CAPÍTULO XI
«HAY QUE APELAR A SUS CORAZONES»
1994
Una dieta sencilla y baja en grasas, mucho ejercicio, el fresco aire de mar, suficientes horas de sueño, horarios regulares, prácticamente nada de estrés: la cárcel tenía sus compensaciones. Eso ayudaba a entender por qué los médicos de Mandela confirmaban lo que decían quienes le habían visto en acción durante aquel año tan repleto de acontecimientos espectaculares: a los setenta y seis años, tenía la constitución de un hombre de cincuenta en buena forma. Mil novecientos noventa y tres fue un año cargado de acontecimientos; 1994 prometía ser todavía más difícil. Mandela se levantaba todos los días a las 4:30 no sólo por costumbre, sino por necesidad. La derecha blanca y la derecha negra seguían negándose a presentarse a las elecciones y amenazaban con la guerra si se llevaban a cabo sin contar con ellas. En el caso de que sí se celebraran las primeras elecciones multirraciales el 27 de abril, según lo previsto, Mandela tendría que ocuparse de una campaña electoral, y, si vencía, tendría un país que gobernar, un país con los problemas habituales en todas partes, más la certidumbre de que el problema fundamental de la estabilidad, la perspectiva del terrorismo contrarrevolucionario, no iba a desaparecer.
Lo bueno era que Constand Viljoen estaba perdiendo su entusiasmo por la guerra. Desde su llamamiento a las armas en Potchefstroom, había desarrollado —con la ayuda de Mandela— una conciencia más clara del baño de sangre que podía desencadenar y estaba empezando a ver que un gobierno dirigido por negros podía no ser tan apocalíptico como había pensado al principio. Sin embargo, seguía exhortando a su gente a movilizarse para la guerra. «Si quieres discutir con un lobo, asegúrate de tener una pistola en la mano», era su lema. El problema era que ya no estaba completamente seguro de si el lobo era un lobo, o un perro que podía domesticarse. Mandela le caía bien, pero tenía sus dudas sobre el CNA; le preocupaba que los dirigentes con los que se reunía, como el astuto número dos de la organización, Thabo Mbeki, pudieran estar abusando de su buena fe y engañándole para que vendiera a su gente. Y había otra cosa. Si el CNA estaba poniendo en práctica un juego retorcido y engañoso, si lo que en realidad quería era convertir Sudáfrica al comunismo y llevar a cabo una terrible venganza contra los blancos mientras fingía lo contrario, los altos jefes de la FDSA se lo habían creído por completo. El general Georg Meiring, sucesor de Viljoen como jefe de las fuerzas armadas, había pronunciado justo antes de la Navidad de 1993 un discurso en el que prometía su apoyo a la nueva constitución (uno de los incentivos para hacerlo fue la amenaza, por parte del progresista jefe de las fuerzas aéreas, de que estaba dispuesto a bombardearle si volvía al ejército en contra del nuevo orden). Viljoen sabía que, si el Volksfront declaraba la guerra, seguramente se enfrentaría al poderío del mismo ejército en el que él había servido con tanto orgullo y distinción. Todavía era posible contar con que algunos sectores de la FDSA lucharían junto a la resistencia bóer, pero, de no producirse un golpe de mano —que cada vez era menos probable— en la cúpula, la institución parecía estar alineada con Mandela y De Klerk.
El general Viljoen no se había sentido nunca tan inseguro e incómodo. A medida que las posibilidades de victoria del Volksfront se volvían más remotas, sus soldados clamaban en voz más alta pidiendo la guerra. Mandela también oía esos gritos, y simpatizaba con Viljoen. Sabía que las bases del general necesitaban lanzar vítores. Los demás dirigentes del CNA no lo tenían tan claro. En una reunión del Comité Ejecutivo Nacional a principios de 1994, se discutió qué postura debía tener el nuevo gobierno sobre la delicada cuestión del himno nacional. El viejo himno era claramente inaceptable. Una parte de Die Stem, una lúgubre melodía marcial, era una aceptable y neutral súplica a Dios para que «proteja nuestra amada tierra»; pero otra —y ésa era la parte que oían los negros— celebraba los triunfos de Retief, Pretorius y el resto de los «expedicionarios» en su marcha hacia el norte a través de Sudáfrica en el siglo XIX, una marcha en la que aplastaron la resistencia negra y sus «carros chirriantes dejaron sus surcos en la tierra». El himno extraoficial de la Sudáfrica negra, el Nkosi Sikelele, era la sentida expresión de un pueblo que había sufrido mucho tiempo y anhelaba la libertad.
La reunión acababa de empezar cuando entró un ayudante para informar a Mandela de que tenía una llamada de un jefe de Estado. Salió de la sala y los treinta y pico hombres y mujeres del órgano supremo de decisión del CNA siguieron debatiendo sin él. Hubo un consenso abrumador en favor de eliminar Die Stem y sustituirlo por el Nkosi Sikelele. Los miembros del comité ejecutivo estaban felicitándose por su decisión y lo que simbolizaba para la nueva Sudáfrica cuando regresó Mandela. Le dijeron lo que habían decidido y él respondió: «Pues lo siento. No quiero ser grosero, pero… creo que debo expresar lo que pienso sobre esta propuesta. Nunca pensé que personas experimentadas como vosotros podían tomar una decisión de tal magnitud en un tema tan importante sin ni siquiera esperar al presidente de vuestra organización».
Y entonces Mandela expuso su punto de vista. «Esta canción que despacháis con tanta facilidad contiene las emociones de muchas personas a las que todavía no representáis. De un plumazo, decidiríais destruir la misma —la única— base de lo que estamos construyendo: la reconciliación».
Los hombres y mujeres del Comité Ejecutivo Nacional del CNA se sintieron abochornados. Mandela propuso que Sudáfrica tuviera dos himnos que serían interpretados, uno después de otro, en todas las ceremonias oficiales, desde las tomas de posesión presidenciales hasta los partidos internacionales de rugby: Die Stem y el Nkosi Sikelele. Los luchadores por la libertad, rápidamente convencidos por la lógica del argumento de Mandela, cedieron de forma unánime. Jacob Zuma, que había presidido la reunión, dijo «Bueno, creo… creo que la cosa está clara, camaradas. Creo que la cosa está clara». No hubo objeciones.
El comité capituló ante el enfado de Mandela porque sus miembros comprendieron que su solución para el problema del himno era la mejor desde el punto de vista táctico. Había amonestado al comité sobre la necesidad de ganarse a los afrikaners y mostrar respeto por sus símbolos; sobre la conveniencia de hacer todo lo posible, por ejemplo, para decir unas palabras en afrikaans al principio de cada discurso. «No hay que apelar a su razón —explicó—, sino a sus corazones».
En el caso de Constand Viljoen, Mandela se dirigió al cerebro y el corazón, pero al final fue el corazón el que ganó. Ayudó enormemente el hecho de que, el 11 de marzo, el Volksfront sufrió su Waterloo, y eso movió al general en la dirección hacia la que Mandela había estado empujándole con suavidad.
A apenas seis semanas de las elecciones, Viljoen respondió a una llamada de uno de sus aliados negros en la Alianza por la Libertad. En esa ocasión no era Buthelezi, sino el líder de otro de los pequeños Estados tribales que el ideólogo jefe Hendrick Verwoerd había ideado como parte de su estrategia del «gran apartheid», un hombre llamado Lucas Mangope, cuyo poder en Bophuthatswana estaba amenazado por la mayoría de sus ciudadanos, partidarios del CNA y ofendidos por su dependencia de Pretoria. Viljoen movilizó una fuerza de más de mil hombres para ir a la capital de «Bop», una ciudad llamada Mmabatho. La cosa acabó en desastre cuando el AWB de Eugene Terreblanche entró en la refriega y emprendió lo que los periódicos afrikaans describirían más tarde como un kaffirskietpiekniek, un pícnic de tiro al kaffir. Las fuerzas de seguridad de Mangope se rebelaron y dirigieron sus armas contra los miembros del Volksfront, y cuando, horas más tarde, llegó la FSAD en una columna de vehículos blindados, las tropas de Viljoen abandonaron el campo de batalla en medio del caos.
Suele decirse que lo que ocurrió en Mmabatho fue la única razón por la que Viljoen decidió abandonar la lucha de resistencia bóer. Pero él reconoció que había más factores. Una vez librado del elemento vándalo del AWB, habría podido seguir dirigiendo una campaña «militar» eficaz, aunque todos los demás lo habrían llamado terrorismo. «Teníamos un plan. Podríamos haber impedido que se celebraran las elecciones, y no con la FSAD, sino nosotros solos. Teníamos los medios, teníamos las armas, teníamos la táctica y teníamos la voluntad. No de hacernos con el poder, no de derrotar a la FSAD, pero sí de impedir que se celebrasen las elecciones, no me cabe ninguna duda».
Arrie Rossouw, al que, cuatro años después de la liberación de Mandela, se consideraba un peso pesado del periodismo afrikaner y que posteriormente sería director de Beeld y de Die Burger, estaba de acuerdo. «No hay duda de que podía haber hecho un daño terrible a este país —afirmaba—. Muy fácilmente podía haber colocado a 400 ex miembros de los regimientos de Reconocimiento [fuerzas especiales], perfectamente entrenados, a sus órdenes y, con ellos, bien dotados de armas, podría haber hecho estallar aeropuertos, estaciones de tren, estaciones de autobús, podría haber asesinado a gente. No habrían conseguido derrocar al gobierno —eso lo aprendieron en Mmabatho—, pero sí habrían podido paralizar la economía y causar un caos político total. Y habrían podido mantenerlo durante años y años».
En otras palabras, podrían haber hecho lo que el IRA hizo en Irlanda del Norte durante treinta años, pero con unos efectos mucho más catastróficos. En parte, porque disponían de más armas y más hombres con experiencia militar, pero, sobre todo, porque Sudáfrica estaba construyendo su democracia con una economía quebradiza, vulnerable al caos y el derrumbamiento como no lo habían sido jamás Irlanda ni Gran Bretaña. Lo alarmante fue que no era un colectivo, sino un solo hombre, el que debía decidir qué vía iban a emprender, la paz o la guerra.
«Sí, fue una decisión completamente mía. Completamente —confirmó Viljoen en tono solemne—. Durante aquellas últimas semanas antes de las elecciones, en el Volksfront afrikaner había división de opiniones, entre una mitad que quería la opción violenta, impedir las elecciones y todo el proceso democrático en Sudáfrica, y la otra que quería una solución negociada». Sufrió con la decisión. «Siempre me pareció que la guerra y la violencia no son opciones fáciles. Yo sabía lo que era la guerra. Así que les dije a mis partidarios que asumía la responsabilidad de decidir si luchar o no. Fue la decisión más difícil de toda mi vida. En el ejército, tiene que entenderlo, antes de tomar una decisión en un asunto como éste, sopesamos todos los factores, evaluamos, reflexionamos, y sólo después de un largo proceso nos decidimos. Pensé que la mejor opción eran las negociaciones y participar en las elecciones. Me pareció que era lo mejor para el país y lo mejor para el pueblo afrikaner».
El factor decisivo para Viljoen no fue ni la chusma del AWB, ni el fiasco de Mmabatho, sino otra cosa. «El carácter del oponente, si se puede confiar en él, si uno cree que está verdaderamente a favor de la paz. Lo importante, al sentarse a negociar con el enemigo, es el carácter de los interlocutores al otro lado de la mesa y si cuentan con el apoyo de su gente. Mandela tenía las dos cosas».
Había pocos capaces de resistirse al encanto de Mandela; ni siquiera De Klerk, ni siquiera cuando estaban en plena campaña, uno contra otro, antes de las elecciones del 27 de abril, y ni siquiera después de que se enfrentaran en un debate en vivo en televisión como los de Estados Unidos. De Klerk, lo bastante joven como para ser hijo de Mandela, se mostró más despierto y mejor preparado que su adversario. Pero entonces, cuando el debate se aproximaba a su fin, Mandela tendió la mano y estrechó la del presidente, y le ofreció el elogio de que era «un auténtico hijo de África». De Klerk, atónito, no tuvo más remedio que aceptar el apretón y puso su mejor sonrisa, aunque sabía que en ese momento Mandela estaba dándole un golpe decisivo.
«Tenía la sensación, y la tenía todo el mundo, de que yo estaba ganando los puntos —recordaba posteriormente De Klerk—. Pero él se recuperó cuando, de pronto, me elogió y me dio la mano delante de todas las cámaras. Quizá estaba planeado de antemano. Quizá fue una medida política. Pero creo que sus triunfos mediáticos, en general, eran producto de una reacción instintiva por su parte. Creo que tiene un talento extraordinario para ello». Pocos días después del debate, el propio De Klerk hizo una cortés declaración pública. Durante su última rueda de prensa antes de las elecciones, le pidieron su opinión sobre su rival. «Nelson Mandela —replicó De Klerk, con las manos extendidas como si se rindiera— es un hombre predestinado».
Como parte de la campaña electoral, Mandela acudió a un programa nocturno de entrevistas en la emisora Radio 702 de Johanesburgo, para responder a preguntas de los oyentes en directo. Eddie von Maltitz, el primer guerrero del Volksfront que había entrado en el World Trade Centre durante el asalto, estaba en su granja con varios de sus kommandos y estaba escuchando el programa. Cuando sus camaradas le instaron a que llamase y le dijera unas cuantas cosas al kaffir, Von Maltitz accedió. Dedicó nada menos que tres minutos a despotricar y protestar contra Mandela: el comunismo era tal, los terroristas cual, la destrucción de nuestra cultura, las normas civilizadas, las reglas. Acabó con una amenaza brutal y directa. «Este país se verá inmerso en un baño de sangre si usted sigue de la mano de los matones comunistas».
Después de una tensa pausa, Mandela respondió: «Bueno, Eddie, me parece que es usted un sudafricano digno de tal nombre y no me cabe duda de que, si nos sentásemos a intercambiar puntos de vista, yo me aproximaré a usted y usted se aproximará a mí. Vamos a hablar, Eddie».
«Eh… bueno, vale, señor Mandela —murmuró Eddie, confuso—. Gracias —añadió y colgó.
Tres meses después, en su granja, aunque seguía llevando ropa de camuflaje, botas de cazador y una pistola de 9 mm al cinto, Eddie era otro hombre. Había dejado de entrenar a sus kommandos; había abandonado sus preparativos para la guerra. La charla en Radio 702 había cambiado todo. «Aquello fue lo que me hizo pensar», explicó después. El nuevo primer ministro del Estado Libre de Orange, en el que vivía, un hombre del CNA, fue el que le hizo dar el paso decisivo. Se llamaba Terror Lekota, un sobrenombre que le habían dado por su capacidad letal de marcar goles en el terreno de fútbol. Lekota, que había estado en Robben Island durante los últimos años de Mandela allí, tenía muchos instintos muy parecidos a los de él. Decidió que su primera misión, al llegar al poder, era ganarse a los granjeros afrikaner del Estado Libre. Si lo conseguía con Von Maltitz, tendría mucho más fácil hacerse con los demás. Llamó personalmente a Von Maltitz y le invitó a su fiesta de cumpleaños en su residencia en la capital del Estado, Bloemfontein. Von Maltitz dijo que no, pero Lekota insistió. «Por favor, Eddie, me gustaría verdaderamente que viniera». Von Maltitz dijo que consultaría con sus hombres y luego le daría una respuesta. «Hablamos y pensamos que no teníamos nada que perder —recordaba después Von Maltitz—. De modo que, cuando volvió a llamar, le dije que sí».
Von Maltitz acudió a la que llamaba «la gran casa» en Bloemfontein totalmente armado. «No quería ser un Piet Retief con Dingaan», explicaba. Entró en la casa y se unió a la fiesta, en la que predominaban los negros, sin que nadie le registrase. «Terror Lekota me vio desde el otro lado de la sala, se acercó y me dio un gran abrazo. Debió de notar mis pistolas, pero no dijo nada. No dejó de sonreír. Me cayó bien. Era sincero. Como el señor Mandela, un hombre sincero. Así que pensé: Vamos a darles una oportunidad; se la merecen».
¿Por qué? Porque Mandela y su nuevo amigo Terror le habían tratado con respeto, con el «respeto elemental», de Walter Sisulu. «Nunca obtuve ese respeto de De Klerk y el Partido Nacional. En cambio, del señor Mandela, sí. Creo de verdad que debemos darles una oportunidad».
El CNA había ganado las elecciones con casi dos tercios de los votos nacionales y casi el 89 % del voto negro. Del resto, el 1 % fue al CPA, claramente antiblanco, cuyo lema de «un colono, una bala» fue despreciativamente transformado por los partidarios del CNA en «un colono, uno por ciento», y el 10 % fue a parar a Inkatha (abandonado por Viljoen, el jefe Mangosuthu Buthelezi no tuvo más remedio que incorporarse al proceso electoral). El Partido Nacional obtuvo el 20 %, que significaba cuatro puestos en el gabinete, incluida la vicepresidencia para De Klerk, en el nuevo gobierno de coalición que iba a presidir Mandela. Y el partido de Viljoen, que se llamaba Frente por la Libertad, consiguió el 2 % de los votos, que significaba nueve respetables escaños en el nuevo parlamento multicolor.
En cuanto se conocieron los resultados, John Reinders, jefe de protocolo presidencial con De Klerk y P. W. Botha, se puso en contacto con sus antiguos patronos, el Departamento de Servicios Penitenciarios. Botha le había sacado de la burocracia carcelaria en 1980, cuando tenía el rango de comandante, pero ahora se encontró, para su tranquilidad, que todavía tenían un hueco para él.
Su última tarea antes de irse fue organizar la toma de posesión de Mandela como presidente, el 10 de mayo de 1994. Fue una pesadilla logística en comparación con la de De Klerk, a la que no había acudido ninguna delegación extranjera, salvo los diplomáticos destacados en el país. Esta vez, las cosas iban a ser muy diferentes. Cuatro mil personas se reunieron en la sede del poder en Pretoria, un conjunto de edificios de principios del siglo XX llamado Union Buildings y situado sobre una colina que dominaba la ciudad. Entre los invitados estaban personas a las que era difícil imaginar en una misma habitación, como Hillary Clinton, Fidel Castro, el príncipe Felipe de Inglaterra, Yasir Arafat y el presidente de Israel, Chaim Herzog. Se interpretaron los dos himnos nacionales —Nkosi Sikelele y Die Stem— uno detrás de otro, mientras ondeaba la nueva bandera nacional. Era la bandera más multicolor del mundo, una especie de colcha de retazos en negro, verde, oro, rojo, azul y blanco, una combinación de los colores asociados con la resistencia negra y los de la vieja bandera sudafricana. Mandela prestó juramento ante un juez blanco, flanqueado por su hija Zenani y rodeado de antiguos presos negros y generales blancos de la FSAD en posición de firmes y uniforme de gala. («Unos años antes, me habrían detenido», bromeaba después.) La ceremonia se cerró con el espectáculo de los reactores de la Fuerza Aérea Sudafricana volando por encima y pintando los colores de la nueva bandera en el cielo.
Francamente aliviado de que la ceremonia hubiera transcurrido sin ninguna catástrofe, John Reinders llegó a su despacho de los Union Buildings a primera hora de la mañana siguiente, 11 de mayo, con un par de grandes cajas de cartón bajo el bazo. Era un hombre alto y corpulento, pero tenía la actitud respetuosa de alguien más menudo y el sentido común suficiente para saber cuándo iba a ser derrotado.
«Esa mañana llegué pronto para recoger mis cosas —recordaba Reinders—. Todos los blancos habíamos solicitado empleo en otros sitios, porque estábamos seguros de que nos iban a pedir que nos fuéramos. Bastantes tenían previsto ir a trabajar para el señor De Klerk en la vicepresidencia».
Reinders estaba empaquetando sus recuerdos de los diecisiete años que había pasado dirigiendo la oficina de la presidencia, organizando ceremonias, conociendo a gente famosa en viajes oficiales, cuando, de pronto, le sacó de sus reminiscencias una llamada a la puerta. Era otro madrugador. Mandela.
«Buenos días, ¿cómo está?», dijo, mientras entraba en el despacho de Reinders con la mano extendida.
«Muy bien, señor presidente, gracias. ¿Y usted?»
«Bien, bien, pero… —continuó Mandela, confundido—, ¿qué hace?»
«Estoy recogiendo mis cosas para irme, señor presidente».
«Ya veo. ¿Y puedo preguntarle dónde va a ir?»
«De vuelta a los Servicios Penitenciarios, señor presidente, donde trabajaba antes».
«Mmm —dijo Mandela, apretando los labios—. Yo estuve allí veintisiete años, ya sabe. Fue horrible —sonrió mientras repetía—, ¡horrible!»
Reinders, estupefacto, le devolvió una media sonrisa.
«Bueno —continuó Mandela—, me gustaría que pensara en la posibilidad de seguir con nosotros. —Reinders examinó los ojos de Mandela con asombro—. Sí, hablo en serio. Usted conoce este trabajo. Yo no. Yo vengo del campo. Soy un ignorante. Si se queda conmigo, sería sólo para un mandato, nada más. Cinco años. Luego, por supuesto, sería libre de marcharse. Ahora, compréndame: esto no es una orden. Sólo me gustaría que se quede si desea quedarse y compartir sus conocimientos y su experiencia conmigo».
Mandela sonrió. Reinders sonrió también, esta vez con más confianza.
«Así que ¿qué dice? —preguntó Mandela—, ¿se queda conmigo?»
A pesar de su asombro, Reinders no lo dudó. «Sí, señor presidente. Me quedo. Sí. Gracias».
Entonces, su nuevo jefe le encargó su primera tarea: reunir a todo el personal de la presidencia, incluidos los limpiadores y los jardineros, para una reunión en la sala del consejo de ministros. El presidente se paseó entre ellos, estrechó la mano y dijo unas palabras a cada uno del centenar aproximado de personas, en afrikaans cuando correspondía. Luego habló dirigiéndose a todos. «Hola, soy Nelson Mandela. Si alguno de ustedes prefiere acogerse al convenio, es libre de marcharse. Váyanse. No hay problema. Pero se lo pido, ¡quédense! Cinco años, nada más. Ustedes conocen esto. Necesitamos esos conocimientos, necesitamos esa experiencia que tienen».
Todos y cada uno de los miembros del personal de la presidencia se quedaron.
Dos semanas más tarde, el 24 de mayo, 400 delegados recién elegidos se reunieron en Ciudad del Cabo para la apertura del primer parlamento democrático de Sudáfrica, en el mismo edificio de la Asamblea Nacional en el que antes se reunía el parlamento reservado a los blancos. Hasta entonces, había sido un lugar lúgubre, pesado, monocromático. En la mañana de mayo en la que la cámara abrió sus puertas a la democracia no racial de Mandela, la escena se transformó en una imagen de tecnicolor. La imagen desde lo alto de la galería de invitados era una mezcla entre la Asamblea General de Naciones Unidas, un concierto pop y una fiesta universitaria de fin de curso. Un vistazo a la lista de nuevos miembros del parlamento lo decía todo. Antes se llamaban Botha, Van der Merwe y Smith. Ahora tenían esos nombres, pero también Bengu, y Dlamini, y Farisani, y Maharaj, y Mushwana, y Neerahoo, y Pahad, y Zulu. Y un tercio de los parlamentarios, incluida la nueva presidenta, Frene Ginwala, eran mujeres. Más impresionante todavía era la proporción de diputados que habían estado en la cárcel o huidos de la policía. Prácticamente todos los representantes del CNA habían infringido la ley; ahora iban a ser ellos quienes la elaborasen, dirigidos por el preso más antiguo de todos, el último hombre en llegar ese día: Mandela.
Cuando se corrió la voz de su llegada, los parlamentarios se pusieron en pie y el murmullo dejó paso a un rugido, cantos de libertad y rítmicas danzas entre los miembros más jóvenes y exuberantes del contingente del CNA. En medio de la mezcla variopinta de la Nación Arcoiris, el general Viljoen era una figura anómala. Serio como siempre, de traje gris y corbata, estaba de pie en el centro de la cámara ovalada, en la parte inferior, como correspondía al líder de la honorable oposición del Frente por la Libertad. Mandela apareció, también por la parte inferior, sonriente y erguido, entre los vítores de la asamblea.
Viljoen miraba a Mandela con una mezcla de admiración y afecto. Al verlo, Mandela rompió el protocolo parlamentario, cruzó hasta él, le dio la mano y dijo con una gran sonrisa: «Me alegro mucho de verle aquí, general».
Algunas voces desde la galería gritaron: «¡Dele un abrazo, general! ¡Vamos, dele un abrazo!»
Al recordar el momento, Viljoen esbozó una ligera sonrisa, asintió y luego recuperó la solemnidad. «Pero no lo hice. Soy un militar y él era mi presidente. Le di la mano y me puse firme».
Y ahí podía haber acabado la cosa: el orden restablecido, los viejos enemigos reconciliados, el buen rey coronado, todos los actores salen —de forma exuberante— por la izquierda del escenario. Pero no fue así. Todavía no se había terminado, ni para Mandela ni para el general Viljoen. Todavía quedaba un acto por representar para que Viljoen pudiera colgar la espada con el espíritu tranquilo, una última serie de obstáculos que superar para que Mandela pudiera considerar completada la odisea de su vida.
Como indicaba Viljoen, «el 40 o el 50 por ciento de mi gente no participó en las elecciones». Durante la semana anterior a las elecciones, algunos colocaron bombas en paradas de autobús y otros lugares en los que los negros se reunían en gran número. También pusieron una bomba en el aeropuerto internacional de Johanesburgo. Murieron 21 personas y más de 100 resultaron gravemente heridas. Los discursos de Mandela durante su primer mes de mandato eran siempre optimistas, porque intentaba crear una atmósfera positiva y llena de energía. Pero no pudo resistirse a señalar, al cerrar aquella primera sesión del parlamento, que las fuerzas de seguridad iban a permanecer en plena alerta. «El problema de la violencia de origen político sigue estando con nosotros», dijo.
Mandela tuvo mucho de lo que ocuparse durante sus cinco años en el cargo: proporcionar casas y escuelas, agua y luz a los negros. Pero su máxima prioridad fue sentar las bases de la nueva democracia, construirla a prueba de bombas. Sabía que iba a haber intentos de subvertir el nuevo orden, inevitablemente frágil. No era posible que toda la Sudáfrica blanca cediera sus viejos poderes, y no pocos privilegios, sin luchar.
En cuanto al general Viljoen, se debatía como se había debatido Niël Barnard cuatro años y medio antes, la mañana de la liberación de Mandela. A pesar de haberse entrevistado con Mandela 60 veces en la cárcel, Barnard no podía desechar por completo la señal de alarma que sonaba en el fondo de su cerebro para advertirle, aunque fuera irracional, sobre el peligro del factor ayatolá. Viljoen tenía dudas similares, como si no pudiera acabar de creerse que la vida podía ser tan buena como hacía parecer Mandela, como si no hubiera sido capaz de librarse de toda su desconfianza ancestral respecto al hombre negro. Una parte de él estaba preocupada, mientras estaba sentado allí el día de la apertura del parlamento y durante todo el año posterior, por la posibilidad de que hubiera actuado conforme a sus intereses —Mandela siempre había tenido la puerta abierta para él y siempre le había tratado con respeto—, pero no conforme a los intereses de su pueblo. Confesó después que le había remordido la conciencia. «Estaba preocupado. Muy preocupado —dijo—. Se habían dicho muchas cosas muy bonitas, pero ¿dónde había una prueba que pudiera enseñar a mi gente de una vez por todas?»
La solución era que Mandela demostrase a la gente de Viljoen que también era su gente; que ampliara su acogida, más allá de Constand Viljoen, John Reinders, Niël Barnard y Kobie Coetsee, a todos los afrikaners. El asesor legal y confidente de Mandela en la oficina presidencial, un abogado blanco llamado Nicholas Haysom, que había estado en prisión tres veces durante los años de la lucha contra el apartheid, definió la misión en términos épicos muy apropiados.
«Lo llamamos la construcción nacional. Pero Garibaldi tiene una frase que lo ilustra de manera más elocuente —explicaba Hanson, con una referencia a Giuseppe Garibaldi, el patriota soldado que unificó Italia a mediados del siglo XIX—. Al acabar su misión militar, Garibaldi dijo: “Hemos hecho Italia, ahora debemos hacer italianos.”» En realidad, el reto que aguardaba a Mandela era más difícil que el de Garibaldi. «Italia estaba dividida pero era homogénea. Sudáfrica, en 1994, era un país dividido histórica, cultural y racialmente, y en muchos otros aspectos —añadió Haysom—. Por muchos discursos, negociaciones, constituciones que hubiera, no bastaban por sí solos para “hacer sudafricanos”. Hacía falta algo más que uniera a la gente. Era necesario que Mandela hiciera lo que mejor sabía hacer: elevarse por encima de nuestras diferencias, ser más grande que todos esos factores que nos separaban y apelar a lo que nos unía».