CAPÍTULO IV

EL COCODRILO ATRAPADO

1986-1989

Kobie Coetsee se había rendido más rápido de lo que podían esperar él o Mandela. Pero éste dudaba de que su siguiente objetivo fuera a ceder con tanta facilidad. Para alcanzar su meta suprema —una entrevista con el propio Botha—, antes tenía que ganarse al hombre que guardaba la puerta presidencial, el jefe del Servicio Nacional de Inteligencia, Niël Barnard. Barnard, que había estudiado política internacional en la Universidad de Georgetown, en Washington, D.C., se había ganado, a los veintitantos años, fama de genio precoz. Botha oyó hablar de él por primera vez cuando Barnard era profesor de Ciencias Políticas en la Universidad del Estado Libre de Orange. De manera impulsiva, Botha lo sacó de la universidad y lo contrató para que dirigiera, con treinta años, el SNI. Era el 1 de junio de 1980. Barnard permanecería en su puesto hasta el 31 de enero de 1992, después de haber servido a Botha durante casi diez años y a su sucesor, F. W. de Klerk, durante dos.

Nadie, en el aparato del apartheid, estaba más enterado de lo que ocurría en la política sudafricana que Barnard, que disponía de informadores en todas partes, algunos en el corazón del CNA. Era astuto y discreto, funcionario hasta la médula y con un fuerte sentido del deber. Durante los doce años que fue jefe del SNI, una organización que se ganó el respeto —aunque no el afecto— de otras como la CIA y el MI6 británico, su rostro fue tan desconocido para el gran público como el de Mandela lo había sido en la cárcel. No había nadie en quien Botha confiara más.

Barnard era un tipo alto, delgado, de cabello oscuro y sin sentido del humor. Un Mr. Spock afrikaner, que hablaba de manera monótona y cuyos rasgos eran tan inexpresivos que, si uno se lo encontraba por casualidad al día siguiente de haber hablado con él, seguramente no lo reconocería. Pero los mecanismos de su mente eran claros, y años después, aunque hablaba de forma un poco acartonada, recordaba con agudeza el ambiente político y las luchas dentro del gobierno durante los años ochenta.

«Algunas personas, sobre todo en el ejército, pero también en la policía, en el fondo creían que teníamos que luchar contra ello de una u otra forma —recordaba—. En el SNI pensábamos que ésa era una manera equivocada de abordar la situación. Nuestra opinión era que un acuerdo político era la única respuesta a los problemas del país». No hay duda de que era un mensaje muy difícil de vender al aparato oficial de Sudáfrica. Barnard no se hacía ilusiones. «Pero lo importante era que P. W. Botha, que prácticamente había nacido y se había educado en la estructura de seguridad, creía firmemente que, de una u otra forma, teníamos que… cómo lo diría… estabilizar la situación sudafricana y, a partir de ahí, tratar de encontrar algún tipo de solución política».

Un día de mayo de 1988, Botha convocó a Barnard a su despacho y le dijo: «Doctor Barnard, quiero que se reúna con el señor Mandela. Intente descubrir si es cierto lo que propone usted desde hace tiempo. ¿Es posible llegar a un acuerdo pacífico con el CNA; con ese hombre, Mandela? Trate de averiguar qué opina sobre el comunismo… y luego trate de averiguar si Mandela y el CNA están interesados en un acuerdo pacífico. Porque también tenemos graves dudas acerca de sus objetivos».

La primera entrevista de Barnard con Mandela se celebró en el despacho del comandante de Pollsmoor. Según recordaba Barnard, de forma parecida a las primeras impresiones de Kobie Coetsee, «Mandela entró y vi inmediatamente que, incluso vestido con un mono y unas botas, tenía una presencia y una personalidad dominantes». Los dos hombres se sentaron, conscientes de que el verdadero objetivo de aquella reunión era conocerse, desarrollar una relación que pudiera sostener las negociaciones políticas que pudieran producirse con posterioridad. Hablaron de naderías —Mandela le preguntó de qué parte de Sudáfrica era y Barnard se interesó por su salud— y acordaron volver a verse.

Sin embargo, antes de eso, Barnard ordenó, como Coetsee, que vistieran a Mandela con ropas más propias de alguien de su categoría. Como explicaba Barnard, «hablar sobre el futuro del país vestido con un mono y unas botas, evidentemente, era inaceptable. Acordamos con Willie Willemse, el comisario de los Servicios Penitenciarios, que, a cualquier reunión futura iría vestido de manera correspondiente a su dignidad y su orgullo como ser humano». Y la ropa no fue lo único en lo que Barnard decidió que había que dar facilidades a Mandela. También pidió un lugar más apropiado para los encuentros. «En cualquier reunión futura, Mandela tenía que estar a la misma altura, como igual, eso lo tenía muy claro. Recuerdo que Willie Willemse y yo dijimos que nunca podíamos volver a tener una de esas reuniones dentro de la cárcel. Así era imposible tener una situación de igualdad». A partir de entonces, Barnard y Mandela se reunieron en casa de Willemse, en el recinto de Pollsmoor, y no en su insulso despacho.

Empezaron a hacerlo en la segunda entrevista, una cena a la que Mandela acudió con chaqueta. «Fue un invitado maravilloso», recordaba Barnard, que abandonó su reserva natural al hacer memoria. En las reuniones, la mujer de Willemse hacía unas cenas deliciosas, corría el vino y los dos hombres hablaban durante horas sobre cómo poner fin pacíficamente al apartheid.

Por su parte, Kobie Coetsee llegó a la conclusión de que mantener al preso en la cárcel era impropio y tan poco útil para el propósito general de las negociaciones como vestirlo con el uniforme. No es que en Pollsmoor le trataran mal. En comparación con la claustrofobia que había aprendido a soportar en Robben Island, su celda de Pollsmoor le parecía el mar abierto. Pero el sitio al que fue a parar era una especie de transatlántico de lujo.

Cuanto peor trataba el régimen de Botha a los negros en la calle, mejor trataba a Mandela. Él podía haber protestado. Podía haberse enfurecido con Barnard, haber amenazado con interrumpir las conversaciones secretas. Pero no lo hizo. Entró en el juego porque sabía que, aunque su capacidad de intervenir en los hechos que estaban ocurriendo fuera en aquel momento prácticamente inexistente, sus posibilidades de influir en el futuro de Sudáfrica podían ser inmensas. Por eso, cuando, en diciembre de 1988, el general Willie Willemse le informó de que le iban a trasladar de su gran celda solitaria en Pollsmoor a una casa dentro del recinto de una prisión llamada Victor Verster en una bonita ciudad llamada Paarl, a una hora al norte de Ciudad del Cabo, en el corazón de las tierras del vino, Mandela no puso ninguna objeción.

Cambió su celda por una espaciosa casa bajo la supervisión —o, más bien, el cuidado— de otro Christo Brand, otro guardia afrikaner que le había acompañado en Pollsmoor y Robben Island. Se llamaba Jack Swart y su trabajo era cocinar para Mandela y hacerle de mayordomo, con deberes como abrir la puerta a sus invitados, ayudarle a organizar su agenda y mantener la casa limpia y ordenada. La cocina era amplia y estaba bien equipada, e incluía electrodomésticos impensables cuando Mandela entró en la cárcel. Le permitían recibir visitas de otros presos políticos aún encarcelados. Uno de ellos fue Tokyo Sexwale, un agitador de Umkhonto we Sizwe que había pasado trece años en Robben Island acusado de terrorismo. Sexwale pertenecía a un pequeño grupo de jóvenes turcos del CNA que habían intimado con Mandela en la isla y que no sólo hablaban con él de política sino que se relajaban con él jugando a Escaleras y Serpientes y al Monopoly antes de que le trasladaran a Pollsmoor. Sexwale se reía al recordar aquella visita a Mandela en Victor Verster. «Vimos un televisor en la casa. Ya era fuerte aquello. Pero luego vimos otro. ¡Dos televisores! ¡Aquélla era, pensamos, la prueba definitiva de que se había vendido al enemigo!»

Con una gran sonrisa, Mandela les aseguró que no era un televisor. Explicó a sus boquiabiertos invitados que era una máquina para hervir el agua. Cogió una taza llena de agua y les hizo una demostración: puso la taza dentro y apretó un par de botones. Al cabo de unos momentos, sacó la taza de agua hirviendo del microondas, un aparato que sus invitados no habían visto jamás.

Siempre con Jack Swart presente, Mandela invitó a cenar en su nueva «casa» a gente tan variada como Barnard, Sexwale y su abogado, George Bizos. Antes de que llegaran los invitados, Swart y Mandela discutían aspectos de etiqueta como cuál era el vino apropiado. En cuanto a las verduras, algunas procedían del propio jardín de Mandela, que incluía una piscina y una vista de las grandiosas montañas escarpadas que rodeaban los fértiles valles y viñedos de El Cabo. Y el paraíso no habría sido completo para Mandela sin un gimnasio, dotado de bicicleta estática y pesas, en el que hacía ejercicio diligentemente todas las mañanas antes del alba.

Se trataba, según Barnard, de facilitarle la transición, después de lo que ya eran veintiséis años de hibernación, a un mundo nuevo de microondas y ordenadores personales. «Nos dedicamos a crear una atmósfera que permitiera a Mandela vivir en un entorno lo más normal posible», explicaba Barnard. El propósito de fondo, según él, era ayudarle a prepararse para gobernar y para desempeñar un papel en el escenario mundial. «Le dije muchas veces: “Señor Mandela, gobernar un país es un trabajo difícil. No es, con todos los respetos, como sentarse en un hotel de Londres a beber cerveza Castle importada de Sudáfrica y hablar del gobierno (era una pulla de Barnard contra los líderes del CNA en el exilio).” Le dije: “Gobernar es un trabajo duro, tiene que entender que es difícil.”»

Barnard también se encargó de otra tarea más delicada, la de preparar al presidente Botha, el krokodil, para entrevistarse con Mandela. La presión inicial para que se celebrara ese encuentro surgió del propio Mandela, que empezó a expresar cierta impaciencia por la lentitud de los avances.

Quería que las conversaciones abriesen la puerta a un proceso de negociaciones en el que participasen el CNA, el gobierno y todas las demás partes que lo quisieran, con el fin de acabar con el apartheid por medios pacíficos. Al llegar 1989, tras más de seis meses de reuniones entre preso y espía, Mandela se hartó. «Está bien tener conversaciones preliminares con usted sobre los aspectos fundamentales —le dijo a Barnard—, pero comprenderá que no es un político. No tiene la autoridad ni el poder necesarios. Tengo que hablar con el propio Botha, lo antes posible».

En marzo de 1989, Barnard entregó a su jefe una carta de Mandela. En ella, Mandela alegaba que la única forma de conseguir una paz duradera en Sudáfrica era mediante un acuerdo negociado. Decía que, por otra parte, la mayoría negra no tenía intención de rendirse. «El gobierno de la mayoría y la paz interna —escribió— son dos caras de la misma moneda, y la Sudáfrica blanca tiene que aceptar que no habrá paz ni estabilidad en este país hasta que no se aplique plenamente ese principio».

Quizá más importante que esa carta fue el hecho de que Mandela ya había convencido a Barnard del argumento que contenía. Barnard podía convencer a su jefe, aunque la carta no lo consiguiera.

«Sí… —contaba Barnard, con una nota de afecto en la monotonía metálica de su voz—, el viejo —se refería a Mandela— es uno de esos individuos extraños que te cautiva. Tiene ese carisma peculiar. Te das cuenta de que quieres escucharle. De modo que, sí —continuaba Barnard—, en nuestra mente, desde una perspectiva inteligente, nunca tuvimos la menor duda. Éste es el hombre; si no podemos llegar a un acuerdo con él, no habrá ningún acuerdo».

Eso es lo que le dijo a Botha. Pero había también otros argumentos sobre los que recomendó pensar al presidente. El mundo estaba cambiando a toda velocidad. El movimiento anticomunista de Solidaridad había obtenido el poder en Polonia; en la plaza de Tiananmen había manifestaciones para exigir reformas en China; el ejército soviético había puesto fin a sus nueve años de ocupación de Afganistán; el Muro de Berlín se tambaleaba. El apartheid, como el comunismo, pertenecía a otra era.

Los argumentos de Barnard influyeron en Botha, pero el presidente podría haber seguido titubeando, irritándose y dando vueltas en su fortaleza mental si el destino biológico no hubiera intervenido. En enero de 1989 sufrió una apoplejía que inyectó un nuevo sentido de urgencia en sus actuaciones.

Más que quererle, los miembros de su gabinete le respetaban y algunos incluso le temían. Sus enemigos dentro del propio Partido Nacional percibían, por fin, señales de debilidad, y se disponían a dar el golpe de gracia. Barnard, una de las pocas personas que sí sentía afecto por Botha, presentía que su jefe tenía los días contados en su cargo y que tenía que actuar rápidamente. «Recuerdo que le dije que era el momento perfecto para entrevistarse con Mandela, lo antes posible. Si no, íbamos a desperdiciar, quizá, una de las oportunidades más importantes de nuestra historia. Mi postura, que le transmití a Botha, era: “Señor presidente, si se entrevista con Mandela y eso se convierte en la base, el fundamento de la evolución futura de nuestro país, la historia siempre le reconocerá como el hombre que inició este proceso necesario. En mi opinión meditada, es una situación con todas las de ganar.”»

Era una forma educada de decir que Botha se encontraba tal vez ante la última oportunidad de ser recordado no sólo como un enorme reptil aterrador. Botha lo comprendió y Barnard volvió a Mandela con la feliz noticia de que el presidente había aceptado reunirse con él. «Pero le advertí: “Mire, ésta es una reunión para romper el hielo, no para tratar de temas fundamentales. Venga a saber algo de él. Hable de las cosas fáciles en la vida. Y no toque el tema de Walter Sisulu… Si vuelve a mencionar la puesta en libertad de Walter Sisulu, el señor Botha dirá que no. Le conozco. Y si dice no, es no… Deje eso a un lado. Hay otra forma de abordar la cuestión. Además, no hable de temas espinosos, no es el objeto de la primera reunión.”»

Mandela escuchó cortésmente, pero no tenía la menor intención de seguir los consejos de aquel joven inteligente, descarado y algo raro, al que llevaba más de treinta años. Los dos habían hablado mucho sobre la posible liberación de Sisulu, que llevaba en prisión veinticinco años, y, si a Mandela le parecía oportuno, pensaba sacar a relucir el tema con Botha. Lo que no rechazó, en cambio, fue la oferta de Barnard de hacerse ropa especial para la ocasión. Por cortesía del SNI, un sastre le midió para un traje. Cuando se lo enviaron hecho, Mandela se miró en el espejo y el resultado le gustó. Era la reunión más importante de su vida y estaba deseando crear el ambiente adecuado. Como un actor a punto de salir a escena, repasó las notas que había estado preparando durante varios días, ensayó sus frases y se metió en el papel. Iba a entrevistarse con su carcelero jefe de igual a igual. Dos caudillos que representaban a dos pueblos orgullosos.

La mañana del 5 de julio de 1989, el general Willemse recogió a Mandela en Victor Verster para hacer con él el trayecto de 45 minutos desde Paarl hasta la majestuosa residencia presidencial conocida como Tuynhuys, en Ciudad del Cabo, un monumento del siglo XVIII al poder colonial blanco. Justo antes de entrar en el coche, Willemse, que había adoptado momentáneamente el papel de Jeeves de Jack Swart, se aproximó a Mandela y le ayudó a ajustarse la corbata. Mandela, tan elegante antes de entrar el cárcel, había perdido el toque.

Aproximadamente una hora después, cuando Mandela acababa de salir del coche y se disponía a entrar en las oficinas de Botha, Barnard, que le aguardaba, hizo una cosa extraordinaria. Ansioso por que su protegido causara buena impresión, se arrodilló delante de Mandela y ató bien los cordones de los zapatos del señor mayor.

Mandela se detuvo, sonriente, en el umbral de la guarida del cocodrilo, con la sensación de que, si daba con el tono adecuado y escogía sus palabras con prudencia, el triunfo para el que llevaba preparándose un cuarto de siglo podía estar, por fin, al alcance de su mano. Sabía que la decisión de Botha de entrevistarse con él era un reconocimiento de que las cosas no podían seguir como hasta entonces. Por eso no le había causado ninguna angustia pensar si estaba bien o no sentarse a hablar con los gobernantes más violentos que había conocido Sudáfrica desde la instauración del apartheid en 1948.

Para empezar, Mandela entendía, como no podían entenderlo los Justice Bekebeke que estaban en primera línea de fuego, que la violencia que había desencadenado Botha contra la población negra en los cuatro años anteriores era un signo de debilidad y desesperación crecientes. La fantasía de legitimidad se había desvanecido y el único instrumento que quedaba para mantener vivo el apartheid era el cañón de una pistola. Si Mandela había aprendido algo en la cárcel, era a mirar todo el conjunto. Y eso significaba no dejarse distraer por los horrores que estaban ocurriendo y mantener la vista firmemente puesta en el objetivo distante.

Y había algo más. Tras tantos años de estudiar a los afrikaners, su lengua y su cultura, había aprendido que, por encima de todo, eran supervivientes. Habían llegado de Europa, se habían asentado en África y la habían convertido en su hogar. Para ello, habían tenido que ser duros, pero también pragmáticos. Había dos P. W. Botha. Estaba el matón despiadado y estaba el hombre que en una ocasión había advertido a los afrikaners, en un famoso discurso, que tenían que «adaptarse o morir».

Barnard llamó a la puerta del presidente, la abrió y entró en el lujoso salón, decorado con tapicerías versallescas. Mandela recuerda ese momento en su autobiografía, El largo camino hacia la libertad: «Desde el lado opuesto de su enorme despacho, P. W. Botha se acercó. Tenía la mano extendida y una gran sonrisa y, la verdad, desde aquel primer momento, me desarmó por completo». Kobie Coetsee, que presenció la reunión junto con Barnard y que observó con asombro cómo Botha le servía una taza de té a Mandela, creía más bien que el desarme fue mutuo. Mandela consiguió que el viejo y áspero cocodrilo se relajara, le tranquilizó con su sonrisa franca y su aire solemne, y hablando con él en afrikaans. «Creo que, cuando se vieron por primera vez, sintieron casi alivio», explicó Coetsee.

Botha mostró un respeto incondicional por Mandela. Éste fue también todo cortesía, pero la ventaja que tenía sobre el presidente era la astucia de sus artes de seducción. Para ponerle las cosas fáciles, habló de las analogías entre la lucha actual del pueblo negro por su liberación y el combate similar de los afrikaners casi cien años antes, en la guerra de los bóers, para sacudirse el yugo imperial británico. A Botha, cuyo padre y cuyo abuelo habían luchado contra los británicos en aquella guerra, le impresionó que Mandela conociera la historia de su gente.

Cuando consideró que había ablandado suficientemente al presidente, Mandela desobedeció las instrucciones de Barnard y mencionó el tema de la liberación de su amigo Sisulu. Era de una importancia crucial, afirmó, tanto por motivos políticos como por motivos personales, que Sisulu, cuya salud no era muy buena, saliera a la calle. «Curiosamente —recordaba Barnard una década después—, Botha escuchó y dijo: “Señor Barnard, usted sabe los problemas que tenemos. Supongo que se los ha explicado al señor Mandela, pero creo que debemos ayudarle. Creo que hay que hacerlo. Quiero que preste atención a eso.” Y yo contesté: “De acuerdo, señor presidente.”»

No todo fue fácil entre los dos hombres. «Hubo momentos de gran sinceridad —recordaba Coetsee—, y las dos partes se mostraron muy firmes en sus posturas». Mandela debió de tener que morderse la lengua cuando Botha, según recordaba Coetsee, empezó a hablar de «criterios y normas, civilización y las escrituras», que era la forma figurada que tenían los políticos del Partido Nacional de contrastar los méritos de su cultura con la barbarie ignorante del mundo habitado por los negros. Por su parte, a Botha no debió de gustarle que Mandela volviese a decir que el Partido Comunista era un viejo aliado y que no iba a «deshacerse ahora de socios que han estado con el CNA a lo largo de toda la lucha».

Sin embargo, los dos hombres se despidieron con la misma afabilidad que a la llegada. La química que había percibido Coetsee había funcionado, porque Botha confirmó de inmediato una de las impresiones que había tenido Barnard: Mandela era un hombre de sólidas convicciones y no temía manifestarlas. «Mandela fue muy sincero, incluso muy directo a veces —dijo Barnard—. A los afrikaners les gusta eso». Botha observó al líder de la Sudáfrica negra y prefirió ver una versión idealizada de su propia brusquedad. Al apelar a su vanidad y su orgullo afrikaner, Mandela había conquistado al krokodil. «Mandela —dijo Barnard— sabía cómo utilizar su poder con sutileza. Es como comparar las antiguas fortunas y los nuevos ricos. Sabía cómo manejar su poder sin humillar a sus enemigos».

Una declaración oficial tras la reunión dejó clara la victoria de Mandela, en un lenguaje anodino: los dos hombres habían «confirmado su apoyo a la evolución pacífica» de Sudáfrica. En otras palabras, Botha se había comprometido al plan que Mandela había elaborado en sus veintisiete años de prisión: la paz a través del diálogo. Los preparativos para unas negociaciones completas entre el CNA y el gobierno, ahora con la bendición del máximo mandatario afrikaner, iban a seguir adelante. Y estaba el regalo añadido de los aparentes avances en cuanto a la liberación de Walter Sisulu y otra media docena de presos veteranos, que se produjo tres meses después, si bien, para entonces, Botha había abandonado ya su cargo y había sido sustituido por F. W. de Klerk.

Ambos dejaron aquella reunión de Tuynhuys más satisfechos de sí mismos y del mundo que al entrar. Mandela, en especial, se fue con una discreta sensación de triunfo. Como escribió en su autobiografía, «el señor Botha llevaba mucho tiempo hablando de la necesidad de cruzar el Rubicón, pero no lo hizo hasta aquella mañana en Tuynhuys. Entonces sentí que habíamos llegado a un punto sin retorno».

Aquél fue el final del trabajo político de Mandela tras las rejas. Se había ganado a sus carceleros inmediatos, como Christo Brand y Jack Swart; después, a los jefes de la prisión, el coronel Badenhorst y el mayor Van Sittert; luego a Kobie Coetsee, Niël Barnard, y, contra todo pronóstico, nada menos que al viejo cocodrilo. El siguiente paso era salir de la cárcel y empezar a ejercer su magia con la población en general, ampliar su ofensiva de seducción hasta que abarcase a toda Sudáfrica.