CAPÍTULO XVII

«¡NELSON! ¡NELSON!»

24 de junio de 1995, por la tarde

En los 60 minutos que mediaron entre la llegada de Mandela a Ellis Park y el inicio del encuentro a las tres en punto hubo de todo. Primero se cantó una canción, luego pasó volando un Jumbo y, por último, se oyó un clamor que conmocionó el mundo.

La canción se llamaba Shosholoza. Mandela la conocía muy bien, como prácticamente todos los negros en Sudáfrica. Históricamente la cantaban los trabajadores negros que emigraban desde las zonas rurales del sur de África a las minas de oro en torno a Johanesburgo, y era una melodía alegre y llena de energía que parecía imitar el ritmo del tren de vapor. «Shosholoza» se traducía a veces como «abrirse paso», a veces como «avanzar», a veces como «viajar deprisa». Era, además, una canción dinámica, enormemente popular en los partidos de fútbol entre los aficionados a este deporte, casi exclusivamente negros. Mandela solía cantarla con Walter Sisulu y otros presos cuando trabajaban en la cantera de cal de Robben Island. Había vuelto a cantarla hacía sólo cuatro meses cuando, con otros cien ex presos, había regresado a la cárcel para llevar a cabo una alegre ceremonia. Pero ahora, en otra señal del rápido cambio que estaba experimentando Sudáfrica, la Unión de Rugby de Louis Luyt había escogido Shosholoza como canción oficial de la Copa del Mundo, y los aficionados blancos la habían adoptado alegremente como propia.

No obstante, necesitaban un poco de ayuda con la música y con la letra. Necesitaban, como los Springboks con el Nkosi Sikelele, a alguien que les enseñara a cantar. Y ahí es donde entró Dan Moyane. Moyane nació en Soweto en 1959 y se crió sin ningún interés por el rugby, «salvo para darme cuenta —decía— de que era un símbolo de la dominación afrikaner». Tras los disturbios estudiantiles de 1976, la mayoría de sus amigos fueron al exilio o a la cárcel. Él, acosado por la Policía de Seguridad, huyó del país y consiguió pasar la frontera a Mozambique, donde, en 1979, se incorporó al CNA. Allí trabajó como periodista para BBC Radio y Reuters, entre otros; sobrevivió a las incursiones de los comandos de las fuerzas especiales del general Constand Viljoen al otro lado de la frontera a principios de los ochenta y volvió a su país en 1991, un año después de que se levantara la prohibición sobre el CNA. Casi de inmediato obtuvo trabajo en la emisora de Johanesburgo Radio 702 (donde Eddie von Maltitz tendría posteriormente su conversación telefónica con Mandela), y pronto empezó a presentar un talk-show de seis a nueve de la mañana en colaboración con un ex jugador de rugby nacido en Irlanda, John Robbie, que había jugado con los Lions británicos contra los Springboks en 1980. Formaban un dúo muy popular, y su mezcla de conversación ligera y discusión seria sobre temas políticos fue una de las aportaciones más palpables de la sociedad civil al impulso de los cambios políticos en Sudáfrica. En su programa, incitaban suavemente a sus oyentes —especialmente los blancos— a tener una actitud más generosa respecto a las nuevas realidades del país.

La Copa del Mundo de rugby les dio mucho de lo que hablar. Para Robbie, era un sueño hecho realidad, una oportunidad de conciliar sus dos pasiones, el rugby y la reconciliación racial en Sudáfrica. Moyane, al principio, no estaba tan seguro. Sacudirse de encima las connotaciones que tenían los Springboks era para él tan difícil como para cualquier otro negro. Robbie y él discutían de rugby ante los micrófonos. Hasta que llegó el partido inaugural contra Australia.

«Cuando oí que Nelson Mandela iba a estar presente, tuve que hacer esfuerzos para creérmelo —dijo Moyane—. Pero pusimos la televisión en casa y allí estaba él, y mi esposa me dijo: “Bueno, si Mandela está allí apoyando a los Springboks, supongo que nosotros también tendremos que hacerlo. ¡Vamos a tener que ver el rugby!” Era una idea asombrosa, pero así fue, y creo que la misma conversación, con más o menos variaciones, se repitió en los hogares negros de todo el país».

A lo largo del mes siguiente, gran parte del programa matutino consistió en Moyane haciendo de ingenuo interrogador y Robbie de hombre de rugby experto y sabio. Un día pusieron Shosholoza, en una versión que acababa de grabar el sudafricano grupo coral masculino, mundialmente famoso, Ladysmith Black Mambazo. Era una versión muy bella, pero, cuando Robbie le pidió a Moyane su opinión, éste respondió que, a su juicio, la canción debía tener un espíritu más descarnado. «Era una canción de ánimo, de esperanza, cantada por hombres que estaban lejos de sus familias, que estaban trabajando duramente pero que pronto iban a coger el tren para volver a casa». Moyane le dijo a Robbie que, en su opinión, no era una canción pensada para arreglos corales muy elaborados. «Me parecía una canción que había que cantar con entusiasmo, con una pasión de gente de la calle, con corazón y con agallas». Robbie respondió: «Muy bien, ¿por qué no la cantas tú entonces, Dan? Muéstranos cómo hay que hacerlo». Y eso hizo Dan Moyane. Entonó un par de compases. «Era la primera vez que cantaba así ante el micrófono, y, en unos segundos, las líneas de teléfono del estudio se saturaron. Blancos y negros llamaron para decir que les había encantado».

Pronto llamaron también productores de música locales. Al cabo de diez días, Moyane había grabado y producido su propia versión de Shosholoza, con un coro de Soweto. «De pronto me vi firmando autógrafos en tiendas. La canción fue un éxito inmediato». Todo aquello era bastante asombroso, pero no podía compararse con lo que estaba por venir. Una semana antes de la final, después de que Sudáfrica derrotara a Francia, los organizadores de la Copa del Mundo le invitaron a dirigir a los aficionados cantando una hora antes del partido contra los All Blacks.

A primera vista, Moyane no parecía una elección natural para una ocasión tan ruidosa. De mediana altura y constitución delgada, tenía unos rasgos suaves y redondeados y unas maneras frágiles que contrastaban con la fisionomía y la actitud del aficionado blanco al rugby en general. Sin embargo, estuvo a la altura de la ocasión como si hubiera nacido para ello.

A las dos en punto, salió al terreno de juego. Su versión de Shosholoza se había oído por los altavoces del estadio mientras los aficionados iban entrando; ahora iban a cantarla todos juntos. Moyane se acercó al micrófono y preguntó: «¿Me oís?»

Sesenta y dos mil aficionados rugieron: «¡SÍ!»

«Muy bien, para estar seguros de que me oís verdaderamente, ¿podemos tener un poco de silencio ahora?» Ellis Park se calló de pronto. Entonces apareció en las dos grandes pantallas a los lados del estadio la letra de la canción en lengua zulú.

En medio del silencio, Moyane gritó: «¡Vamos a cantar la canción hasta echar a los All Blacks del estadio!», y se oyeron enormes vítores. Primero, leyó la letra en voz alta con el público, y luego todos empezaron a cantar.

Dirigió a aquellas masas de herederos de Piet Retief en dos sonoras interpretaciones de la canción zulú. «Mi cabeza se vio inundada de emociones e ideas —explicaba Moyane—. Me vinieron a la mente imágenes de 1976, de amigos encarcelados, de personas a las que conocía y a las que aquellos que estaban allí —o, por lo menos, otros próximos a ellos— habían torturado y asesinado. Pero al mismo tiempo pensé, ¡qué gesto por parte de esta gente! Estaban devolviéndonos el favor de haberles dejado conservar la camiseta verde. Era una canción negra callejera, una canción de fútbol, una canción de emigrantes, una canción de presos. Aquél fue un ejemplo maravilloso de que se habían cruzado las líneas, de que los ánimos estaban cambiando».

Y de que la gente estaba cogiendo velocidad para el gran partido. Lo siguiente elevó aún más el nivel de decibelios. El culpable fue el protagonista del segundo acto del espectáculo, un piloto de South African Airways llamado Laurie Kay. Nacido en Johanesburgo en 1945, Kay creció completamente protegido del mundo en el que vivía Dan Moyane. Era un blanco de habla inglesa que, por un capricho de circunstancias familiares similares al que había afectado a otros dos millones de personas como él, acabó viviendo en la punta meridional de África. Estaba obsesionado con volar desde la niñez, pero no entró a formar parte de las fuerzas aéreas sudafricanas, sino de la Royal Air Force británica, no por convicción política, sino por sentido práctico. Le resultó más fácil entrar en la RAF. «Ahora no me enorgullezco de contarlo —decía años después—, pero la verdad es que yo era una persona blanca, completamente apolítica, que votaba al Partido Nacional».

Las primeras semillas de conciencia política se plantaron en Kay poco después de que Mandela saliera de la cárcel. Se encontraban ambos en un vuelo de SAA de Río de Janeiro a Ciudad del Cabo. Era un Boeing 747 y Kay era el capitán. «Fue mi primer y último encuentro cara a cara con Nelson Mandela. Me pasaron un mensaje diciendo que quería verme. Así que salí de la cabina y vi que estaba con su mujer, Winnie. Estaban en los asientos 1D y 1F; nunca lo olvidaré —contaba Kay—. En cuanto me vio, se levantó. Yo le dije: “No, por favor”, pero él insistió, se levantó, me saludó y me dio la mano. No me había ocurrido ni ha vuelto a ocurrirme jamás con un pasajero. Para mí, la cortesía y el respeto de aquel gesto fueron reveladores». Mandela había dejado boquiabiertos a Kobie Coetsee y a Niël Barnard desde el primer instante, como le pasaría después con el general Viljoen. Pero esos hombres tenían cierta preparación política, cierta idea de qué esperar. El capitán Kay era una página en blanco. Sin embargo, el efecto fue, una vez más, automático. «Se levantó y me conquistó. Me di cuenta de que era una clase distinta de hombre. Hasta entonces, era un rostro y un nombre más de negro que quizá representaba una amenaza contra mi forma de vida. Yo me había criado en la mentalidad afrikaner y, aunque me preocupara poco por la política, aquélla era la influencia que me había llegado».

A menudo, Mandela se mostraba encantador porque sí. En muchas otras ocasiones, su intención era lograr algo a cambio. Algunas veces, era puramente personal; otras, era político. En aquel caso, Mandela quería pedir un favor específico. «Me explicó que el resto de su delegación viajaba en clase turista y que quería saber si se les podía subir de categoría». Kay no lo dudó. «Inmediatamente di la orden de que los llevaran al piso de arriba, a primera».

Era evidente que Mandela le había manipulado. Pero, aunque Kay se dio cuenta de ello, no por eso disminuyó su admiración, en parte porque, como decía después, «¡Debería ver a algunos de los tipos fríos y arrogantes que viajan en primera! Pero fue más que eso. A partir de ese día, cambié para siempre. Es un mago, no cabe duda. Yo creo que ciertas personas tienen un aura. Eugene Terreblanche, por ejemplo. Una vez fui andando hasta un avión a su lado: tenía un aura malvada. Mandela posee un aura de bondad».

Los caminos de Kay y Mandela volvieron a cruzarse —o estuvieron a punto de hacerlo— el día de la final de la Copa del Mundo de rugby.

South African Airways había iniciado conversaciones con la Unión de Rugby, unas semanas antes, para ver si podían sacar algún provecho comercial al gran acontecimiento. Al principio, las discusiones se centraron en la idea de que un pequeño avión controlado con mando a distancia, con los colores de SAA, sobrevolara el estadio. Sin embargo, a medida que avanzaban las negociaciones, los planes se volvieron más ambiciosos, hasta que Kay recibió una llamada de un directivo de SAA que quería convencerlo de pilotar un Jumbo en la tarde del partido, con las palabras «Go Bokke» (el plural de Bok en afrikaans) pintadas en la parte inferior del aparato. Kay no se lo pensó dos veces. Si Mandela había estado toda su vida preparándose para este momento, él también. No sólo era el piloto con más experiencia en 747 de la compañía, sino que había sido durante treinta años piloto acrobático. Había hecho espectáculos de acrobacia e incluso, en una ocasión, había trabajado en una película del actor Jackie Chan.

La diferencia, esta vez, era que podía representar un grave peligro, y no sólo para sí mismo y las 62.000 personas dentro del estadio, sino para muchísimas más fuera. Porque Ellis Park se encontraba en plena hondonada dentro de Johanesburgo. Estaba rodeado de edificios residenciales y de oficinas.

Laurie Kay pasó la semana previa a la final preparándose con diligencia para el que iba a ser el vuelo rasante más espectacular de la historia. Mantuvo numerosas reuniones con la gente de aviación civil y las autoridades de la ciudad, ahora bajo el mando del nuevo primer ministro de la provincia, el carismático ex preso de Robben Island Tokyo Sexwale. «Instalamos un control militar de tráfico aéreo en la cubierta de Ellis Park y declaramos una franja de cinco millas náuticas de cielo alrededor del estadio zona «estéril», es decir, sin tráfico aéreo, durante el día del partido», explicaba después Kay. Sus colegas de South African Airways y él tuvieron que reunirse asimismo con la SABC, que iba a emitir el partido en directo a todo el mundo, para asegurarse de que el vuelo se hiciera justo en el momento de máxima audiencia televisiva. «Dijeron que querían que pasara exactamente a las 14:32 y 45 segundos. Eso podía hacerlo. Pero luego dijeron que tenía que volver a pasar una segunda vez, 90 segundos después. Aquello me dejó perplejo, porque no sabía si podía maniobrar un avión tan grande en tan poco tiempo. Pero practiqué en el simulador y descubrí que sí podía hacerlo».

Sin embargo, el simulador no tenía ningún programa que pudiese prepararle para la maniobra concreta que tenía prevista. Para ello tuvo que salir y hacer un poco del viejo trabajo de preparación sobre el terreno. «Pasé mucho tiempo sobre la cubierta de Ellis Park y en las colinas que lo dominaban, para decidir la mejor aproximación y hacerme una idea de lo que iban a ver los aficionados. Ellis Park está en una depresión, y es difícil acercarse. Comprendí que iba a necesitar alguna maniobra agresiva».

En aquella época, Sudáfrica tenía algo del salvaje oeste. Con todos los cambios radicales que estaba experimentando, era un país temerario, vibrante y lleno de posibilidades. Con ese ánimo afrontó Laurie Kay el reto profesional más peligroso de su vida.

«La Autoridad de Aviación Civil tiene normas para sobrevolar áreas habitadas y concentraciones públicas. Creo que la altitud mínima es de 600 metros. Por supuesto, esas normas quedaron provisionalmente anuladas. Era responsabilidad mía decidir hasta dónde debía bajar». Kay, su copiloto y su mecánico de vuelo despegaron y se dirigieron, como en un bombardero de la Segunda Guerra Mundial, hacia su objetivo.

«Íbamos tres en la cabina, pero, cuando nos preparábamos para nuestra aproximación final, les dije: “Muy bien, chicos, a partir de ahora asumo plena responsabilidad.” Porque no servía de nada, en una ocasión como ésta, volar tan alto que la gente casi no pudiera oírte. Así que me aproximé a un ángulo bajo para asegurarme de que los espectadores pudieran leer las palabras escritas en la parte inferior del aparato, y la velocidad más lenta posible sin llegar a detenerme. A 259 kilómetros por hora. Fui despacio para que pudiéramos generar suficiente fuerza para subir en cuanto pasáramos el estadio. Así que, cuando llegamos allí —el tiempo que estuvimos sobre nuestro objetivo fue de entre dos y tres segundos—, aceleramos los motores, los forzamos para que transmitieran al estadio todo el ruido y toda la potencia posibles».

Kay voló tan bajo que habría acabado en la cárcel si la AAC no hubiera aceptado suspender las normas. Voló a sólo 60 metros de altura sobre los asientos superiores del estadio, la misma distancia que la de la envergadura del aparato. «Y volvimos perfectamente a tiempo para la segunda pasada, en menos de 80 segundos —contaba Kay, que añadía, con modestia—: Hubo algunos factores que jugaron a nuestro favor. La visibilidad era excelente. No había viento. Pero, sobre todo, yo quería que transmitiéramos al estadio el mensaje de que éramos fuertes e íbamos a ganar. De modo que, sí, vaciamos toda la potencia que pudimos en el estadio».

La primera reacción de la multitud, que, en su mayoría, no había visto venir el avión, fue de auténtico terror. Fue como si hubiera estallado una gran bomba dentro del estadio. El impacto de los cuatro motores rugientes del Boeing 747 ensordeció a todo el mundo e hizo vibrar las paredes. Louis Luyt estaba en la suite presidencial, con Mandela a su lado.

«¡Qué salto di! —exclamaba Luyt—. ¡Y Mandela también saltó!» Como todo el mundo en el estadio. «¡Qué cabrón! —sonreía Luyt, refiriéndose al capitán Kay—. No nos había dicho que iba a volar tan bajo. ¡A 60 metros! ¡Qué susto me pegué! Podía haber rozado la cubierta del estadio».

La sorpresa y el susto dieron paso a un entusiasmo atronador. La potencia que el capitán Kay vertió sobre el estadio electrizó a todos los presentes y mantuvo a la muchedumbre ronroneando hasta el final del partido.

Cinco minutos antes del inicio, Nelson Mandela salió al campo para dar la mano a los jugadores. Llevaba la gorra verde y la camiseta verde de los Springboks, abotonada hasta el cuello. Cuando el público le vio, se quedó en silencio. «Fue como si no pudieran creer lo que estaban viendo», explicaba Luyt. Entonces empezó a oírse un clamor, primero en voz baja pero enseguida subiendo en volumen e intensidad. Morné du Plessis lo oyó al salir del vestuario y pasar por el túnel hacia el campo. «Salí a aquel sol frío y brillante de invierno y, al principio, no entendía lo que pasaba, qué gritaba la gente, por qué había tanta excitación cuando los jugadores todavía no habían saltado al campo. Entonces descifré las palabras. Aquella multitud de blancos, afrikaners, gritaban, como un solo hombre, una sola nación: “¡Nel-son! ¡Nelson! ¡Nel-son!” Una y otra vez, “¡Nel-son! ¡Nel-son!”, y fue algo…» Los ojos de este ex jugador de rugby se le llenaban de lágrimas mientras intentaba encontrar las palabras para describir el momento. «No creo —prosiguió—, no creo que vuelva a vivir nunca un instante como aquél. Fue un momento mágico, un momento maravilloso. Fue cuando comprendí que realmente había una posibilidad de que este país saliera adelante. Aquel hombre estaba demostrando que era capaz de perdonar por completo, y ellos —la Sudáfrica blanca, la Sudáfrica blanca aficionada al rugby— estaban probando, con aquella reacción, que también querían devolverle el favor, y eso es lo que hicieron al gritar “¡Nelson! ¡Nelson!”». Fue maravilloso. Fue digno de un cuento de hadas. Fue Sir Galahad: mi fuerza es la fuerza de diez porque mi corazón es puro.

«Entonces vi a Mandela con aquella camiseta, agitando la gorra en el aire, con aquella sonrisa enorme y especial que tenía. Estaba tan contento. Era la viva imagen de la felicidad. Se reía sin parar, y pensé, sólo con que le hayamos hecho feliz en este momento, ya es suficiente».

Rory Steyn, uno de los miembros del equipo de guardaespaldas presidenciales de Mandela, tuvo también asiento de primera fila. Le habían asignado la responsabilidad de la seguridad de los All Blacks, por lo que estaba en el campo con ellos, al lado de su banquillo. «Con aquel acto de generosidad, Mandela transformó a toda Sudáfrica en una nación nueva —dijo después Steyn, un ex Policía de Seguridad que, durante años, se había dedicado a perseguir al CNA y sus aliados—. Recibimos el mensaje de la población negra con gratitud y alivio. Compartimos vuestro júbilo, nos decían; os perdonamos por el pasado».

El perdón iba acompañado de la expiación. Eso era también lo que querían decir los gritos de «¡Nelson! ¡Nelson!» Al rendir homenaje al hombre cuya pena de cárcel había sido una metáfora del cautiverio de la Sudáfrica negra, estaban reconociendo su pecado, descorchando la botella en la que estaba encerrada su culpa. Linga Moonsamy, situado en el césped un paso detrás de Mandela, absorbiéndolo todo, se sintió completamente abrumado. Por un lado, estaba saboreando el sueño al que había dedicado su vida como joven luchador del CNA; por otro, tenía una misión que debía cumplir con frialdad. «Allí estaba, casi pegado a su espalda, escuchando aquel rugido, y los gritos de “¡Nelson! ¡Nelson!” y, aunque estaba muy emocionado, más conmovido de lo que había estado en toda mi vida, también tenía que cumplir un deber, y estaba totalmente alerta, vigilando a la muchedumbre. Y entonces, hacia la esquina derecha del campo, vi que ondeaban unas cuantas banderas sudafricanas antiguas y eso despertó en mí una reacción completamente contraria. Me entraron escalofríos. De pronto había una alerta de seguridad alarmante. Sabía que debíamos vigilar cuidadosamente a aquel sector del público y me propuse mencionarlo en cuanto pudiera al resto del equipo. Pero me sentí dividido, porque me sorprendió comprender lo que significaba desde el punto de vista político».

El simbolismo era alucinante. Durante décadas, Mandela había representado todo lo que más temían los blancos; durante más años todavía, la camiseta Springbok había sido el símbolo de todo lo que más odiaban los negros. Ahora, de pronto, ante los ojos de toda Sudáfrica y gran parte del mundo, los dos símbolos negativos se habían fundido para crear uno nuevo que era positivo, constructivo y bueno. Mandela era el responsable de esa transformación y se había convertido en la encarnación, no del odio y el miedo, sino de la generosidad y el amor.

Dos años antes, Louis Luyt no habría sabido cómo interpretar todo aquello, pero ahora sí. «Mandela sabía que aquélla era la oportunidad política de su vida, y ¡Dios mío, cómo supo aprovecharla! —dijo posteriormente—. Cuando la muchedumbre estalló, pudimos verlo: aquel día era el presidente de Sudáfrica sin un solo voto en contra. Sí, la toma de posesión, un año antes, fue estupenda, pero era la culminación de unas elecciones en las que unos habían ganado y otros perdido. Aquí estábamos todos en el mismo bando. Ni un voto en contra. Aquel día fue nuestro rey».

Ése era el objetivo. Mandela había sabido valorar el poder de su gesto cuando había dicho que el hecho de que se pusiera la camiseta «tendría un efecto magnífico entre los blancos». Aquel día fue el rey de todos. Ya había tenido una coronación, en el estadio de fútbol de Soweto, al día siguiente de su liberación. Entonces, había sido coronado rey de la Sudáfrica negra. Cinco años más tarde, se producía su segunda coronación en el sancta sanctorum de los afrikaners, el estadio nacional de rugby.

Van Zyl Slabbert, que había inspirado a Morné du Plessis en su juventud y era jefe de Braam Viljoen en el think-tank de Pretoria, estaba en el estadio. «No se puede hacer idea de lo que significó para mí ver a aquellos bóers típicos a mi alrededor, con sus barrigas cerveceras, sus pantalones cortos y sus calcetines largos, típicos simpatizantes del AWB, bebiendo coñac con coca cola, ver a aquellos norteños reaccionarios del Transvaal cantando Shosholoza, dirigidos por un joven negro, y vitoreando a Mandela —decía Slabbert, perplejo al recordar la escena—. Podíamos haber esperado que, cuando llegara a la presidencia, dijera: “¡Voy a acabar con vosotros…!” Pero no, él contradice todos los estereotipos de venganza y castigo».

El arzobispo Tutu, que, de niño, iba andando a Ellis Park a ver los partidos con sándwiches que le hacía su madre, tuvo que vivir con la cruel ironía de no poder acudir al estadio porque tenía un compromiso fijado con anterioridad en Estados Unidos. Pero no estaba dispuesto a perderse el partido. Lo vio, a primera hora de la mañana, en un bar de San Francisco.

«Nelson Mandela tiene el don de hacer lo más apropiado y ser capaz de hacerlo con aplomo —dijo Tutu—. Otro líder político, otro jefe de Estado, si hubiera intentado hacer algo así, se habría dado de bruces. Pero era lo que había que hacer. No es una cosa que uno pueda inventarse… Creo que fue un momento definitorio en la vida de nuestro país».

Nadie capturó el cambio trascendental que había llevado a cabo Mandela mejor que Tokyo Sexwale, que había pasado trece años en Robben Island condenado por terrorismo y conspiración para derrocar el gobierno; que, al salir de prisión, se había convertido en el mejor amigo del asesinado Chris Hani; que, como primer ministro de la provincia de Gauteng (antes Transvaal), se había convertido en uno de los seis o siete personajes más destacados del CNA.

«Aquél fue el momento en el que comprendí con más claridad que nunca que el fin de la lucha de liberación de nuestro pueblo no era sólo liberar a los negros del cautiverio —decía Sexwale, teniendo muy en cuenta la principal lección que había aprendido de Mandela en la cárcel—, sino, todavía más, liberar a los blancos del miedo. Y allí estaba. “¡Nelson! ¡Nelson! ¡Nelson!” El miedo que se disipaba».

¿Y qué pasó con el último Santo Tomás? ¿Qué pasó con Justice Bekebeke, el único del grupo de ocho en la barbacoa de Paballelo que no llevaba camiseta Springbok? Para él también fue un momento definitorio. Por fin capituló, impotente ante la marea del nuevo sentimiento sudafricano que había desencadenado Mandela.

«Una hora antes de que empezara el partido, seguía indeciso y confuso —explicaba—. Pero entonces encendimos el televisor y vimos a aquella gente cantando Shosholoza, y luego aquel vuelo rasante asombroso, y después el anciano, mi presidente, con la camiseta Springbok. Yo me debatía. Todavía no acababa de sacudirme el viejo resentimiento, el odio, pero me estaba pasando algo, y comprendí que estaba cambiando, me estaba ablandando, hasta que tuve que ceder, tuve que rendirme. Y me dije, bueno, ésta es la nueva realidad. No hay vuelta atrás: el equipo sudafricano es ya mi equipo, sean quienes sean, sea cual sea su color.

»Fue todo un hito para mí. Para toda mi relación con mi país, con los sudafricanos blancos. A partir de aquel día, todo cambió. Todo se redefinió».