45

El aguanieve había dejado paso a unos grandes copos húmedos de nieve. El bote se mecía en las turbulentas aguas del lago, que azotaban sus lados y gorgoteaban en la curva del casco. Se había comenzado a formar una capa de hielo en los laterales y la zona delantera del barco. Creo que existen nombres específicos para todas las partes que estaban heladas, como la proa y la borda, pero solo conozco unos cuantos.

—Harry Dresden sin palabras —dijo Nicodemus—. No es algo que se vea todos los días.

Me limité a mirarle fijamente.

—Por si todavía no te has dado cuenta —dijo Nicodemus—, el juego acaba aquí, Dresden. —Los dedos de su mano derecha acariciaron la empuñadura de su espada—. ¿Te imaginas el resto o debo explicártelo?

—Quieres las monedas, la espada, la chica, el dinero y las llaves del Monte Carlo —dije—. Si no te los doy, me disparas y me tiras por la borda.

—Algo así —dijo—. Las monedas, Dresden.

Rebusqué en el bolsillo de mi guardapolvos y...

—¿Qué demonios? —dije.

El saquito de Crown Royal no estaba allí.

Examiné los otros bolsillos, con cuidado de no tocar la moneda de Magog y de no revelarle su presencia a Nicodemus. No había rastro de la bolsa.

—No están.

—Dresden, no te atrevas a intentar una mentira tan patética con...

—¡No están! —le dije muy acalorado, sin fingir en absoluto mi reacción. Once monedas. Once jodidas y malditas monedas. La última vez que recordaba haberlas llevado encima fue allá arriba, en la torre, cuando las hice titilar para Nicodemus.

Me miró durante un momento, analizándome, y acto seguido murmuró algo por lo bajo. Surgieron susurros de las sombras a su alrededor. No reconocí la lengua, pero sí el tono. Me pregunté si existían palabras malsonantes en el idioma de los ángeles o si en su lugar decían palabras agradables al revés o algo parecido.

¡Doog! ¡Teews doog!

La espada de Nicodemus se movió tan ágilmente como la lengua de una serpiente y vino a posarse en mi garganta. No me dio tiempo ni a dar un respingo, así de rápido fue. Cogí aire como pude y me quedé muy, muy quieto.

—Estas marcas —murmuró—. El hechizo de estrangulamiento de Espinado Namshiel. —Sus ojos trazaron una línea desde la última marca visible en mi cuello al bolsillo del guardapolvos, donde tuve guardado el saquito de monedas—. Ah, el estrangulamiento fue una mera distracción. Te la robó con uno de sus hilos antes de quedar incapacitado. Le hizo lo mismo a San no sé qué en Glasgow, en el siglo trece.

No hay nada como que te sorprendan con un viejo truco, supongo. Sin embargo, todo aquello significaba que Namshiel había obrado con la ayuda de alguien, otra persona que anduviera cerca para recoger las monedas después de que me las quitara del bolsillo y las tirara hacía un lado en mitad de la confusión. Alguien que no se hubiera largado a las primeras de cambio.

—Tessa y Rosanna —dije en voz baja—. Han recuperado su colección de malhechores. Además, se largaron en el momento justo para estropearte el plan.

—Zorras mentirosas —murmuró Nicodemus—. Una de ellas es nuestra propia Judas. Estaba seguro de ello.

Levanté las cejas.

—¿Qué?

—Por eso les permití encargarse de los aspectos, digamos, más memorables de la iniciación del Archivo en nuestro mundo —dijo Nicodemus—. Supongo que ahora que la niña es libre, albergara un desagradable recuerdo de esas dos.

—¿Y por qué me estás contando esto?

Encogió un hombro.

—Es en cierto modo irónico, Dresden, que pueda hablar contigo de este aspecto en particular de mi negocio familiar. Eres el único del que estoy seguro que no se ha pasado a la nueva fuerza, ese Consejo Negro tuyo.

—¿Cómo puedes estar tan seguro de mí? —le pregunté.

—Por favor. A alguien tan desmandado no le corrompe otra cosa que no sea su propia tozudez. —Nicodemus sacudió la cabeza, sin apartar los ojos de mí—. De todos modos, mi tiempo aquí no ha sido malgastado. Los caballeros se llevaron la moneda de Namshiel, así que Tessa ha perdido a su profesor de hechicería. Oí el grito de Magog cesar bastante bruscamente hace un rato, justo antes de que salieras del mismo edificio, así que con un poco de suerte, el peor matón de Tessa estará un tiempo fuera de juego, ¿eh? —Nicodemus me sonrió alegre—. Tal vez su colgante esté en uno de tus bolsillos. Y tengo Fidelacchius en mi poder. La retirada de una de las tres espadas es suficiente beneficio para una sola operación, aunque haya perdido la ocasión de tomar el control del Archivo.

—¿Qué te hace pensar que tienes Fidelacchius en tu poder? —dije.

—Te lo he dicho —dijo Nicodemus—. El juego ha terminado. Ya no se juega más. —El tono y la entonación de su voz cambió, y pese a que seguía hablando en mi dirección, estaba claro que ya no me hablaba a mí—. Sombra, si no te importa, desarma a Dresden. Le haremos entrar en razón después, en un escenario más tranquilo.

Le hablaba a la sombra de Lasciel.

Demonios, los magos no teníamos el monopolio de la arrogancia.

Ni los caballeros de la Cruz.

Me quedé donde estaba, rígido y con la boca medio abierta. Entonces me caí hacia un lado, el cuerpo se me quedó apoyado en el timón del barco, la columna recta como una baqueta. No me moví ni un ápice.

Nicodemus suspiró y sacudió la cabeza.

—Dresden, de verdad lamento esto, pero dispongo de poco tiempo. Debo actuar y tus talentos podrían serme útiles. Ya verás. Una vez que hayamos quitado de en medio a algunos de esos idiotas tan bien intencionados... —Echó mano de Fidelacchius.

Y le di un puñetazo en el cuello.

Entonces agarré el nudo y tiré con fuerza. Aguanté, tirando y tirando. El nudo, otro elemento de la herencia de Judas, hacía a Nicodemus más o menos invulnerable al daño; salvo por parte del nudo mismo. Que yo supiera, Nicodemus lo llevaba puesto desde hacía siglos.

Yo era el único que había averiguado cómo hacerle daño. El único que le había provocado auténtico miedo.

Me miró a los ojos durante un segundo de pánico.

—La sombra de Lasciel ya no vive aquí —le dije—. El caído no tiene poder sobre mí. Y tú tampoco.

Apreté el nudo con más fuerza.

Nicodemus hubiera gritado si hubiera podido. Se revolvió inútilmente buscando su espada. La alejé de una patada. Levantó una mano y trató de golpearme en los ojos, pero eché la cabeza hacia abajo y aguanté. Sus movimientos, producto del pánico, no resultaban nada prácticos. Su sombra se alzó en una ola de oscuridad y furia, pero cuando se cernió sobre mí para tragarme, una luz blanca resplandeció en las muescas de la vaina de madera de la Espada Sagrada a mi espalda y la propia sombra dejó escapar un grito seseante y áspero al tiempo que se encogía para apartarse de la luz.

Yo no era un caballero, pero la espada hizo por mí lo que siempre había hecho por ellos: nivelar el terreno, eliminar todas las trampas sobrenaturales y dejar que la contienda se redujera a una lucha de mente contra mente y voluntad contra voluntad. De un hombre contra el otro. Ambos luchamos por la espada y nuestras vidas.

Nicodemus lanzaba salvajes patadas hacia mi pierna herida y sentí el dolor, a pesar de los bloqueos mentales que Lash me había enseñado a construir. Le tenía muy bien agarrado del cuello, así que mi respuesta consistió en golpearle con la frente en la nariz. Se rompió con un crujido muy satisfactorio. Él me sacudió en las costillas, sabía bien cómo hacer daño.

Para su desgracia, yo sabía sufrirlo. Era el mejor sufriendo daño. Para derribarme iba a hacer falta mucho más dolor del que este perdedor podría repartir en el tiempo que le quedaba, y yo lo sabía. Lo sabía. Apreté la vieja cuerda y aguanté.

Recibí más golpes en el cuerpo a medida que su rostro se iba congestionando. Me dio una patada en la rodilla justo cuando su piel adoptaba un tono morado. Yo estaba gritando de dolor cuando el morado comenzó a parecerse más bien al negro y el tipo acabó derrumbándose. El cuerpo se le aflojó y cayó al suelo completamente flácido.

Mucha gente se relajaba cuando sucedía algo así, cuando el oponente caía inconsciente. Pero bien podía ser un truco.

Incluso si no lo fuera, mi intención era seguir adelante.

No soy un caballero.

De hecho, le apreté más fuerte.

No estaba seguro de cuánto tiempo le tuve en el suelo. Pudieron pasar treinta segundos. Tal vez un minuto y medio. Pero entonces vi un destello de furiosa luz verde y al alzar la mirada vi a Deirdre descender por la colina hacia mí, impulsada por su cabello y tres extremidades, ya que tenía una pierna vendada. Llevaba detrás a veinte o treinta tipos sin lengua y sus ojos brillaban con una furia verdosa e intensa, como un par de focos. Centró su mirada en mí durante medio segundo, siseó como un gato de callejón furioso y gritó:

—¡Padre!

Mierda.

Agarré a Nicodemus por la camisa y lo arrojé por un lateral del barco a las aguas negras del lago, donde aterrizó sin apenas salpicar. Su ropa oscura le hizo casi invisible un instante después de caer al agua.

Recorrí con la mirada el suelo de la embarcación, frenético. Allí estaba la llave. La recogí y la introduje en su ranura.

—¡No disparéis! —gritó Deirdre—. ¡Podéis darle a mi padre!

Saltó en el aire y todo aquel cabello retorcido suyo se plegó en una especie de aleta de tiburón justo antes de zambullirse en el agua con apenas una pequeña salpicadura.

Giré la llave. El viejo motor de la barca tosió y jadeó.

—Vamos —susurré—. Vamos.

Si no hacía que el barco se moviera antes de que Deirdre encontrara a su papi, sería el fin del juego. Daría la orden a sus soldados de que abrieran fuego contra mí. Entonces tendría que levantar un escudo para detener las balas y, una vez lo hiciera, el ya maltrecho motor jamás se pondría en marcha. Estaría atrapado y sería solo cuestión de tiempo que una combinación de cansancio, dolor acumulado, número de atacantes y una hija rabiosa acabaran conmigo.

Deirdre volvió a salir a la superficie, echó una mirada a su alrededor para orientarse y se volvió a zambullir en la oscuridad inescrutable del lago.

El motor se quedó atascado para acto seguido arrancar por fin a duras penas.

—¡Sí! —exclamé.

Entonces recordé que no había soltado las amarras del bote.

Me lancé torpemente a la parte delantera y desaté la cuerda, muy consciente de todas las armas que me apuntaban mientras liberaba el bote. Empujé el poste y el bote comenzó a dar la vuelta lentamente. Volví a toda prisa al timón, lo giré y le di el máximo poder al motor. El bote cogió impulso, rugió y comenzó a ganar velocidad.

Deirdre salió a la superficie agarrando a su padre, tal vez siete metros delante de mí.

—¡Matadlo, disparadle, matadlo! —gritó antes siquiera de mirar a su alrededor.

Giré alegremente el bote hacia ella. Algo golpeó con fuerza el casco. Esperaba una especie de sonido parecido al de una cortadora de césped procedente de las hélices, pero no fue así.

Entretanto, empezaron los disparos desde la orilla. El tiroteo no fue cegado por las luces brillantes, no era un ataque apresurado o producto del pánico. El barco comenzó a reducirse a astillas a mi alrededor. Grité unas cuantas palabrotas y me agaché. Algunas balas dieron en mi abrigo. Durante varios segundos, los disparos se concentraron en una zona muy concreta, al menos teniendo en cuenta que estaban usando armas militares, y si bien el guardapolvos cumplió bien su tarea de detener los proyectiles, no es que fuera una experiencia muy divertida. Mi espalda fue golpeada por media docena de balas de las gordas en apenas unos pocos segundos.

Y el agua fría me mojó los pies.

Y medio minuto más tarde los tobillos.

Mierda doble.

Los motores hacían un ruido muy raro. Mi espalda protestó cuando me volví para mirar. El lago estaba bastante oscuro, a medida que me alejaba más y más de la orilla me encontraba más seguro, sin embargo la forma cada vez más pequeña de la isla estaba siendo borrada por una gran cantidad de humo negro que salía de los motores del barco. Los bloqueos mentales de dolor estaban fallándome. Me dolía mucho todo el cuerpo. El agua del fondo del bote me llegaba ya a la parte baja de las pantorrillas y...

Y había tres focos avanzando hacia mí desde la isla.

Habían enviado barcos para perseguirme.

—Esto no es justo —murmuré para mis adentros. Le di al motor todo el empuje que pude pero, por la forma en la que estaba traqueteando, no dejaba de ser una mera formalidad. No iba a durar mucho, iba a hundirse sin remedio.

Sabía que si acababa cayendo al agua, solo resistiría vivo cuatro o cinco minutos bajo aquellas temperaturas. También sabía que tenía que superar los arrecifes de piedra que rodeaban las islas. De hecho, Rosanna necesitó de la luz del faro para navegar entre ellos.

No había nada que hacer salvo seguir adelante.

Me asaltó un pensamiento repentino: la calavera de Bob lamentaría mucho haberse perdido esta auténtica aventura de piratas. Comencé a entonar una canción marinera a pleno pulmón.

Entonces se oyó un ruido horrible y el barco se detuvo. El timón me golpeó en el pecho con bastante fuerza y acabé cayendo en el asiento del conductor. El agua empezó a colarse en la embarcación, ahora densa, rápida y oscura.

—¡Ah! —arrastré las palabras como un borracho—. Arrecife.

Me aseguré de que todavía tenía la moneda y la espada. Hice presa de mi bastón y me saqué el amuleto pentáculo del cuello. Las luces de los barcos que me perseguían se estaban acercando por momentos. Si me libraba de esta sería por poco.

El viejo barco de esquí se estaba haciendo pedazos a mi alrededor, literalmente. La proa se destrozó contra un amasijo de piedras afiladas que penetró en el bote, justo a la izquierda del centro, en la parte delantera de la embarcación. La vieja cresta de piedra sobresalía a un metro de la superficie del lago en aquella zona. Así dispondría de un agarre para no sumergirme de inmediato en el agua fría y sufrir una hipotermia.

Y me proporcionaría roca sólida sobre la que plantar los pies y reunir mi voluntad. Si bien el agua del lago anularía una parte, no tanto como el agua corriente pero algo, al menos tendría la oportunidad de defenderme.

Así que antes de que el barco volcara y me arrojara al agua, apreté los dientes y salté.

Mi cuerpo me informó de inmediato de que había hecho una locura.

No tienes ni idea de la intensidad que puede alcanzar el frío hasta que no has saltado dentro de un agua casi congelada.

Me abrí camino sin parar de gritar, hasta que encontré un lugar donde posar mis pies congelados, teniendo siempre cuidado con la pierna que Nicodemus me había dejado casi inútil. Entonces levanté el amuleto de mi madre en la mano derecha y me concentré en él, vertiendo energía lentamente y con cuidado. Fue un proceso casi eterno, igual que todo lo que sucedía en medio de aquel frío, sin embargo fui capaz de obtener energía gracias a la piedra bajo mis pies. Invoqué luz azul de mago desde el amuleto, una luz cada vez más brillante que se extendió a lo largo de las aguas creando una baliza literal donde se leía, claro como la luz del día, «aquí estoy».

—Tho... Thomas —murmuré para mis adentros, temblando con tanta fuerza que apenas me tenía en pie—. Más te va... te vale estar cerca.

Porque los hombres de Deirdre sí lo estaban.

Los focos se orientaron hacia mí al instante y los botes, unas cosas de goma capaces de surcar los arrecifes, cabalgaban sobre las olas hacia mí.

No me hubiera resultado imposible hundir cualquiera de las balsas. No obstante, habría matado a todos los hombres en su interior. Y no se trataba de personas que colaboraran con los demonios para su propio oscuro beneficio. Eran solo eso, personas, la mayoría de las cuales habían sido educadas desde la infancia para servir a Nicodemus y su empresa y que con toda probabilidad creían estar haciendo lo correcto. Si mataba a alguien como Nicodemus, después podría dormir tranquilo. Por el contrario, no estaba seguro de que pudiera vivir conmigo mismo si hundía las balsas en el lago y condenaba a aquellos hombres a una muerte segura. La magia no se inventó para tal cosa.

Además, matarles a ellos no me salvaría a mí. Incluso si lograba hundir todas y cada una de las balsas y tiraba al agua a sus tripulantes, no evitaría la congelación o la muerte por ahogamiento. Simplemente moriría acompañado.

No soy un caballero. Pero eso no quiere decir que no trace una línea clara en alguna parte.

Comenzaron a disparar desde unos cien metros de distancia y tuve que alzar mi escudo. Era difícil hacerlo en las aguas heladas, pero lo conseguí y aguanté el resplandeciente cuarto de cúpula de luz plateada. Las balas se estrellaban contra él o lo rozaban, enviando pequeños círculos concéntricos a medida que la energía se propagaba y su fuerza se distribuía por el escudo. En realidad La mayoría de los disparos apenas se acercaron. Disparar desde una balsa de goma en movimiento a cien metros del objetivo no es que ayude mucho a la precisión.

Se acercaban cada vez más y yo cada vez tenía más frío.

Pese a ello, mantuve la luz y el escudo.

Por favor, hermano. No me defraudes.

No oí nada hasta que una ola de agua fría me golpeó en los omóplatos y casi me derriba. Justo después, el chucuchú de los motores del Escarabajo de agua sacudió las olas cuando el viejo barco de mi hermano se acercó peligrosamente a los arrecifes. Al volverme me encontré el barco de costado detrás de mí.

Me gustaba burlarme de Thomas y el Escarabajo de agua, de hecho solía preguntarle si lo había robado del almacén de maquetas de la peli Tiburón, pero la pura verdad era que yo no sabía absolutamente nada sobre barcos y me impresionaba secretamente el hecho de que pudiera navegar aquella cosa por el lago con tal facilidad.

—¡Harry! —me llamó Murphy. Apareció corriendo por la helada cubierta, resbalando aquí y allá con las placas de hielo. Le dio una palmada a una cuerda atada a un arnés que llevaba puesto e iba amarrada a la barandilla del barco y me arrojó el otro extremo—. ¡Vamos!

—Ya es hora de que salgas del arrecife —se quejó Thomas desde la parte superior de la timonera. Mientras observaba, sacó su pesada Desert Eagle de la funda del costado, apuntó y disparó una única bala. Una forma oscura en una de las balsas que se acercaban dejó escapar un grito y cayó al agua con un chapoteo.

Miré a Thomas resentido. Ni siquiera hace prácticas de tiro.

Me tambaleé hacia adelante, agarré la cuerda y me la envolví en el brazo derecho. Era lo único que podía hacer con la energía que me quedaba. Murphy comenzó a tirar de ella y le gritó a Thomas que la ayudara.

—¡Cúbreme! —gritó mi hermano.

Bajó de la timonera al estilo pirata, saltando con gracia y estilo a pesar del movimiento del barco y del hielo y el frío. Murphy, con los pies plantados, sujetos a la cuerda, cambió el peso de su cuerpo y agarró la pequeña arma de asalto que tenía colgada a la espalda con una correa; la P-90 que le había regalado Kincaid. Se la llevó al hombro, miró por la mirilla hacia una de las balsas y disparó con calma, solo una o dos balas cada vez. Fut, Futfut. Fut. Futfut. Fut.

Una de las barcas se fue a pique. Tal vez le dio a la persona encargada de maniobrarla y esta se desvió. Tal vez se inundó de agua del lago. No lo sé. El caso es que una segunda barca empezó de inmediato a recoger a los hombres que se habían caído al agua al hundirse la primera. Murphy giró su arma hacia la balsa que quedaba.

Thomas comenzó a tirar de la cuerda que tenía enrollada en el brazo para sacarme del agua, como si yo fuera apenas un niño y no pesara cincuenta kilos más que él. Ni siquiera iba al gimnasio.

Estaba tan cansado que le dejé hacer sin reaccionar. Debido a ello, no me fue difícil darme cuenta de que Deirdre surgía de la negrura y me agarraba los tobillos en cuanto mis pies salieron del agua.

—¡Te mataré! —gritó—. ¡Te mataré por lo que le has hecho!

—¡Mierda! —gritó Thomas.

—¡Ah! —convine.

La mayoría de aquellas mortíferas tiras metálicas que tenía por cabello estaban sujetas a las piedras del arrecife para aguantarse, pero unas pocas de las que estaban libres se lanzaron hacia Thomas a modo de látigos. Mi hermano se agachó dando un grito y casi tuvo que soltar la cuerda.

Me daba la sensación de que me iba a arrancar los pies por los tobillos. Grité y pataleé todo lo que pude, pero tenía las piernas dormidas y apenas podía moverlas, mucho menos sacudirlas. Thomas hacía lo que podía para sostener la cuerda e impedir que las afiladas tiras la cortaran.

—¡Karrin! —gritó.

Murphy pasó las piernas por encima de la barandilla del barco, todavía ligada a ella por la cuerda sujeta a su arnés. Justo después se precipitó al vacío hasta quedar colgada junto a mí sobre el agua.

Apuntó la P-90 hacia Deirdre y puso el selector en automático.

Pero antes de que Murphy pudiera apretar el gatillo, Deirdre siseó y una hoja afilada voló hacia arriba y le cruzó la cara. Gritó y retrocedió mientras la cuchilla hacía un corte en forma de ese que no le rebanó el cuello por un dedo pero si sesgó la correa de la P-90. El arma cayó al agua.

—¡Zorra! —gritó Murphy con medio rostro ensangrentado. Trató de echar mano de la pistola en su funda de hombro, bajo el arnés y el abrigo, prácticamente en la luna.

—¡Murph! —dije. Giré los hombros y le dejé el extremo de Fidelacchius al alcance de la mano.

Los dedos de Murphy se cerraron en torno a la empuñadura de la hoja sagrada.

La desenvainó apenas dos centímetros.

La luz blanca me cegó. Cegó a Deirdre. Cegó a Murphy. Cegó a Thomas. Nos cegó a todos.

—¡No! —gritó Deirdre. En su voz había desesperación y puro terror—. ¡No, no, no!

La presión en mis tobillos desapareció y oí a la denaria caer al agua.

Murphy soltó la espada. La luz murió. Tardé medio minuto en recobrar la visión. Thomas necesitó bastante menos tiempo y para entonces ya nos tenía a ambos de vuelta al puente del Escarabajo de agua. No había rastro de Deirdre por ninguna parte y las dos barcas llenas de soldados estaban escapando tan rápido como podían.

Murphy sangraba por un corte que le corría paralelo a las cejas bajo el nacimiento del pelo. Me miró fijamente a mí y luego a la espada, sorprendida.

—¿Qué coño ha sido eso?

Me quité la vaina del hombro. Me sentía muy cansado. Me dolía todo.

—A primera vista, diría que es una oferta de trabajo —murmuré.

—Tenemos que movernos antes de que acabemos en el arrecife —murmuró Thomas. Se dio prisa al estilo pirata. Tenía buen aspecto cuando lo hacía. Ni siquiera usaba crema hidratante.

Murphy miró la espada durante otro segundo. Luego me miró a mí y el rostro se le retorció por la preocupación.

—Jesús, Harry. —Se acercó a mí por el lado de la pierna herida y me ayudo a soportar mi peso para que pudiera entrar en la cabina de la nave.

—Vamos. Hay que hacerte entrar en calor.

—¿Y bien? —le pregunté mientras me ayudaba—. ¿Qué me dices? Tengo esta espada que necesita de alguien que la use.

Me sentó en la banca de la cabina del barco. Miró un momento la espada, muy seria. Sacudió la cabeza.

—Ya tengo trabajo.

Sonreí levemente y cerré los ojos.

—Sabía que dirías eso.

—Cállate, Harry.

—De acuerdo —obedecí.

Y eso hice. Durante horas. Fue una gozada.