Capítulo 3

Max Von Hagen despertó totalmente dolorido y acostado en un lecho, pudo distinguir a una joven mujer que le curaba sus heridas con unas gasas que tenían un desinfectante; intentó incorporarse pero la dama se lo impidió diciéndole: —No se esfuerce mucho, se le abrirá la llaga— le dijo ella en un alemán perfectamente pronunciado.

—¿Cuánto llevó aquí? —quiso saber Max.

—Hace cinco días atrás vinieron unos hombres, no quisieron dejar dato alguno para no levantar la menor de las sospechas, lo trajeron muy malherido y agonizante, pero gracias a Dios se ha recuperado —explicó la mujer-Lo único que recuerdo fue una terrible explosión y la sangre que me salía, después un golpe en mi cabeza.

—En esta última semana murió mucha gente, incluso se dice que desconocidos invadieron el cuartel de un oficial de las SS, mancillaron y torturaron hasta matarla a la pobre esposa y el niño se perdió en medio de ese caos.

Max al oír eso sintió como si le clavaran un puñal hasta en lo más profundo de su ser, la cuidadora se percató de su reacción.

—¿Se siente bien? —le preguntó ella.

—Sí —contestó Max conteniendo su ira mezclada con impotencia.— sólo que me conmovió su relato.

—Debe descansar, volveré por si me necesita, use la campanilla que está en la mesa de luz.

Luego de que la mujer se retiró, Max lloró como un niño, sentía culpa por no haber podido evitar aquella tragedia.

Transcurrieron cinco días más y un médico le dio el alta, tenía algunas cicatrices, pero con el tiempo desaparecerían, pero nunca más volvería a ver a Lorelei y a Ferdinand, eso no podía quedar en el olvido.

—Un amigo mío lo espera cerca de una cabaña que está antes de cruzar el puente, dejó esta ropa para usted.

La vestimenta consistía en una camisa estilo escocesa, un sombrero gris, un pantalón negro con tiradores, unos botines negros, ropa interior, un pulóver escotado marrón y una campera de cuero negro.

—Estoy congraciado con usted —le dijo Max-ni siquiera se su nombre.

—Nadia Rohmer —contestó ella. Quince minutos más tarde Max dejó esa casa, fue hasta el sitio mencionado por Nadia, un hombre con traje marrón y sombrero negro y sobretodo azul sobre sus hombros se acercó a él en tono misterioso.

—¿Es usted Max Von Hagen?

—Digamos que fui Max Von Hagen, ahora ignoro lo que me depara el destino.

—Necesito que me acompañe a realizar un recorrido en mi auto.

—Antes que nada...¿quién demonios es usted y de dónde sacó mi nombre?

—Mi identidad no importa, haga de cuenta que soy su ángel guardián y escúcheme bien lo que voy a decirle: los crímenes de Habringer y el profesor Winckler no fueron hechos aislados y con respecto a lo otro, lo supe al leer su placa de identificación.

—Eso fue lo que sospeché —supuso Max-Heinrich Amsel estuvo detrás de eso, así como en los intentos fallidos para eliminarlo a usted, como en el ataque en la floresta y en su casa.

—¡Maldito hijo de perra! ¡No puedo creerlo! ¡Mi propio jefe! —masculló Max al tiempo que cerraba su puño derecho.

—Sé lo que siente, pero dejarse llevar por los instintos sería peor-lo calmó el hombre de traje marrón —Como le iba diciendo, Amsel fue quien orquestó todo esto, primero decidió terminar con Habringer porque tenía en su poder el mapa del Tesoro del Edén, Himmler obsesionado con eso le comentó a Hitler de cierta pieza poderosa que le haría obtener la victoria absoluta, no sólo en Europa, sino también extender el poderío del Reich al resto de los continentes-hizo una pausa y prosiguió-con esto quiero decirle que tanto Heinrich Amsel, Himmler y otros oficiales de alto rango son Templarios.

—¿Templarios? ¿No se disolvieron hace varios siglos atrás?

—No se enmarañe, Herr Von Hagen, cambió solamente la fachada pero en esencia siguen siendo los mismos, los grandes grupos económicos, políticos y militares responden a intereses del Temple y mientras esté vivo uno o más hombres que apoyen a esa ideología, jamás podrá ser destruida esa hidra gigantesca; siglos atrás existieron hermandades de Asesinos que combatieron en contra de esas logias de corruptos que siempre doblegaron a los débiles cercenándoles el albedrío con leyes y el temor a la Condenación Eterna.

—Mire, señor...mi esposa está muerta, a mi hijo se lo llevaron y no se por cuánto tiempo deba permanecer aquí, no sé si saquearon o no la propiedad donde vivía y usted me viene con esa historia de templarios, tesoros perdidos y hermandades de asesinos. ¿Por qué no se va al infierno?

El hombre encogió de hombros y respondió-De acuerdo Herr Von Hagen, si necesita algo pregunte por mí, soy Leonid Wenzel, vivo detrás de la iglesia de San Jorge, que el Señor lo bendiga.

Max quedó pensativo por un instante y antes de que Wenzel se marchara lo detuvo: —Aguarde Wenzel, me urge su ayuda.

—Creo que empezamos a entendernos —fue la observación de Wenzel.

—Primero necesito un lugar dónde quedarme y recuperar algunas de mis pertenencias, pero no quiero que los espías de Amsel sepan que estoy vivo, caso contrario estaré perdido, después saber qué hicieron con el cuerpo de mi difunta Lorelei y el paradero de mi hijo y por último ver la forma de irme de aquí.

—Le daré prestado una pieza que antiguamente perteneció a una panadería y si quiere pasar por desapercibido deberá moverse por las alcantarillas de la ciudad o caminar por los tejados de las casas si es que tiene habilidad para andar saltando o trepando, lo que sí tenga cuidado con los francotiradores, porque si lo ven será presa fácil para ellos.

—Recuerde que hasta hace pocos días usé uniforme y conozco todas las tácticas.

—También deberá cambiar de identidad, me reuniré con algunos partisanos para que le consigan papelería falseada y después veremos el modo de salir de Viena; ahora pongámonos en marcha antes que nos vean los de las SS.

Max subió en el automóvil de Wenzel, un Plymouth color gris plateado y desviaron el recorrido de la Heldenplatz donde estaban las estatuas de Eugenio de Saboya y del Archiduque Carlos de Austria, hasta que llegaron a una edificación de estilo renacentista.

—Aquí llegamos, espero se sienta cómodo conmigo y mi familia, somos gente buena.

—Escúcheme —le dijo Max— ¿por qué me ayuda?

—Es una historia larga, algún día si se presenta la ocasión, se la contaré.

—Como usted quiera.

Max fue tras Wenzel, al ingresar fueron recibidos por una mujer de alrededor de cuarenta y cinco años, cabellera rojiza y pecas en su rostro que vestía un atavío verde claro y zapatos, la mirada profunda de sus ojos verdes daban la impresión de que era una persona de firmes convicciones.

—Sophie, te presento a Benjamín Valentino Hesse-dijo Wenzel mintiendo el nombre de Max.

Ella estrechó su mano para saludar al recién llegado.

—Él estará un tiempo con nosotros, le daré el almacén para que se establezca allí provisoriamente-explicó Wenzel —¿Por qué no le das el altillo?— sugirió ella-además ese sótano es frío y de vez en cuando aparecen ratones, sería injusto que esté allí.

Wenzel plisó de hombros y dijo a Max: —Como tú lo desees Benjamín.

—Me da igual en cualquier sitio, con tal que pueda reponerme, lo demás me importa poco —contestó con apatía Max.

Finalmente, Max se acomodó en el alto, donde había una ventana que daba la vista al campanario de la iglesia de San Jorge y podía apreciarse la torre de la Catedral de San Esteban que terminaba en forma de aguja.

Luego que se higienizó se recostó sobre un camastro que le habían preparado los sirvientes de Wenzel hasta que lo venció el cansancio y quedó totalmente dormido.

En su sueño veía a Lorelei riéndose y corriendo por un trigal luciendo un vestido azul floreado y un sombrero, llevando una margarita en su mano derecha y luego desaparecía.

Eran cerca de las cinco de la tarde cuando Max despertó de su profundo letargo, Wenzel había dejado que descansara para que estuviera en buenas condiciones, a pesar que todavía le molestaban las suturas, Edwin se sentía bien.

A la mañana siguiente luego de tomar un abundante desayuno que consistía en café con leche, jamón crudo, queso y pan, Max fue con Wenzel y Bautista, un joven de unos veintitrés años, de edad, cabellera negra y pecas en su rostro rumbo al sitio donde alguna vez fuera su morada.

Para pasar por inadvertidos, se vistieron con uniformes de la división Reichführer de la SS.

Al llegar al lugar se hallaban soldados provistos de ametralladoras MP40 y con un perro Rottweiller al mando de un Teniente de la Totenkopf que estaban apostados en el recinto y un cartel que decía: ¡Achtung! Darf das Geschäft —(¡Atención! Prohibido el ingreso.)Leonid que tenía puesto un uniforme de General, se allegó al teniente secundado por Max y Bautista, luego de haber hecho el saludo del Nacional-Socialismo, y de exhibir su documentación dijo al subalterno:— Tengo órdenes de registrar la propiedad y secuestrar algunas cosas de valor.

Tras observar una hoja con la firma falsificada de Himmler y el sello del águila con la cruz esvástica el teniente respondió: —Adelante Herr General Richter, uno de mis hombres los escoltará.

Y haciendo seña a dos de sus soldados siguieron a Leonid, Max y Bautista; Max se sentía incómodo, pues temía que los vigías se percatasen de que continuaba vivo.

Los dos soldados se ubicaron en el centro de la galería, Leonid les ordenó:

—Pueden volver a sus puestos, mis hombres se encargarán del resto.

Max suspiró de alivio al oír a Leonid decir eso, cuando los guardias volvieron a sus posiciones, los tres hombres entraron al antiguo estudio de Max, había un compartimiento secreto detrás de la biblioteca, Max movió el lomo de uno de los libros y se corrió una pared, aparentemente todo estaba intacto.

—Eres alguien previsor-apuntó Leonid.

—Pero no pude evitar que maten a Lorelei-contestó Max-No debes culparte por ello, deja que el tiempo se encargue de cerrar las heridas-le tranquilizó Leonid.

—Mientras tanto tendré que seguir viendo a Amsel y a Von Der Beck caminando por las calles.

—Von Der Beck fue enviado a Cracovia y se rumorea que Heinrich Amsel se marcha dentro de un mes y medio o dos —le murmuró Leonid.

—¿Y cómo lo sabes? —inquirió Von Hagen.

—Eso lo descubrirás a su debido tiempo —afirmó Leonid Wenzel.

—No me gustan las respuestas con acertijos —replicó con fastidio Max.

Sin hacer un comentario más, Max Von Hagen retiró la pintura de San Juan el Bautista y detrás de ella había una caja fuerte, giró la perilla hacia la izquierda y derecha tres veces y al abrirse se encontró con un arca de madera pequeña, le quitó la tapa y comprobó que estaba todo su dinero en efectivo, cinco lingotes de oro, dos zafiros y tres diamantes, una cadenita con una libélula de plata y depositó todo en un cofre, seguidamente retiró el cuadro de San Juan el Bautista y lo cubrió con una tela de lienzo.

Una vez que dejaron la oficina, Max y sus seguidores fueron hasta su habitación, allí se encontraron con un desorden generalizado, todavía quedaban trazas de sangre, por lo que a Edwin le entró una angustia mezclada con ira y arrebató el fusil Kar 98k que llevaba Bautista.

—Voy a matar a esos truhanes hijos de perra —dijo Max en tono decidido pero Leonid lo detuvo-No te dejes cegar por los sentimientos oscuros, pronto tendrás tu oportunidad; hazme caso, se lo que se siente perder a un ser querido, pero si actúas dejándote llevar por los impulsos echarás todo a perder. Tranquilo-finalizó Leonid dándole una leve cachetada en su mejilla derecha. Max consintió con su cabeza, tal vez ese hombre tenía razón en sus consejos.

Después de haber puesto en el receptáculo algo de ropas y por último una foto en la que estaba Max junto a Lorelei y Ferdinand cuando cumplió un año de vida, los tres hombres se retiraron de allí, los centinelas los observaron hasta que se marcharon en un Mercedes Benz G-5, era cerca del mediodía.

—Espero que no se hayan dado cuenta que no éramos de las SS-dijo Bautista.

—Mordieron bien el anzuelo-comentó Von Hagen. —Pensar que hasta hace poco tiempo fui un oficial de las SS, con esposa e hijo y de un plumazo mi vida haya dado un giro y ahora tenga que estar entre las sombras; ni siquiera sé que hicieron con el cuerpo de mi esposa, qué le pasó a “Hércules”, mi perro y dónde estará Ferdinand.

—Supe que Heinrich Amsel hizo enterrar el cadáver de una mujer muerta esos días en el viejo cementerio judío de Viena, tal vez algún sereno me dé información, me encargaré de que alguno de mis espías se comisionen del asunto; en cuanto al niño se dice que vino un oficial de la Gestapo y que el mismo Heinrich Amsel se lo entregó en brazos, su esposa era estéril y estaban ansiosos por adoptar un pequeño-fue el testimonio de Leonid.

—Habría que averiguar el nombre de ese oficial-dijo Max —aunque eso sería encontrar una aguja en el pajar-concluyó desilusionado.

Leonid le dio una palmada en su hombro.

—Ánimo compañero, no hay mal que dure cien años; ya hemos llegado, pudiera ser que Sophie haya preparado un buen almuerzo, tengo una hambre que me hace cosquillas las tripas-dijo Leonid.

Wenzel y los suyos descendieron del Mercedes Benz, e ingresaron a la vivienda sin que nadie los viera, a todo esto el vehículo fue guardado en un galpón desocupado.