EPÍLOGO

Doce años después de la final de la Copa del Mundo de rugby, en agosto de 2007, se descubrió una estatua de bronce de Nelson Mandela en la Plaza del Parlamento de Londres, junto a las de Abraham Lincoln y Winston Churchill. En su información del acto, un periódico nacional británico calificó a Mandela de «líder negro». No pretendía ofender, seguramente, pero, aun así, parecía un poco insultante verlo descrito en esos términos. Como lo habría sido ver a Lincoln y a Churchill descritos meramente como «líderes blancos».

Identificar a Mandela por su raza es disminuirlo. Tony Benn, un veterano parlamentario británico, se aproximó más a la verdad cuando, en la ceremonia, llamó a Mandela «presidente de la humanidad».

Pero Mandela, que entonces tenía ochenta y nueve años, no era una especie de aberración de la naturaleza. Como dijo él en su turno de intervención, frágil pero con voz firme, «aunque esta estatua representa a un hombre, en realidad debería simbolizar a todos los que se resistieron a la opresión, especialmente en mi país».

La modestia de Mandela podía, a veces, ser un poco artificial, pero en esa ocasión no lo era. Mandela era la encarnación de las mejores cosas que podía ofrecer su país. Lo vi personalmente, en repetidas ocasiones, durante los seis años que estuve destinado en Sudáfrica, entre 1989 y 1995, una época en la que, en medio del esperanzado movimiento hacia delante, se desató una violencia terrible en los distritos negros, sobre todo los de alrededor de Johanesburgo, donde yo vivía. Lo mejor de Sudáfrica no era Mandela, sino que el país estaba repleto de mini-Mandelas, de gente como Justice Bekebeke, su novia, Selina, o Terror Lekota, el primer ministro del Estado Libre de Orange que invitó a Eddie von Maltitz a su fiesta de cumpleaños.

La primera vez que entrevisté a Mandela, a principios de 1993, le pregunté cómo era posible que el mensaje de «no racismo» del CNA hubiera capturado la imaginación de los negros sudafricanos, en detrimento del vengativo «un colono, una bala» del CPA. Me respondió que la historia había enseñado a su pueblo a ser cálido, amable y generoso, incluso con sus enemigos. «El rencor no se concibe —dijo—, ni siquiera cuando luchábamos contra algo que nos parecía que estaba mal». El mensaje del Congreso Nacional Africano, dijo, «no había hecho más que consolidar ese modelo histórico».

Esa verdad quedó demostrada por mi experiencia, pero no era toda la verdad. Otro tipo de líder del CNA habría podido escoger la opción, más fácil, de apelar a la indignidad y el dolor que había sufrido la Sudáfrica negra y convertirlos en un enfrentamiento violento. Hacía falta una sabiduría poco frecuente para que Mandela dijera a su gente, como me parafraseó en aquella misma entrevista: «Entiendo vuestra ira. Pero, si estáis construyendo una nueva Sudáfrica, debéis estar preparados para trabajar con gente que no os gusta».

Su generoso pragmatismo era todavía más extraordinario si se tenía en cuenta la trayectoria histórica de su propia vida. Albert Camus escribió en su libro El hombre rebelde: «Veintisiete años en prisión no engendran una forma muy conciliadora de inteligencia. Un encierro tan prolongado hace que un hombre se convierta en un pelele, o un asesino, o a veces ambas cosas». En defensa del filósofo francés, hay que decir que murió en 1960, antes incluso de que Mandela entrara en la cárcel. Pocos habrían discutido la lógica de esas palabras cuando las escribió Camus. Mandela fue un primer caso y seguramente un último. Fue para Sudáfrica lo que George Washington fue para Estados Unidos, el hombre indispensable. Como me dijo el arzobispo Tutu: «No habríamos podido hacerlo sin él».

Mandela impidió que estallara una guerra pero eso no significó que dejara a Sudáfrica un estado de paz y armonía perfectas, como Washington tampoco lo logró en Estados Unidos. Después del apartheid, Sudáfrica se libró de su singularidad en el mundo, dejó de ser el parangón de la injusticia y el chivo expiatorio (totalmente merecido) de la incapacidad humana de superar los antagonismos raciales, tribales, nacionalistas, ideológicos y religiosos. Se convirtió en un país con los mismos retos que otros en parecidas circunstancias económicas: cómo proporcionar viviendas a los pobres, cómo combatir los crímenes violentos, cómo luchar contra el sida. Y hubo corrupción, hubo ejemplos desagradables de clientelismo político, hubo dudas sobre la eficacia del CNA en el gobierno. Y la eterna cruz de la humanidad, el retrógrado problema del color de la piel, tampoco desapareció por arte de magia, aunque, al comenzar el siglo XXI, la transformación era tal que no había muchos países cuyos ciudadanos blancos y negros se relacionasen con tanta naturalidad como en Sudáfrica.

También era cierto que los fundamentos políticos siguieron siendo tan sólidos como los había dejado Mandela al acabar sus cinco años de mandato presidencial: el país siguió siendo un modelo de estabilidad democrática y el imperio de la ley permaneció firme.

¿Permanecería así para siempre? ¡Quién podía saberlo! Lo que sí perduraría es el ejemplo de Mandela, y aquel atisbo de utopía que su pueblo vio desde la cima de la montaña a la que les llevó el 24 de junio de 1995. Cuando pregunté a Tutu cuál era el valor más perdurable de aquel día, replicó: «Es fácil. Un amigo de Nueva York me dio la respuesta cuando me dijo: “¿Sabes qué? Lo mejor de todo lo bueno que ha ocurrido es que puede volver a ocurrir”».