CAPÍTULO III
SERVICIOS SEPARADOS
Justice Bekebeke era un joven negro airado en noviembre de 1985, uno entre millones. Alto y delgado, como una escultura africana, tenía unas maneras educadas y una relajante voz de barítono que indicaba una sabiduría penosamente adquirida muy por encima de sus veinticuatro años. Bekebeke vivía en Paballelo, un distrito segregado sin árboles a 750 kilómetros al norte de la cárcel de Mandela en Ciudad del Cabo y a otros tantos al oeste de Johanesburgo, en el límite del desierto de Kalahari, en los últimos confines de la tierra. En Sudáfrica había un distrito negro junto a cada ciudad blanca. Pero, aunque los distritos negros siempre tenían muchos más habitantes, en los mapas sólo aparecían las ciudades blancas. Los distritos eran las sombras negras de las ciudades. Paballelo era la sombra negra de Upington.
Upington era una cruda caricatura de una ciudad del apartheid. Un visitante poco curioso quizá no habría notado en Johanesburgo los más burdos límites racistas del sistema. Pero en Upington esos límites eran ineludibles: letreros de «Slegs Blankes» («Sólo blancos») en aseos públicos, bares, fuentes, cines, piscinas públicas, parques, paradas de autobús, la estación de ferrocarril. Toda esa insensatez, exigida legalmente por la Ley de Servicios Separados de 1953, generaba, a veces, humor de dudoso gusto. Una mujer negra que llevara en tren al bebé blanco de su «señora», ¿tenía que viajar en la sección de «sólo blancos» o en la de «no blancos»? Un visitante japonés que entrara en un aseo público de «sólo blancos», ¿estaría infringiendo la ley? ¿Y qué tenía que hacer el conductor de un autobús sólo para blancos si ordenaba a un pasajero de piel oscura que se bajara y él se negaba e insistía en que era un hombre blanco muy bronceado?
Era frecuente que, entre los blancos progresistas de Johanesburgo o Ciudad del Cabo, estos detalles legales fueran ignorados. En lugares como Upington, en el corazón del territorio afrikaner, se obedecían con un rigor calvinista. Paballelo era un lugar más pobre, más sucio y estaba más abarrotado que Upington, pero era menos asfixiante. Allí uno podía escapar de las restricciones más mezquinas del apartheid. Podía comer, comprar o sentarse donde quisiera. Para ir a Paballelo desde Upington había que recorrer kilómetro y medio hacia el oeste, por la carretera a Namibia, hasta llegar al matadero municipal. Allí había que girar a la izquierda y entonces uno se encontraba con un letrero roñoso que decía «Bienvenidos a Paballelo». El contraste entre uno y otro lugar, como siempre que se cruzaba del mundo blanco al mundo negro en Sudáfrica, era estremecedor, como si se hubiera retrocedido un siglo o se hubiera pasado directamente de una zona residencial de Marbella a Burkina Faso. Una zona era un laberinto seco y amontonado de casas como cajas de cerillas en una llanura de matorrales; la otra era un oasis artificial de sauces llorones, jardines con césped de campo de golf, cuidadas rosaledas y grandes casas cuyos dueños no se habían contenido a la hora de tomar agua del cercano río Orange. Upington habría sido casi elegante si no fuera tan poco natural, si el verdor no oliera a falso adorno en medio del calor abrasador y la sequedad del desierto, si no hubiera sido un sitio en el que los blancos llamaban constantemente a los negros por el más humillante de los nombres, kaffir, la versión sudafricana de nigger.
Tres recuerdos infantiles iban a tener un efecto duradero en Justice Bekebeke. El primero se remontaba a su niñez, cuando visitó Ciudad del Cabo con su familia. Mientras contemplaba el océano Atlántico, vio un puntito de tierra no muy lejos de la costa. Su padre, que apenas sabía leer pero sabía cuáles eran sus convicciones políticas, le dijo que aquél era el lugar en que estaban «nuestros líderes». El punto era Robben Island. Justice pidió a su padre una moneda para echarla a uno de los telescopios costeros y poder ver a sus dirigentes. No lo consiguió, porque la isla estaba a 11 kilómetros de distancia, pero sí vio las siluetas de los edificios en los que estaban las celdas, lo suficiente para elaborar una fantasía mental de que había estado realmente en la isla. Volvió a casa y contó esa fantasía como si fuera verdad, y logró impresionar tanto a sus amigos en el colegio que, cuando se quiso dar cuenta, se había convertido él mismo en un líder en Paballelo, alguien a quien sus jóvenes colegas acudían en busca de orientación política.
Gracias a ese episodio, y gracias a la influencia de su padre, Justice se alió desde muy joven con el Congreso Nacional Africano de Mandela, y no con su rival, el Congreso Panafricanista, más radical. El CPA era un partido abiertamente racista y vengativo que tenía eslóganes como «una bala, un colono» y «arrojar a los blancos al mar», y que casi se convirtió en la fuerza dominante en la política negra durante los años sesenta. El CPA era el Hamás de Sudáfrica.
Imaginemos a Yasir Arafat convenciendo a Hamás de que se rindiera a su liderazgo para que el pueblo palestino se uniese bajo la bandera de Al Fatah, y nos haremos una idea de lo que consiguió Mandela con sus bases, mucho más pobladas y con más diversidad tribal. En la Sudáfrica negra había zulúes, había xhosas, había sothos y otros seis grupos tribales, todos con distintas lenguas maternas y la mayoría con algún tipo de animosidad histórica respecto a los otros. Mandela, de quien todo el mundo sabía que pertenecía a la realeza xhosa, acabó por ganarse a más del 90 % de los sudafricanos negros.
El segundo recuerdo decisivo de Bekebeke quedó sellado cuando tenía diez años. Oyó hablar de un hombre negro que había discutido con un policía blanco. La disputa se caldeó cada vez más hasta que el policía sacó la pistola y disparó al hombre, que, mientras caía, asestó una puñalada al policía y le mató. Justice no conocía al hombre negro, pero le pareció que la historia tenía la fuerza de una parábola. «Me encantó aquel hombre —se indignaba, con la misma energía de su juventud, cuando contaba la historia, muchos años después—. Me pareció un héroe por enfrentarse al policía blanco, por defenderse».
Si ese recuerdo indica el reto que iba a afrontar Mandela al tratar de convencer a su gente para que aceptara el fin negociado del apartheid, el tercer gran recuerdo de infancia de Justice mostraba lo difícil que iba a ser convencerles para que apoyasen a los Springboks. Hablamos de un partido de rugby jugado en Upington en 1970, también cuando tenía diez años.
Como a la mayoría de los niños negros, el rugby le interesaba poco. Era el entretenimiento salvaje y extraño de una gente salvaje y extraña. Pero, esa vez, la curiosidad y la perspectiva de disfrutar con una derrota poco frecuente de sus vecinos blancos le animaron a ir al estadio local. La selección de rugby de Nueva Zelanda estaba de gira por Sudáfrica y había ido a Upington a jugar contra el gran equipo de la provincia, el North West Cape. El estadio era pequeño, con una capacidad de 9.000 espectadores, y espacio —donde pegaba más el sol— para sólo unos cuantos centenares de negros. Sin embargo, Justice fue con la esperanza de que el equipo local, el orgullo de la Upington afrikaner, recibiera una buena paliza.
Los afrikaners, que son en su mayoría de ascendencia holandesa y hablan una lengua que casi todos los holandeses actuales podrían entender, constituían el 65 % de los cinco millones de blancos en Sudáfrica. El otro 35 % hablaba inglés en casa, era sobre todo de ascendencia británica (aunque había unos cuantos portugueses, griegos y judíos lituanos) y dominaban el mundo de los negocios, en especial el de las grandes empresas, que, en Sudáfrica, quería decir las minas de oro, diamantes y platino. El poder político, sin embargo, estaba en manos de los afrikaners. Gobernaban el Estado —todos los ministros, todos los generales del ejército, todos los jefes de los servicios de inteligencia eran afrikaners— y eran los que poseían y cultivaban las tierras. La relación entre los afrikaners y la tierra era tan total que la palabra boer, que quiere decir «granjero» en afrikaans, era prácticamente un sinónimo de afrikaner. No era extraño, dado que 50.000 agricultores blancos eran dueños de doce veces más tierras de labor y de pastos que los 14 millones de negros rurales del país.
Al ser quienes controlaban los alimentos y las armas, los afrikaners eran los protectores del resto de la Sudáfrica blanca. O, como dijo en una ocasión P. W. Botha: «La seguridad y la felicidad de todos los grupos minoritarios en Sudáfrica dependen de los afrikaners. Da igual que hablen inglés, o alemán, o portugués, o italiano, o incluso hebreo, no hay diferencia».
Botha era torpe pero tenía razón. Los afrikaners eran los señores y protectores del apartheid. Por eso el joven Justice vitoreó como loco aquel día a los neozelandeses, un equipo formado sólo por blancos pero llamado, para confusión y delicia de Justice, los All Blacks (todos negros), un nombre derivado de sus uniformes. Y tuvo mucho que celebrar. Dirigidos por un jugador calvo y robusto llamado Sid Going, los visitantes derrotaron a North West Cape 26-3. Justice, al evocar aquel recuerdo de infancia, se frotaba las manos con alegría mientras hablaba de cómo los de Nueva Zelanda «asesinaron» a los bóers de Upington; aquellos gigantes sobrealimentados que les humillaban a él, a su familia y a sus amigos a diario, que insistían siempre en que los negros los llamaran baas. A partir de aquel día, Justice se convirtió en un aficionado al rugby, aunque sólo fuera de la manera limitada y estrictamente vengativa en que lo eran los sudafricanos negros. Sólo le gustaba cuando los rivales extranjeros eran buenos y vencían a los bóers.
Justice pasó a ser un adolescente atento a la política, que comprendía la importancia que tenía el rugby para los afrikaners; que era lo más parecido que tenían, fuera de la iglesia, a una vida espiritual. Tenían su cristianismo de Antiguo Testamento, llamado la Iglesia Holandesa Reformada; y tenían su religión laica, el rugby, que era para los afrikaners lo que el fútbol para los brasileños. Y, cuanto más de derechas eran los afrikaners, más fundamentalista su fe en Dios, más fanática era su afición al deporte. Temían a Dios, pero amaban el rugby, sobre todo cuando llevaba camiseta de los Springboks.
Las sucesivas selecciones nacionales sudafricanas habían adquirido, a lo largo del siglo XX, la fama de ser los jugadores de rugby más duros del mundo. En su mayoría eran afrikaners, aunque, de vez en cuando, algún «inglés» (como les llamaban los afrikaners cuando querían ser educados) especialmente voluminoso, o duro, o rápido, se colaba en el equipo nacional. Y, al ser afrikaners, en su mayoría eran hombres de huesos grandes, hijos de granjeros de manos callosas que, de pequeños, habían aprendido a jugar descalzos y en campos duros y secos en los que, si uno se caía, sangraba.
Como metáfora de la arrolladora brutalidad del apartheid, los Boks cumplían muy bien su papel. Por eso su distintiva camiseta verde se había vuelto tan detestable para los negros como la policía antidisturbios, la bandera nacional y el himno nacional, Die Stem (La llamada), cuya letra alababa a Dios y celebraba la conquista blanca de la punta meridional de África.
En tales humillaciones pensaba Justice durante aquel fatídico mes de 1985. Mientras Mandela, cosa inconcebible, se reunía en secreto con Kobie Coetsee, Justice se encontraba menos dispuesto a hacer concesiones que nunca. Le llenaba la oscura indignación de un hombre que sabía que, por haber nacido negro, nunca podría aprovechar su talento natural hasta el límite. Siempre había sido un estudiante especialmente brillante, que, a los quince años, estaba muy por delante de sus colegas y sus padres (su madre nunca aprendió a leer). Pero las autoridades de Upington, que administraban Paballelo, no permitían la escolarización de niños negros a partir de esa edad. Se atenían al pie de la letra a lo dictado por el principal arquitecto del apartheid, Hendrick Verwoerd, que, en 1953, como responsable del Departamento de Asuntos Nativos, elaboró un plan de estudios diseñado, según él, para «la naturaleza y las necesidades de las personas negras». Verwoerd, que después sería primer ministro, decía que el objetivo de su Ley de Educación Bantú era impedir que los negros recibiesen una educación que pudiera hacerles aspirar a puestos por encima de los que les correspondían. El auténtico propósito era sostener el gran elemento del sistema del apartheid, la protección encubierta de los puestos de trabajo de los blancos. El padre de Justice, decidido a hacer lo que fuera para esquivar el sistema, le envió al otro extremo del país, a la provincia del Cabo Oriental, a una escuela metodista llamada Healdtown en la que había estudiado el propio Mandela.
Justice pasó los diez años siguientes yendo y viniendo entre Upington y el Cabo Oriental, 900 kilómetros a través del país, en el intento, a menudo frustrante, de lograr una educación que le ayudara a alcanzar su sueño de ser médico. Empezaba a aproximarse, había aprobado todos los exámenes necesarios para que le admitieran en Medicina, cuando, a finales de 1985, sucedió el desastre. Se enamoró de una chica y la dejó embarazada. Tenía veinticuatro años, pero a la institución educativa cristiana en la que se encontraba le pareció intolerable. Le expulsaron y volvió a Paballelo en la primera semana de noviembre, consumido por la frustración.
El regreso de Justice coincidió con el primer episodio grave de lo que las autoridades del apartheid llamaron «disturbios negros» en el distrito. Estaba ocurriendo en todo el país, pero era un fenómeno nuevo en un lugar atrasado como Paballelo, en el que, hasta entonces, la resistencia política había sido siempre clandestina. Durante el primer fin de semana de Justice en casa, el domingo, 10 de noviembre, el distrito estalló. Los «disturbios» siguieron la triste coreografía que tan bien conocían ya los telespectadores en todo el mundo, salvo en Sudáfrica, donde las imágenes estaban censuradas. Unos cuantos negros se reunieron en un espacio abierto de Paballelo para denunciar la última letanía de injusticias sociales. La policía local temía desde hacía tiempo que sus negros, hasta entonces bastante domesticados («nuestros negros», solían decir, sin darse cuenta de las ideas rebeldes que se arremolinaban en sus cabezas), pudieran seguir el violento ejemplo de sus primos con ínfulas de Johanesburgo y Ciudad del Cabo. Convencidos de que había llegado el temido día, siguieron la pauta de sus colegas metropolitanos y arrojaron gas lacrimógeno contra la pequeña muchedumbre de manifestantes. Justice no estaba presente aquel día, pero no faltaron otros jóvenes negros airados que respondieron tirando piedras a los policías, que, a su vez, cargaron contra la multitud, lanzaron a sus perros contra los que arrojaban piedras, les persiguieron y golpearon con porras a los que atrapaban.
La policía no estaba preparada para hacer frente al caos desencadenado, en el que los manifestantes quemaron casas y vehículos de aquellos a quienes consideraban colaboradores de los blancos, gente como los concejales negros pagados por el régimen para darle una pátina de respetabilidad democrática. La policía abrió fuego y mató a una mujer negra embarazada. Después dijeron que les había arrojado piedras. Pero todo el mundo en Paballelo sabía que, en realidad, estaba saliendo de su casa para ir a comprar el pan.
La revolución había llegado por fin a Upington. Durante dos días, lunes y martes, los residentes de Paballelo se enfrentaron sin cesar a la policía, esta vez con Justice en primera línea.
El martes por la tarde, llegaron refuerzos policiales de Kimberley, la ciudad más próxima, a 270 kilómetros. Al frente estaba un tal capitán Van Dyk, que propuso negociaciones de paz. Esa tarde, Justice y otros líderes locales se reunieron con él en el distrito. No se alcanzó ninguna solución, pero acordaron volver a verse a la mañana siguiente, en esta ocasión con toda la comunidad presente, en el polvoriento campo de fútbol local. La idea, que el capitán Van Dyk aceptó, fue que los residentes de Paballelo expusieran los motivos de queja que habían ocasionado todos los disturbios en primer lugar. Si el capitán de la policía podía dar algún tipo de satisfacción, alguna sensación de que los problemas planteados se iban a abordar a nivel político, tal vez los ánimos se calmarían y podría evitarse el violento enfrentamiento que se avecinaba. A Justice y los demás líderes les pareció prometedora la actitud de Van Dyk. Era distinto a los policías zafios con los que estaban acostumbrados a tratar en Upington.
A la mañana siguiente, el 13 de noviembre, acudieron miles de personas al campo de fútbol. Una vez más, la coreografía siguió una pauta conocida y reprodujo el desarrollo de otros miles de concentraciones de ese tipo en todo el país. Bajo la mirada de una falange de fuerzas antidisturbios de uniforme gris y azul y una columna de voluminosos vehículos blindados con enormes ruedas llamados Casspirs, una ordenada muchedumbre negra se reunió en el centro del campo. El acto comenzó, como siempre, con el himno oficial de la liberación negra, el Nkosi Sikelele iAfrika. La letra, en xhosa, la lengua de Mandela, decía:
Dios bendiga a África
Que su gloria sea elevada
Oye nuestros ruegos
Dios, bendícenos
A nosotros, tus hijos
Ven, Espíritu
Ven, Espíritu Santo
Dios, te pedimos que protejas a nuestra nación
Intervén y pon fin a todos los conflictos
Protégenos
Protege a nuestra nación
Que así sea
Por siempre y para siempre.
Era generoso, triste, desafiante, y tenía la fuerza reiterativa de una ola en el océano. Para los sudafricanos negros y los que simpatizaban con su causa, era un llamamiento al valor. Para las autoridades del apartheid y, en especial, para los jóvenes policías blancos a quienes iba inmediatamente dirigido el himno, era una expresión amenazante de la vasta marea negra que podía alzarse y devorarlos.
Después del Nkosi Sikelele se rezó una oración cristiana. Mientras los miles de asistentes se dirigían a Dios con la cabeza inclinada, y antes de que nadie hubiera ni empezado a hablar de política, un oficial de la policía local, el capitán Botha, arrebató el mando al capitán Van Dyk. Botha era de Upington.
Para consternación de Van Dyk, Botha cogió un megáfono y anunció, en un grito con el que estaban familiarizados todos los veteranos de las protestas negras en Sudáfrica, que la muchedumbre tenía «diez minutos para dispersarse». Lo único peculiar del anuncio fue que lo hiciera tan pronto, antes incluso de que hubieran terminado los rezos. El capitán Van Dyk quizá habría llegado a la misma conclusión, pero habría observado las cortesías religiosas un poco más y tal vez habría simulado por lo menos buscar un acuerdo negociado.
El capitán Botha no esperó a que transcurrieran los diez minutos. Antes de que pasaran dos, ordenó a sus tropas que dispararan gas lacrimógeno y balas de goma y que soltaran a los perros. Algunos de los negros más jóvenes arrojaron piedras, pero la mayoría de la gente salió corriendo, con los gritos de las mujeres ahogados por el temible ruido de los acelerones de los Casspirs que les perseguían. Casi todas las vías de salida estaban bloqueadas por policías que llevaban armas, acariciaban sus porras o golpeaban sus sjamboks, unos gruesos látigos de cuero, contra el suelo pedregoso. Justice vio un hueco, llevó a un grupo de unas 150 personas —hombres y mujeres, jóvenes y viejos— por Pilane Street y dejó atrás a los policías blancos.
De pronto, de una de las pequeñas casas de ladrillo gris de la calle, salieron unos disparos. Un niño cayó al suelo gravemente herido. Entonces salió corriendo de una casa un hombre con una pistola sobre la cabeza. El hombre que había disparado, se lanzó hacia la ira, el miedo, el caos. Se llamaba Lucas Sethwala. Era un elemento peculiar en la Sudáfrica del apartheid, un policía negro; uno de esos «colaboradores» que habían sido el blanco de los disturbios el domingo por la noche. En algún rincón del cerebro de Justice, como motor que le impulsaba, estaban las imágenes que le habían inspirado, Robben Island y el sufrimiento de «nuestros líderes», la alegría fugaz de ver a los All Blacks masacrar al equipo de rugby de Upington, la Ley de Servicios Separados, las Áreas de Grupo, la escolarización que se acababa a los quince años, el ejemplo emocionante del héroe que había matado a puñaladas al policía blanco… todos esos recuerdos y más le carcomían. Sin embargo, en aquel momento, cuando se lanzó a correr solo en pos del agente de policía Lucas Sethwala, la principal sensación fue una locura frenética; el único propósito era la venganza.
«No tuve tiempo de pararme a reflexionar. No fue una decisión racional. Fue pura emoción», recordaba Justice.
El hecho de que Sethwala todavía tuviera su arma en la mano y Justice no tuviera ninguna, que Sethwala se volviera mientras corría y disparase contra Justice, demuestra lo alocada que fue la reacción de este último. Pero los tiros fallaron y Justice le atrapó, le arrebató el arma y le golpeó en la cabeza con ella. Le golpeó sólo dos veces, pero fueron suficientes. Se quedó quieto, muerto. Justice se levantó y siguió corriendo, pero el grupo que iba detrás de él, que había celebrado con un grito la captura de Sethwala y los golpes, hizo lo que las muchedumbres sudafricanas hacían entonces, con demasiada frecuencia, en esas situaciones. Empezaron a dar patadas al cuerpo inerte de Sethwala y alguien corrió en busca de una lata de gasolina. Justice no lo vio; se lo contaron después. Alrededor de cien personas se reunieron en torno al cadáver, dando vítores de alegría. Era una victoria, por fin, o algo que, en la locura del momento, se parecía mucho a una victoria para Paballelo. Rociaron el cuerpo de gasolina, encendieron una cerilla y le prendieron fuego.
Justice huyó al otro lado de la frontera, a Windhoek, la capital de Namibia. Pero entonces Namibia no era aún un país independiente; seguía perteneciendo a Sudáfrica. Seis días después, el 19 de noviembre, le detuvieron y le devolvieron a Upington, donde él y otros veinticinco fueron encarcelados y acusados de asesinato. La llamada Ley del Propósito Común permitía procesar no sólo a la persona o personas directamente responsables de un crimen, sino también a todos los que podían haber compartido el deseo de cometerlo, que habían prestado apoyo moral. Con una definición tan vaga, la policía podría haber detenido a dos, cinco, diez, veinte o sesenta y dos personas. Optaron por veintiséis, a las que acusaron del asesinato de aquel hombre. Entre los acusados estaba un matrimonio de sesentones que tenían once niños y ningún remoto antecedente penal ni político. Los investigadores no hicieron ningún esfuerzo para distinguir entre el grado de culpabilidad del viejo matrimonio y el de Bekebeke. No sabían que él era el que había propinado los golpes decisivos. Ni lo iban a averiguar durante el largo juicio posterior. Si se les declaraba culpables, los «26 de Upington» recibirían la misma sentencia para la que se había preparado Mandela cuando ocupó el banquillo en Pretoria veintiún años antes: la muerte en la horca.