CAPÍTULO V

PLANETAS DIFERENTES

El mundo en el que Mandela se encontró viviendo en 1989 estaba muy lejos, en el tiempo y en el espacio moral, de las dificultades cotidianas en Sudáfrica, sobre todo la Sudáfrica negra. Mientras se arreglaba para cenar en casa del simpático matrimonio Willemse, mientras jugaba con su horno microondas, hablaba de vino con su mayordomo, se bañaba en su piscina y admiraba las vistas desde su jardín, los hombres más poderosos del país —los mismos con los que se sentaba a tomar esas refinadas tazas de té— se escabullían por la puerta trasera y se colocaban sus trajes de vampiro para descargar su furia sobre la gente a cuya libertad había dedicado Mandela su vida.

Aparte del caos habitual que creaba la policía antidisturbios en los distritos negros, los escuadrones de la muerte de la policía y el ejército cuya creación había aprobado Botha se dedicaban a quitar de en medio a activistas a los que consideraban especialmente peligrosos para el Estado. Y Kobie Coetsee seguía presidiendo un sistema judicial que condenaba a muerte a más gente que Arabia Saudí y Estados Unidos (aunque menos que China, Irak e Irán) y que dictaba una sentencia injusta tras otra. En abril de 1989, dos granjeros blancos declarados culpables de matar a golpes a uno de sus empleados negros fueron condenados a una multa de 1.200 rand (unos 500 dólares de entonces), más una pena de seis meses de cárcel, suspendida durante cinco años. Ese mismo día, otro tribunal declaró a tres policías culpables de matar a golpes a un hombre negro pero no encarceló más que a uno de ellos, casualmente el que era negro, durante doce años.

Pero nada podía compararse con lo que la gente de Coetsee estaba preparando en un tribunal del centro de Upington. De las 26 personas acusadas del asesinato de Lucas Sethwala, el policía negro que había disparado contra la muchedumbre, se las habían arreglado para declarar culpables a 25. Lo que todavía estaba por decidir, a mediados de 1989, era si los 25, que llevaban en la cárcel desde finales de 1985, iban a sufrir la obligatoria condena a muerte.

Paballelo seguía con pasión todos los detalles del juicio. Sin embargo, para los blancos, era como si se celebrase en Borneo, por lo que les interesaba. Salvo los policías de servicio, no apareció ni un solo blanco durante los tres años y medio que duró el proceso. Para cautivar, un drama necesita que el espectador tenga una condición humana común con los protagonistas. Para Upington, Paballelo era un mundo paralelo, poco iluminado, habitado por una especie distinta; más valía dejarlos solos.

Sería injusto insinuar que Upington tenía el monopolio del racismo blanco. El juicio que allí se celebraba y las circunstancias que lo rodeaban podrían haber sucedido en cualquiera de otras muchas ciudades de Sudáfrica. Upington, en medio del desierto, ofrecía una imagen muy nítida del apartheid, de las líneas claramente dibujadas que mantenían separadas a las distintas razas. Pero los habitantes blancos locales no estaban solos, ni mucho menos, ni eran sustancialmente distintos de la mayoría de sus compatriotas de piel clara. Y, aunque eran objeto de sátiras y críticas en todo el mundo, había que preguntarse si el ciudadano medio de Estados Unidos, Canadá o España, si hubiera nacido en la Sudáfrica del apartheid, se habría comportado de manera muy diferente. Vivían en la misma órbita general que la gente más privilegiada del mundo occidental. Sus vidas consistían en el hogar y el trabajo, en disfrutar de una existencia tranquila y confortable. La política no solía interesarles. La diferencia estaba en que vivían al lado de unas personas que estaban entre las más pobres y peor tratadas del mundo, y en que su buena suerte, la razón por la que los sudafricanos blancos tenían seguramente el mayor nivel de vida del mundo y, desde luego, la mejor calidad de vida, dependía de la desgracia de sus vecinos negros.

Pensemos en una familia de los estratos económicos más bajos de la Sudáfrica blanca. Por ejemplo, la familia de François Pienaar, que acabaría siendo el capitán Springbok en la final de la Copa del Mundo de rugby en 1995. El padre de Pienaar era un trabajador en la industria del acero. Su familia no vivía bien, en comparación con el nivel medio de la Sudáfrica blanca. Para ellos, la vida era una lucha continua. Pienaar se avergonzaba del coche familiar, viejo y abollado, de los regalos que recibía en Navidad, menos extravagantes que los de otros chicos. Sin embargo, la familia Pienaar tenía una casa lo suficientemente grande como para incluir a dos criadas negras internas, que llamaban a François y a sus tres hermanos pequeños klein baas, «jefecitos». Aquel tipo de relación entre niños de seis años y criadas lo bastante mayores como para ser sus madres o sus abuelas era normal en las casas de los blancos, y lo había sido desde hacía mucho tiempo. En una ocasión, P. W. Botha describió al New York Times su relación con los negros cuando era niño. «Mi padre me enseñó a ser estricto con ellos —dijo—, pero justo».

Pienaar creció en una ciudad industrial al sur de Johanesburgo y a 750 kilómetros al este de Upington, llamada Vereeniging. La Vereeniging blanca tenía la misma relación con el distrito segregado más próximo, Sharpeville, que la Upington blanca tenía con Paballelo. Sharpeville ocupaba en la mente de la familia Pienaar un espacio casi tan poco significativo como Selma, Alabama. Por el contrario, Vereeniging tenía gran peso en la mente de los residentes de Sharpeville. Era el lugar desde el que se había acercado a visitarles la muerte en una ocasión famosa. Sharpeville sufrió en una ocasión la peor atrocidad de la era del apartheid; en 1960, las fuerzas de policía dispararon a unos manifestantes negros desarmados que huían y mataron a 69.

Seguramente había más odio concentrado hacia los blancos en Vereeniging que en ningún otro lugar de Sudáfrica. Sharpeville era el distrito en el que el CPA —el de «un colono, una bala»— tenía su base de apoyo más sólida. Pero Pienaar, de niño, no tenía idea de que los negros le consideraban su enemigo mortal, ni sabía nada de la existencia de Sharpeville, y mucho menos de su historia. Los negros se movían en la periferia vagamente borrosa de su conciencia infantil. Como reconocería más tarde: «Éramos una típica familia afrikaner de clase obrera, con escasa conciencia política, que nunca hablaba de ello y se creía por completo la propaganda de entonces».

Lo mismo pasaba prácticamente con todos los que crecieron en el mundo de Pienaar. Ni se les ocurría poner en duda la justicia de que los blancos tuvieran casas más grandes, mejores coches, mejores colegios, mejores instalaciones deportivas, o el derecho ancestral a saltarse la cola por delante de los negros en la oficina de Correos. Todavía más remota le resultaba a Pienaar, como a la gran mayoría de los afrikaners de su clase social, la idea de que los blancos hubieran adquirido esa vida privilegiada de forma sospechosa y un día pudieran arrebatársela por las malas. En su adolescencia, pensar que los negros pudieran organizarse como una fuerza que mereciera el nombre de «enemiga» habría parecido rocambolesco. El enemigo, para alguien que jugaba al rugby como François, eran «los ingleses», que también jugaban al rugby, aunque nunca tan bien como los afrikaners, a los que la población de habla inglesa llamaba «los holandeses». El joven Pienaar estaba muy orgulloso de que, durante toda su trayectoria escolar, su equipo no perdiera jamás contra un colegio cuyo idioma predominante fuera el inglés.

La diferencia entre la pasión de la familia Pienaar por el rugby y su falta de interés por la política quedó patente en la gira que hicieron los Springboks en 1981 por Nueva Zelanda. Este país, normalmente uno de los más plácidos del mundo, se dividió peligrosamente en dos con la gira, por los apasionados sentimientos de la mitad del país, que compartía la ciega devoción al deporte de los afrikaners, y la otra mitad, que aborrecía el gran «crimen contra la humanidad» de Sudáfrica. Nunca había estado tan polarizada la población del país isleño. La gira duró ocho tumultuosas semanas y, en todos los lugares a los que fueron los Springboks, les recibieron manifestantes enloquecidos, policía antidisturbios con sus cascos, soldados y alambradas. Los estadios estaban siempre llenos, pero en las calles había otros tantos manifestantes que los cercaban. El último partido de la gira en Auckland se vio interrumpido por una avioneta que arrojó bombas de harina sobre el terreno. Con las imágenes de policías aporreando a manifestantes vestidos de payasos, el resultado fue un magnífico espectáculo televisivo. Los Pienaar estaban viéndolo y se quedaron francamente asombrados.

Arnold Stofile llamaba al rugby «el opio de los bóer». Stofile, un hombre negro que, como Bekebeke, no había dejado que las indignidades del apartheid coartaran su poderosa personalidad, se crió en una granja, se unió a una organización tapadera del CNA a principios de los sesenta, se convirtió en profesor de Teología en la Universidad de Fort Hare (donde había estudiado Mandela), fue ordenado ministro presbiteriano y jugaba al rugby, un fenómeno menos infrecuente entre los negros de su nativo Cabo Oriental que en otras partes del país. Pero no dejaba que su pasión personal por el deporte nublara su visión del panorama político general. Se convirtió en uno de los organizadores más activos de boicots de competiciones deportivas internacionales. «Siempre definimos el deporte como una muestra de apartheid con chándal —decía Stofile—. Era un elemento muy importante en la política exterior de este país, y las figuras del deporte eran embajadores de facto de Sudáfrica, un elemento clave de los esfuerzos para hacer que el apartheid no fuera tan inaceptable. En cuanto a la política interna, el deporte era la barrera que separaba a los jóvenes blancos de los negros; por eso contaba con un enorme apoyo del gobierno y las grandes empresas tenían grandes rebajas fiscales por patrocinarlo. Era el opio que mantenía a los blancos en una ignorancia feliz; el opio que tenía adormecida Sudáfrica».

Impedir que Sudáfrica consumiera la droga feliz y que el gobierno tuviera sus «embajadores» fue la misión a la que Stofile dedicó casi veinte años de su vida. «Una huelga de trabajadores, incluso una bomba, afectaba a un grupo pequeño —explicaba—. Esto afectaba a todos, todos los hombres blancos, todas las familias, en un país apasionado del deporte, cuyo máximo motivo de orgullo ante el resto del mundo eran sus hazañas deportivas».

Niël Barnard, que sufrió la ofensiva de Stofile, estaba de acuerdo. «La política del CNA de aislamiento deportivo internacional, especialmente el aislamiento del rugby, nos resultó muy dolorosa a los afrikaners. Desde el punto de vista psicológico era un golpe cruel, porque el rugby era un campo en el que sentíamos que, a pesar de ser un país pequeño, podíamos tener la cabeza alta. Impedir que jugáramos al rugby con el resto del mundo acabó siendo un instrumento de influencia política increíblemente eficaz».

El éxito más espectacular de Stofile se produjo en 1985, el año trascendental en el que pareció ocurrir prácticamente todo en Sudáfrica. Salió ilegalmente del país y consiguió llegar a Nueva Zelanda, con ayuda de un antiguo miembro de los All Blacks que era alto comisario de su país en Zimbabue. Una vez allí, prestó todo su peso, de forma decisiva, a una campaña para impedir que los All Blacks llevaran a cabo una gira prevista por Sudáfrica.

Nueva Zelanda estaba tan dividida y tan furiosa que toda la cultura del rugby, la pasión y el orgullo del país, corría peligro. Los sentimientos del bando opuesto a la gira eran tan fuertes que los padres se negaban a dejar que sus hijos jugaran al rugby en el colegio y les amenazaban con impedir que volvieran a jugarlo jamás. Stofile recordaba con satisfacción que se lanzó a una ofensiva de propaganda: habló ante muchedumbres, apareció en la radio y la televisión, elevó el debate nacional más allá de unos conceptos abstractos de blanco y negro y dio a la causa un rostro y un nombre. Cuando llegó a Nueva Zelanda, el apoyo al boicot deportivo estaba en un 40 %. Tres semanas después, esa cifra había subido al 75 %. No obstante, la junta directiva del rugby neozelandés decidió hacer la gira, pero entonces intervinieron los propios jugadores y un grupo de ellos llevó la cuestión a los tribunales. La aparición de Stofile como testigo fue decisiva. Un tipo fornido, que amaba el rugby tanto como el neozelandés corriente, Stofile, alegó que lo que estaba en juego era más importante y ofreció un elocuente relato de primera mano de las burdas injusticias que sufrían los negros, con especial énfasis en la Ley de Servicios Separados y lo que significaba para su vida diaria. Concluyó recordando al tribunal que un país con la admirable tradición democrática de Nueva Zelanda debería avergonzarse de colaborar con un régimen que tenía el descaro de describir a un equipo —los Springboks— extraído de sólo el 15 % de la población como los auténticos representantes de toda Sudáfrica. «Fui el segundo testigo —contó Stofile, sonriendo al recordar—, y, cuando acabé, habíamos ganado el caso. La gira se canceló. Fue una gran victoria».

Al volver a su país, Stofile fue detenido y condenado a doce años de cárcel. La Sudáfrica negra celebró su triunfo igual que había celebrado, cuatro años antes, las escenas de disturbios en el país de las antípodas que tanto habían confundido a la familia Pienaar.

Para Pienaar, el rugby era sólo un deporte, su principal entretenimiento de niño, junto con las peleas. Su vida, desde muy pequeño, había sido violenta, pero nunca con intención criminal o política, como en los difíciles distritos segregados; era violencia porque sí. Cuando Pienaar tenía siete años, los miembros de una banda rival le colgaron de un árbol. Si no hubiera pasado en ese momento un adulto, habría muerto. Aun así, la cuerda le dejó profundas marcas en el cuello. Más tarde, cuando estaba en la universidad, más o menos en la misma época en la que Bekebeke mató a Sethwala, Pienaar estuvo a punto de hacer lo mismo —o temió haberlo hecho— con un extraño con el que se cruzó delante de un bar en una calle de Johanesburgo, a altas horas de la noche. Durante una pelea de borrachos, derribó al hombre, que aterrizó de cabeza en el suelo con un ruido seco. Entre esos dos incidentes, rompió más costillas y más dientes, dentro y fuera del campo de rugby, de los que podía recordar.

Desde la perspectiva del mundo de Justice Bekebeke, en el que las diversiones eran el fútbol y el baile, el rugby era un deporte extrañamente salvaje, en el que los jugadores salían del campo en camilla, como soldados después de una batalla; en el que los espectadores, inevitablemente grandes e inevitablemente borrachos, en sus uniformes de guardabosques bóer, con camisa y pantalón corto caquis, calcetines gruesos y botas, devoraban con entusiasmo sus tradicionales salchichas boerewors y bebían su bebida favorita, coñac con coca cola. En cuanto a los niños, a ojos de los negros, parecían seguir el ejemplo de sus padres. Sus vidas consistían en peleas sangrientas sin fin en las que estaban constantemente golpeándose con sillas en la cabeza, cuando no estaban colgando a sus amiguitos de los árboles.

La horca estaba muy presente en la mente de un afrikaner llamado J. J. Basson la mañana del 24 de mayo de 1989. Basson, el juez que había dictado el veredicto sin precedentes en el caso de Upington, llevaba casi seis meses escuchando los argumentos de los abogados de la defensa, sobre todo Anton Lubowski, para que tuviera en cuenta circunstancias atenuantes que pudieran mitigar las condenas a muerte de Justice Bekebeke y los otros 24 asesinos convictos.

Lubowski era un afrikaner de treinta y siete años, alto, atractivo, criado en Ciudad del Cabo, cuyo aspecto parecía, como su nombre, el de un seductor conde polaco. Era un activista profundamente inmerso en la lucha política contra el apartheid y pertenecía a ese menos del 1 % de la población blanca que no sólo veía Sudáfrica con los mismos ojos que el resto del mundo, sino que actuaba de acuerdo con esa opinión; que se había arriesgado y había tomado la decisión consciente de nadar contra la feroz corriente de la opinión ortodoxa entre el volk. Era una de esas escasas personas blancas que de verdad conocían su país, todo su país; que pasaba tiempo en los distritos segregados, haciendo amigos y conspirando; que se esforzaba por aprender unas cuantas palabras de la lengua negra.

Los periodistas que cubrían el juicio se hicieron amigos de Lubowski en aquellos primeros meses de 1989. Justice Bekebeke no era entonces más que un rostro al otro lado de un juzgado repleto. Sin embargo, años más tarde, era Bekebeke el que hablaba de aquella época. «Anton era uno de los nuestros —decía, con una solemnidad afligida—. Él y nosotros éramos uno. Le llamábamos “número 26”, como si fuera otro acusado más. Era mucho más que nuestro abogado». Dentro de los juzgados de Upington había una sala especial de consultas en la que los abogados se reunían con sus clientes. «Pero él no quería hablar con nosotros allí. Quería vernos en nuestro entorno, así que venía a las celdas. Decía que se sentía más cómodo allí. Era nuestro camarada. No veíamos su piel blanca, que era un afrikaner».

Lubowski iba a las celdas situadas bajo el tribunal, cantaba con ellos canciones de protesta y bailaba con ellos sus bailes desafiantes. Y luego los representaba, alto e impresionante en su toga negra de abogado, en el calor desértico del tribunal, donde las ventanas estaban abiertas de par en par con la esperanza de atrapar alguna pizca de brisa pasajera. Se enfrentaba a Basson, discutía con él en un tono legal y discreto o, cuando todo lo demás fallaba, con muestras de indignación. Mandela habría estado más dispuesto que Lubowski a perdonar a Basson, habría estado más dispuesto a ver su crueldad como consecuencia del mundo en el que se había educado. Pero Mandela también habría visto que Lubowski era una imagen de ese mundo mejor que quería crear en Sudáfrica y que, en gran parte, gracias a los Lubowski sudafricanos podía él tratar de convencer a sus compatriotas negros de que, no porque una persona fuera blanca, tenía necesariamente que ser mala.

A primera hora de la mañana del 24 de mayo, el día que Basson iba a dictar su veredicto, Lubowski confesó en el desayuno que lo máximo a lo que podían aspirar era un rayo de paternalismo benevolente que iluminara el gélido corazón de Basson. Lubowski tenía las mayores esperanzas para el matrimonio de sesentones, Evelina de Bruin y su marido Gideon Madlongolwana. «No creo que ni siquiera Basson pueda estar tan loco como para ahorcarlos a ellos», dijo. Tenían once hijos, dos todavía en edad escolar. Evelina era una criada doméstica regordeta que cojeaba un poco al caminar. Gideon había trabajado fielmente para los ferrocarriles sudafricanos durante treinta y seis años. Ninguno de ellos tenía antecedentes penales. Lubowski pensaba que iban a salvarse. El acusado para el que no tenía ninguna esperanza era Justice Bekebeke, que en aquella época tenía veintiocho años y era el miembro del grupo más elocuente y militante.

Si hubieran querido dar ejemplo con él y hubieran perdonado al resto, eso habría tenido cierta lógica. «El verdaderamente culpable era yo —decía después Justice—. Hacia el final de la fase de atenuantes del juicio, Anton vino a las celdas a decirnos cuáles eran nuestras posibilidades. Yo les dije a todos que, en mi opinión, tenía que confesar, por el bien del grupo. No me dejaron prácticamente terminar. Saltaron todos, furiosos. Me dijeron: “Antes te mataríamos nosotros que dejar que te maten ellos.” No querían que confesara ante aquel juez blanco. Era cuestión de dignidad y de solidaridad, y comprendí inmediatamente que no había posibilidad de más discusión. Anton estaba presente, y dijo: “Muy bien, sabéis qué, yo no he oído esto. Esta conversación no ha tenido lugar.”»

Los compañeros acusados de Bekebeke hicieron un tremendo sacrificio, porque el juez Basson sobrepasó las peores expectativas de Lubowski. Dictó que los atenuantes sólo valían para once de los acusados; que, además de Justice Bekebeke, Evelina de Bruin y Gideon estaban entre los catorce para cuyo comportamiento no veía excusa, cuyo propósito, el 13 de noviembre de 1985, consideraba que había sido el asesinato.

Gritos de dolor, asombro e ira llenaron el tribunal, mientras los acusados y sus familiares se tapaban el rostro con desesperación e incredulidad, porque aquello no era lo que sus abogados les habían dicho que debían esperar. Evelina de Bruin se inclinó sobre su marido y lloró. Basson, impasible, pospuso la sentencia definitiva hasta el día siguiente. Pero las emociones que había desencadenado en el tribunal se extendieron a la calle. Se agruparon 40 o 50 mujeres, jóvenes y ancianos, bajo la mirada de un número igual de policías fuertemente armados. Lloraron, luego rompieron a cantar canciones protesta como las que se oían en toda Sudáfrica en funerales, manifestaciones y juicios políticos.

Un adolescente se separó del grupo y emprendió un Toi Toi, una danza de guerra que simbolizaba la resistencia airada contra el apartheid. Mientras siseaba «¡¡Zaaa!! ¡Za-Zaaa! ¡Zaaa! ¡Za-Zaaa! ¡Zaaa! ¡Za-Zaaa!» y daba pisotones tan fuertes que las rodillas rebotaban hasta la barbilla, daba vueltas y más vueltas, como en trance, moviendo los brazos y apretando los puños hasta hacerlos palidecer. Pero no llevaba ninguna lanza, y los policías tenían armas y perros que mostraban sus fauces, y una videocámara le enfocaba.

Las mujeres lo miraban y meneaban la cabeza. Temblaban por él. Tenían razón. Esa noche, la policía enloqueció. Es difícil saber exactamente por qué. Quizá porque la madres de los condenados habían alterado el recatado y prístino equilibrio del centro de la Upington blanca al reunirse allí a derramar sus lágrimas y cantar sus tristes cantos. Quizá porque, en un momento de alivio dentro de un día de penas, las mujeres negras que se encontraban ante los juzgados rompieron a carcajadas y aplausos cuando un coche de policía chocó de forma accidental contra el costado de un Toyota que pasaba. Quizá fue simplemente porque Upington no había saciado todavía del todo su sed de venganza, seguía indignada por la intrusión de las protestas negras en las cómodas certidumbres de sus vidas en el apartheid.

Fuera por lo que fuese, el caso es que, al anochecer de aquel jueves, un escuadrón antidisturbios salió por la parte del matadero a las afueras de la ciudad, giró a la izquierda hacia Paballelo y atacó a todo el que se les puso a tiro. Por lo menos veinte personas recibieron palizas graves. Algunos acabaron inconscientes. Algunos fueron pisoteados. Algunos recibieron en el abdomen patadas hasta sangrar. De los veinte que tuvieron que ser hospitalizados, cinco tenían trece años y cuatro tenían quince.

Al día siguiente, el último día del juicio de Upington, el tribunal volvía a parecer un horno. Pero el juez J. J. Basson, envuelto en su toga roja ritual, no sudó ni una gota. Iba a dictar unas condenas a muerte, pero su voz tenía un tono ausente —como un burócrata impaciente por irse a casa tras una larga jornada— cuando invitó a cada uno de los acusados a dirigirse brevemente al tribunal, tal como permitía la ley.

Los catorce condenados habían pedido a Justice que hablara en su nombre. Él había pensado escribir algo, pero al final no pudo. Se limitó a hablar con el corazón en la mano:

«En un país como Sudáfrica —comenzó, dirigiéndose a Basson—, me pregunto cómo puede aplicarse verdaderamente la justicia. Yo, desde luego, no la he encontrado. Pero me gustaría pedir, señoría, que olvidemos nuestro odio racial. Busquemos la justicia para toda la humanidad. Luchamos para que todos los grupos raciales vivan en armonía. ¿Pero es posible, en nombre del Señor? ¿Es posible en un país así?… Me gustaría que el Señor le conceda muchos años para que un día pueda verme a mí, un hombre negro, caminando por las calles de una Sudáfrica libre… Y, señoría, que el Señor le bendiga, señoría».

Al acabar sus palabras, un hombre menudo que estaba de pie al fondo de la sala musitó: «¡Amén!» Estaba erguido, apoyado en un bastón de madera con el puño de marfil, impecablemente vestido con traje de tres piezas y corbata. Era el padre de uno de los acusados y la imagen —tenía más o menos la edad de Mandela— de un anciano distinguido. Pero cuando el juez Basson anunció sus veredictos, el hombre se sentó muy despacio y se derrumbó con la cabeza entre las manos. Había ordenado la muerte en la horca para Justice Bekebeke y los otros trece condenados. Basson hizo el anuncio con voz seria y luego suspendió la sesión por última vez. Los presos fueron a las celdas de debajo del tribunal, y Lubowski fue con ellos. Estaba destrozado. «Nosotros le consolábamos a él», recordaba Bekebeke.

Se llevaron a los «catorce de Upington», como pronto se empezó a llamarlos, a un gran furgón amarillo de la policía para transportarlos a la cárcel central de Pretoria, la prisión de máxima seguridad más conocida entonces en Sudáfrica como Corredor de la Muerte. Sus dedos morenos se aferraban a las rejas de metal del vehículo. Dirigidos por Bekebeke, los condenados iban cantando el Nkosi Sikelele, el único gesto de desafío que les quedaba.

Llegaron al Corredor de la Muerte al día siguiente por la tarde, un sábado, y el lunes, al amanecer, ahorcaron a una mujer que estaba allí presa. Durante el resto de 1989, más presos murieron ejecutados, semana tras semana. Desde 1985, Sudáfrica había llevado a cabo 600 ejecuciones legales. Al preso le anunciaban su muerte con una semana de adelanto y luego le colocaban en una celda llamada «la olla», a dos celdas de distancia de donde se alojaba Justice Bekebeke. Antes de cada ejecución, Justice oía a los condenados llorar toda la noche. Oía a los carceleros que abrían la celda al amanecer, oía las oraciones, oía cómo se llevaban al preso lloroso por las escaleras hasta el cadalso. Cuando dejaba de oírse el llanto, sabía que el preso había muerto. «Al horror que era todo aquello —contaba Justice—, había que añadir el saber que la semana siguiente podía tocarte a ti».

Pero no fue él. Fue Anton Lubowski. Los catorce de Upington soportaron muchas penas en el Corredor de la Muerte, pero ninguna como la que sintieron al oír en la radio el 13 de septiembre de 1989, dos meses después del té de Mandela con Botha en Tuynhuys, que la noche anterior habían matado a tiros a Lubowski a la entrada de su casa en Windhoek, Namibia. Justice nunca olvidó aquel momento. «Aquella mañana estábamos en mi celda seis de los de Upington. Al principio reaccionamos con incredulidad. No podía ser verdad. Luego, a medida que pasó el tiempo, comprendimos la realidad y nos quedamos destrozados, desolados, inconsolables. Sabíamos quién lo había hecho. Por supuesto que lo sabíamos. Era el Estado».