CAPÍTULO X

LA SEDUCCIÓN DEL GENERAL

En 1838, el general bóer Piet Retief encabezó un millar de carretas de bueyes cargadas de hombres, mujeres y niños hasta el corazón del territorio zulú. Dingaan, el rey zulú, miró a los expedicionarios con aprensión. Le habían llegado informaciones de que se quedaban con todas las tierras por las que pasaban, pero también había oído que habían infligido pérdidas terribles a las tribus negras que habían intentado oponerse a ellos. El primer instinto de Dingaan fue mantenerse firme y luchar. Al fin y al cabo, los zulúes eran los guerreros más valientes, disciplinados y temidos de todo el sur de África. Generaciones anteriores de su pueblo habían barrido todo lo que encontraban a su paso, como parecía que estaban haciendo ahora los bóers. Pero este enemigo tenía caballos y rifles, y el rey zulú pensó que más valía tratar de llegar a un acuerdo que enviar a los lanceros de sus impis contra ellos. Así que mandó a unos emisarios a ver al general Retief y le invitó a su kraal real, con la propuesta de buscar una fórmula que les permitiera convivir en paz.

Retief, de quien los libros de historia dicen que era un hombre honorable, aceptó la invitación, pese a las advertencias de parte de su gente de que no se fiara del rey zulú, que había ascendido al trono después de asesinar a su medio hermano, Shaka. Pero Retief calculó que Dingaan no sería tan imprudente como para hacer lo mismo con el líder de un gran contingente de hombres blancos fuertemente armados.

El 3 de febrero, Retief llegó a la capital zulú de uMgungundlovu, que significa «el lugar secreto del elefante», con un grupo de 69 hombres y ofrendas de ganado y caballos para Dingaan. Las cosas fueron bien. Antes de que acabara el día siguiente, las dos partes acordaron un tratado por el que Dingaan cedía grandes franjas de tierra a los pioneros bóer. Para celebrar el pacto, el rey invitó a Retief y su grupo a una fiesta dos días después, con danzas tradicionales zulúes. Les dieron instrucciones de dejar sus armas fuera del kraal real, y así lo hicieron ellos. Entraron, se sentaron y, cuando la danza alcanzaba su frenético clímax saltarín, Dingaan se levantó de golpe y gritó: «¡Bambani aba thakathi!» («¡Matad a los magos!») Los guerreros del rey dominaron a Retief y sus hombres y los llevaron a una colina cercana en la que los masacraron.

La historia de Piet Retief y Dingaan la conocían todos los niños sudafricanos blancos en edad escolar. Para los tradicionalistas como Constand Viljoen, que vivían rodeados del folklore bóer y se consideraban seguidores de la orgullosa tradición de héroes bóer como Retief, el recuerdo de la traición de Dingaan era siempre un aviso de lo que podía ocurrir si se confiaba en el hombre negro.

En opinión de los fieles del Volksfront, eso era lo que Mandela estaba haciendo con F. W. de Klerk. Braam Viljoen, el hermano gemelo de Constand, comprendía la forma de pensar de la extrema derecha prácticamente mejor que nadie, teniendo en cuenta que se alineaba más o menos con el CNA. Lo que la derecha había preferido aprender de la historia era que «nuestros negros» no respondían a una persuasión racional, sino a la intimidación y la fuerza. Braam Viljoen escribió un documento para IDASA, el think-tank para el que trabajaba, que influyó en Mandela y el CNA e hizo que empezaran a tomarse a la extrema derecha tan en serio como se la tomaba desde hacía tiempo De Klerk, que poseía mejores informaciones. En su informe, Braam decía que el nuevo tipo de dirección había «transformado la actitud de la derecha de catástrofe inevitable en activismo militante, y había permitido que los grupos afrikaner más variados se unieran bajo el nuevo paraguas del Volksfront». Braam, que no excluía la posibilidad de que sectores importantes de la FSAD respondieran al llamamiento de su hermano, advertía de que era necesario oír a la extrema derecha. «A veces pienso que están coincidiendo los elementos clásicos de la tragedia: el pasado que determina de forma ineludible el futuro, el heroísmo y el valor que se mezclan extrañamente con la estupidez absoluta para provocar el desastre supremo e inevitable».

Para averiguar si la extrema derecha podía tolerar la «audiencia» que proponía, es decir, conversaciones con el CNA, Braam decidió que había llegado la hora de romper el hielo con su hermano. Cuatro meses antes de cumplir sesenta años, a principios de julio de 1993, Braam y Constand Viljoen se sentaron a hablar de política por primera vez que recordaran ellos.

Braam empezó haciendo a Constand una pregunta sencilla y directa. «¿Cuáles son vuestras opciones?»

«Me temo —respondió Constand— que no tenemos más que una opción. Vamos a tener que resolver esto mediante la acción militar».

Braam, que contaba con que dijera eso, prosiguió: «Quizá exista otra opción. ¿Qué te parecería una reunión bilateral de alto nivel con el CNA, como último intento de evitar una guerra civil?»

Constand reflexionó un instante y dijo: «Lo consultaré con mi consejo en el Volksfront».

Unos días después, Constand respondió a su hermano. Constand estaba familiarizado con la guerra, quería evitarla. Era partidario de reunirse con Mandela, y la dirección del Volksfront, unos militares que obedecían por naturaleza a su jefe, se habían mostrado de acuerdo. «La respuesta es sí —dijo Constand a su hermano—. Estamos dispuestos a reunirnos con el CNA». Braam se puso a trabajar de inmediato. Contactó con un antiguo alumno suyo de teología llamado Carl Niehaus, que se había convertido en uno de los afrikaners de más renombre en el CNA. Dirigía el día a día en el departamento de comunicaciones de la organización.

Braam Viljoen le dijo a Niehaus que, desde que su hermano había sido nombrado jefe del Volksfront, había estado viajando por todo el país animando a los fieles a la guerra. Aspiraban a desbaratar el proceso de negociaciones e impedir que se celebraran elecciones con participación de todas las razas. Constand, en colaboración con altos oficiales de la FSAD que simpatizaban con su causa, estaba pensando seriamente en organizar un golpe de Estado. «Braam me dijo que eran capaces de romper la lealtad de la FSAD al proceso de negociación y apartar al gobierno del poder con un golpe clásico —recordaba posteriormente Niehaus—. Me dijo que estaban convencidos de tener suficiente potencia de fuego y suficiente gente para lograrlo».

Braam le dijo a Niehaus que el Volksfront no iba a participar, como habían hecho muchos grupos políticos pequeños, en las negociaciones del World Trade Centre. Para ellos, sentarse con el CNA ya era malo, pero sentarse con el gobierno de De Klerk era impensable. La única remota posibilidad de encontrar una salida pacífica a la crisis inminente estaba en tener conversaciones directas entre el CNA y la dirección del Volksfront. ¿Creía Niehaus que era factible?

Niehaus se apresuró a hablar con un responsable de inteligencia del CNA, Mathews Phosa, y le preguntó si había que tomarse en serio los rumores de golpe. Phosa confirmó que, según sus fuentes, había que tomárselos muy en serio. Phosa era partidario de una reunión con el Volksfront, igual que otros personajes del CNA con los que habló Niehaus. «Cuando Nelson Mandela se enteró de la propuesta, no lo dudó. Inmediatamente comprendió el valor del encuentro —recordaba Niehaus—. Creía en el contacto personal, y estaba convencido de que podía conectar con Constand Viljoen y convencerlo de que se lo pensara mejor».

Niehaus transmitió la respuesta positiva del CNA a Braam, que informó a su hermano. Constand dijo que le parecía bien que se celebrara la reunión, pero que tenía dos condiciones previas esenciales. Tenían que dar garantías absolutas, primero, de que la delegación del Volksfront iba a estar segura y, segundo, de que la reunión se iba a hacer en absoluto secreto. Constand, que quizá tenía en mente a Piet Retief, estaba siguiendo, sin saberlo, el ejemplo de Mandela. A finales de los ochenta, habría sido desastroso para el prisionero Mandela que las bases del CNA se hubieran enterado de que estaba hablando con el enemigo. La confusión habría dado paso a dañinas divisiones en las filas. Viljoen tenía miedo de que ocurriera eso mismo, o algo peor, si sus soldados descubrían que iba a reunirse con Mandela.

Braam tranquilizó a su hermano en nombre del CNA y, el 12 de agosto de 1993, sólo cuatro días después del primer contacto con Niehaus, Braam y Constand Viljoen atravesaban la puerta principal de la casa de Nelson Mandela en Houghton. Él mismo les esperaba allí, con la mano tendida y su sonrisa abierta. Fue un encuentro que dejó asombrados a las dos partes. Mandela era mucho más alto que los dos hermanos, con una imponente presencia física. Y se mostró muy cálido con ellos, aparentemente encantado de verlos. Por su parte, él miró a uno y otro hermano y vio a dos hombres de altura media y peso normal, con las mismas narices protuberantes, las barbillas prominentes, las cabezas cubiertas de una cabellera blanca pero juvenil y los ojos solemnes de color azul marino. Sólo cuando les hizo un gesto para que entraran y les vio caminar advirtió una diferencia entre el paso rígido y marcial del hermano militar y el más desgarbado del hermano teólogo.

Constand había ido acompañado de los tres generales retirados que constituían el alto mando de su Volksfront; Mandela tenía a los dos máximos responsables de los brazos militar y de inteligencia del CNA. Braam y Carl Niehaus, los mediadores, completaban el grupo. La persona más relajada durante las incómodas presentaciones fue Mandela, que daba la impresión de estar recibiendo a un grupo de embajadores europeos. Pero lo que había allí eran dos grupos de personas que estaban a punto de dar la vuelta a una relación de décadas, sin dejar de mantener la misma rivalidad violenta. Viljoen estaba haciendo lo que había hecho Mandela en 1961: establecer un movimiento de resistencia armada para intentar cambiar de forma violenta el statu quo. Mandela quería dar a los aspirantes a terroristas la alternativa pacífica que a él no se le había ofrecido hasta casi treinta años después de fundar Umkhonto.

Mientras las dos delegaciones se observaban, sin tener claro si estar fascinados u horrorizados de encontrarse todos en la misma habitación, Mandela invitó amablemente al general Viljoen a sentarse junto a él en el salón. Las discusiones formales en torno a una gran mesa de conferencias iban a empezar enseguida, pero antes Mandela quiso rendir a P. W. Botha el homenaje de reproducir con Viljoen las elegantes maneras que el gran cocodrilo le había mostrado cuatro años antes en Tuynhuys. Ofreció a Constand una taza de té y se la sirvió él mismo. «¿Quiere leche, general?» El general dijo que sí. «¿Le gustaría un poco de azúcar?» «Sí, por favor, señor Mandela», respondió el general.

Viljoen removió su té en un estado de silenciosa confusión. Aquello no era en absoluto lo que esperaba. Unos estereotipos largamente arraigados se venían abajo. Lo que no comprendía en aquel momento —y no podía comprender, por su educación— era que, en términos políticos, no estaba a la altura de su interlocutor. Mandela, que era un hombre de mundo y no uno de los volk, tenía una capacidad de penetrar en las mentes de personas culturalmente distintas a él de la que el general carecía. Sabía cuándo halagar y aplacar (Niël Barnard hablaba del «instinto casi animal» de Mandela «para llegar a las vulnerabilidades de una persona y tranquilizarla»); sabía también cuándo podía pasar al ataque sin ofender, con lo que transmitía una impresión de hombre directo que sabía que le iba a gustar al general, como le había gustado a P. W. Botha. Años después, Mandela dijo: «He trabajado con afrikaners desde que hacía prácticas de abogado, y me han parecido siempre sencillos y francos. Si a un afrikaner no le caes bien, te dice “gaan kak” —«lárgate», sería una traducción cortés del original bóer—. Pero, si le caes bien, entonces está de acuerdo contigo. Tienen la capacidad de continuar lo que empiezan».

Mandela —cortés pero sin pelos en la lengua— se esforzó en caer bien a Viljoen. «Mandela empezó diciendo que el pueblo afrikaner les había hecho mucho daño a él y a su gente —recordaba el general Viljoen—, y que, sin embargo, sentía un gran respeto por los afrikaners. Dijo que quizá era porque, aunque era difícil de explicar a la gente de fuera, el afrikaner tenía mucha humanidad. Dijo que, si el hijo de un peón en una granja de un afrikaner se ponía enfermo, el granjero afrikaner le llevaba en su bakkie al hospital, y llamaba para preguntar por él, y llevaba a sus padres para que lo vieran, y se portaba muy bien. Al mismo tiempo, el granjero afrikaner trataba duramente a su peón y esperaba que trabajase mucho. Era un jefe exigente, dijo Mandela, pero también era humano, y ese aspecto era algo que a Mandela le impresionaba mucho».

Viljoen estaba asombrado por la capacidad de Mandela de ir más allá de las caricaturas superficiales y comprender con tanta profundidad, en su opinión, el verdadero carácter del afrikaner. Otra cuestión es cuántos peones de granja negros habría encontrado Mandela que confirmaran su opinión del baas. Lo importante era que Mandela sabía que su descripción del afrikaner como un cristiano rudo y curtido se ajustaba perfectamente a la visión que Viljoen tenía de su propio pueblo.

Viljoen se quedó tan intrigado como se había quedado Botha cuando Mandela empezó a destacar las similitudes entre la historia de los negros y la de los afrikaners, dos pueblos que habían librado guerras de liberación. Y, por supuesto, Mandela estaba haciendo algo que Viljoen no se esperaba. Estaba teniendo la cortesía de hablar con él en su propio idioma.

Mandela había valorado muy bien la atmósfera y le había dejado claro a Viljoen que era un hombre con el que podía hablar y del que podía esperar que le entendiera. Pero el auténtico meollo de la reunión llegó al final de su conversación en torno a las tazas de té. Braam y Niehaus estaban escuchando justo en ese momento.

«Espero que comprenda lo difícil que les resulta a los blancos confiar en que las cosas van a ir bien con el CNA en el poder —dijo Constand Viljoen, y añadió—: No estoy seguro de si se da usted cuenta, señor Mandela, pero esto puede detenerse».

«Esto» quería decir la transición pacífica hacia el gobierno negro. No lo dijo con todas las letras, pero claramente estaba indicándole a Mandela que iba a haber una intervención militar y que la derecha, con la ayuda de la FSAD, podía hacerse con el poder si no se daba a los afrikaners una franja de territorio soberano dentro de las fronteras sudafricanas.

Mandela, muy serio, respondió: «Mire, general, sé que las fuerzas militares que puede reunir usted son poderosas, bien armadas y bien entrenadas; y que son mucho más potentes que las mías. Militarmente, no podemos luchar contra ustedes; no podemos ganar. Sin embargo, si va usted a la guerra, le aseguro que tampoco ganará, no vencerá a largo plazo. Primero, porque la comunidad internacional estará por completo de nuestro lado. Y segundo, porque somos demasiados, y no pueden matarnos a todos. Así que, dígame, ¿qué tipo de vida va a tener su gente en este país? Mi gente se irá al campo, las presiones internacionales sobre ustedes serán enormes y este país se convertirá en un infierno para todos nosotros. ¿Es eso lo que desea? No, general, si entramos en una guerra no puede haber vencedores».

«Es verdad —replicó el general Viljoen—. No puede haber vencedores».

Y ahí acabó la cosa. Aquél fue el entendimiento sobre el que la extrema derecha y el movimiento negro de liberación construyeron su diálogo. Aquella primera reunión en Houghton sentó las bases para tres meses y medio de negociaciones secretas entre delegaciones del CNA y el Volksfront. El Volksfront quería establecer el principio constitucional de un Israel afrikaner, a lo que el CNA nunca dijo totalmente que no y nunca dijo totalmente que sí; su principal preocupación era conseguir que la gente de Viljoen siguiera en las conversaciones y para ello les tentaron con la posibilidad de futuras conversaciones sobre la constitución de su anhelado Boerestaat.

Aquellos contactos siguieron adelante pese a una serie de acontecimientos que podían haber sido desestabilizadores y que se produjeron durante los tres últimos meses de 1993. El primero fue el anuncio, por parte de los negociadores del World Trade Centre, de que las primeras elecciones sudafricanas con participación de todas las razas se celebrarían el 27 de abril de 1994. Luego crearon un comité encargado de escoger un nuevo himno nacional y una nueva bandera. Entonces, Mangosuthu Buthelezi descubrió sus cartas al formar una coalición con la extrema derecha blanca, un organismo del que formaban parte el Volksfront e Inkatha y que se llamaba la Alianza para la Libertad. (Los seguidores de Viljoen, impresionados por la disposición de Inkatha a respaldar su retórica con la fuerza, celebraron el hecho.) Después, los asesinos de Chris Hani, Janusz Walus y Clive Derby-Lewis, fueron condenados a muerte. Luego, una mujer negra fue coronada Miss Sudáfrica por primera vez. Y, para echar más sal en la herida, Mandela y De Klerk recibieron el premio Nobel de la Paz. Y, lo más importante de todo, Mandela y De Klerk presidieron una ceremonia en la que quedó solemnemente aprobada la nueva constitución de transición del país. El resultado de tres años y medio de negociaciones fue un pacto por el que el primer gobierno elegido democráticamente sería una coalición que iba a compartir el poder durante cinco años: el presidente pertenecería al partido mayoritario pero la configuración del gabinete debía reflejar la proporción de votos obtenida por cada partido. Las nuevas disposiciones ofrecían asimismo garantías de que ni los funcionarios blancos, incluidos los militares, iban a perder su trabajo, ni los granjeros blancos iban a perder sus tierras. Tampoco habría ningún juicio al estilo de Nuremberg.

Aunque era con De Klerk con quien había llegado a ese acuerdo histórico, Mandela siempre sintió más respeto personal por Constand Viljoen —e incluso por P. W. Botha— que por el presidente que le había puesto en libertad. Para Mandela, Viljoen era, como él, un líder patriarcal que, dentro de los límites de su simplista naturaleza bóer, tenía un gran corazón. Mandela veía reflejadas en Viljoen algunas de sus propias cualidades —honradez, integridad, valor— que más le gustaban.

En De Klerk, por el contrario, Mandela veía pocas cosas que quisiera emular. Nunca le perdonó lo que consideraba su desprecio por la pérdida de vidas negras en los distritos segregados y consideraba que el presidente era un abogado mezquino y sibilino que se perdía en los detalles y carecía del temperamento y la convicción propios de un verdadero líder. Era una opinión que incluso muchos de sus propios colegas en el Comité Ejecutivo Nacional del CNA consideraban injusta, pero, si había algo que el probo caballero victoriano que era Mandela odiaba, era el sentimiento de que alguien había traicionado su buena fe.

Pese a ello, fue con De Klerk con quien Mandela recibió su premio Nobel conjunto. La concesión le indignó, no porque le pareciera prematura, que lo era, puesto que nadie sabía aún cuál iba a ser el resultado de la carrera entre la paz y la guerra, sino porque, según su viejo amigo y abogado George Bizos, creía que De Klerk no lo merecía, que el premio debería haber ido a parar a Mandela y el CNA en su conjunto. «Cuando De Klerk pronunció su discurso de aceptación —contaba George Bizos, que viajó a Noruega con la delegación del Nobel—, Mandela esperaba que reconociera que se había cometido una injusticia con las crueldades del apartheid contra la gente de Sudáfrica. Pero De Klerk no incluyó ninguna referencia de ese tipo». Como si se creyera la propaganda, como si se creyera la media verdad tácita del acto de que se había ganado una posición de igualdad moral con Mandela, lo único que dijo De Klerk fue que ambas partes habían cometido «errores». «Miré a Mandela. Él se limitó a menear la cabeza».

Esa noche, Mandela y De Klerk presenciaron junto a la catedral de Oslo una procesión de antorchas. Parte de la ceremonia consistía en una interpretación del Nkosi Sikelele. Mandela notó que, mientras cantaban el himno de liberación, De Klerk charlaba distraídamente con su esposa. La paciencia de Mandela llegó al límite durante la cena, organizada por el primer ministro de Noruega y con 150 invitados, miembros de su gobierno y el cuerpo diplomático. Cuando Mandela se levantó para hablar, Bizos se quedó tan asombrado como todos los demás ante el veneno que destilaron sus labios. «Dio los detalles más horribles de lo que habían sufrido los presos en Robben Island —recordaba—, incluido cómo habían enterrado a un hombre en la arena dejándole sólo la cabeza fuera y cómo habían orinado sobre él… Contó la historia como ejemplo de lo inhumano que había sido el sistema, aunque no llegó a decir: “Aquí están las personas que representaban a ese sistema.”»

Es evidente que Mandela guardaba cierto resentimiento hacia sus carceleros, al contrario de lo que había asegurado en la rueda de prensa al día siguiente de su liberación y a la imagen que los admiradores de todo el mundo deseaban tener de él. Después de todo no era un santo.