono adecuado. Fue una auténtica inspiración. Yo habría pensado que era completamente imposible hacer más intensos los sentimientos que teníamos antes del encuentro, pero Mandela lo consiguió. Nos “aceleró” todavía más».
Louis Luyt, que había acompañado a Mandela al vestuario, estaba de acuerdo. «Les cargó las baterías con aquellas palabras, cuando dijo que todo el país estaba con ellos. Fue un discurso breve pero que, Dios mío, ¡iba a hacer que los chicos jugaran como demonios!»
Tres minutos después, mientras los clamores de «¡Nelson! ¡Nelson!» todavía recorrían el estadio, les tocó a los jugadores salir al campo. A partir de ese momento, era cosa suya. La responsabilidad del bienestar del país quedó depositada en manos de los jugadores. No iba a haber nada más importante durante la hora y media siguiente. Si Sudáfrica perdía, todavía habría cosas que podían salvarse. Era un honor haber llegado a la final. La nación estaba unida como nunca. «Un equipo, un país» había dejado de ser un astuto lema de márketing. Pero, si Sudáfrica perdía, todo acabaría en un mustio anticlímax, un recuerdo agridulce que más valdría olvidar. El gran instante de «¡Nelson! ¡Nelson!» seguiría vivo, pero sin las alegres connotaciones de trompetas y la Novena de Beethoven que podía evocar la victoria.
Para marcar el día, para hacerlo histórico, los Springboks tenían que vencer los pronósticos y ganar. Para ello, tenían que detener a Jonah Lomu. Le vieron por primera vez cara a cara cuando salieron del vestuario hacia el túnel, en preparación para la salida paralela de los dos equipos al campo. Los All Blacks tenían un equipo temible, lleno de nombres famosos. Pero todas las miradas estaban puestas en Lomu, como lo habían estado la mayoría de los pensamientos de los Springboks desde que, una semana antes, habían visto al inmenso corredor dejar el orgullo de Inglaterra reducido a un montón de golfillos desconcertados.
«Era enorme —decía Stransky—. Era imposible no admirarlo. En el túnel, no podía apartar mis ojos. Parecía una montaña. ¡Una montaña que teníamos que escalar!»
Para ser más específicos, una montaña que tenía que escalar James Small. «Recuerdo que vi a Jonah y pensé: “¡Joder!”», explicaba Small, con su típica concisión. Todo el equipo era consciente de la carga sobre los hombros del «inglés», el designado para marcar a Lomu, y todos habían notado que estaba más callado que de costumbre en el autobús hacia el estadio. «Era prácticamente lo único en lo que pensaba. Sabía que, si él conseguía sacar dos o tres yardas de diferencia, no había nada que hacer. Pero los demás jugadores estaban conmigo y me dejaron claro que iban a apoyarme en cuanto Jonah se hiciera con el balón». Chester Williams, cuyas diferencias anteriores con Small quedaron sumergidas en la solidaridad del momento, fue el primero en acercarse a tranquilizarlo: «Lo único que tienes que hacer es contenerlo, y nosotros acudiremos. No te preocupes. Yo estaré cubriéndote las espaldas».
Durante la semana anterior, la prensa sudafricana había visto la aparición de un nuevo tipo de experto en rugby, el Lomúlogo. Todos tenían sus teorías sobre cómo pararle. Una de ellas era la estrategia directa propuesta por Chester Williams. Si Small lograba retenerlo durante un segundo, hacerle perder el paso, el resto del equipo se abalanzaría sobre él. Otras teorías decían que Lomu no tenía tanta fuerza mental como física. Quizá tenía algo de Sonny Liston, el temible campeón de los pesos pesados al que Mohamed Alí derrotó no castigándole el cuerpo, sino jugando con su mente, sacudiendo su frágil autoestima. Dos días antes del partido, los periódicos sudafricanos habían citado con profusión las palabras de un ex capitán de rugby australiano que decía que la clave para neutralizar a Lomu era «intentar quebrar su confianza desde el principio del partido». La idea era que Lomu era imparable si estaba convencido de que era imparable. Si perdía esa convicción, se derrumbaría. El australiano decía que sería útil, por ejemplo, que Stransky pateara unos cuantos balones altos y difíciles en su dirección, para que tuviera que ir en su busca, o, lo mejor de todo, arrojarlo al suelo una o dos veces en los primeros diez minutos. Desde el primer instante, el objetivo de los Springboks tenía que ser «confundir al grandullón», «proporcionarle uno o dos reveses mentales».
Hay pruebas de que Mandela también intentó proporcionarle alguno. Según contó más tarde Linga Moonsamy, antes de ir al vestuario Springbok, Mandela visitó el de los All Blacks. «Jonah Lomu, de cerca, era gigantesco —recordaba Moonsamy—. Pero se podía ver inmediatamente que era tímido. Estaba como atemorizado por Mandela. Los chicos de Nueva Zelanda estaban todos sin camiseta y, cuando Mandela se acercó a Lomu, le oí decir: “¡Uff!”» Dio la mano a todos los jugadores y les deseó suerte. Mandela no había sido tan poco sincero en toda su vida, y los All Blacks lo sabían. «Hubo un detalle que los neozelandeses no tuvieron más remedio que advertir —decía Moonsamy entre risas—. ¡Llevaba la camiseta de los Springboks! Luego me pregunté si, en realidad, el hecho de haber entrado a verlos era una forma de transmitirles un mensaje deliberadamente ambiguo».
Quince minutos después, Mandela estaba en el campo, recorriendo la fila de jugadores de Nueva Zelanda, dándole la mano a cada uno. Cuando llegó a Lomu, saludó al hombre al que acababa de conocer como si fuera un amigo al que no veía desde hacía tiempo. «¡Ah, hola, Jonah! ¿Cómo estás?», sonrió. Según un periodista de televisión que estaba cerca: «¡Lomu tenía pinta de ir a cagarse encima!»
El último número del espectáculo antes de que empezara el partido era el tradicional Haka de los All Blacks. El equipo ejecutaba este rito antes de los partidos internacionales desde hacía más de cien años. Era una danza de guerra maorí cuyo propósito era infundir terror a las filas enemigas. Los 15 All Blacks se colocaban en el centro del terreno de juego, en amplio despliegue, cada uno con las piernas separadas y medio en cuclillas. A un grito del capitán, comenzaba la danza. Entre mucho gruñido y mucho sacar la lengua, grandes pisotones, palmadas en los muslos, pechos hinchados y gestos amenazadores, los All Blacks entonaban un canto que era mucho más alarmante en los gritos originales en maorí que traducido y por escrito. El enardecedor final decía:
Të-nei te tangata pü-huruhuru
Nä-na nei i tiki mai whakawhiti te rä
Ä upane, ka upane
Ä upane, ka upane
Whiti te rä, hï!
Éste es el hombre peludo que aquí se yergue.
Que trajo el sol y lo hizo brillar.
Un paso hacia arriba, otro paso hacia arriba.
¡Un paso hacia arriba, otro paso hacia arriba! ¡El sol brilla!
Por suerte para los All Blacks, sus rivales no suelen tener a mano la traducción. Lo que suelen hacer es tratar de amilanarlos con la mirada, o sonreír con aparente desprecio, o fingir indiferencia. Pero ninguna de esas cosas resulta nunca del todo convincente, por lo hipnótico y amenazador del canto. En esta ocasión, sin embargo, hubo una ligera pero significativa ruptura del protocolo. A mitad de la interpretación, que dura aproximadamente un minuto y 20 segundos, Jonah Lomu se salió de la pauta y empezó a aproximarse, despacio pero con decisión, sin dejar de mirarlo, a James Small. Pero entonces ocurrió algo de lo que pocos de los que veían el partido en el estadio y en televisión se dieron cuenta, pero que sí registraron todos los jugadores en el campo. Kobus Wiese, que estaba al lado de Small, rompió también el protocolo y dio dos o tres pasos hacia Lomu, interponiéndose delante de Small. «Kobus rompió la fila como para decir a Lomu: “Para llegar hasta él, tienes que enfrentarte primero a mí», recordaba Pienaar. Fueron pequeños gestos de dos hombres gigantescos, unos gestos infantiles en medio de todos los acontecimientos del día, pero que surtieron efecto. Antes de que el silbato del árbitro señalara el comienzo del partido, el marcador era ya Springboks 1, Lomu 0.
Si la atención de los aficionados estaba centrada en James Small, la máxima presión la sufría Stransky. Debido al puesto en el que jugaba, era el pateador del equipo, las miradas iban a estar puestas en él más que en ningún otro jugador. François Pienaar y Kobus Wiese podían, hasta cierto punto, esconderse tras el tumulto de gruñidos de la melé. Si cometían un error, pocos fuera del equipo o de la esfera de los expertos tenían por qué darse cuenta. Lo malo era que, por eso mismo, pocas veces se les daba todo el mérito que les correspondía. Por el contrario, nadie podía perderse lo que hiciera o dejase de hacer Stransky. Su puesto de medio apertura era el más visible del equipo y, además, de su puntería dependía muchas veces el resultado del partido. Era el encargado de chutar los drops, las transformaciones de los ensayos y los penaltis, con los dos o tres puntos que eso suponía. Si el chut salía bien, el jugador era un héroe. Si no, corría el riesgo de la ignominia eterna o, en el mejor de los casos, de reprochárselo a sí mismo eternamente, como un futbolista que falla un penalti. Y, como un futbolista en esas circunstancias, muchas cosas dependían de una minucia. La diferencia entre la gloria y el desastre residía en un cambio sutil en la dirección del viento, unos movimientos casi microscópicos de los músculos, tendones y nervios en el tobillo, la rodilla, la cadera, el dedo gordo del pie.
El rugby puede ser un deporte espectacular de ver, incluso para personas que no conocen todas sus complejidades. Combina la táctica, la fuerza y la velocidad del fútbol americano con la fluidez, la amplitud, el esfuerzo colectivo y el talento individual del fútbol. Para jugar en la máxima categoría hay que tener la fuerza necesaria en el primero y la agilidad necesaria en el segundo. Cuando se juega bien, con ritmo y habilidad, el espectáculo es como una pelea de gladiadores y, al mismo tiempo, un placer para los sentidos. Si el partido está muy igualado, todavía mejor, porque entonces se mezclan el arte y el teatro.
La final de la Copa del Mundo de rugby de 1995 produjo más teatro que arte. Fue un partido agotador. Fue puro desgaste. Fue una guerra de trincheras, no demasiado grato como espectáculo. Pero, como muestra de dramatismo, fue inigualable.
Toda Sudáfrica estaba pendiente; todas las razas, religiones, tribus estaban pegadas a sus televisores. Desde Kobie Coetsee, que encontró un bar abarrotado cerca de su casa de Ciudad del Cabo en el que ver el partido, pasando por Constand Viljoen, que lo vio con unos amigos, también en Ciudad del Cabo, Tutu, que lo vio con desconocidos en California, Niël Barnard que lo vio en su casa de Pretoria con su mujer y sus tres hijos, y Justice Bekebeke con sus viejos amigos y camaradas en Paballelo, hasta el juez Basson, el hombre que les había condenado a muerte, que lo vio en su casa de Kimberley. Todos pertenecían, por fin, al mismo equipo. Como Eddie von Maltitz, que lo vio con sus viejos kommandos bóer en la granja, en el Estado Libre de Orange. Estaba ya tan comprometido con la causa de los Springboks y Nelson Mandela como lo había estado con la del AWB de Eugene Terreblanche.
«Todos rezábamos aquel día, tío —contaba—. Estábamos tensos. Rezando, rezando. Si podíamos ganar al equipo de Nueva Zelanda, podríamos hacer muchas cosas como nación. Estábamos muy unidos, y ahora teníamos la oportunidad de estar más unidos todavía. Era muy importante ganar para Sudáfrica».
Tan importante que las calles estaban desiertas, como sólo pudieron atestiguar el piloto Laurie Kay y los miembros de su tripulación. El avión aterrizó antes de que empezara el partido, pero en el aeropuerto no había nadie del personal de tierra para recibirlos. Salvo que recurrieran a alguna medida extrema como desplegar el tobogán de emergencia, estaban atrapados en el aparato. Por fin, apareció su chófer, que encontró unas escalerillas y las llevó rodando hasta el avión. «No había nadie en las calles. Parecía una escena de aquella novela postapocalíptica, La hora final. Llegué a casa en diez minutos justos». Lo cual quiere decir que debió de ir por las calles más deprisa que en el vuelo que había hecho sobre Ellis Park.
El partido en sí fue flojo. No fue fluido en ningún momento, en parte porque Sudáfrica no dejó a Jonah Lomu que jugara como sabía. James Small no tenía que haberse preocupado; todo el equipo se encargó de Lomu. Si el primer placaje no podía con él, el segundo, o el tercero, o el cuarto lo conseguirían. Hubo momentos en los que Lomu parecía un búfalo atacado por una manada de leones. Antes de que perfeccionaran el placaje en grupo, hubo un par de acciones de valor individual. La primera vez que Lomu recibió el balón, uno de los jugadores más menudos de Sudáfrica, el medio melé Joost van der Westhuizen, lo derribó con un placaje bajo, justo por debajo de las rodillas («Aquello marcó el tono del partido», contaba Pienaar). Un poco después, cuando parecía que Lomu había encontrado el tiempo y el espacio para acumular energía, lo derribó con el mismo aplomo Japie Mulder, el centro tres cuartos que formaba pareja con Hennie le Roux. Mientras el gigante se levantaba, Mulder —un pigmeo en comparación— le aplastó el rostro contra el césped de Ellis Park.
«Fue bastante poco elegante por parte de Japie hacer eso —decía Morné du Plessis, sin una pizca de desaprobación—. Pero fue un mensaje a Lomu y a todos los All Blacks: Nadie va a poder hoy con nosotros».
Y nadie pudo. Los All Blacks se habían emborrachado de tantos marcados en ensayos durante el torneo, pero no consiguieron ni uno contra los Springboks. John Robbie, el ex jugador de rugby y presentador de radio, lo resumió muy bien. «Los Springboks cerraron el juego, lucharon por cada centímetro de terreno y placaron como demonios. Contra aquel equipo, era la única forma de tener alguna posibilidad de ganar».
Lo malo era que los sudafricanos tampoco estaban marcando ningún ensayo. La defensa de los All Blacks era tan firme como la de los Springboks. Era el equivalente deportivo de la Primera Guerra Mundial: ningún avance, líneas defendidas con obstinación, proyectiles que volaban entre un bando y otro. Fue un partido que se decidió en los chuts. Todo el tanteo del partido salió de los penaltis y los drops, que valían tres puntos cada uno.
Al llegar al descanso, Joel Stransky había chutado a palos con acierto tres veces, mientras que Andrew Mehrtens, el medio apertura de los All Blacks, lo había hecho en dos ocasiones. Cuando se detuvieron, al terminar los primeros 40 minutos, para el obligatorio descanso de 10, el marcador indicaba 9-6 a favor de Sudáfrica. Pero Mehrtens igualó en la segunda mitad, y el partido terminó, en un ambiente de tensión insoportable, en el que la situación podía variar en cualquier momento en un sentido u otro, con un tanteo de 9-9. Por primera vez en una Copa del Mundo de rugby, había que jugar una prórroga, dos mitades de 10 minutos cada una. Ningún jugador de los que estaban en el campo había cruzado nunca ese umbral. Estaban física y mentalmente exhaustos. Pero los aficionados estaban sufriendo aún más, entre ellos Mandela, pese a que —como la mayoría de los recientes conversos negros de todo el país— se había perdido algún detalle que otro. «No entendía mucho, pero sí lo suficiente para seguir el partido —recordaba el brusco Louis Luyt, que estaba sentado junto a él—. Me hacía preguntas: “Ese penalti, ¿por qué ha sido?” ¡Eso sí, qué nervioso estaba! ¡Increíblemente tenso! ¡Sobre el filo de una navaja!»
Mandela no dudaba en corroborar la impresión que había sacado Luyt. «¡No sabe lo que sufrí aquel día! ¡No lo sabe! —decía después, identificándose con todos sus compatriotas—. No había visto nunca un partido de rugby en el que no se hubiera logrado ningún ensayo. Todo penaltis o drops. No había visto nunca nada igual. Pero, cuando decidieron darnos diez minutos más, sentí que me desmayaba. Francamente, no he estado nunca tan nervioso».
Morné du Plessis, veterano de cien batallas, también se sintió desmayar cuando se imaginó en el lugar de los jugadores. «Era mucho más que un partido de rugby, recuerde, y todos lo sabían; era como tener a un grupo de soldados que acaban de vivir el trauma del campo de batalla y volverlos a enviar inmediatamente al frente».
Pienaar, el general, de veintiocho años, recordó a sus compañeros el gran objetivo que tenían en el intervalo antes de que se reanudara el juego. «Mirad a vuestro alrededor —dijo a sus cansadas tropas—. ¿Veis esas banderas? Jugad para esa gente. Ésta es nuestra oportunidad. Tenemos que hacerlo por Sudáfrica. Vamos a ser campeones del mundo».
Su elocuencia no impidió que los All Blacks se adelantaran con un drop de Mehrtens al minuto de haber empezado. Nueva Zelanda ganaba 12-9, pero, a medida que se aproximaba el minuto 10, cuando estaba a punto de sonar el pitido del descanso, Stransky colocó otro penalti alto y directo entre palos. Estaban 12-12. Sonó el silbato y, cinco minutos después, los jugadores, con piernas de plomo, reanudaron la batalla por última vez. Los últimos 10 minutos del partido.
«Unos días antes de la final, Kitch Christie [el entrenador] me había dicho: “No te olvides de los drops” —recordaba Joel Stransky—. Y estuve practicando marcar drops durante los dos días anteriores al gran encuentro. Menos mal que lo hice.
»Sólo recuerdo tres de los cinco chuts entre palos que metí aquel día. La última es una de ellas. Faltaban siete minutos y el marcador seguía 12-12. Tuvimos una melé a 25 yardas de su línea. François ordenó una jugada de la fila posterior, que habíamos practicado una y otra vez». Eso quería decir que los delanteros intentaban atravesar corriendo las densas filas de los All Blacks para hacer un ensayo. «Pero Joel anuló mi orden —recordaba Pienaar—. Dijo que quería el balón de inmediato». Así que eso es lo que hicieron. Según recordaba Wiese, «Joel nos pidió que la melé girase en una dirección concreta para que pudiera marcar su drop. Estábamos muy cansados, pero lo intentamos y salió».
El balón emergió de la masa humana de la melé y Joost van der Westhuizen, el medio melé, el nexo entre los delanteros y los tres cuartos, lanzó el balón a Stransky. Éste dispuso de 30 segundos desde que dio su orden hasta que recibió el balón para ser completamente consciente de que aquél era el momento más importante de su vida y de las vidas de muchas otras personas. La presión mental, la enorme responsabilidad y la dificultad física de dejar caer el balón e impactarlo limpiamente con el pie en cuanto toca el suelo, de forma que vuele alto y directo, sabiendo a la perfección que dos o tres gigantes se dirigen hacia ti con ganas de asesinarte… Stransky se había ofrecido a cumplir uno de los deberes más peligrosos en cualquier deporte.
«Recibí el balón limpiamente, y ejecuté un chut perfecto —decía Stransky, reviviendo el momento más feliz de su vida—. Mantuvo su trayectoria. Giró como debía, sin desviarse. Y ni siquiera miré para ver si iba a atravesar los palos. Sabía, en cuanto se alejó de mi bota, que era un golpe demasiado bueno para fallar. Y me sentí absolutamente exultante».
Él y todos los demás sudafricanos que estaban viendo el partido: Justice Bekebeke, Constand Viljoen, Arnold Stofile, Niël Barnard, Walter Sisulu, Kobie Coetsee, Tokyo Sexwale, Eddie von Maltitz, Nelson Mandela; todos. Pero aún quedaban seis minutos. Y Lomu seguía allí. Y allí seguían los otros 14 All Blacks, según el Daily Telegraph de Londres, la alineación de rugby «de talento más asombroso» que nadie podía recordar.
Pienaar dijo a sus hombres que aguantaran, que aguantaran e hicieran todo lo posible para tratar de mantener el balón en el campo de Nueva Zelanda, inmovilizarlos, no dejarles ver ni un atisbo de luz.
«Cuando Joel Stransky lanzó aquel drop, había un británico que estaba cerca de mí y que me dijo: “Estoy seguro de que ése ha sido el tanto decisivo” —recordaba Mandela—. Pero yo no me atrevía a creerlo del todo. ¡Y la tensión, qué nervios! ¡Le digo que fueron los seis minutos más largos de mi vida! Miraba sin cesar mi reloj, todo el tiempo, y pensaba: “¿Cuándo va a sonar el silbato?”»
Los seis minutos pasaron, los Springboks resistieron, y el silbato sonó. François Pienaar salió disparado de una melé y saltó con las manos levantadas. De pronto se arrodilló y se ocultó el rostro con el puño, y los demás jugadores se arrodillaron a su alrededor. Rezaron y luego se levantaron, saltaron y se abrazaron, que era lo que estaba haciendo todo el mundo en el estadio, incluido Nelson Mandela, que no era muy dado a abrazos.
«Estaba en el séptimo cielo —decía Moonsamy—. Estuve con Nelson Mandela cinco años, toda su presidencia, y nunca le vi tan feliz como entonces. Estaba entusiasmado, extático. Cuando sonó el silbato, toda la suite estalló. Si la gente cree que los guardaespaldas son robots, deberían habernos visto cuando sonó el silbato. Nosotros también nos abrazamos, y algunos lloramos».
Mandela se reía tanto al recordar el momento que casi no podía hablar. «Cuando sonó el silbato, Luyt —decía—, Louis Luyt y yo… de pronto nos encontramos… ¡abrazándonos! ¡Sí, abrazándonos!» Luyt lo confirmó. «Cuando sonó el silbato y los jugadores se arrodillaron, nos abrazamos. Y él me dijo: “¡Lo hemos conseguido! ¡Lo hemos conseguido!” Nos abrazamos con tal fuerza —seguro que él no mencionó este detalle— ¡que le levanté del suelo!»
En las gradas, 62.000 rostros exultantes volvieron a gritar: «¡Nel-son! ¡Nel-son!» La emoción de la victoria hacía que su grito fuera más alto, más visceral que antes. En el campo, envuelto en el éxtasis del público, de sus compañeros de equipo y del suyo propio, Kobus Wiese digería la enormidad del momento. «Era muy consciente de que sólo unos pocos pueden tener ese sentimiento y ser parte de una cosa así. Vertí lágrimas de alegría. Creo que todos lloramos. En esos momentos, tras la victoria, absorbes toda la emoción, y no hablas. Te abrazas con todos y nadie tiene que decir nada. En aquel terreno nos dimos cuenta, con toda la emoción que sentíamos, de que habíamos pasado a formar parte de la historia».
«Era imposible decir nada que expresase lo que sentíamos. Nos limitamos a saltar y saltar, y sonreír y sonreír —decía Joel Stransky, sonriente—. Sonreí durante toda una semana. No he dejado de sonreír».