CAPÍTULO VI

EL AYATOLÁ MANDELA

1990

Después de años de travesía del desierto, el mito se hizo hombre; el patriarca, envejecido, volvió a ser visible para su pueblo y prometió darle la libertad. Era la encarnación de la virtud revolucionaria y en todas partes le recibían enormes multitudes extasiadas. «Golpearé con mis puños las bocas del gobierno», gritó el día en que volvió de su largo exilio, y diez días después, el 11 de febrero de 1979, el Estado se había derrumbado y sus milicias controlaban las calles. En medio de aclamaciones de felicidad, el ayatolá Jomeini se proclamó jefe de un nuevo gobierno revolucionario.

Exactamente once años después, el 11 de febrero de 1990, Nelson Mandela puso fin a su exilio, al salir de la cárcel. El gobierno sudafricano no dejó de advertir la coincidencia en las fechas. Temían que, al dejarlo en libertad y al permitir que el CNA actuara en la legalidad después de una prohibición de treinta años, fueran a desencadenar lo que, en momentos de pánico, llamaban entre ellos «el factor ayatolá». Niël Barnard no estaba tan inquieto como la mayoría. Pero incluso él estaba preocupado, en algún rincón de su escéptico corazón de espía, por la posibilidad de que Mandela le hubiera tomado el pelo, le hubiera engañado. La pesadilla de las autoridades era que, después de salir en libertad en Ciudad del Cabo, Mandela iniciara una larga marcha hacia el norte, al centro político de Johanesburgo y Soweto. «Iría cobrando impulso —explicaba Barnard—, y recorrería el país, llegaría a Johanesburgo y sería casi como el ayatolá, un movimiento imparable… cientos de miles de personas arrasando todo, disparando y matando. Lo que nos angustiaba era si íbamos a poder superar las primeras 24, 48, 72 horas sin un gran levantamiento popular, sin una revolución».

Si el precedente iraní había hecho dudar al gobierno, fue otro episodio extranjero más reciente lo que empujó al nuevo presidente, F. W. de Klerk, a continuar con urgencia la labor que había iniciado P. W. Botha. La caída del Muro de Berlín, apenas dos meses antes, dio motivos para creer que, ocurriera lo que ocurriera en Sudáfrica, el comunismo nunca volvería a ser viable, ni en Europa del este ni en Sudáfrica. Además, si el apartheid había sido una vergüenza hasta entonces, ahora era ya insostenible ante la comunidad internacional. Fue una suerte para De Klerk que su predecesor hubiera tenido la prudencia de preparar el terreno para la liberación de Mandela y el inicio de las negociaciones.

Pero ese día, el 11 de febrero de 1990, De Klerk se detuvo menos a pensar en su buena suerte que en los riesgos que podían acechar en torno a la liberación de Mandela. No contribuyó a tranquilizar su ánimo ni el de los otros miembros del gobierno que la liberación de Mandela, por razones que De Klerk, viéndola en la televisión, no comprendió al principio, no se produjera, ni mucho menos, según el horario previsto. En la entrada de la cárcel de Victor Verster había una batería de cámaras de televisión y millones de personas seguían el acontecimiento en todo el mundo, pero, dos horas después del momento anunciado para su aparición, seguía sin suceder nada.

Cuando Mandela apareció, por fin, saliendo con paso decidido por la puerta principal de la prisión bajo el sol reluciente de media tarde, su sonrisa triunfante de felicidad, como un soldado que volviera de la guerra, ocultaba el hecho de que, un rato antes, se había mostrado furioso. La razón era su mujer, Winnie, que aparecía un poco menos contenta a su lado. El retraso se debía a ella, que había llegado tarde esa mañana de Johanesburgo porque había acudido a una cita con su peluquera. Una de las consecuencias fue una severa reprimenda de Mandela; otra fue que, mientras tanto, la tensión empezó a aumentar peligrosamente en la Parade, la gran plaza abierta de Ciudad del Cabo en la que Mandela debía pronunciar su primer discurso como hombre libre. Se había reunido una enorme muchedumbre bajo el sol ardiente, incluidos muchos jóvenes negros que tenían pocos motivos para tener buenos sentimientos respecto a la falange de policías blancos colocados para vigilar al ayatolá. Hubo algunas escaramuzas, gas lacrimógeno, algunas piedras arrojadas. No fue un baño de sangre ni nada parecido, pero sí bastó para hacer que la gente saliera disparada en todas direcciones.

A Mandela y su séquito, que se encontraba en una caravana de coches, les hicieron saber que era mejor que esperasen a que las cosas se hubieran calmado un poco. No era un comienzo muy prometedor, pero la cárcel le había enseñado a Mandela paciencia. Su gente de seguridad le dijo que lo más prudente era detener el convoy y esperar, y él se mostró de acuerdo. Decidieron aparcar a las afueras de la ciudad, en un elegante barrio blanco, políticamente progresista, llamado Rondebosch, en el que vivía un joven médico llamado Desmond Woolf con su mujer, Vanessa, y sus pequeños gemelos, Daniel y Simon.

Los Woolf estaban siguiendo los acontecimientos del día por televisión con la madre de él. El doctor Woolf y su mujer pertenecían a un pequeño sector de la sociedad blanca, políticamente sensible, que estaba decididamente a favor de la liberación de Mandela. Incluso habían discutido entre ellos la posibilidad de unirse a la muchedumbre en la Parade. Ahora, en cambio, se trataba de saber si el propio Mandela iba a poder llegar. Por lo que decían en televisión, nadie parecía saber exactamente dónde estaba.

De pronto llamaron a la puerta. Era una amiga de Vanessa Woolf, para decirles que Mandela estaba sentado en un coche delante de su casa. «¡Venga ya, no seas ridícula!», dijo el doctor Woolf. «No —respondió la amiga—. Está aquí. ¡Salid, rápido!»

El matrimonio salió con sus dos hijos y la madre del doctor Woolf, y vieron delante de ellos una fila de cinco coches aparcados. «Y allí estaba él —contaba el doctor Woolf—, sentado en el coche de en medio. Nos detuvimos… y le miramos asombrados. La atención del mundo entero estaba centrada en él y él estaba allí, delante de nuestra casa, cuando se suponía que debía estar en otro sitio. Y nos quedamos mirándolo y él bajó la ventanilla, nos hizo un gesto para que nos aproximáramos y dijo: “Por favor, acérquense.”»

El doctor Woolf se presentó, Mandela se presentó, y se dieron la mano. El doctor Woolf llevaba a Simon, que tenía sólo un año, y Mandela estiró la mano para tocar la del niño y luego pidió permiso a su padre para cogerlo y meterlo por la ventanilla en el coche. «Lo hizo botar en su rodilla y le preguntó cómo se llamaba. Luego quiso saber por qué le habíamos puesto Simon, si el nombre tenía algún significado especial. Pareció gustarle mucho poder tener a un niño en brazos». Luego se presentó Vanessa Woolf y Mandela cambió a Simon por Daniel. Después se acercó a saludar la madre del doctor Woolf y así se completó aquella alegre escena de domingo por la tarde.

Otro residente de Rondebosch, Morné du Plessis, también había estado dudando antes si ir o no a la Parade y, al final, había decidido ir. Era uno de los personajes más famosos de aquella multitud —desde luego, el blanco más famoso— y, para los afrikaners, era una especie de dios.

Du Plessis había sido capitán de los Springboks durante los malos tiempos, como su padre lo había sido antes que él. Felix du Plessis encabezó el equipo sudafricano de rugby que obtuvo cuatro famosas victorias sobre Nueva Zelanda en 1949, el año posterior a la primera victoria electoral del Partido Nacional, que afianzó el apartheid en la vida sudafricana para los siguientes cuarenta años. Morné, que nació ese mismo año, acabó mejorando el récord de su padre, puesto que no sólo infligió un castigo similar a los All Blacks sino que se retiró en 1980 con un historial internacional de 18 victorias en 22 partidos. Con él de capitán, Sudáfrica ganó 13 partidos y perdió sólo dos. Durante los nueve años que jugó en la selección fue un héroe nacional afrikaner y, como tal, la expresión más visible de la opresión racial que simbolizaba la camiseta verde de los Springboks para los sudafricanos negros. Pero él, a diferencia de algunos de sus compañeros de equipo, era capaz de verlo. Nunca olvidó que, en partidos verdaderamente importantes, como contra los Lions británicos en 1974 y los All Blacks neozelandeses en 1976, los pocos negros que había en el estadio eran, en palabras suyas, «fanáticos partidarios del otro equipo».

Por eso no fue demasiado sorprendente —Du Plessis era seguramente el más alto de las decenas de miles de personas reunidas en la Parade— que un hombre negro, aparentemente borracho, se acercara a él esa tarde, le insultara y le dijera que se fuera, que aquélla era una ceremonia en la que él no pintaba nada. «Pero lo que me impresionó no fue la actitud amenazante de aquel tipo —contaba Du Plessis—. Fue el hecho de que otro negro se apresuró a amonestarle. Entonces se unieron otros, enfadados por que me hubiera tratado así, y se lo llevaron». Era gente pobre que hablaba en xhosa, la lengua de Mandela, pero Du Plessis comprendió que tenían la sutileza política suficiente para saber que, a cuantos más blancos pudiera convencerse de participar en las celebraciones de la liberación de Mandela, mejor para todos.

Du Plessis había ido aquel día porque sentía con toda la fuerza la importancia histórica del momento y quería formar parte de él. Pero la razón profunda se remontaba al primer hombre que había marcado la dirección que iba a tener su trayectoria política, su padre. Felix du Plessis fue capitán de los Springboks durante la primera euforia del poder del Partido Nacional, pero siempre fue partidario del Partido Unido, más moderado, más progresista —o, por lo menos, menos intransigente—, al que el Partido Nacional había derrotado en 1948. Además luchó en la Segunda Guerra Mundial con los aliados, otro factor que le hizo oponerse a la postura antibritánica, y en algunos casos ambiguamente pronazi, de los Nacionales. La madre de Morné era una sudafricana blanca de habla inglesa y, en todo caso, más contraria todavía al Partido Nacional que su padre. Eso no quería decir que estuvieran a favor de un gobierno de la mayoría. El Partido Unido se oponía al apartheid porque consideraba que tenía un racismo burdo, pero los padres de Du Plessis nunca pusieron en duda la conveniencia fundamental del poder blanco.

Tampoco la ponía en duda su hijo, que nació en la misma ciudad que François Pienaar, Vereeniging, una coincidencia asombrosa dado que no sólo ambos acabaron siendo capitanes Springbok sino que, exactamente cinco años después de la liberación de Mandela, Du Plessis se convirtió en mánager del equipo de Pienaar en la Copa del Mundo. Sin embargo, la coincidencia se quedaba ahí, sin incluir el relativo progresismo político de la familia Du Plessis —más acomodada—, aunque, la verdad, la política tenía casi tan poca importancia en la vida del joven Morné como en la del joven Pienaar.

Sin embargo, en 1970, Du Plessis se encontró con un hombre que dio el empujón necesario a esas brasas de rebelión que le habían encendido sus padres. Se llamaba Frederik van Zyl Slabbert. Profesor de sociología en la Universidad de Stellenbosch, en la que estudiaba Du Plessis, Slabbert era un pensador progresista, de gran brillantez académica pero sospechoso a ojos del aparato afrikaner, que además era un buen jugador de rugby a nivel provincial. La combinación de esos dos factores —un jugador de rugby que estaba a favor del principio una persona, un voto— fue un descubrimiento que abrió los ojos a Du Plessis y le hizo ver que era posible admirar a alguien que pensaba que el apartheid era perverso.

Si Slabbert dio un ligero empujón a Du Plessis, su debut con los Springboks en una gira por Australia en 1971 fue una brusca revelación. Desde el punto de vista deportivo, fue todo un éxito. Sudáfrica derrotó a Australia en los tres partidos que jugaron y Du Plessis se convirtió en un auténtico héroe en casa, la nueva estrella rutilante del rugby. Pero la alegría de Morné se vio empañada por el hostil recibimiento de una buena parte del público australiano al equipo. «Fue abrumador ver tanta furia en personas tan lejanas —recordaba—. Las imágenes de aquellos rostros australianos indignados, el odio que parecían tenernos, nunca se me olvidó».

Empezó a tomar cuerpo en Du Plessis la idea de que pasaba algo «grave» en su país. Pero una cosa era sentirse incómodo y otra dejar que la política le distrajera de su carrera en el rugby. Durante sus nueve años como estrella de los Springboks, nunca adoptó una postura pública, cosa que podría haber hecho y habría causado sensación. Nunca habló sobre sus dudas ni de su apoyo al Partido Federal Progresista, al que pertenecía Helen Suzman, la vieja visitante de Mandela en la cárcel, y al que se incorporó Slabbert, que se convirtió en miembro del parlamento en representación de Rondebosch a mediados de los setenta y poco después asumió el liderazgo del partido. Los «progres», considerados como librepensadores estrambóticos en el pequeño mundo aislado de la Sudáfrica blanca, en realidad eran conservadores, en comparación con el resto del mundo. Representaban a una población de habla inglesa, en general acomodada, ansiosa de criticar el duro trato que daban los bóers a los negros pobres pero poco dispuesta a visitarlos en uno de sus distritos; no obstante, el PFP tuvo el mérito de ofrecer una voz pública legal de oposición al apartheid dentro de Sudáfrica y un puente para facilitar la transición hacia los cambios que iban a llegar posteriormente. El propio Slabbert sería un intermediario crucial en los primeros contactos secretos entre el gobierno y el CNA en 1987, poco después de las primeras reuniones de Mandela con Kobie Coetsee en la cárcel.

Morné du Plessis, con todo lo valiente que era en el terreno de rugby, no asumió ningún riesgo político fuera de él. Hasta aquella tarde del 11 de febrero de 1990, en la Parade de Ciudad del Cabo. Fue porque confiaba, como Joel Stransky, en que la liberación de Mandela curase a un país que, como sabía desde hacía tiempo, estaba enfermo. Stransky siguió la puesta en libertad de Mandela en televisión, desde un café en Francia. No era tan impresionante como ir a la Parade, pero era prueba de más interés que el mostrado por la mayoría de sus futuros camaradas en el equipo Springbok, cuya actitud resumió uno de los gigantescos delanteros del equipo, Kobus Wiese. Al preguntarle, mucho después, cuál había sido su reacción ante la liberación de Mandela, contestó con sinceridad: «No estaba prestando mucha atención, la verdad». En cambio, Stransky recordaba haberse sentido «absolutamente entusiasmado».

La vida de Stransky estaba totalmente dedicada al deporte, pero no tanto como para que no experimentara dos efímeros momentos de despertar político. El primero llegó tras un acontecimiento del que apenas si debió de tener noticia: el levantamiento de unos escolares no mayores que él en Soweto, en 1976. Como consecuencia, sus padres empezaron a sospechar que alguien podía prender fuego al colegio de su hijo. «Recuerdo que mi padre tuvo que ir a hacer guardia a nuestro colegio por la noche, durante los disturbios y los motines. No estoy seguro de si sabía exactamente lo que pasaba porque los adultos no hablaban verdaderamente de ello, pero, a partir de ese momento, tuve muy claro que las cosas no estaban bien en este país».

El segundo conato de despertar político de Stransky llegó en 1981, cuando tenía catorce años, durante la tumultuosa gira de los Springboks por Nueva Zelanda. Se dio cuenta de que tenía que haber una buena razón para que la mitad de Nueva Zelanda estuviera indignada con sus compatriotas. Stransky fue un ejemplo del efecto que Arnold Stofile y otros activistas anti-rugby del CNA querían provocar entre la población blanca. Al negarles su droga feliz, pretendían despertarlos de su sopor. Estaban creando las condiciones para el cambio político. En algunos hallaron un público más receptivo que en otros. En Stransky se encontraron con la reacción perfecta, porque, cuando Mandela salió en libertad, él se emocionó.

Stransky sospechaba también que la liberación de Mandela quizá podía ser positiva para su carrera en el rugby. Ya estaba considerado como uno de los mejores jugadores del país. A los veinte años se había convertido en un jugador fundamental para la provincia de Natal, uno de los cuatro mayores equipos del país. Como no era del tipo corpulento, fuerte y arrollador, tenía que tener el valor y la resistencia necesarios para soportar una paliza de rivales del tamaño de Pienaar una docena de veces en cada partido. Pero Stransky ocupaba la única posición en un equipo de rugby que no exige una velocidad ni una dimensión sobrenaturales: medio apertura. El equivalente, en el fútbol, sería el medio centro organizador, el que decide el juego, para el que es fundamental tener cerebro y habilidad con el balón. Además, chutaba de maravilla.

Y era ambicioso. Por eso, cuando terminó la temporada sudafricana de rugby en octubre de 1989, al empezar la primavera, se fue a Francia a jugar. El rugby que se jugaba allí no era tan intenso como en Sudáfrica, pero le permitió mantenerse en forma durante el verano sudafricano, de modo que, cuando comenzó la nueva temporada, en abril de 1990, pudo empezar fuerte desde el principio, en buena forma física y rindiendo a un alto nivel. La jugada salió bien. Al regreso de Stransky de Francia, la provincia de Natal acabó ganando el campeonato nacional. Y la liberación de Mandela también iba a ser positiva para él, tal como había esperado. Para Stransky, la libertad de Mandela significaba acabar con el boicot internacional a los Springboks. Sentado en aquel café francés, imaginó que un día iba a poder jugar al rugby vistiendo los colores de su país.

Estaba previsto que Mandela llegara a la Parade alrededor de las tres de la tarde, pero era tal el caos que, al final, acabó llegando casi cinco horas después, al atardecer. Y, para contribuir a la extraña sensación de anticlímax que enturbió los históricos acontecimientos del día, pronunció un discurso que no cumplió las expectativas, que no emocionó a nadie.

A la mañana siguiente, la primera en la que se había despertado como hombre libre desde hacía veintisiete años y seis meses, tuvo que someterse a una prueba que parecía todavía más dura: una rueda de prensa ante medios de todo el mundo. Había 200 periodistas, muchos de ellos presentadores de televisión célebres en sus países. Sudáfrica no tenía televisión cuando Mandela entró en la cárcel. Él había aparecido ante una cámara de televisión sólo en una ocasión, en una entrevista cara a cara con un periodista británico un año antes de su detención, en 1961. En 1990, todos los políticos habían tenido que aprender a manejarse ante las cámaras. Pero he aquí que Mandela, que era tan famoso como falto de experiencia en la era de los medios de masas, estaba a punto de enfrentarse a lo que más temían los políticos de cualquier lugar, una rueda de prensa sin condiciones. No podía saber lo que le iban a preguntar los periodistas. Y su discurso de la noche anterior, tan poco carismático, había suscitado dudas sobre el nivel de su actuación esa mañana. Al fin y al cabo, tenía setenta y un años y había pasado casi tres décadas en prisión. ¿Hasta qué punto podía estar bien? ¿Cuánta agudeza podía tener?

La rueda de prensa se celebró a primera hora de la mañana en el jardín de la residencia oficial en Ciudad del Cabo del jefe de la Iglesia anglicana en Sudáfrica, el arzobispo Desmond Tutu, que, hasta ese momento, como ganador del premio Nobel de la Paz en 1984, había sido el rostro más visible de la resistencia al apartheid en todo el mundo. La mansión, con el típico tejado a dos aguas del estilo holandés de El Cabo, se encontraba en la boscosa ladera de Table Mountain, el monolito cuyo perfil rectangular veía Mandela desde Robben Island. Dado que Mandela se levantaba siempre a las cuatro y media de la mañana, las cosas tenían que empezar temprano: los periodistas debían estar allí a las seis y media. Cuando salió de la casa con su mujer, Winnie, a su lado, todavía había rocío sobre las hojas. Mandela y su esposa sonrieron y saludaron mientras bajaban los escalones de piedra hasta donde aguardaba la prensa. Tutu, dando brincos de alegría, feliz de no tener que seguir desempeñando el papel de máxima celebridad antiapartheid del mundo, encabezaba la marcha. No hubo más que un sobresalto, cuando Mandela se detuvo en la mesa y observó una artillería de objetos de peluche que estaban colocados ante él. Uno de sus ayudantes le susurró algo al oído, y Mandela respondió con una señal y un «Ah, ya entiendo…». Los objetos de peluche eran micrófonos.

A partir de ese momento, todo fue como la seda. Aplacó a sus propios partidarios y a los demás líderes del CNA al reafirmarse en su compromiso simbólico con la lucha armada y la vieja política (que el CNA pronto iba a abandonar) de nacionalizar la riqueza mineral del país. Al mismo tiempo, indicó su determinación de ser un líder fuerte al dar el audaz paso de calificar al presidente F. W. de Klerk —que llevaba veinte años en el gobierno del apartheid y que acababa de llegar al poder en otra elección «general» sólo para blancos— como «un hombre íntegro»; y tendió una mano tranquilizadora a la Sudáfrica blanca en cada oportunidad que se le presentó.

Tuvo palabras de reconocimiento para los más amables de sus carceleros —los Christo Brand, los Jack Swarts y los Willem Willemses— cuando le hicieron la gran pregunta que no tenían más remedio que hacerle, si tenía algún resentimiento tras sus veintisiete años y medio de cautividad. También reconoció, de forma pasajera pero enérgica, lo que había aportado la cárcel a la formación de su estrategia política. «A pesar de los tiempos difíciles en prisión, también tuvimos la oportunidad de pensar en programas… y en la cárcel ha habido hombres que eran muy buenos, en el sentido de que entendían nuestro punto de vista e hicieron todo lo que pudieron para hacernos lo más felices posible. Eso —dijo Mandela con énfasis, como si subrayara la frase al pronunciarla— borra cualquier resentimiento que pudiera tener un hombre».

Al preguntarle lo que más le había asombrado en su regreso al mundo, declaró que estaba «completamente sorprendido» por el número de personas blancas que le habían recibido en la calle el día anterior. Y lo más importante, Mandela dijo que la vía hacia una solución negociada era una fórmula que parecía muy sencilla: la conciliación de los miedos blancos con las aspiraciones negras. «El CNA está muy preocupado por abordar la cuestión de las inquietudes que tienen los blancos sobre la exigencia de una persona, un voto —dijo—. Insisten en… garantías… para asegurarse de que la plasmación de esta exigencia no desemboque en la dominación de los blancos por los negros. Entendemos esos sentimientos y el CNA quiere abordar el problema y encontrar una solución que convenga tanto a los blancos como a los negros de este país».

Al oír en público esas palabras que había oído tan a menudo en privado, Niël Barnard suspiró aliviado. Aquello no era el lenguaje de la insurrección. No era un ayatolá pegando puñetazos en la boca a la gente. Cuando terminó la rueda de prensa, 45 minutos después de empezar, todas las angustias previas parecían ridículas. Mandela había transformado lo que se había anunciado como su primer interrogatorio público en el amable equivalente externo a una charla junto a la chimenea. Había plantado la semilla, entre algunos sudafricanos blancos, de la idea de que un hombre negro podía llegarles al corazón. François Pienaar, que seguía sin ser, ni mucho menos, un animal político, se sintió sorprendentemente conmovido al ver a Mandela en televisión. «No puedo recordar ninguna emoción más que tristeza —me dijo—. Me sentí triste por el tiempo que había pasado en la cárcel y, aunque tenía el rostro lleno de orgullo, me dio pena que hubiera perdido tanto tiempo».

Otros telespectadores blancos seguramente sintieron menos simpatía, y muchos debieron de gruñir. Una parte importante de la opinión de derechas pensaba que el aparato blanco se había equivocado al no ahorcar a Mandela, cuya influencia como fuente de inspiración para los revolucionarios negros había sobrevivido a su cautiverio. Esa gente contempló la liberación de Mandela en televisión y no sintió más que amargura y desprecio por De Klerk y el que consideraban su gobierno traidor por haber vendido a la Sudáfrica blanca, por dejar suelto en la calle al terrorista supremo.

Muy distinto fue el efecto que causó entre los periodistas que estaban en el césped del arzobispo Tutu la mañana del 12 de febrero de 1990. No hicieron falta más que 45 minutos para que Mandela atrapara a los medios de todo el mundo en su astuto abrazo. Los periodistas no se habían dado cuenta, porque también ellos estaban aturdidos, pero, con el tiempo, comprenderían que Mandela era un estratega brillante, un genial manipulador del sentimiento de las masas. Su talento para el teatro político era tan sutil como el de Bill Clinton o el de Ronald Reagan. En aquella rueda de prensa, Mandela logró dar un golpe que tanto Clinton como Reagan habrían envidiado. La sesión terminó con los 200 periodistas reunidos haciendo algo que no habían hecho jamás. El ser humano que había dentro de ellos se impuso al periodista y de pronto se vieron, con gran confusión y sorpresa por su parte, rompiendo a aplaudir de manera espontánea.

Ganarse a la prensa afrikaner no fue tan sencillo. Los blancos en general, y los afrikaners en particular, se sentían inseguros y temerosos ante las consecuencias de la liberación, por lo que se aferraron a las cosas más alarmantes que dijo —la política de nacionalización, la «lucha armada», la lealtad del CNA a sus aliados del Partido Comunista— y no se fijaron en el aprecio que había manifestado por sus carceleros ni su deseo de alcanzar un acuerdo aceptable para todos. Un reto similar fue el que tuvo que afrontar con su propia gente, tanto entre los dirigentes, entre los que había habido algunas quejas sobre su decisión unilateral de emprender negociaciones secretas con el gobierno, como entre la masa de la población, para la que Mandela era un mito poderoso pero, como líder de carne y hueso, una figura por descubrir.

Con el fin de abordar estos dos problemas, Mandela voló a Johanesburgo, a dos horas de distancia, la misma mañana de la rueda de prensa, y de allí fue en coche a Soweto, donde, esa tarde, Arrie Rossouw fue a verlo a la casita familiar de la que había salido para entrar en prisión. Era una de esas anodinas cajas de cerillas que llenaban, en filas interminables, todos los distritos segregados de Sudáfrica, casi idéntica al lugar en el que había vivido Justice Bekebeke antes de ir a la cárcel. Rossouw era el principal corresponsal político de Beeld, el periódico del aparato afrikaner. Era uno de los cinco periodistas afrikaner invitados a la casa de ladrillo rojo desvaído para mantener una entrevista colectiva con el hombre al que sus periódicos habían mostrado durante décadas a los lectores como la encarnación del swart gevaar, el «peligro negro». Rossouw estaba bastante más enterado que el promedio de los volk. Había tenido contactos con el CNA en el exilio, era consciente de la necesidad de que la Sudáfrica blanca llegara a un acuerdo con la Sudáfrica negra y conocía la imagen del apartheid que había en todo el mundo lo suficiente como para sentirse incómodo cuando viajaba al extranjero; es decir, estaba muy por delante de la mayoría de sus lectores, del mismo modo que Niël Barnard estaba muy por delante de la gente que votaba al Partido Nacional. No obstante, Rossouw tenía motivos para estar nervioso. Era demasiado pronto para declarar terminada la alerta sobre el ayatolá (para el día siguiente se había preparado lo que el CNA llamaba una concentración de masas en Soweto).

Pero Mandela hechizó a Arrie Rossouw como había hechizado horas antes a sus colegas extranjeros en la rueda de prensa de Ciudad del Cabo. «Allí estaba, en el pequeño salón de su casita de ladrillo, y nos saludó como un rey, el rey más encantador imaginable —dijo Rossouw—. Se presentó, nada menos. “Hola, soy Nelson Mandela ¿cómo está?” Y entonces me presenté yo, y él sabía todo sobre mí. Sabía exactamente quién era. Dijo que me había leído con gran interés desde hacía tiempo, y se acordaba de artículos que había escrito hacía meses».

Los afrikaners fueron el primer grupo de periodistas con el que habló Mandela en petit comité, antes que con la prensa negra, la prensa blanca progresista y la prensa internacional. «Nos escogió de forma deliberada para transmitir el mensaje de que todos los sudafricanos iban a tener un lugar en el futuro de la nación; sobre todo, que no salía de la cárcel pensando en la venganza. Comprendió, desde luego, que los afrikaners eran la clave para lograr una paz duradera y trató, a través de nosotros, de afrontar sus temores desde el primer día, literalmente».

Rossouw era lo bastante astuto como para comprender que Mandela estaba haciendo lo que quería con él. Pero se lo tragó de todas formas. «Se veía que sabía cómo llegar a los afrikaners. Lo que nos dijo fue, en esencia: “Miren, les conozco a ustedes y a su gente, han hecho mucho por este país, y conozco sus miedos, pero vamos a hablar de ellos y a ser amigos.” Y mientras hablaba, se reía de sí mismo, de forma que uno no se sentía intimidado por él, sino a gusto. De pronto, me sentí tremendamente privilegiado de estar en su presencia. Me vi allí, sentado, viendo a aquel hombre, y recordé que había rumores de que estaba enfermo, gravemente enfermo, y pensé: “¡Por favor, Dios, que no sea verdad!” Porque comprendí la enorme importancia que iba a tener aquel hombre para el bienestar de nuestro país».

Una diferencia entre los sudafricanos blancos políticamente astutos como Rossouw y el sudafricano negro corriente era que este último no tenía que procesar la liberación de Mandela racionalmente para comprender la feliz enormidad del momento. Salvo un peligroso reducto de zulúes conservadores y anacrónicos al este del país, nadie discutía el derecho automático de Mandela al liderazgo. Ni siquiera Justice Bekebeke, que habría podido sentirse olvidado o amargamente fuera de onda. A pesar de llevar nueve meses y cuarenta ejecuciones en el Corredor de la Muerte, él también suspendió la razón, se olvidó de sus circunstancias y celebró la liberación de Mandela como si hubiera sido la suya propia. «Teníamos una hora de ejercicio diaria, pero ese día nos quedamos todos en las celdas para escuchar la radio. Pusieron una canción mientras esperábamos y esperábamos. Release Mandela, de Hugh Masekela. Todos cantamos y bailamos. Cuando la radio anunció que estaba saliendo acompañado de Winnie, aquel momento fue la libertad para nosotros. Nos olvidamos de dónde estábamos».

En todos los lugares a los que iba Mandela se reunía una muchedumbre. Sin embargo, él no hablaba el lenguaje de la muchedumbre. En las semanas inmediatamente posteriores a su liberación, emprendió una larga marcha por toda Sudáfrica, y en todos los lugares a los que fue aparecía mucha gente, ansiosa por verlo, soñando con que les dedicara una sonrisa, con tocar la punta de sus dedos cuando tendiera las manos —desde el principio fue una pesadilla para los guardaespaldas— a la multitud. La Sudáfrica negra reaccionaba ante él como si fuera una mezcla de Napoleón y Jesucristo. Pero, aunque cristianos como el arzobispo Tutu interpretaban el mensaje subliminal de lo que decía como una exhortación a «amar a tu enemigo», sus argumentos eran duros.

Para convencer a los militantes que proporcionaban al CNA su energía política, tenía que apelar a algo más que a la moralidad; tenía que usar el lenguaje duro de la necesidad política y dejar que algunos sectores de su público creyeran, si querían, que no había nada que le gustase más que una revolución como la de Castro. Así que hablaba de que llegar a un acuerdo con la Sudáfrica blanca era necesario, no de que fuera deseable, y lo hacía en un lenguaje inflexible que convencía a los militantes, al reiterar que los principios básicos no eran negociables. Recordó al gobierno que, si no accedían a la democracia plena de «una persona, un voto», si pensaban —como pensó De Klerk durante un tiempo— que podían inventarse algún compromiso legalista que siguiera afianzando los privilegios de los blancos, entonces se encontrarían con una batalla. Ninguno de los millones que vieron u oyeron a Mandela en aquellos primeros días de libertad pudo confundirle con un pacifista gandhiano.

Mandela había sido un famoso sin rostro durante muchos años, pero ahora su imagen se conocía ya en todos los rincones del mundo, y en Sudáfrica daba la impresión de estar en todas partes al mismo tiempo. Su larga marcha parecía una fiesta gigantesca, un desfile real de ciudad en ciudad. La primera de las concentraciones masivas se llevó a cabo dos días después de su liberación en el estadio de Soccer City, la «ciudad del fútbol», en Soweto, con 120.000 personas. Fue la coronación de Mandela como rey de la Sudáfrica negra. A partir de ese momento, en cada parada se repitió la misma ceremonia. En Durban, la mayor ciudad de la provincia de Natal, le rindió homenaje un número similar de zulúes. En Bloemfontein, la sede del tribunal supremo de Sudáfrica, acudieron 80.000. En Port Elizabeth, capital de la provincia del Cabo Oriental, en la que nació Mandela, 200.000.

En cada caso se daba una mezcla del frenesí de un concierto pop con la pasión de una final deportiva y el fervor de una misa solemne. Su primera aparición en el escenario, acompañado de Sisulu y otros sumos sacerdotes de la lucha, provocaba arrebatos. Pero luego el acto se sumía en un orden extraño y se desarrollaba una liturgia cuyos rituales conocía todo el mundo.

Lo primero era el grito del maestro de ceremonias sobre el estrado, «¡Amandla!», que significa «poder» en xhosa. La multitud reunida respondía «¡Awethu!» —«¡para el pueblo!»—, repetido cuatro o cinco veces, in crescendo.

Luego llegaba el que los líderes negros habían considerado siempre el himno nacional, el Nkosi Sikelele, en cuyas cadencias fúnebres el público introducía ahora, con el puño levantado, un tono triunfante que antes no se oía. Cantaban el himno con la pulcritud de un coro profesional, como si hubieran estado ensayando para ello durante toda su vida, cosa que, en cierto sentido, habían hecho, en todas las concentraciones de protesta a lo largo de los años. No sólo se sabía todo el mundo, las 120.000 o 200.000 personas, la letra, sino que los hombres sabían cuándo callarse y dejar que cantaran las mujeres, y las mujeres sabían cuándo dejar que se oyeran las voces profundas de los hombres.

Luego, más «¡Amandla! ¡Awethu!», luego «¡Un agravio a uno!», que provocaba la respuesta «¡Es un agravio a todos!», seguida de «¡Viva[1] el CNA, viva!», «¡Viva!», «¡Viva el CNA, viva!», y luego «¡Larga vida a Nelson Mandela!», «¡Larga vida!».

Después había más cantos y luego bailes, como una discoteca gigantesca, después más «¡Larga vida a Nelson Mandela!» y luego, por fin, se levantaba él, con aspecto de ser todavía más alto que sus 1,83 metros, alzaba el puño derecho y los cuellos y los rostros extasiados se volvían hacia él en adoración, y él gritaba «¡Amandla!» y en respuesta recibía el «¡Awethu!» más sonoro, y la gente le señalaba y gritaba, porque le había visto, por fin, a lo lejos, y para eso había ido todo el mundo. Y después empezaba a hablar. No era un buen orador, su voz tenía un carácter monótono y metálico que nunca cautivaba a sus oyentes como la del histriónico arzobispo Tutu. Al cabo de un rato, la muchedumbre empezaba a agitarse, como durante los sermones en la iglesia, pero, cuando acababa, todos volvían a la vida y volvían a gritar los «¡Amandlas!» y los «¡Vivas!» hasta iniciar de nuevo un canto increíblemente conmovedor del Nkosi Sikelele, y luego todo el mundo se iba a casa, con la coronación terminada. Pero el sentimiento duraba mucho más allá del fermento de la concentración. Mandela encarnaba el destino de todos los sudafricanos negros. En él tenían depositadas todas las esperanzas y las aspiraciones; se había convertido en la personificación de todo un pueblo.