CAPÍTULO IX

LOS «BITTER ENDERS»

1993

Para el general Constand Viljoen, que seguía los acontecimientos desde su granja, el espectáculo era exasperante. No importaba cuántos obstáculos se interpusieran en su camino, la máquina de Mandela seguía adelante. No es que Viljoen hubiera participado en la conspiración para asesinar a Chris Hani. No pertenecía al ala asesina de la FDSA. Pero, como miembro de los volk y como obstinado estudioso de la guerra contra la insurgencia, había dado por sentado que el asesinato de Hani iba a hacer que se tambalease el proceso de cambio democrático. Bill Keller, entonces jefe de la oficina de The New York Times en Sudáfrica, describió el sorprendente efecto estabilizador del discurso de Mandela y el hecho de que el gobierno lo hubiera transmitido por radio y televisión como señales «de la relación implícita que se ha desarrollado entre el gobierno y el Congreso Nacional Africano». Keller continuaba: «Es una relación conflictiva pero extraordinariamente duradera, que equivale casi a un gobierno informal de unidad nacional. Como consecuencia, el proceso de cambio pacífico se ha convertido en algo, si no inexorable, al menos asombrosamente resistente».

Viljoen lo sabía tan bien como Keller, pero no le gustaba nada. Peor aún, él y el resto de los volk de derechas prefirieron interpretar el funeral de Hani —un acto masivo que terminó con un emocionante llamamiento de Desmond Tutu a la paz y la unidad— como una presentación en sociedad de los negros vengativos. En vez de prestar atención a las palabras de Mandela y Tutu al llamar a la calma, se fijaron en los mensajes de discordia emitidos desde el estrado por miembros jóvenes y de tercera categoría del CNA que hicieron justo lo contrario de lo que siempre pretendía Mandela y apelaron a los instintos más bajos de la multitud con una canción que era muy popular entre la juventud airada de los distritos. El estribillo, al ritmo del tambor y repetido en un hipnótico crescendo, decía: «¡Matad al bóer! ¡Matad al granjero! ¡Matad al bóer! ¡Matad al granjero!»

Este sentimiento estaba siempre presente entre los jóvenes activistas negros. Lo más lógico habría sido aprovechar su energía y transformarla en una revolución de tierra quemada, al estilo del ayatolá. El miedo, los prejuicios y la culpa que llenaban el corazón de los blancos eran tan grandes que a muchos les resultaba imposible pensar en los cambios que tenía planeados Mandela más que como una venganza.

Los gritos de «Matad al bóer», que Mandela toleró como forma de dejar que los jóvenes desahogaran su indignación, fueron una nota al margen, no el centro del acto. Constand Viljoen no lo comprendió y decidió que llevaba ya demasiado tiempo callándose su indignación en la granja y que había llegado el momento de responder al llamamiento del deber nacionalista. El 7 de mayo de 1993 entró en la refriega y acudió a la mayor concentración realizada hasta entonces por la derecha, en Potchefstroom, una ciudad a 110 kilómetros al suroeste de Johanesburgo. Allí se representó un mini-Nuremberg, con banderas, insignias que imitaban la esvástica, desfiles, guerreros bóer resentidos, los «bitter enders», con sus barbas y sus camisas pardas, y oradores desaforados como Eugene Terreblanche, del AWB. Se juntó una gran y variada multitud de descontentos, unidos en su miedo a que, el día que los negros llegaran al poder, tratasen a los blancos como los blancos les habían tratado a ellos. Allí estaban un grupo derivado del AWB, llamado Movimiento Bóer de Resistencia (Boere Weerstandsbeweging, o BWB), una organización llamada Resistencia contra el Comunismo, el Movimiento Monarquista Afrikaner, la Fundación para la Supervivencia y la Libertad, Blanke Veiligheid (Seguridad Blanca), Blanke Weerstandsbeweging (Movimiento Blanco de Resistencia), el Ejército Republicano Bóer, Boere Kommando, Orde Boerevolk (Orden del Pueblo Bóer), Pretoria Boere, Volksleër (Ejército del Pueblo), Wenkommando (Comando de la Victoria), los Lobos Blancos, la Orden de la Muerte e incluso el Ku Klux Klan. Se les podría haber considerado un puñado de chalados con disfraces si no hubieran sido 15.000 y si aquella no hubiera sido la ciénaga mental de la que había salido el asesino de Hani, Janusz Walus.

Los primeros patriotas bóer que vieron llegar a Constand Viljoen le recibieron con veneración. En el momento culminante del acto, le hicieron subir al escenario y le invitaron a asumir la dirección de los volk. Hizo lo que le pedían, mientras Eugene Terreblanche le acompañaba al escenario y declaraba que estaría «orgulloso, orgulloso» de servir como «cabo» a las órdenes de un héroe bóer como Viljoen. Éste, como correspondía al espíritu reinante, denunció la «infame alianza» que se había forjado entre Mandela y De Klerk y se declaró dispuesto y deseoso de dirigir los batallones bóer. «El pueblo afrikaner debe estar listo para defenderse —gritó el general—. Cada afrikaner debe estar preparado. Cada granja, cada escuela es un blanco. Si atacan nuestras iglesias, nadie está a salvo. Si nos quitan nuestra capacidad defensiva, acabaremos destruidos. Es inevitable un conflicto sangriento que exigirá sacrificios, pero haremos esos sacrificios de buena gana porque nuestra causa es justa».

La muchedumbre rugió su aprobación. «¡Dirígenos, nosotros te seguiremos! ¡Dirígenos, nosotros te seguiremos!», clamaron. Terreblanche tenía gran sentido del espectáculo, pero el serio Viljoen, que aún contaba con todo el respeto de los oficiales de la FDSA, era el redentor al que los volk habían estado esperando. Los líderes del AWB, el BWB, el Wenkommando y todos los demás grupos prestaron, como había hecho Terreblanche, juramento de lealtad al general, al que allí mismo se nombró líder del nuevo «Ejército Popular Bóer».

Aquel día se creó asimismo un brazo político, el Afrikaner Volksfront, una coalición formada por el Partido Conservador y todas las demás milicias. El programa del Volksfront consistía en la creación de un Estado afrikaner independiente —un Boerestaat— en un territorio dentro de las fronteras de Sudáfrica. «Un Israel para los afrikaners», lo llamó Viljoen, que prácticamente llegó a exponer de forma explícita la visión que tenía de sí mismo —compartida por sus entusiasmados seguidores— como el Moisés bóer.

Los periodistas, a veces, sentían la tentación de burlarse de aquellos críticos que recurrían al Antiguo Testamento. Pero la llegada de Viljoen, que arrastró a otros cuatro generales como ayudas de campo, hizo que la derecha blanca se convirtiera en una amenaza seria. Dos días después de la concentración de Potchefstroom, De Klerk hizo la advertencia más dura que había lanzado hasta la fecha y declaró que había aumentado la posibilidad de desembocar en «una sangrienta guerra civil como la de Bosnia».

Viljoen emprendió su nueva misión con la dedicación y la meticulosidad que habían caracterizado sus operaciones militares en Angola. Al cabo de dos meses, sus generales y él habían organizado y dirigido 155 reuniones clandestinas en todo el país. «Teníamos que movilizar psicológicamente a los afrikaners, iniciar nuestras campañas de propaganda —explicaría más tarde Viljoen—. Pero también era muy importante construir una enorme capacidad militar». En aquellos dos primeros meses, el Volksfront reclutó para la causa a 150.000 secesionistas, de los cuales 100.000 eran hombres de armas, prácticamente todos con experiencia militar.

Eso quería decir que quedaban otros tres millones y pico de afrikaners, y un total de cinco millones de sudafricanos blancos si se incluía a los «ingleses», que no estaban claramente alineados con la causa separatista. ¿Dónde estaban? Había una minoría como Lubowski que apoyaba activamente al CNA. Había otra minoría importante, alrededor del 15 % de los blancos, de personas que quizá no votarían por el CNA en unas elecciones pero tenían la suficiente conciencia política para ver lo que era realmente el apartheid y daban su apoyo al Partido Demócrata, el nuevo heredero del Partido Federal Progresista por el que se había presentado Braam Viljoen en las elecciones de 1987. Aproximadamente el 20 % de los blancos, sobre todo afrikaners, aceptaba en silencio las ideas generales del Volksfront, o al menos sus temores. Y luego estaba el resto, el gran sector de la clase media blanca sudafricana al que pertenecían François Pienaar y su familia, que, en un 60 %, solía creer que podía confiar la defensa de sus intereses al Partido Nacional, que llevaba tantos años en el gobierno. De vez en cuando, esas personas despertaban de su sopor, pero sólo cuando sucesos como el asesinato de Hani saltaban a primer plano y entonces se les ocurría que sus vidas cotidianas podían sufrir las consecuencias.

Sin embargo, ese mismo sector era susceptible a los llamamientos de Mandela. Sus opiniones no eran inamovibles y sus identidades dependían menos de antiguos prejuicios que las de los fieles del Volksfront; por eso, para ellos fue una agradable sorpresa que Mandela elogiara a la mujer afrikaner que había anotado la matrícula del asesino de Hani. Y les gustó su actitud respecto al rugby, cuyos primeros frutos saborearon el 26 de junio de 1993, cuando los Springboks comenzaron sus largos y deliberados preparativos para la Copa del Mundo —para la que aún quedaban dos años— jugando un encuentro contra Francia en casa. Fue el partido en el que debutó con los Springboks François Pienaar.

Al enterarse de que había sido seleccionado, Pienaar, que entonces tenía veintiséis años, reaccionó como si viviera en un país normal. En su autobiografía, Rainbow Warrior, no menciona el tenso contexto político en el que alcanzó la «ambición primordial» de su vida. Los asesinatos que seguían produciéndose en los distritos, los preparativos de la derecha para la guerra, la posible inminencia de las elecciones con participación de todas las razas; ninguna de esas cosas ocupaba seriamente sus pensamientos, todas tenían tan poco que ver con su vida como lo habían tenido los negros de Sharpeville durante su infancia. En el rugby sudafricano se estaba iniciando una nueva era y el equipo nacional necesitaba un nuevo capitán. Pienaar se sintió abrumado al enterarse en su primera sesión de entrenamiento de que en su primer partido iba ya a dirigir el equipo contra Francia, algo sin precedentes en ningún deporte. El encuentro iba a celebrarse un sábado en el estadio King’s Park de Durban. El jueves anterior, Pienaar hizo que sus padres fueran a Durban, el primer vuelo en avión de sus vidas, y por la tarde les llevó al hotel en un Mercedes-Benz que los patrocinadores de los Springboks le habían prestado. Mientras posaba para una serie de fotografías familiares vestido con su uniforme Springbok, en forma y listo para la batalla, se sintió más feliz que ningún otro afrikaner.

Esa misma tarde, miles de soldados del Volksfront limpiaban sus armas en preparación para la primera acción militar desde que el general Constand Viljoen había sido designado jefe de los del final amargo. En una operación logística bien organizada, se dirigieron por carretera a Johanesburgo a lo largo de la noche, con el propósito de llegar al amanecer a las puertas del World Trade Centre, la sede de las negociaciones entre el CNA y el gobierno. Llegaron de toda Sudáfrica, del Cabo Occidental y el Cabo Septentrional, de Transvaal Oriental y Transvaal Septentrional. Eddie von Maltitz encabezaba un contingente de Ficksburg, en el Estado Libre de Orange, a cinco horas de distancia. «Organizamos un autobús y nos apiñamos en él, sólo hombres fuertes y muy bien armados —recordaba después—. Esperábamos sangre. No teníamos que detener sólo al CNA, teníamos que detener a De Klerk. Teníamos que interrumpir las negociaciones. Estaban llevándonos al Apocalipsis. Era una nueva toma de la Bastilla; el comienzo de una revolución, pensamos».

El autobús de Von Maltitz estaba ocupado sobre todo por miembros del AWB, al que se había unido en el agitado año de 1985. ¿Por qué entró en aquel grupo? «Dios me habló —explicaba—. Me instó a luchar para impedir que los comunistas se apoderasen de mi país». Cristiano devoto, Von Maltitz era de origen alemán pero se consideraba bóer honorario. El manifiesto del AWB le tocó muy de cerca. Según él, la misión del movimiento de resistencia era «garantizar la supervivencia de la nación bóer» que «había nacido por la Providencia Divina». Con tal fin, proponía la secesión y la creación, dentro de las fronteras sudafricanas, de «una república cristiana libre».

Pero el mayor atractivo para la mayoría de los camisas pardas del AWB no era el manifiesto, sino su líder, Eugene Terreblanche, cuyos discursos contenían perlas como «¡Allanaremos la grava con Nelson Mandela!» y «Nos gobernaremos a nosotros mismos con nuestros genes blancos superiores». Pero mejor aún era cómo lo decía. El fornido Terreblanche, con su barba blanca, era un orador que enardecía. Se podía contar siempre con él para agitar las pasiones de los bóers, ansiosos por ocultar sus miedos bajo una actitud bravucona y desafiante. Era bueno, en parte, porque era un actor nato, cuyo accesorio más preciado era el caballo blanco que montaba, en parte porque tenía un sentido rico y poético de las cadencias del lenguaje, en parte porque la afición a la bebida le soltaba la lengua y en parte porque, durante su juventud, se había asegurado de estudiar las técnicas oratorias de Adolf Hitler.

Von Maltitz era menos demagogo que Terreblanche, pero estaba tan motivado como él. Su celo hizo que ascendiera rápidamente en el AWB hasta convertirse en el principal lugarteniente de Terreblanche en el Estado Libre, el corazón geográfico de Sudáfrica. Aunque no era bóer de nacimiento, lo era en espíritu. Su abuelo había luchado junto a los afrikaners en la guerra contra los británicos, pero, más importante, sentía un amor a la tierra tan puro y apasionado como cualquiera de los volk. Criado en la granja familiar, que heredó de su padre, se consideraba un auténtico hijo de África, orgulloso de haber ordeñado su primera vaca a los tres años. Desde el punto de vista militar, opinaba que aportaba a las fuerzas de los bóers cierto grado de profesionalismo prusiano del que carecían algunos de los fanfarrones de Terreblanche. Había hecho el servicio militar en un regimiento de paracaidistas de élite, sabía manejar todo tipo de armas y era cinturón negro de kárate.

Sin embargo, se sentía cada vez más decepcionado con Terreblanche, en particular con su forma de beber. (En más de una ocasión, el líder, borracho, se cayó de su caballo blanco, para delicia de periodistas y transeúntes negros.) Terreblanche, avisado de que era posible que perdiera a su mejor hombre en el Estado Libre, le llamó una noche por teléfono y le dijo: «Herr von Maltitz, ¿está conmigo o contra mí?» Von Maltitz respondió de manera ambigua: «Estoy con usted en la causa».

Poco después (esto ocurría en 1989), Von Maltitz se fue y formó un grupo al que dio el nombre de Movimiento Bóer de Resistencia, BWB, que al poco tiempo dejó para formar otro grupo más que se llamó Resistencia Contra el Comunismo. De aspecto erguido y nervioso, con fuertes manos de agricultor, siempre salía de casa vestido con uniforme militar de camuflaje y con el arma en la cadera. Von Maltitz estaba convencido de que Dios hablaba con él —a menudo—, lo cual podría haber resultado divertido si, como reacción a la liberación de Mandela, no hubiera convertido su granja en un campo de entrenamiento militar junto a su uso habitual. Al menos una vez a la semana, reunía a soldados cristianos que pensaban como él y les preparaba para lo que llamaba la «plena resistencia militar» contra el CNA. «El enemigo llama ya a mi puerta trasera. Debo combatirlo», era el razonamiento que hacía. Llegó a entrenar simultáneamente hasta a 70 aspirantes a kommandos en el uso de fusiles y pistolas Magnum y en la guerra de guerrillas.

Von Maltitz figuraba en la lista de los radicales de derecha vigilados por el Servicio Nacional de Inteligencia de Niël Barnard. Para los agentes de dicho servicio y para el puñado de periodistas que seguía las actuaciones de la extrema derecha, el nombre de Eddie von Maltitz adquirió una resonancia siniestra.

Los guerreros bóer irrumpieron en el World Trade Centre la mañana del 25 de febrero de 1993. En el edificio de cristal y hormigón, de dos pisos, se habían reunido dos personajes destacados, Joe Slovo, líder legendario del Partido Comunista, y el ministro de Exteriores Pik Botha. Antes del ataque, unos 3.000 miembros armados del Volksfront se encontraron frente a la policía antidisturbios que había formado un perímetro de protección alrededor del edificio. Un bando iba de marrón y el otro de azul grisáceo, pero, por lo demás, eran la viva imagen el uno del otro. Hablaban el mismo idioma, tenían los mismos apellidos, les habían impartido la misma propaganda supremacista blanca todas sus vidas, habían aprendido a odiar y temer al CNA. Los policías del batallón antidisturbios eran los encargados por el apartheid de aplastar los movimientos de protesta negros. Aquel día, en el World Trade Centre, se enfrentaron a algo nuevo y extraño. El descontento blanco. Su entrenamiento —su educación— no les había preparado para aquello. ¿Qué debían hacer? ¿Habría alguno en sus filas que siguiera el ejemplo del soldado que vigilaba la Bastilla, que se negó a disparar contra su pueblo y volvió el arma contra su oficial? Y en ese caso, ¿qué pasaría?

El pulso duró cuatro horas, con los dos bandos situados a 100 metros uno de otro, sin que ninguno se atreviera a dar el primer paso. El gobierno era consciente de que, si moría alguien, si se creaban mártires bóer, las consecuencias podían ser catastróficas. El CNA contaba con numerosos seguidores, pero pocos estaban armados. Esta gente, en cambio, estaba armada hasta los dientes, y en Constand Viljoen tenía a un líder capaz de desgarrar el país. Por consiguiente, se ordenó a la policía que actuara con la máxima contención, que no respondiera con la fuerza habitual en un entorno que dominaban mejor, el de una muchedumbre de jóvenes negros arrojando piedras. Además, el respeto de las autoridades por Viljoen les permitía confiar en que la contención suscitara una reacción razonable por parte de sus adversarios y la situación no acabara en un baño de sangre.

No está claro si Viljoen apoyó la orden de atacar. Pero la acción comenzó cuando Terreblanche ordenó a sus tropas de asalto, la unidad de «élite» del AWB, que avanzaran. Estos soldados, conocidos como la Guardia de hierro, se diferenciaban de los demás gracias a sus uniformes negros, parecidos a los de las SS. Eran una treintena. La policía se apartó lentamente y les dejó pasar. Eddie von Maltitz, con su uniforme de camuflaje, se unió a ellos y trotó junto a un bakkie (un tipo de camioneta) de cuatro ruedas y del tamaño de un carro de combate que se dirigió hacia la entrada del edificio, atravesó el cristal y abrió una brecha por la que cargó Von Maltitz. «Yo encabecé el primer grupo que entró —recordaba, triunfante—. Teníamos chalecos antibalas y estábamos listos para disparar. Yo tenía una ametralladora RI».

En un instante, había 400 guerreros armados dentro del edificio, después de pasar al lado de unos policías armados que no sabían cómo reaccionar. En un momento dado, un grupo de cuatro miembros del Volksfront rodeó a un periodista negro de la agencia de noticias Reuters. Iba vestido con chaqueta y corbata, y eso pareció enojarlos especialmente. «Es un kaffir lleno de ínfulas», musitó uno. Mientras decidían si hacerle algún daño, intervino un periodista blanco. «Eres una vergüenza para la raza blanca», le dijo uno de los asaltantes armados. De pronto apareció Eddie von Maltitz. «Dejad tranquilo a este hombre —gritó—. No tenemos ningún problema con el hombre negro. El problema es nuestro gobierno blanco. Vamos a disparar contra esos traidores. Vamos a disparar contra Pik Botha».

Posteriormente, Von Maltitz presumía de haber «evitado un baño de sangre». Viljoen impidió uno más grande aún. El general entró por la puerta rota y fue al piso de arriba, flanqueado por una guardia solemne de miembros del AWB, para hablar con los delegados del CNA y el gobierno y con los oficiales de policía al mando. Había dejado claro lo que quería. Como un terrorista que coloca una bomba pero luego llama a la policía para que la desactive, había demostrado la capacidad de su gente para hacer daño. Lo único que quería en ese momento era que les dejaran salir y que no se detuviera a ninguno de sus hombres al volver a casa. Se aceptaron sus condiciones y, salvo unas cuantas pintadas groseras en las paredes, algo de orina en las alfombras y mucho cristal roto, no pasó nada. Por segunda vez en dos meses, Sudáfrica había coqueteado con la catástrofe pero había logrado evitarla.

La vida real seguía adelante con independencia de todo aquello. A menos de un kilómetro del World Trade Centre, la gente seguía trabajando en sus oficinas y sus fábricas como siempre. Dos kilómetros más allá, los pasajeros se embarcaban en el aeropuerto de Johanesburgo y los aviones seguían despegando y aterrizando sin interrupción. La ciudad bullía como de costumbre, los semáforos se ponían en rojo y en verde, los cafés estaban llenos. Y los Springboks de Pienaar se entrenaban ferozmente a 500 kilómetros de distancia, en Durban, para el partido del día siguiente contra Francia.

El CNA tenía ya motivos suficientes para decir: «Basta ya, vamos a quitaros la zanahoria y nunca más os la vamos a devolver». Sin embargo, no lo hizo. Una vez más, Mandela, con el apoyo de Steve Tshwete, se impuso con el argumento de que no era a la gente como Viljoen, como Terreblanche y como Von Maltitz a quien había que apelar, porque por ahora eran casos perdidos, sino a los afrikaners normales y corrientes. Como toda la gente normal de cualquier país que se encuentra entre la guerra y la paz, esas personas ponían la seguridad y la prosperidad por delante de la ideología, observaban de qué lado soplaba el viento y trataban de ver qué opción favorecía más los intereses de sus familias. Para esas personas, el rugby seguía siendo un incentivo; quitárselo les haría daño, les haría estar más tentados de aproximarse al bando de Viljoen. Mandela sabía que el rugby era el opio del apartheid, la droga que adormecía a la Sudáfrica blanca para que no viera lo que hacían sus políticos. Quizá era útil tener a mano una droga que anestesiara a esa Sudáfrica blanca ante el dolor de perder sus poderes y sus privilegios.

El partido contra Francia, una potencia en el rugby mundial contra la que Sudáfrica no había podido jugar desde hacía trece años, fue el momento de más orgullo en los veintiséis años de vida de François Pienaar. Desarrollado ante un estadio repleto, 52.000 espectadores, el encuentro eclipsó en la imaginación popular los sucesos ocurridos 24 horas antes en el World Trade Centre. El resultado final fue un empate 20-20, pero para Pienaar, y para la mayor parte de los blancos sudafricanos, tuvo sabor a victoria.