CAPÍTULO XIV
SILVERMINE
El 25 de mayo de 1995, los Springboks iban a enfrentarse a los vigentes campeones del mundo, Australia, en el primer partido de la Copa del Mundo en Ciudad del Cabo. El día anterior, el equipo estaba reunido en Silvermine, una vieja base militar dentro de una reserva natural montañosa en la península de El Cabo, donde habían establecido un campo de entrenamiento temporal. Silvermine, situado en la mitad oriental de la estrecha cintura de la península, es uno de los lugares más hermosos de Sudáfrica. Hacia el norte, se ve el simbólico monolito de Table Mountain. Hacia el sur, el extremo rocoso en el que se unen el Océano Índico y el Atlántico. Por todas partes hay acantilados, bosques, valles y el mar.
Los jugadores acababan de terminar una sesión de tarde de entrenamiento cuando levantaron la vista y vieron un gran helicóptero militar que bajaba desde el cielo. Morné du Plessis, al que habían avisado de la visita, se había puesto chaqueta y corbata. Mientras los demás miraban boquiabiertos la máquina voladora que descendía hacia el suelo, les anunció que era Mandela, que venía a verlos. Siguieron mirando cómo salía Mandela del aparato, debajo de la hélice, vestido con una reluciente camisa suelta roja y naranja, con el estilo que se había convertido en la imagen de marca de su presidencia. Se aproximó con una sonrisa hacia los jugadores, y ellos se apelotonaron y empezaron a darse codazos unos a otros como fotógrafos en una rueda de prensa, estirando el cuello para ver mejor.
Mandela hizo varios comentarios casuales que despertaron las risas, y luego Du Plessis pidió silencio para que el presidente pudiera dirigir unas palabras al equipo.
Para su sorpresa, Mandela comenzó abordando los mismos temas serios que solía tocar cuando hablaba con blancos (aquel día, todo su público era blanco, porque Chester Williams estaba ausente, recuperándose de una lesión). Les recordó que el CNA había prometido que el nuevo gobierno iba a mantener al jefe del ejército, el comisario nacional de policía, el gobernador del Banco de la Reserva y el ministro de Finanzas, y que, un año después de las elecciones, el gobierno había cumplido su palabra. Como afrikaners, no tenían nada que temer del CNA. Ni tampoco, añadió Mandela con una sonrisa, de sus rivales del día siguiente.
«Os enfrentáis a los campeones del mundo, Australia. El equipo que gane este partido seguirá hasta la final —predijo, antes de recuperar un tono solemne—. Ahora tenéis la oportunidad de servir a Sudáfrica y unir a nuestro pueblo. En cuestión de mérito, sois iguales a cualquier otro en el mundo. Pero jugáis en casa, y eso os da ventaja. Recordad, todos nosotros, blancos y negros, estamos con vosotros».
Los jugadores vitorearon y aplaudieron, y luego Mandela se detuvo a charlar con todos uno por uno. «Me preguntó por qué me había vestido con tanta formalidad para recibirle —recordaba Du Plessis—. Pero lo más asombroso fue la química. Los jugadores se sintieron atraídos hacia él inmediatamente». Kobus Wiese reconoció: «No puedo recordar por qué nos reíamos, pero recuerdo que nos reímos con Mandela todo el rato que estuvo allí».
De pronto, Hennie Le Roux, el corpulento centro tres cuartos, decidió ofrecer a Mandela una señal de agradecimiento por haberse molestado en ir a visitarles. Cuando el presidente llegó donde estaba él, le entregó su gorra verde de Springbok y le dijo: «Por favor, tómela, señor presidente, es para usted. —Hizo una pausa y añadió—: Muchas gracias por estar aquí. Significa mucho para el equipo».
Mandela la cogió, sonrió y dijo: «Muchas gracias. ¡La voy a llevar!» Se puso la gorra allí mismo.
François Pienaar puso el sello a la ceremonia de la montaña con un breve mensaje de despedida a Mandela. Se refirió al partido del día siguiente y declaró: «Hay una persona para la que ahora sabemos que tenemos que jugar, y es el presidente».
El encuentro de Silvermine redefinió los sentimientos de los Springboks respecto a su presidente y su país. Cuando intentó describir el momento en el que Mandela subió al helicóptero y se alejó, a Du Plessis casi le faltaban las palabras. «Miré a los jugadores mientras contemplaban el helicóptero y estaban como niños, saludando, llenos de… entusiasmo. Aquellos chicos habían visto un millón de helicópteros, pero Mandela… se había ganado sus corazones».
Y les hizo bien como equipo de rugby. Pienaar había estado preocupado por la tensión entre sus compañeros de equipo la víspera del comienzo del campeonato. Normalmente, habría tratado de romperla con una canción o una película, pero, en esta ocasión, Mandela lo había hecho por él. Un año antes, Mandela había conseguido que Pienaar se encontrara a gusto en el despacho presidencial. Ahora había hecho lo mismo con el equipo entero. «Relajó a los chicos. Su trato con el equipo fue jovial, siempre sonriente, siempre con pequeñas bromas. Y siempre tiene tiempo para todos. Se detiene a hablar, y aquella vez hizo que los jugadores se sintieran cómodos. Fue una cosa muy especial antes del partido inaugural».
Mandela tal vez rebajó el estrés de los Springboks, pero no pudo eliminarlo por completo. Hay pocos jugadores que mueran en un campo de rugby, pero, por lo demás, ningún otro deporte es más parecido —por el dolor soportado y la brutalidad de los choques— a la guerra. Los jugadores de rugby dan y reciben golpes tan duros como los de fútbol americano, pero sin cascos, hombreras ni otros elementos de protección. Y el rugby exige mucha más capacidad de resistencia que el fútbol americano. Cada partido de rugby consiste en dos mitades de 40 minutos con un único intermedio de 10 minutos entre ellas y ningún tiempo de descuento salvo en caso de lesiones. Pero el miedo físico no dominaba tanto la mente de los jugadores como el peso de la expectación nacional. En menos de 24 horas iban a enfrentarse a los Wallabies australianos, uno de los cinco equipos con serias posibilidades de ganar la Copa, junto con Francia, Inglaterra, Nueva Zelanda y Sudáfrica. Mandela les había hecho sentirse especiales, pero todavía estaba por ver si los Springboks podían canalizar esa presión a su favor durante el partido o caer aplastados bajo su peso.
También estaba por ver cuánto apoyo iban a dar verdaderamente los negros a los Springboks, hasta qué punto habían triunfado los esfuerzos de Mandela para convencer a su gente de que la vieja camiseta verde y oro ahora era también la suya.
La Unidad de Protección Presidencial era un barómetro tan bueno como cualquier otro para medir el ambiente nacional. Era un grupo de sudafricanos que, la noche antes del partido contra Australia, se fueron a la cama tan tensos como los propios Springboks. Pero por diferentes motivos. «La preocupación por la seguridad en aquel primer partido contra Australia era enorme y las medidas tomadas, muy numerosas», explicaba después Linga Moonsamy, ex guerrillero del CNA y miembro de la UPP desde la toma de posesión de Mandela. «Pasamos semanas preparándonos para aquel día. Examinamos repetidamente cada rascacielos alrededor del estadio. Colocamos francotiradores en las azoteas en puntos estratégicos, pusimos gente en los puntos más débiles dentro del estadio».
La UPP se sentía unida en su misión pero dividida en dos entre negros y blancos, entre antiguos miembros de Umkhonto we Sizwe, como Moonsamy, y antiguos miembros de la Policía de Seguridad. «Los tipos de Umkhonto y los policías habíamos sido enemigos mortales, literalmente, habíamos querido matarnos mutuamente durante años —contaba Moonsamy—, aunque hay que decir que ellos lo consiguieron mucho más que nosotros».
Y esa división se extendía al rugby. El hecho de estar acompañando a Mandela un día sí y otro no durante un año había suavizado el aspecto más duro de Moonsamy. Pero todavía no llegaba a apoyar de corazón a los Springboks ni, en realidad, a entender verdaderamente de qué iba el rugby.
«Habían corrido muchos rumores de que la extrema derecha iba a utilizar la competición para preparar un acto terrorista contra la nueva democracia, contra el propio Mandela —recordaba Moonsamy—. Nuestros colegas blancos eran tan conscientes de esa posibilidad como nosotros y estaban tan preparados como nosotros, pero la gran diferencia era que estaban todavía más nerviosos por el resultado del partido. Nosotros les mirábamos, sonreíamos y meneábamos la cabeza. No lo entendíamos».
Llegado el momento, la preparación de la UPP valió la pena. El partido entre Sudáfrica y Australia se desarrolló sin incidentes. Mandela llegó en helicóptero desde la residencia presidencial en Ciudad del Cabo hasta un edificio alto próximo al estadio. Desde allí se trasladó en un BMW blindado de color gris metalizado con Moonsamy, que aquel día era el guardaespaldas número uno e iba sentado en el asiento del copiloto, delante de él. En medio de toda la emoción, Mandela no había olvidado la gorra de Hennie Le Roux. Se la puso en la ceremonia de inauguración del torneo, donde los 16 equipos que participaban desfilaron en el estadio de Newlands, al lado de 1.500 bailarines (o 1.501, porque el propio Mandela se unió y se puso a brincar), antes de dar paso al partido. Y se la puso cuando salió al campo a dar la mano a los dos equipos, en medio de los cálidos vítores de una muchedumbre abrumadoramente blanca, 50.000 personas, entre las que se veían abundantes banderas sudafricanas nuevas. Siguió con la gorra puesta cuando los Springboks cantaron los dos himnos nacionales con la misma emoción, aunque todavía fuera evidente que se sabían mejor la letra de Die Stem.
El partido fue un triunfo para los Springboks. Toda la tensión les había favorecido y, al final, derrotaron a Australia, que llevaba invicta 14 meses, con más comodidad de la que sugería el resultado: 27-18. Joel Stransky fue la estrella del partido, al marcar 22 puntos, 17 de ellos de chut y uno con un ensayo sobre la línea. Cuando el partido estaba acabando, apareció en medio de la multitud una pancarta pintada a toda prisa que decía: «Olvidémonos del rinoceronte. ¡Salvemos al Wallaby!» Los australianos, feroces competidores en todos los deportes que practicaban, aceptaron la derrota con elegancia. «No hay duda de que ha ganado el mejor equipo —dijo Bob Dwyer, su entrenador—. Cualquier otro resultado, si lo hubiéramos logrado colar, habría sido injusto».
Esa noche, los Springboks lo celebraron como suelen hacerlo los jugadores de rugby, bebiendo hasta las cuatro de la mañana y llevados en hombros por todas partes. A la mañana siguiente, Kitch Christie, el entrenador, no les perdonó la carrera diaria a las nueve, desde el centro de la ciudad hasta la orilla del mar, pero el dolor de la resaca se vio aliviado por todos los transeúntes que les felicitaron por el camino.
Un día después, con las cabezas todavía doloridas, se encontraban en un ferry que se dirigía a Robben Island. Fue una idea de Morné du Plessis, que había visto el enorme impacto que iba a tener el «Un equipo, un país», no sólo por lo positivo que podía ser para la nación, sino por lo que podía beneficiar al equipo.
«Había una relación causa-efecto entre el factor Mandela y nuestra actuación en el campo —decía Du Plessis—. Causa y efecto en mil frentes. En cómo superaban los jugadores la barrera del dolor, en un deseo superior de ganar, en tener la suerte de tu lado porque tú te fabricas tu propia suerte, en todo tipo de detalles mínimos que, juntos o por separado, marcan la diferencia entre ganar y perder. Aquel día todo convergió a la perfección. Nuestro deseo de ser el equipo de la nación y el deseo de Mandela de convertir el equipo en el equipo nacional».
Robben Island todavía se usaba como cárcel, y todos los presos eran negros o mestizos. Parte de la jornada consistió en conocerlos, pero antes los jugadores vieron, por turnos, la celda en la que Mandela había pasado dieciocho de sus veintisiete años en cautividad. Los jugadores entraron en la celda de uno en uno o de dos en dos; no cabían más. Como acababan de conocer a Mandela, sabían que era un hombre alto como casi todos ellos, aunque no tan corpulento. No hacía falta gran imaginación para comprender los problemas, físicos y psicológicos, de estar tanto tiempo encerrado en un sitio tan pequeño. Pienaar, que había leído algo sobre el pasado de Mandela, sabía también que de aquella celda, o al menos de aquella prisión, era de donde había surgido gran parte de la energía y la planificación del boicot a las giras internacionales de los Springboks. Morné du Plessis hizo una reflexión similar, mucho más intensa aún porque él había sido uno de los jugadores directamente afectados. Steve Tshwete, ahora ministro de Deportes, le había dicho a Du Plessis que en aquellas celdas escuchaban los partidos de los Springboks contra los Lions británicos en 1980, y que los guardias les gritaban a los presos que dejaran de animar a los rivales, pero que ellos seguían. «¿Y sabe qué? —me decía Du Plessis—, mirando aquellas celdas, viendo lo que les hicimos sufrir, yo también habría animado a los Lions».
Después de la celda de Mandela, los jugadores salieron al patio en el que, en otro tiempo, Mandela había tenido que picar piedra. Allí les esperaba un grupo de presos.
«Estaban felices de vernos —contaba Pienaar—. A pesar de estar encerrados allí, estaban claramente orgullosos de nuestro equipo. Hablé con ellos sobre el sentimiento que teníamos de representar a todo el país, ellos incluidos, y nos cantaron una canción. James Small —nunca lo olvidaré— estaba de pie en un rincón, llorando a lágrima viva. James vivía siempre al límite, y supongo que debió de pensar: “Yo podía haber estado aquí.” Es verdad, su vida podía fácilmente haber seguido otro camino. Pero la mía también, ¿eh? —añadió Pienaar, recordando las peleas en las que se había enzarzado de joven, la vez que mató a un hombre—. Yo también podía haber acabado allí».
Small recordaba el episodio. «Los presos no sólo nos cantaron, sino que nos vitorearon y yo… rompí a llorar —dijo, con los ojos enrojecidos al recordarlo—. Allí fue donde verdaderamente tuve la sensación de que pertenecía a la nueva Sudáfrica y donde comprendí mi responsabilidad como Springbok. Allí estaba, oyendo los aplausos que me daban y, al mismo tiempo, pensando en la celda de Mandela y en que él había pasado veintisiete años en la cárcel y había salido lleno de amor y amistad. Todo aquello me abrumó, fue una iluminación tremenda, y las lágrimas corrieron por mi rostro».