14
Ahora que ya no tenía a uno, sino a dos grupos de seres sobrenaturales yendo detrás de mí y con una razón convincente para hacerlo, mis opciones se habían limitado. Al final, solo me quedaba un lugar donde llevar a Gard y Hendricks sin poner en peligro vidas inocentes: la iglesia de Santa María de los Ángeles.
Razón por la cual le dije a Thomas que nos llevara a la casa de los Carpenter.
—Sigo creyendo que esto es una mala idea —dijo Thomas en voz baja. Las máquinas quitanieves trabajaban a destajo, pero de momento apenas aguantaban el ritmo de la tempestad para asegurar las rutas de los hospitales. En algunas zonas, las calles parecían trincheras de la Primera Guerra Mundial, la nieve se apilaba a ambos lados en montículos de la altura de un hombre.
—Los denarios saben que utilizamos la iglesia como casa segura —comenté—. Estarán vigilándola.
Thomas gruñó y comprobó el espejo retrovisor. Gard seguía inconsciente pero respiraba. Hendricks iba con los ojos cerrados y la boca ligeramente abierta. No podía culparle. Yo no había estado cuidando a un camarada herido toda la noche y aun así también tenía ganas de echarme una siesta.
—¿Qué eran esas cosas? —preguntó Thomas.
—Los caballeros del Denario Negro —contesté—. ¿Recuerdas la espada de Michael? ¿El clavo de su empuñadura?
—Claro —dijo Thomas.
—Hay otras dos iguales —dije—. Tres espadas. Tres clavos.
Thomas entornó los ojos.
—Espera. ¿Esos clavos? ¿Los de la Crucifixión?
Asentí.
—Claro.
—Y esas cosas eran, ¿qué? ¿Las fuerzas rivales de Michael?
—Sí. Cada uno de esos denarios chiflados posee una moneda de plata.
—Tres monedas de plata —dijo Thomas—. Lo digo por decir.
—Treinta —le corregí.
Thomas casi se atraganta.
—¿Treinta?
—En potencia. Sin embargo, en estos momentos Michael y los otros tienen varias escondidas.
—Treinta piezas de plata —dijo Thomas, comprendiendo.
Asentí.
—Cada moneda contiene el espíritu atrapado de uno de los caídos. Cualquiera que posea una de las monedas tiene acceso al poder del ángel caído. Lo usan para metamorfosearse en esas cosas que viste, curar heridas y una gran variedad de cosas divertidas.
—¿Son duros de pelar?
—Pesadillas certificadas —dije—. Muchos llevan vivos tanto tiempo que han desarrollado también un importante talento mágico.
—Ajá —dijo Thomas—. El que vino hacia la puerta no parecía muy fuerte. Feo, eso sí, pero no era Superman.
—Tal vez tuviste suerte —anoté—. Mientras tengan las monedas en su poder, llamarles difíciles de matar es decir poco.
—Ah —dijo Thomas—. Eso lo explica entonces.
—¿Qué? —pregunté.
Thomas se metió la mano en el bolsillo del pantalón y extrajo una moneda de plata algo más grande que una de cinco centavos de dólar, ennegrecida por la edad salvo por la forma de un único sello que relucía claramente entre la suciedad.
—Cuando destripé al capitán Feo salió volando esto.
—¡Demonios! —escupí, y me aparté de la moneda.
Thomas dio un respingo por la sorpresa y el Hummer derrapó lentamente en la nieve. Thomas recuperó el control del vehículo sin apartar los ojos de mí.
—Uau, Harry. ¿Qué?
Pegué la espalda a la puerta del Hummer para alejarme todo lo posible de aquella cosa.
—Escucha, solo... no te muevas, ¿vale?
Arqueó una ceja.
—Vale. ¿Por qué no?
—Porque si te roza la piel, estás jodido —dije—. Cállate un momento y déjame pensar.
Los guantes. Thomas llevaba guantes cuando tocó con los dedos la bufanda de Justine. La piel no había estado en contacto con la moneda, si no ya sabría en qué problema se había metido. Bien. Pero la moneda era una amenaza y, con conocimiento de causa, sospechaba que a criatura atrapada dentro de ella era capaz de influenciar de múltiples maneras el mundo psíquico a su alrededor. Tanto como para salir volando de su anterior propietario, por ejemplo, o de manipular de alguna manera a Thomas para que la soltara o la perdiera.
Contención. Tenía que ser contenida. Me rebusqué en los bolsillos. El único contenedor que llevaba encima era un viejo saquito de whisky Crown Royal en el que guardaba mi juego de dados. Guardé los dados en otro bolsillo y abrí el saquito.
Llevaba la mano izquierda enguantada desde hacía tiempo. Mi manaza se había recuperado significativamente de las horribles quemaduras que sufrió varios años antes, pero todavía no tenía un aspecto demasiado agradable. La mantenía tapada como medida de cortesía para cualquiera que la mirara. Abrí el saquito con dos dedos de la mano izquierda.
—Ponla dentro. Y por el amor de Dios, no la tires ni me toques con ella —dije.
Thomas entornó aun más los ojos. Se mordió el labio inferior y movió la mano con mucho cuidado, hasta que pudo meter el pequeño e inofensivo disco en el saquito de Crown Royal.
En cuanto la moneda estuvo dentro, apreté las cuerdas con fuerza para que se quedara bien cerrado. Entonces metí el saquito en el cenicero del Hummer y cerré el compartimento.
Solo entonces pude respirar tranquilo y me relajé en mi asiento.
—Jesús —dijo Thomas en voz baja. Vaciló durante un momento antes de volver a hablar—: Harry... ¿de verdad es para tanto?
—Es peor —dije—. De momento no se me ocurren otras precauciones que podamos tomar.
—¿Qué me hubiera pasado si la hubiera tocado?
—El caído encerrado dentro hubiera invadido tu conciencia —dije—. Te ofrecería poder, te tentaría. En cuanto te sometieras lo suficiente, serías suyo.
—He podido resistirme a la tentación otras veces, Harry.
—No a una así. —Lo miré con franqueza—. Es un ángel caído, tío. De miles y miles de años de edad, sabe cómo piensa la gente. Sabe como explotar sus debilidades.
—Provengo de una familia en la que todos sus miembros son íncubos o súcubos. Creo que sé un poco sobre tentaciones —replicó. Su tono se había vuelto algo más tajante.
—Entonces deberías saber cómo te atrapan. —Bajé la voz y, amable, añadí—: Podría devolverte a Justine, Thomas. Permitirte volver a tocarla.
Me miró fijamente durante un segundo. Una chispa de salvaje anhelo brillaba en el fondo de sus ojos. Acto seguido, giró la cabeza lentamente hacia la carretera y su rostro adoptó una máscara neutral.
—Oh —dijo por lo bajo. Pasado un momento, añadió—: Tal vez deberíamos deshacernos de esa cosa.
—Lo haremos —dije—. La Iglesia lleva dos mil años luchando contra los denarios. Conocen el procedimiento.
Thomas miró el cenicero un segundo, pero enseguida apartó la vista de él y se encendió al contemplar la abolladura de su Hummer.
—Podrían haber aparecido hace seis meses, cuando conducía un Buick.
Bufé.
—Mientras tengas claras tus prioridades...
—Los acabo de conocer, pero ya odio a estos tipos —dijo Thomas—. ¿Por qué están aquí? ¿Por qué ahora?
—¿Sin pensarlo mucho? Diría que han venido a cepillarse a Marcone y de paso probarle a los otros miembros de los Acuerdos que los mariquitas mortales no tienen sitio entre nosotros, los tipos raros. Ejem, los superhumanos, quería decir.
—¿Son miembros de los Acuerdos?
—Tendría que mirarlo —dije—. Dudo que firmaran como la Orden de los Psicóticos Poseídos. Sin embargo, por el modo en el que hablaba la chica mantis, parece que sí.
Thomas sacudió la cabeza.
—¿Entonces que sacan de esto? ¿Qué prueban capturando a Marcone?
Me encogí de hombros. Ya llevaba un rato haciéndome aquellas mismas preguntas sin encontrar respuesta.
—Ni idea —dije—. Pero tienen lo que hay que tener para haber destrozado el edificio logrando rodear o sobrepasar el músculo que Marcone tiene a su servicio.
—¿Y qué demonios hacen las reinas de las hadas metidas en esto? —preguntó Thomas.
Me volví a encoger de hombros. Yo también me había preguntado lo mismo. Detesto responder así a mis propias preguntas.
El resto del camino a casa de Michael transcurrió en medio de un silencio gris y blanco.
Su calle era una de las que se despejaba continuamente de nieve, por lo tanto no tuvimos problemas para entrar por el camino de la casa. El propio Michael estaba allí, junto a sus dos hijos más altos, cada uno empuñando una pala con la que se esmeraban en limpiar el camino, la acera y el porche de la nieve que caía.
Michael observó el Hummer con los labios fruncidos cuando Thomas lo aparcó. Les dijo algo a sus hijos cuyo efecto inmediato fue que ambos intercambiaran una mirada y se apresuraran a entrar en la casa. Michael bajó por el camino para acercarse a mi ventanilla y observó a mi hermano primero y a los pasajeros en el asiento trasero justo después.
Bajé el cristal.
—Eh —dije.
—Harry —dijo sin perder la calma—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Acabo de tener una conversación con la Chica Mantis —dije. Le mostré el cuaderno donde había garabateado el sello angelical mientras lo tenía todavía fresco en la memoria.
Michael respiró hondo e hizo una mueca. Luego asintió.
—Tenía la sensación de que estaban en la ciudad.
—¿Eh? —pregunté.
Se abrió la puerta principal de la casa y por ella apareció un hombre grande de tez oscura, vestido con vaqueros azules y una chaqueta negra de cuero. De sus anchos hombros colgaba una bolsa de gimnasio y descansaba una mano distraídamente en su interior. Salió al frío y la nieve como si llevara un vestuario completo de invierno en lugar de ropas de viaje normales y se acercó a nosotros.
En cuanto se aproximó lo suficiente para poder distinguir los detalles, su rostro se partió en una sonrisa amplia y breve y se apresuró a colocarse junto a Michael.
—¡Harry! —dijo con una voz profunda, rica y con un fuerte acento ruso—. Volvemos a encontrarnos.
Le devolví la sonrisa.
—Sanya —contesté al tiempo que le ofrecía la mano. La estrechó con fuerza suficiente para rompérmela—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—De paso —dijo Sanya, y señaló la nieve con el pulgar—. Tenía el último vuelo antes de que cerraran el aeropuerto. Parece que voy a tener que quedarme unos cuantos días. —Sus ojos pasaron de mi cara al cuaderno y la agradable expresión de su rostro oscuro se convirtió en una fugaz mueca.
—¿Alguien conocido? —pregunté.
—Tessa —dijo—. E Imariel.
—¿Os conocéis, eh?
Apretó la mandíbula.
—La segunda de Tessa... me reclutó. ¿Está ella aquí?
—Y con amigos. —Dibujé el sigilo que acababa de ver en el denario negro unos pocos momentos antes y se lo mostré a ambos.
Sanya sacudió la cabeza y miró a Michael.
—Akariel —dijo Michael de inmediato.
Asentí.
—Está en un saquito de Crown Royal en el cenicero.
Michael parpadeó. Sanya también.
—Espero que tengas uno de esos pañuelitos sagrados. Se la hubiera llevado al padre Forthill, pero he pensado que lo tendrían vigilado. Necesito un lugar tranquilo para esconderme.
Sanya y Michael intercambiaron una larga y silenciosa mirada.
Sanya frunció el ceño mientras examinaba a mi hermano.
—¿Quién es el vampiro?
Sentí que Thomas se ponía tenso a causa de la sorpresa. Como norma, ni siquiera los miembros del mundo sobrenatural pueden detectar la verdadera identidad de un vampiro de la Corte Blanca a menos que se encuentre en mitad de un acto vampírico. Es un camuflaje natural para los de su clase y confían en él tanto como los leopardos en sus manchas.
Pero suele ser difícil ocultarle algo a un caballero de la Cruz. Tal vez forma parte del poder que les ha sido concedido, o tal vez sea un rasgo de la personalidad de los hombres elegidos para el trabajo, a mí que me registren. Me confunde todo ese tema de la fe y el Todopoderoso y nado esas aguas con extrema precaución y tanta brevedad como me es posible. Solo sé que los tipos malos rara vez sorprenden a un caballero de la Cruz y que los caballeros tienen tendencia a sacar las verdades a relucir.
Le sostuve la mirada a Sanya durante un momento.
—Está conmigo. Él es el causante de que Akariel esté ahora a buen recaudo.
Sanya pareció considerar aquello durante un momento. Miró a Michael, que gruñó un asentimiento.
El caballero más joven frunció los labios, pensativo. Su mirada fue entonces a parar al asiento trasero.
Hendricks se había despertado pero no se había movido. Observaba a Sanya con los ojos fijos y brillantes.
—La mujer —dijo Sanya, ceñudo—. ¿Qué es ella?
—Una mujer herida.
Algo parecido al disgusto se asomó a sus rasgos.
—Da, por supuesto. No la traerías aquí si pensaras que supone una amenaza.
—Para ti o para mí no —dije—. Tessa no pensaría lo mismo.
Sanya levantó las cejas.
—¿Así resultó herida?
—Le plantó cara después de resultar herida.
—Vaya. —Sanya miró un poco más de cerca a Gard.
—Atrás —bramó Hendricks—. Camarada.
Sanya sacó de nuevo a relucir su fugaz sonrisa y le enseñó a Hendricks las palmas de las manos.
Michael le hizo un gesto con la cabeza a Thomas.
—Aparque la furgoneta en la parte trasera de la casa. Seguramente no se verá desde la calle con toda esta nieve apilada.
—Gracias, Michael —dije.
Sacudió la cabeza.
—Hay un calentador y un par de colchones en el taller. No voy a exponer a los niños a esto.
—Lo entiendo.
—¿De verdad? —me preguntó Michael, amable. Dio un ligero golpe en la abolladura del Hummer y le señaló a Thomas la parte trasera de la casa.
Veinte minutos después, todos estábamos a buen recaudo en el taller de Michael, si bien algo hacinados.
Gard yacía dormida en un sofá, donde recuperaba casi visiblemente el color de piel. Hendricks se sentaba junto al camastro de Gard con la espalda apoyada en la pared, en teoría para vigilarla, pero comenzó a roncar a los pocos minutos. Sanya repartía comida, con la ayuda de Molly y sus hermanos y hermanas.
Observé cómo Michael envolvía a Akariel en un pañuelo blanco con una cruz de plata bordada, sin parar de entonar una oración por lo bajo. Después metió el pañuelo en una caja de madera normal y corriente, también adornada con una cruz de plata.
—Disculpadme —dijo—. Tengo que guardar esto en un lugar seguro.
Me encogí de hombros.
—En un gran almacén con trillones de cajas idénticas, probablemente.
Thomas bufó.
—Ni lo pienses siquiera —le susurré—. No merece la pena.
Thomas se pasó los dedos enguantados por la bufanda blanca.
—¿No?
—Ya viste cómo funcionaban esas cosas. Manipularán tus emociones, tu autocontrol, y seguro que algo malo le acabaría pasando a Justine. O esperarían a tenerte enganchado, con el anzuelo bien clavado para que fueras su marioneta de carne y hueso. Y entonces le sucedería algo malo a Justine.
Thomas se encogió de hombros.
—Ya tengo a un demonio en la cabeza. ¿Qué daño puede hacer otro?
Estudié su perfil.
—Tienes a un solo monstruo en la cabeza —repliqué—. Y ella logró sobrevivir a él por poco.
Se quedó quieto un momento. Entonces le dio un codazo a la pared en un gesto de pura frustración. Se astilló la madera y un poco de aire frío se coló en el taller.
—Tal vez tengas razón —dijo con la voz átona.
—Mierda —dije. Una idea cristalizó en mi cabeza y un escalofrío me recorrió enseguida la espalda.
Thomas se frotó ligeramente el codo.
—¿Qué?
—Acabo de tener un pensamiento muy desagradable. —Hice un gesto hacia los exhaustos efectivos de Marcone—. No creo que los denarios se llevaran a Marcone para eliminarle y convertirle en un ejemplo.
Mi hermano se encogió de hombros.
—¿Por qué lo harían si no?
Me mordí un labio mientras el estómago me daba vueltas.
—Porque tal vez quieran reclutarlo.