CAPÍTULO XVI
LA CAMISETA NÚMERO SEIS
24 de junio de 1995, por la mañana
La víspera de la final de la Copa del Mundo de rugby contra Nueva Zelanda, justo después de que los Springboks terminaran su último entrenamiento, François Pienaar estaba en el vestuario, a punto de quitarse las botas, cuando sonó su teléfono móvil dentro de la bolsa. «Hola, François, ¿cómo estás?» Era Mandela, que llamaba para desear buena suerte al equipo. Morné du Plessis se aseguró de informar de ello a la prensa. A Mandela le encantó leer en los periódicos, la mañana de la final, cómo contaba Du Plessis la historia de la llamada telefónica. «El señor Mandela le dijo a François que estaba casi más nervioso que el equipo», citaban todos los periódicos. «Estas llamadas prueban que forma ya parte de nuestro equipo y nuestra campaña».
Todo indicaba que aquél iba a ser un buen día, que los sudafricanos habían pasado página, que se avecinaba una nueva era de madurez política; pero nunca se sabía. Si hubiera hablado con Niël Barnard, el viejo jefe de espías bóer le habría dicho que, en junio de 1995, «la situación política estaba todavía muy verde: muchos blancos se sentían ajenos, fuera de los acontecimientos». Era difícil saber cómo podían reaccionar esos blancos distanciados, muchos de los cuales, sin duda, estarían presentes en el estadio. Quizá por eso Mandela, al recordar la tensa víspera del partido, hizo una observación sorprendente: «Nunca se me ha dado muy bien predecir cosas». Era su forma de confesar los recelos que tenía. ¿Y si, a pesar de todos sus esfuerzos, había juzgado equivocadamente la actitud de los afrikaners? ¿Y si algunos aficionados abucheaban durante el canto del Nkosi Sikelele? ¿Y si la gente empezaba a desplegar las banderas de la vieja Sudáfrica, como había hecho en el fatídico partido contra Nueva Zelanda tres años antes?
Esas preguntas flotaban en su mente cuando se sentó ante el desayuno de papaya, kiwi, mango, gachas y café que siempre tomaba en su casa de Houghton. Estaba preocupado, pero tampoco estaba exactamente consumido por la ansiedad. Las buenas noticias pesaban más que los malos augurios. Uno de los motivos por los que Mandela renunció a su paseo de las 4:30 de la mañana el día de la final de rugby fue que quería dedicar más tiempo a los periódicos matutinos. Normalmente, devoraba la sección de política y miraba por encima la sección de deportes. Esta vez, prestó atención a ambas. Nunca había disfrutado tanto con la prensa de la mañana como aquel día. El consenso nacional que tanto se había esforzado en forjar en torno a los Springboks se reflejaba en el tono unánime de celebración de los editoriales y los analistas políticos. Sudáfrica se daba una gran palmadita en la espalda. Y, aunque se notaba cautela en cuanto al resultado del partido, y un enorme respeto por los rivales, los All Blacks de Nueva Zelanda (Die Burger decía: «Los All Blacks se alzan como Himalayas ante los Boks»), había una tranquila confianza en que el destino iba a jugar en favor de Sudáfrica. El titular en el principal periódico de Ciudad del Cabo, el Argus, proclamaba a los cuatro vientos el entusiasmo nacional. «¡Viva los Boks!», decía. «Viva», en este caso, era un grito de guerra de las protestas negras que se usaba desde hacía muchos años, tomado en algún momento de la revolución cubana[2]. Incluso mejor que el titular era el artículo que figuraba a continuación, firmado por el «equipo político» del periódico.
«La Copa del Mundo de rugby ha reforzado de forma espectacular la reconciliación nacional entre todas las razas en Sudáfrica, han dicho esta semana varios investigadores y sociólogos». El artículo citaba a un conocido profesor afrikaner llamado Willie Breytenbach, que decía que la amenaza del terrorismo de extrema derecha había quedado «prácticamente aniquilada» y que el clamor por un Estado afrikaner independiente había disminuido sustancialmente. «Al mismo tiempo, las calles predominantemente negras de Johanesburgo se vacían de forma extraordinaria cada vez que juegan los Springboks. Los habitantes de los distritos negros vuelven corriendo a sus casas para ver los partidos por televisión… El rugby, el asombroso nuevo fenómeno de construcción nacional, ha sorprendido a los analistas, que ven cómo todas las razas se han aferrado, encantadas, a un acontecimiento que ha desatado una ola de patriotismo latente a través de un deporte tradicionalmente asociado en Sudáfrica a varones blancos afrikaner».
Después, el Argus enumeraba los cinco «factores clave» que hacían que el rugby pudiera ser «un catalizador de unidad»: el ruidoso apoyo de Mandela a «nuestros chicos» y sus apariciones con la gorra Springbok; el respaldo público del arzobispo Tutu; la actuación del equipo en consonancia con el lema «Un equipo, un país»; los éxitos del equipo en el terreno de juego; el canto del nuevo himno combinado y la exhibición de la nueva bandera.
Ése era el fruto de todas las orquestaciones de Mandela entre bastidores, y él estaba feliz de ver que había variaciones patrióticas sobre los mismos argumentos en todos los periódicos. Le gustó ver que los diarios negros se unían al espíritu reinante. El Sowetan, de gran difusión, fue especialmente memorable, porque acuñó una nueva palabra sudafricana que iba a capturar la imaginación de todos los negros del país: «AmaBokoBoko», un nuevo término para designar a los Springboks, que daba por fin a los negros cierto sentido de empatía con el equipo. Pero lo que más satisfizo a Mandela fueron los periódicos afrikaans, que apenas podían contener la euforia por la manera en que la Sudáfrica negra había decidido apoyar a los Springboks. Die Burger citaba una frase de la Liga Juvenil del CNA, famosa por su radicalismo, que decía: «¡Traed la copa a casa, Boks! ¡Os esperamos!» Beeld contaba que el negociador principal del CNA en las conversaciones constituyentes, el ex responsable sindical Cyril Ramaphosa, había declarado: «Estamos orgullosos de nuestro equipo nacional, los Springboks». A Mandela le gustó especialmente verse citado en las primeras páginas de Beeld y Die Burger. «Nunca he estado tan orgulloso de nuestros chicos —decía su propia cita que leyó—. Espero que todos sigamos animándolos hasta la victoria. Jugarán en nombre de toda Sudáfrica».
Esa palabra, «espero», revelaba un atisbo de preocupación. La multitud con la que se iba a encontrar hoy era la más aterradora de su vida. En el estadio Newlands de Ciudad del Cabo, para el primer partido contra Australia, había sido otra cosa. El Cabo era el bastión blanco liberal de Sudáfrica. Allí los afrikaners eran más blandos, más moderados. Eran los descendientes de los bóers que habían decidido no emprender la Gran Marcha hacia el norte, que no se habían ofendido tanto por la decisión del Imperio británico de abolir la esclavitud. En cambio, la gente del Transvaal en Ellis Park tenía a Piet Retief y la Batalla del Río Sangriento grabados en su ADN. Eran seguramente, en muchos casos, de los que habían gritado de júbilo ante el asalto al World Trade Centre, los que, como había observado amargamente Bekebeke, habían visto la expresión «¡Quítate, kaffir!» como una cosa normal toda su vida. Eran los que habían «votado Nacional» siempre y los que, en algunos casos, se habían pasado después a la extrema derecha. De los 62.000 espectadores que iba a haber esa tarde en Ellis Park, muchos, si no la mayoría, parecerían recién salidos de una manifestación de desafío bóer. Llevarían sus uniformes de guardias forestales de color caqui, sus calcetines largos de lana y sus enormes barrigas, forjadas a base de innumerables cervezas Castle y salchichas boerewors. Mandela había sido el centro de atención de más concentraciones de masas que ninguna otra persona, pero nunca se había atrevido con una multitud semejante.
Mandela miró por la ventana de su salón y vio fuera a sus guardaespaldas, unos hombres musculosos, 16 en total, que estaban comprobando sus armas, rellenando papeles, examinando los motores de los coches y charlando amigablemente entre sí. Se dio cuenta de que, hasta hacía unas semanas, sus guardaespaldas blancos y negros habían ofrecido una triste imagen de separación digna del apartheid. Ahora les veía charlar todos juntos, haciendo gestos enfáticos, sonriendo, riéndose.
«Estábamos hablando de qué había que hacer para parar a los All Blacks, algunos decían que no teníamos posibilidades, otros que jugaríamos mejor ese día —explicaba Moonsamy—, cuando, en plena conversación, surgió la idea de que sería estupendo que el presidente llevara la camiseta verde y oro de los Springboks al estadio». Al insistirle, Moonsamy reconoció que era él quien había tenido la idea. El impacto en sus colegas, continuó, había sido como una descarga eléctrica. «Nos sumamos todos a ello. Nos pusimos de acuerdo en que, cuando yo entrara en la casa a repasar las instrucciones de seguridad, que era siempre tarea del que estaba de “número uno” cada día, se lo mencionaría».
Estaba previsto que salieran hacia el estadio a la una y media. A las 12, Moonsamy entró en la casa para informar a Mandela. Terminadas las formalidades de seguridad, le dijo: «Tata —el apodo afectuoso que utilizaban los guardaespaldas negros con él, y que quería decir abuelo—, estábamos pensando, ¿por qué no lleva hoy la camiseta de los Springboks?»
Mandela, cuando alguien le proponía una cosa completamente nueva, sobre todo una cosa que acarreaba repercusiones políticas y afectaba a algo que le importaba siempre tanto como su imagen pública, solía adoptar su rostro pensativo, de esfinge. Pero esta vez no dudó ni un instante. Por el contrario, mostró una sonrisa de oreja a oreja. «Se le iluminó —decía Moonsamy—. Le pareció una idea magnífica».
Mandela había comprendido el valor del gesto inmediatamente. «Decidí llevar la camiseta —explicaba después— porque pensé: “Cuando los blancos me vean llevando la camiseta de rugby de los Springboks, verán que aquí hay un hombre que apoya por completo a nuestro equipo”».
Pero había un problema. No tenía esa camiseta, y faltaba sólo hora y media para la salida hacia el estadio. Fue directo de Moonsamy a su secretaria, Mary Mxadana, y le ordenó que llamara de inmediato a Louis Luyt, el responsable de la Unión Sudafricana de Rugby. Le pidió que le dijera que no quería cualquier camiseta, sino —y esto fue idea suya— que debía tener el número 6 de Pienaar en ella, y que quería también una gorra Springbok (había dejado la de Le Roux en su residencia de Ciudad del Cabo).
Una hora después de que Moonsamy le hubiera propuesto la idea, la camiseta estaba en casa de Mandela y su ama de llaves, a petición de él, estaba planchándola. Entonces, Mandela centró toda su atención en el propio partido. Su principal preocupación, como la de todos los aficionados y jugadores de los Springboks, era un negro grandullón llamado Jonah Lomu.
Nueva Zelanda tenía un equipo formidable, uno de los mejores de la historia. Su capitán, Sean Fitzpatrick, y los veteranos Zinzane Brooke, Frank Bunce, Walter Little e Ian Jones eran jugadores que no sólo eran famosos allí donde se jugaba al rugby, sino que eran los mejores del mundo en sus respectivos puestos. Pero su arma secreta, el hombre del que ya se decía que era el mejor jugador de rugby de toda la historia, era el veinteañero Jonah Lomu. Originario de Tonga, con la piel tan oscura como Mandela, medía 1,90 y pesaba 130 kilos. Era tan grande como el más corpulento de los Springboks, Kobus Wiese, y podía correr más deprisa que Williams y Small, 100 metros en menos de 11 segundos. Un periódico le llamaba «un rinoceronte con zapatillas de ballet». En la semifinal que enfrentó a los All Blacks contra Inglaterra, una de las selecciones favoritas, se había mostrado prácticamente imparable. Fue capaz de atravesar las líneas cuatro veces y marcó un total de 20 puntos. Como decían los diarios londinenses, hizo que los del equipo inglés parecieran niños pequeños.
El puesto de Small en los Springboks hacía que fuera él quien iba a tener que ocuparse de controlar a Lomu. Los periódicos publicaron gráficos comparando las estadísticas vitales de ambos jugadores, como si fueran boxeadores a punto de saltar al ring. Small —que, por una vez, hacía honor a su apellido, «pequeño»— era 10 centímetros más bajo y pesaba 30 kilos menos que su oponente.
En los periódicos, Mandela leyó su opinión sobre qué hacer con el coloso de los All Blacks. «Estratégicamente sería un error concentrarse en él, porque deben concentrarse en todo el equipo —había dicho, antes de añadir, como sorprendido por su audacia al aventurarse en un terreno poco conocido—, pero estoy seguro de que los Springboks lo tienen completamente resuelto».
Pocos compartían su optimismo, sobre todo entre los neutrales. El entrenador australiano, Bob Dwyer, ocupaba todas las páginas de deportes con su confiada predicción de que los All Blacks, «rápidos y en forma», iban a tener a los pesados delanteros Springboks persiguiendo fantasmas toda la tarde; el Sydney Morning Herald había dicho que los Boks, a punto de caer en la trampa, «no podían ni soñar con ganar»; un ex jugador All Black, Grant Batty, parecía resumir todas las opiniones de los expertos sobre el partido cuando dijo que «sólo un rifle para elefantes» podía impedir a Lomu y compañía la victoria.
Un rifle para elefantes… o un esfuerzo sobrehumano de voluntad colectiva. Y algo parecido es lo que los Springboks descubrieron que tenían a su alcance cuando se levantaron esa mañana en el Sandton Sun and Towers Hotel, un moderno complejo hotelero de cinco estrellas en una zona comercial y acomodada de Johanesburgo, a unos diez minutos en coche al norte de la casa de Mandela.
Kobus Wiese compartía habitación con su colega y compañero de coro Balie Swart. Wiese era el que había lanzado el espeluznante grito de guerra en la melé durante la semifinal contra Francia, pero ahora estaba callado. «La presión —contó posteriormente— era absolutamente insoportable. Era inmensa. La noche anterior había llamado a mi madre. Nada concreto, sólo para oír su voz, que me ayudaba a desconectar. Pero ahora tenía miedo, miedo de decepcionar a todos aquellos millones de aficionados. Teníamos esa expectación de saber, por primera vez, que el país entero estaba con nosotros, y era algo abrumador. Era aterrador, pero también nos daba energía. Tenía la profunda sensación de que todo lo que había hecho en mi vida estaba llegando a su momento decisivo».
Los jugadores desayunaron en un ambiente de tensión, presión y expectación insoportables. Sentían que estaban dentro de una burbuja, suspendida en el tiempo. O como unos astronautas a punto de despegar. Necesitaban desahogarse o iban a explotar. Y para eso sirvió la «carrera del capitán». A media mañana, se reunieron en el vestíbulo del hotel y, con Pienaar a la cabeza, corrieron dos kilómetros por las inmediaciones del complejo. Según recordaba François Pienaar, «había mucho nerviosismo entre los chicos, pero entonces, cuando giramos hacia la izquierda al salir del hotel, en un grupo apretado, oí ruidos y gritos, y cuatro niños negros que vendían periódicos nos reconocieron y empezaron a perseguirnos y a llamarnos por nuestros nombres —conocían prácticamente a todos los del equipo—, y se me pusieron los pelos de punta. No sé si los niños sabían leer siquiera, pero nos reconocieron y, para ellos, éramos su equipo. En aquel momento vi con más claridad que nunca que aquello era mucho más serio y más importante de lo que podíamos haber imaginado».
Mandela se miró en el espejo con su nueva camiseta verde, se puso la gorra, y se gustó. Poco antes de la una y media, salió por la puerta de casa para subirse a su Mercedes-Benz blindado de color gris metalizado e ir al estadio. El partido empezaba a las tres en punto. Normalmente, no se tardaba mucho más de 15 minutos en llegar a Ellis Park, pero, dado que iba a haber mucho tráfico, prefirieron salir pronto. Los guardaespaldas eran un modelo de eficacia rápida, callada y ágil. A medida que avanzaba el día estaban cada vez menos habladores, más ocupados y solemnes, estudiando su ruta en el plano, como habían hecho una docena de veces en la semana anterior, atentos a cualquier posible punto vulnerable. Estaban en contacto permanente con la policía, comprobando que los francotiradores estaban en sus puestos alrededor del estadio, que todo estaba bien con los escoltas en motocicleta y, con la gente de seguridad en Ellis Park, que la entrada estaría despejada para la llegada de la caravana presidencial.
Sin embargo, cuando Mandela salió de la casa, los 16 guardaespaldas se quedaron helados y rompieron sus intensos preparativos para mirar, atónitos, su nueva camiseta verde. «¡Wow!», se oyó Moonsamy decir a sí mismo entre dientes. Mandela sonrió al ver su sorpresa y les dio su acostumbrado y alegre buenos días, a lo que ellos mascullaron otro «buenos días» en respuesta; después recuperaron de golpe su actitud de UPP, introdujeron rápidamente al presidente en el coche, cerraron las puertas con fuerza y ocuparon sus puestos en los cuatro coches que formaban la caravana. El sitio de Moonsamy, como «número uno», estaba en el Mercedes gris, erguido y alerta, en el asiento del pasajero de enfrente. A lo largo del día, nunca estaría a más de un paso de distancia del presidente. Las motos de la policía aguardaban fuera. Emprendieron camino entre el chirrido de las ruedas sobre el pavimento de la entrada de vehículos. Los hombres de la UPP exhibían los rostros serios de guardaespaldas, pero, por dentro, estaban felices. «Le veíamos con aquella camiseta verde de rugby —explicaba Moonsamy—, y nos sentíamos muy orgullosos, porque él se sentía muy orgulloso».
Mandela no fue el único hombre negro que llevó una camiseta de los AmaBokoBoko aquel día. En toda Sudáfrica se veía a negros llevando alegremente el símbolo de los viejos opresores, como descubrió Justice Bekebeke, estupefacto, la mañana de la final.
Si Mandela se había despertado pensando que tenía el apoyo de los negros a los Springboks en el bote, no había contado con el hombre al que había estado a punto de conocer en el Corredor de la Muerte cinco años antes. Mandela estaba preocupado por los del final amargo, los resentidos blancos, y no era consciente de que también existían resentidos negros.
«Al principio de la Copa del Mundo, yo apoyaba a los All Blacks con tanta pasión como lo había hecho de niño, cuando les apoyé aquella vez que vinieron a Upington —explicaba Bekebeke—. Me alegraba de que hubiéramos llegado al acuerdo político que teníamos con los blancos. Aceptaba que, por ahora, teníamos que tener un gobierno compartido, con gente como De Klerk en el gabinete. Muy bien. Lo comprendía. Me parecía bien. Pero mi posición era: “¡No me pidáis que apoye a los Springboks!” No tenía intención de ceder. Ya había perdonado suficientes cosas».
Lo que tenía a Bekebeke confundido era que no parecía que hubiese mucha gente en Paballelo que compartiese su opinión. Ni siquiera Selina, su novia, que había seguido a su lado mientras estaba en la cárcel, que había ayudado a financiar sus estudios. Sobre el papel, ella era más radical políticamente que él. Pertenecía no sólo al CNA, sino a su aliado ideológico de la línea dura, el Partido Comunista Sudafricano. Pero ella había hecho lo que pedía Mandela, había abandonado los justificados prejuicios de toda una vida y había decidido considerar a los Springboks «nuestro equipo». Los jugadores podían ser, prácticamente todos, blancos, en su mayoría bóers, pero ella iba a apoyarlos en el partido de esa tarde con tanto entusiasmo patriótico como si hubieran sido todos negros, como ella.
Lo cual suponía un dilema para Bekebeke: cómo pasar el resto del día. Selina estaba totalmente empeñada en ver el partido, pero él no estaba seguro de qué hacer. Podía hacer lo que había hecho toda su vida: apoyar al equipo visitante, en este caso, Nueva Zelanda. O quizá podía hacer una excepción, por esta vez, y que le diera igual.
«A medida que discurría la mañana, a medida que vi los periódicos, oí la radio, vi cómo mi novia estaba cada vez más emocionada, empecé a sentirme dividido. Una parte de mí pensaba que era mejor no ver el maldito partido. Pero luego pensé que todo el mundo iba a verlo. Mi novia iba a verlo. Todos mis amigos. Incluso los camaradas que habían estado en la cárcel conmigo. No podía perdérmelo».
Una cosa que Bekebeke tenía clara era que no debía ver el partido a solas con Selina. «Me preocupaba que, si lo hacíamos, nos pusiéramos muy tensos y acabásemos peleándonos —explicaba—. Así que, por suerte, surgió la oportunidad de ver el partido en casa de unos amigos. Habían organizado una braai [una barbacoa] para la ocasión, y pensé que, si tenía que aguantar el partido, al menos habría alguna compensación con la comida». En la braai iban a estar cuatro parejas, incluidos ellos. Los otros tres hombres habían estado en prisión con Bekebeke; uno de ellos —Kenneth Khumalo, el «acusado número uno»— había estado en el Corredor de la Muerte con él. Bekebeke se sintió animado por ello, convencido de que no estaría solo en sus dudas respecto a todo aquel lío de los Springboks y seguro de que el entusiasmo de Selina iba a llamar la atención en el grupo. Ella había ido por delante para ayudar con los preparativos, así que él llegó solo, más o menos a la misma hora que Mandela salía de casa hacia el estadio.
«No he sentido tanto asombro como aquel día en mi vida —contó después Bekebeke—. Se abre la puerta, entro en la casa y ¿qué veo? ¡Los siete vestidos con la camiseta verde de los Springboks!»