CAPÍTULO I
DESAYUNO EN HOUGHTON
24 de junio de 1995
Se despertó, como siempre, a las 4:30 de la mañana; se levantó, se vistió, dobló su pijama e hizo su cama. Había sido un revolucionario toda su vida y ahora era presidente de un gran país, pero no había nada capaz de hacer que Nelson Mandela rompiera con los rituales establecidos durante sus veintisiete años de prisión.
Ni cuando estaba en casa de otra persona, ni cuando se alojaba en un hotel de lujo, ni siquiera cuando pasaba la noche en el palacio de Buckingham o la Casa Blanca. Con la suerte de que nunca le afectaba el jet lag —le daba igual estar en Washington, Londres o Nueva Delhi—, siempre se levantaba a las 4:30 y se hacía la cama. Las personas encargadas de limpiarle la habitación en todo el mundo se quedaban siempre estupefactas al ver que el dignatario que les visitaba les había hecho la mitad del trabajo. Sobre todo, la señora a la que le tocó limpiar su suite del hotel en el que se alojó durante una visita a Shanghai. Le trastornaron las individualistas costumbres de Mandela. Cuando los ayudantes de éste le contaron que la camarera se había quedado molesta, él la invitó a su habitación, le pidió disculpas y le explicó que hacer la cama era como limpiarse los dientes; era algo que no podía evitar hacer.
La misma fijación tenía con una rutina de hacer ejercicio que había comenzado ya antes de la cárcel, en los años cuarenta y cincuenta, cuando era abogado, revolucionario y boxeador aficionado. En aquellos tiempos, corría durante una hora antes de que amaneciera, desde su pequeña casa de ladrillo en Soweto hasta Johanesburgo y vuelta. En 1964 ingresó en prisión en Robben Island, una isla junto a la costa de Ciudad del Cabo, y permaneció en una celda diminuta durante dieciocho años. Allí, a falta de otra alternativa, corría sin moverse del sitio. Todas las mañanas, durante una hora. En 1982 le trasladaron a una cárcel en tierra firme en la que compartió celda con su mejor amigo, Walter Sisulu, y otros tres veteranos de la lucha contra el apartheid en Sudáfrica. La celda era grande, aproximadamente del tamaño de media pista de tenis, y allí podía dar unas vueltas cortas. Lo malo era que, cuando emprendía aquellos medios maratones de interior, los demás estaban todavía acostados, y se quejaban amargamente de que todas las mañanas les sacaran de su sueño los vigorosos e implacables pisotones sexagenarios de su, por lo demás, querido camarada.
Tras su salida de prisión en febrero de 1990, a los setenta y un años, aflojó un poco el ritmo. En vez de correr, empezó a andar, pero con paso rápido y, como antes, todas las mañanas, durante una hora, antes de que amaneciera. Solía hacerlo en el barrio de Houghton, en Johanesburgo, donde se fue a vivir en abril de 1992 tras el fracaso de su segundo matrimonio, con Winnie. Dos años después llegó a la presidencia y, a partir de entonces, tuvo dos magníficas residencias a su disposición, una en Pretoria y otra en Ciudad del Cabo, pero siempre se sintió más a gusto en su casa de Houghton, un refugio en los barrios acomodados y, hasta hacía poco, sólo para blancos, del norte de la metrópolis más rica de África. A un habitante de Los Ángeles le llamarían la atención las semejanzas entre Houghton y Beverly Hills. Los blancos se habían cuidado bien durante la larga estancia de Mandela en la cárcel, y él pensó que también tenía derecho a un poco de buena vida. Le gustaba el carácter tranquilo y señorial de Houghton, el espacio y la frondosidad de sus paseos mañaneros, las charlas con sus vecinos blancos, a cuyas fiestas de cumpleaños y otras ceremonias asistía de vez en cuando. En los primeros tiempos de su presidencia, un chico judío de trece años se presentó en casa de Mandela y entregó al policía de guardia en la puerta una invitación para su bar mitzvah. Los padres se quedaron asombrados al recibir una llamada telefónica del propio Mandela, unos días después, para que le dijeran cómo llegar a su casa. Y se quedaron aún más asombrados cuando le vieron aparecer en su puerta, alto y sonriente, el gran día de su hijo. Mandela se sentía bienvenido y cómodo en una comunidad en la que, durante la mayor parte de su vida, sólo habría podido vivir si hubiera sido lo que en la Sudáfrica blanca llamaban —independientemente de la edad— un «chico de jardín». Se aficionó a Houghton y siguió viviendo allí durante todo su mandato, sin dormir en sus mansiones oficiales más que cuando el deber lo exigía.
En aquella mañana concreta, en pleno invierno del hemisferio sur, Mandela se despertó a las 4:30, como siempre, se vistió y se hizo la cama… pero entonces, con un comportamiento asombrosamente fuera de lugar en una criatura tan de costumbres como él, rompió la rutina; no fue a dar su caminata matutina. Fue al piso de abajo, se sentó en el comedor y desayunó. Había pensado el cambio de planes la noche anterior, con lo que había tenido tiempo de advertir a sus sorprendidos guardaespaldas, la Unidad de Protección Presidencial, de que a la mañana siguiente podían quedarse una hora más en la cama. En vez de llegar a las cinco, podían entrar a trabajar a las seis. Les iba a hacer falta ese descanso extra, porque el día iba a ser una prueba para ellos, casi tanto como para el propio Mandela.
Otra señal de que aquél no era un día cualquiera fue que Mandela, normalmente poco dado a los nervios, tenía un nudo en el estómago. «No sabes lo que pasé aquel día —me confesó—. ¡Qué tenso estaba!» Una confesión curiosa, en un hombre con su historia. No era el día de su liberación en febrero de 1990, ni su toma de posesión como presidente en mayo de 1994, ni siquiera la mañana de junio de 1964 en la que se despertó en una celda, sin saber si el juez iba a condenarle a muerte o, como al final fue, a cadena perpetua. Era el día en el que su país, Sudáfrica, iba a enfrentarse a la mejor selección del mundo, Nueva Zelanda, en la final de la Copa del Mundo de rugby. Sus compatriotas estaban tan nerviosos como él. Pero lo extraordinario, en un país que había dado bandazos históricos entre crisis y desastres, era que los nervios que sentían todos se debían a la perspectiva del inminente triunfo nacional.
Hasta entonces, cuando había una noticia que dominaba los periódicos, casi siempre significaba que había ocurrido o estaba a punto de ocurrir algo malo; o que se refería a algo que una parte del país interpretaría como bueno y otra como malo. Esa mañana, había un consenso nacional sin precedentes en torno a una misma idea. Los 43 millones de sudafricanos, blancos, negros y de todos los matices, compartían la misma aspiración: la victoria de su equipo, los Springboks.
O casi todos. Había al menos un descontento en aquellas últimas horas antes del partido, uno que deseaba que perdiera Sudáfrica. Se llamaba Justice Bekebeke y aquel día era la encarnación del espíritu de contradicción. Se atenía a lo que él consideraba sus principios, pese a que no conocía a nadie que compartiera su deseo de que ganase el otro equipo. Ni su novia, ni el resto de su familia, ni sus mejores amigos de Paballelo, el distrito negro en el que vivía. Todos sus conocidos estaban con Mandela y los Boks, a pesar de que, de los quince jugadores que iban a vestir esa tarde la camiseta de rugby sudafricana, verde y dorada, todos eran blancos menos uno. En un país en el que casi el 90 % de la población estaba formado por gente de color de distintas razas, Bekebeke no quería tener nada que ver con aquello. Se mantenía en sus trece y se negaba a unirse a aquella casi borrachera de camaradería multirracial que extrañamente se había apoderado incluso de Mandela, su líder, su héroe.
A primera vista, tenía razón y Mandela y los demás no sólo estaban equivocados sino que se habían vuelto locos. El rugby no era el deporte de la Sudáfrica negra. Ni Bekebeke, ni Mandela, ni la gran mayoría de sus compatriotas negros se habían criado con él ni eran especialmente aficionados. Para ser sincero, Mandela, de pronto un gran hincha, habría tenido que reconocer que le había costado entender varias de las reglas. Como Bekebeke, Mandela había sentido la mayor parte de su vida una clara antipatía hacia el rugby. Era un deporte blanco y, en especial, el deporte de los afrikaners, la tribu blanca dominante en el país, la raza superior del apartheid. Los negros habían considerado a los Springboks, durante muchos años, como un símbolo de la opresión del apartheid, tan repugnante como el viejo himno nacional y la vieja bandera de los blancos. Y la repugnancia debía ser aún mayor para alguien que, como Bekebeke y Mandela, hubiera sido encarcelado por luchar contra el apartheid; en el caso de Bekebeke, durante seis de sus treinta y cuatro años.
Otro personaje que, por motivos muy distintos, quizá podía estar en la misma línea que Bekebeke aquel día era el general Constand Viljoen. Viljoen estaba retirado, pero había sido jefe del ejército sudafricano durante cinco de los años de enfrentamientos más violentos entre los activistas negros y el Estado. Había derramado mucha más sangre defendiendo el apartheid que Bekebeke luchando contra él y, sin embargo, nunca había ido a la cárcel por lo que había hecho. Debería haber estado agradecido por ello, pero, por el contrario, había dedicado parte de su retiro a tratar de movilizar un ejército que se levantase contra el nuevo orden democrático. Sin embargo, esa mañana, se levantó de la cama en Ciudad del Cabo en el mismo estado de tensión y excitación que Mandela y el grupo de amigos afrikaner con los que iba a ver el partido en televisión por la tarde.
Niël Barnard, un afrikaner con el curioso mérito de haber luchado tanto contra Mandela como contra Viljoen en diferentes momentos, estaba todavía más tenso que sus dos antiguos enemigos. Barnard, que se disponía a ver el partido con su familia en su casa de Pretoria, a 1.500 kilómetros al norte de Ciudad del Cabo y a 40 minutos de autopista de Johanesburgo, había dirigido el Servicio Nacional de Inteligencia sudafricano, el SNI, durante el último decenio del apartheid. Era el hombre más cercano al implacable presidente P. W. Botha y estaba considerado como un personaje demoniaco y siniestro tanto por la derecha como por la izquierda, así como por mucha gente más allá de las fronteras de su país. Defensor del Estado —independientemente de la forma que adoptase ese Estado— por profesión y por temperamento, había librado una guerra contra el Congreso Nacional Africano (CNA) de Mandela, había sido el cerebro que dirigió las conversaciones de paz con ellos y después había pasado a defender el nuevo sistema político contra los ataques de la derecha, a la que pertenecía originalmente. Tenía fama de ser aterradoramente frío y clínico. Pero cuando se dejaba ir, se dejaba ir. El rugby era su válvula de escape. Cuando jugaban los Springboks, se deshacía de todas sus inhibiciones y se convertía, como él mismo reconocía, en un animal gritón. En este día, cuando iban a jugar el partido más importante de la historia del rugby sudafricano, se despertó hecho un manojo de nervios.
El arzobispo Desmond Tutu, sobre cuya vida privada solía guardar Barnard detallados expedientes, se encontraba en un estado de aprensión similar, o se habría encontrado si no hubiera sido porque estaba inconsciente. Tutu, que había sido el suplente de Mandela en los escenarios mundiales durante los años de cárcel de éste, era seguramente el más exuberante de todos los premios Nobel, y había pocas cosas que pudiera disfrutar más que estar presente en el estadio durante el partido, pero se encontraba en aquel momento en San Francisco, pronunciando discursos y recibiendo premios. Después de una búsqueda ansiosa, había encontrado la noche anterior un bar en el que podía ver el partido por televisión al amanecer, hora de la costa del Pacífico. Se había ido a la cama con una sola inquietud: su desesperado deseo de que, a la mañana siguiente, los Springboks rompieran los pronósticos y vencieran.
En cuanto a los propios jugadores, habrían sufrido suficiente tensión si ésta hubiera sido una final de la Copa del Mundo como cualquier otra. Pero ahora tenían una carga añadida. Antes de que empezara la Copa, quizá uno o dos de aquellos campechanos deportistas habría dedicado algún pensamiento fugaz a la política, pero nada más. Eran como otros hombres blancos sudafricanos y como la mayoría de los hombres en todas partes, en el sentido de que pensaban poco en la política y mucho en el deporte. Sin embargo, cuando Mandela había ido a verles un mes antes, el día antes de que comenzara el campeonato, les había asaltado una idea nueva: que se habían convertido literalmente en actores políticos. En la mañana de la final, comprendieron con impresionante claridad que la victoria contra Nueva Zelanda podía permitir algo aparentemente imposible, unir a un país más polarizado por la división racial que ningún otro en el mundo.
François Pienaar, el capitán de los Springboks, se despertó con el resto de su equipo en un hotel de lujo situado en el norte de Johanesburgo, cerca de la casa de Mandela, en un estado de concentración tan profunda que tuvo que hacer un esfuerzo para comprender dónde estaba. Cuando salió a correr a media mañana para desentumecerse, su cerebro no tenía ni idea de dónde le llevaban las piernas; no pensaba más que en la batalla de la tarde. El rugby es como una partida gigante de ajedrez que se juega a gran velocidad y con gran violencia, y los Springboks iban a enfrentarse a los grandes maestros del deporte, los All Blacks de Nueva Zelanda, el mejor equipo del mundo y uno de los mejores de la historia. Pienaar sabía que los All Blacks podían ganar a los Boks nueve de cada diez veces.
La única persona con una responsabilidad mayor que los jugadores de los Springboks aquel día era Linga Moonsamy, miembro de la Unidad de Protección Presidencial. Tenía asignada la tarea de ser el guardaespaldas «número uno» de la UPP y debía estar a un paso de Mandela desde el momento en el que saliera de casa para ir al partido hasta su vuelta. Moonsamy, antiguo guerrillero en el CNA de Mandela, era muy consciente, como profesional, de los peligros físicos que iba a afrontar su jefe ese día y, como antiguo combatiente por la libertad, del riesgo político que estaba asumiendo.
Agradecido por la hora extra de sueño que le había concedido su jefe, Moonsamy llegó en coche a la casa de Mandela en Houghton, al puesto de policía situado a la puerta, a las seis de la mañana. No tardó en llegar el equipo de la UPP que iba a proteger a Mandela durante todo el día, dieciséis hombres en total, la mitad de ellos ex policías blancos y la otra mitad antiguos combatientes por la libertad como él. Hicieron un círculo en el jardín delantero, como hacían todas las mañanas, en torno a un miembro del grupo llamado el oficial de planificación, que les transmitió las informaciones recibidas del Servicio Nacional de Inteligencia sobre posibles amenazas a las que tenían que estar atentos y los detalles de la ruta hacia el estadio, los puntos vulnerables del trayecto. Uno de los cuatro vehículos del equipo se fue a examinar el trayecto y Moonsamy se quedó allí, junto con otros, para comprobar sus armas, examinar el Mercedes-Benz blindado de color gris de Mandela y hacer el papeleo. Como formalmente estaban a sueldo de la policía, siempre tenían formularios que rellenar, y aquél era el momento ideal para hacerlo. Si no ocurría nada inesperado —y ocurría muchas veces—, tenían varias horas que matar hasta el momento de salir, así que disponían de amplias oportunidades para conversar antes del partido.
Pero Moonsamy, consciente de la responsabilidad especial que tenía ese día —porque la identidad del guardaespaldas número uno cambiaba de un día para otro—, estaba tan atento a su gran tarea como François Pienaar a la suya. Moonsamy, un hombre alto y ágil de veintiocho años, se enfrentaba en aquel momento al reto más grande de su vida. Pertenecía a la UPP desde que Mandela había llegado a la presidencia y ya había acumulado unas cuantas aventuras. Mandela insistía en hacer apariciones públicas en lugares impensados (por ejemplo, en bastiones de la derecha rural afrikaner) y le encantaba sumergirse de forma indiscriminada en las multitudes para disfrutar del contacto no filtrado por su gente. También le gustaba hacer paradas imprevistas, pedir de pronto a su chófer que se detuviera en una librería, por ejemplo, porque acababa de acordarse de una novela que deseaba comprar, y entraba en la tienda sin preocuparse por la conmoción que provocaba. Una vez, en Nueva York, cuando su limusina estaba en un atasco de camino a una cita importante, Mandela salió y bajó a pie por la Sexta Avenida, para asombro y delicia de la gente que pasaba por allí. «¡Pero, señor presidente, por favor…!», rogaban los guardaespaldas. Y Mandela respondía: «No, mirad. Vosotros hacéis vuestro trabajo y yo hago el mío».
En este día, el trabajo de la UPP iba a ser distinto a cualquier otro que habían hecho o harían jamás. El partido de aquella tarde, o la participación de Mandela en él, iba a ser, en opinión de Moonsamy, como cuando Daniel entró en el foso de los leones, salvo que se trataba de 62.000 leones presentes en el estadio Ellis Park, un monumento a la supremacía blanca no muy lejos del amable barrio de Houghton. El 95 % de los espectadores serían blancos, en su mayoría afrikaners. Rodeado por aquella muchedumbre tan inusual (Mandela no había aparecido nunca ante una multitud así), iba a bajar al campo a dar la mano a los jugadores antes del partido y luego, al final, a entregar la copa al capitán vencedor.
La escena que imaginaba Moonsamy —masas del viejo enemigo, afrikaners barrigudos con camisas de color caqui, rodeando al hombre al que, durante casi toda su vida, se les había enseñado a considerar el mayor terrorista de Sudáfrica— tenía cierto tono surrealista. Sin embargo, englobaba el propósito realista y completamente serio que se había fijado Mandela. Su misión, como la de todos los sudafricanos negros políticamente activos de su generación, había sido sustituir el apartheid por lo que el CNA llamaba una «democracia no racial». Pero todavía tenía que alcanzar un objetivo que era igual de importante y no menos difícil. Ya era presidente. Un año antes se habían celebrado las primeras elecciones en la historia de Sudáfrica según el principio de «una persona, un voto». Pero todavía quedaba mucho por hacer. Mandela tenía que asegurar los cimientos de la nueva democracia, tenía que hacerla resistente a las peligrosas fuerzas que aún estaban al acecho. La historia demostraba que una revolución tan total como la sudafricana, en la que el poder pasa de la noche a la mañana a manos de los rivales históricos, provoca una contrarrevolución. Aún había en circulación muchos extremistas fuertemente armados y con formación militar; muchos resentidos afrikaner, los «bitter enders», la versión sudafricana, más organizada, más numerosa y más armada del Ku Klux Klan estadounidense. En esas circunstancias, como había aprendido Moonsamy con sus lecturas de textos políticos, era esperable que hubiera terrorismo de derechas, y el terrorismo de derechas era lo que más deseaba evitar Mandela como presidente.
La mejor forma de hacerlo era conseguir que la población blanca aceptara su voluntad. Desde el principio de su presidencia valoró la posibilidad de que la Copa del Mundo de rugby le diera la oportunidad de ganárselos para su causa. Por eso se había empeñado en convencer a sus propios partidarios negros de que abandonaran el justificado prejuicio de siempre y apoyasen a los Springboks. Por eso quería demostrar ese día a los afrikaners en el estadio que aquél era también su equipo, que iba a compartir con ellos el triunfo o la derrota.
Pero el plan estaba lleno de riesgos. Los extremistas podían disparar contra Mandela o hacer estallar una bomba. O el propio acto podía volverse contra ellos. Una mala derrota de los Springboks no ayudaría. Todavía peor era la perspectiva de que los hinchas afrikaners la emprendieran a abucheos al oír el nuevo himno nacional, tan querido de los negros, o que ondearan la vieja y odiada bandera naranja, azul y blanca. Los millones de personas que vieran el partido en los distritos negros se sentirían humillados e indignados y preferirían apoyar a la selección de Nueva Zelanda, con lo que el consenso que Mandela había conseguido crear en torno a los Springboks se haría añicos, y surgiría la consiguiente posibilidad de desestabilización.
Sin embargo, Mandela era optimista. Estaba convencido de que las cosas iban a salir bien, como estaba convencido (como una pequeña minoría) de que los Springboks iban a ganar. Por eso, aquella mañana invernal y luminosa de sábado, se sentó tenso pero de buen humor a consumir su acostumbrado y copioso desayuno. Tomó, por este orden: media papaya, gachas de maíz seco, al que añadió frutos secos, pasas y leche caliente; una ensalada verde y luego, en plato aparte, tres rodajas de plátano, tres rodajas de kiwi y tres rodajas de mango. Después se sirvió una taza de café, que endulzó con miel.
Mandela, impaciente por que empezara el partido, comió aquella mañana con especial apetito. No se había dado cuenta hasta entonces, pero toda su vida había estado preparándose para ese momento. Su decisión de entrar en el CNA cuando era joven, en los años cuarenta; su liderazgo desafiante en la campaña contra el apartheid en los cincuenta; la soledad, la dureza y la callada rutina de la cárcel; el exhaustivo régimen de ejercicios al que se sometía tras las rejas, siempre seguro de que un día saldría y desempeñaría un papel fundamental en la política de su país; todo eso, y mucho más, había construido la plataforma para el empuje definitivo de los diez años anteriores, un periodo en el que Mandela había asumido sus batallas más difíciles y sus victorias más improbables. Hoy era la gran prueba, la que ofrecía las posibilidades de recompensa más duradera.
Si salía bien, llevaría a una conclusión victoriosa el viaje que, con una ambición propia de una epopeya clásica, había emprendido en la última década de su largo camino hacia la libertad. Como el Odiseo de Homero, había avanzado de obstáculo en obstáculo y había vencido cada uno de ellos, no porque fuera más fuerte que sus enemigos, sino porque era más listo y más seductor. Unas cualidades que había forjado tras su detención y encarcelación en 1962, cuando comprendió que la vía de la fuerza bruta que había intentado, como jefe y fundador del brazo militar del CNA, no servía para nada. En la cárcel pensó que la forma de matar el apartheid era convencer a los blancos de que lo mataran ellos mismos, de que se unieran a su equipo y se sometieran a su liderazgo.
Fue también en la cárcel donde aprovechó su primera gran oportunidad de llevar a la práctica su estrategia. En aquella ocasión, el adversario fue un hombre llamado Kobie Coetsee, cuyo estado de ánimo en la mañana del partido de rugby era de excitación nerviosa, como el de todos los demás; cuya claridad de ideas sólo se veía nublada por la duda de si ver el partido en su casa, a las afueras de Ciudad del Cabo, o sumergirse en la atmósfera de un bar cercano. En este día, Coetsee y Mandela estaban en el mismo bando hasta un punto que habría sido impensable cuando se conocieron, diez años antes. Entonces tenían todos los motivos para sentir mutua hostilidad. Mandela era el preso político más famoso de Sudáfrica; Coetsee era el ministro de Justicia y Prisiones. La tarea que se había propuesto Mandela, que llevaba cumplidos veintitrés años de su cadena perpetua, era ganarse a Coetsee, el hombre que controlaba las llaves de su celda.