16
Llegué más de una hora tarde. Murphy no se lo tomó bien.
—Tu nariz tiene peor aspecto que ayer —me dijo cuando me senté a la mesa—. Creo que el morado de los ojos también ha aumentado.
—Dios, eres adorable cuando te enfadas —respondí.
Sus ojos se entrecerraron peligrosamente.
—Tu naricilla de botón se pone toda rosita y tus ojos parecen más azules cuando están inyectados en sangre.
—¿Tienes algunas últimas palabras que decir, Dresden, o puedo asfixiarte ya?
—¡Mac! —llamé al camarero, alzando una mano—. ¡Dos birras!
Murph me dejó petrificado con la intensidad de su mirada.
—No creas que puedes comprar tu salvación con buena cerveza.
—No —dije al tiempo que me levantaba—. Estoy comprando mi salvación con muy, muy buena cerveza.
Me acerqué a la barra de Mac, donde el barman colocó dos botellas de su nirvana líquido de fabricación propia y quitó los tapones con un movimiento casual de mano, sin necesidad de abridor. Le guiñé un ojo, cogí las botellas y regresé junto a Murphy sin darme demasiada prisa.
Le di su botella, tomé la mía y bebimos. Se detuvo tras el primer sorbo y parpadeó antes de volver a beber más vigorosamente de la botella.
—Esta cerveza —declaró justo después— te acaba de salvar la vida.
—Mac es un maestro cervecero —contesté. Nunca le diría a él tal cosa, pero en aquel momento deseé que sirviera la cerveza fría. Me hubiera encantado colocarme una botella helada contra la cabeza durante un momento. Era de suponer que el dolor de la maldita nariz rota se acabaría diluyendo, no obstante, continuaba ardiendo sin dar tregua.
Nos habíamos sentado en una mesa pegada a una de las paredes del pub. Hay trece mesas en la sala principal y trece pilares de madera, cada una de ellos tallada a conciencia con escenas sacadas en su mayor parte de cuentos del viejo mundo de las hadas. La barra está torcida y tiene trece taburetes. Trece ventiladores dan vueltas a duras penas en el techo. La disposición del lugar está pensada para difuminar y refractar energías mágicas azarosas, cascarrabias o fuera de control. Así, ofrece una medida de protección contra la acumulación de energías para asegurarse de que vibraciones molestas o deprimentes, a falta de un mejor término, afecten adversamente al ánimo y la actitud de la clientela del bar.
No es para alejar a la chusma sobrenatural, para eso está el cartel de la puerta. Mac logró que reconocieran legalmente su local como terreno neutral para los miembros de los Acuerdos Unseelie, por lo que los integrantes de cualquiera de las naciones firmantes tenían la responsabilidad de evitar conflictos allí dentro, o al menos de sacarlos afuera.
No obstante, un terreno neutral solo es seguro hasta que alguien cree poder violar los Acuerdos sin sufrir las consecuencias. Lo mejor era ser prudente.
—Por otro lado —dijo Murphy con cautela—, ahora mismo resultas demasiado patético para que encima te dé una paliza.
—Si te refieres a mi nariz, no es nada comparado con lo de la mano —dije.
—De todos modos no sería muy divertido.
—Bueno. No.
Me observó a la vez que daba otro sorbo de la botella.
—Estás a punto de jugar tus cartas de mago y pedirme que no meta las narices.
—No exactamente —dije.
Me puso sus ojos de poli, aquella distante neutralidad profesional, y asintió una sola vez.
—Entonces habla.
—¿Recuerdas a aquellos tipos del aeropuerto, hace unos años?
—Sí. Mataron al viejo de Okinawa en la capilla. No fue una muerte muy limpia.
Sonreí vagamente.
—Creo que él mismo te discutiría eso, si pudiera.
Se encogió de hombros.
—Fue un desastre —dijo en un tono bajo y plano.
—Los responsables han vuelto. Han capturado a Marcone.
Murphy se puso ceñuda y sus ojos se mostraron distantes un momento, calculadores.
—¿Le van a quitar el negocio?
—O le van a obligar a unirse a su equipo —dije—. No estoy seguro aún. Estamos trabajando en ello.
—¿Quiénes?
—¿Recuerdas a Michael? —pregunté.
—¿El marido de Charity?
—Sí.
—Recuerdo que en el aeropuerto encontramos a un par de hombres sin lengua y con documentación falsa. Fueron asesinados con armas blancas largas. Espadas, si es que puedes creerte algo así en la actualidad. Fue un caos, Harry. —Colocó las palmas de la mano en la mesa y se inclinó hacia mí—. No me gusta el caos.
—Lo siento de todas las maneras posibles, Murph —dije. Es posible que una pizca o dos de sarcasmo fuera palpable en mi respuesta—. Me aseguraré de pedirles que se pongan los guantes de seda la próxima vez. Si sobrevivo, te haré saber lo que me digan.
Murphy me miró sin perder la calma.
—¿Entonces han vuelto?
Asentí.
—Solo que esta vez se han traído a más amigos a la fiesta.
Asintió.
—¿Dónde están?
—No, Murph.
—¿Dónde están, Harry? —preguntó Murphy con dureza—. Si son tan peligrosos, no voy a darles la elección de actuar para después verme obligada a una situación hostil en respuesta a sus actos. Iremos a por ellos ahora, antes de que tengan la ocasión de hacerle daño a nadie más.
—Sería una carnicería, Murphy.
—Tal vez sí —convino—. Tal vez no. Te sorprendería comprobar los recursos de los que dispone el departamento, con todo ese rollo de la guerra contra el Terror.
—Vale. ¿Y qué les vas a decir a tus jefes?
—Que los mismos terroristas que atacaron el aeropuerto y asesinaron a una mujer en el paseo marítimo están en la ciudad, planeando otro atentado. Que la única manera de proteger la seguridad de sus ciudadanos es un ataque preventivo. Entonces nos plantaríamos allí con los SWAT, los miembros de Investigaciones Especiales, todos los polis de la ciudad, los federales que podamos conseguir y los refuerzos del ejército que podamos conseguir avisando con tan poca antelación.
Me eché hacia atrás en el asiento al oír aquello, sorprendido ante el tono de Murphy y las posibilidades que proponía.
Demonios. El poder de fuego del que hablaba era suficiente para que incluso los denarios estuviesen intranquilos. Y dado el clima actual, un plan terrorista era sinónimo de una respuesta abrumadora de las autoridades. Ya, claro, la mayoría del armamento moderno era mucho menos efectivo contra objetivos sobrenaturales de lo que cualquiera sin conocimiento de causa esperaría, pero aunque su efectividad fuera similar al picotazo de una abeja, suficientes picotazos de abeja pueden ser tan mortales como un cuchillo en el corazón.
La humanidad, en general, goza de un papel dicotómico en la política sobrenatural. Por un lado es objeto de burla y desprecio por su manifiesta incapacidad para esforzarse en comprender la realidad, hasta el punto de que el mundo sobrenatural casi no tiene que preocuparse de esconderse de ellos. Cuando surge la ocasión, el ser humano medio tiende a racionalizar el más extraño de los acontecimientos hasta calificarlo de «inusual pero explicable». Una gran cantidad de seres consideran a los humanos animales de los que pueden aprovecharse, meros miembros de una manada. A menudo juegan con ellos y los atormentan.
Por otro lado, nadie quiere agitarles demasiado. La humanidad, cuando está asustada y enojada, es una fuerza con la que ni siquiera el mundo sobrenatural quiere lidiar. Por su número y sencilla rabia, las antorchas y horcas siguen siendo tan mortales como siempre han sido. Y en mi opinión, la mayor parte de la población sobrenatural tenía muy poco aprecio por lo destructiva y peligrosa que había llegado a ser la humanidad durante el último siglo.
Por ello, la tentación de dejar que los denarios recibieran una dosis de policía cabreado en toda la cara era grande. Cinco o seis rifles como el de Gard no acabarían con la chica mantis, pero si a eso le añadías treinta o cuarenta pares de botas de combate pisoteando a todos los pequeños bichitos, la señorita Manos de Pinza podía darse por eliminada.
Por supuesto, todo aquello se basaba en la idea de que los seres humanos involucrados: a) sabían a lo que se enfrentaban y b) se lo tomaban en serio y trabajaban juntos para cumplir el objetivo. Murphy y los chicos de Investigaciones Especiales tendrían una idea bastante clara de la situación, pero los otros no. Irían esperando participar en una película de soldados, pero en su lugar se encontrarían con algo salido de una de terror. No creía ni por un momento que Murphy, Stallings o cualquier otra persona de Chicago pudiera obligar a todos los involucrados en la misión a continuar escuchándoles en cuanto empezaran a hablar de demonios y monstruos.
Me froté la cabeza, pensando en Sanya. Tal vez podríamos tratar de explicarlo en términos más agradables. En lugar de «demonios metamorfos», se les podía decir que los terroristas se encontraban en posesión (ja, ja, ¿lo pillan?) de «trajes blindados biomiméticos experimentales diseñados genéticamente». Tal vez eso les proporcionaría el marco adecuado para hacer el trabajo.
O tal vez no. Se pondrían a gritar de miedo en cuanto se toparan con algo que pareciera salido de una pesadilla. La coordinación y el control de las fuerzas se irían a paseo, sobre todo si los denarios tenían a alguien con poder mágico suficiente para anular la tecnología.
Lo siguiente sería el pánico, la masacre y el terror.
—Es una idea —le dije a Murphy—. Tal vez incluso una idea factible. Pero no creo que haya llegado el momento. Al menos, no todavía.
Sus ojos resplandecieron, muy azules.
—Y tú eres el que decide.
Di otro sorbo a la cerveza y dejé de nuevo la botella en la mesa, con un movimiento lento y significativo.
—Aparentemente.
—¿Quién lo dice? —quiso saber Murphy.
Me eché hacia atrás en la silla.
—En primer lugar —dije en voz baja—, incluso si reunieras todo ese poder de fuego, lo mejor a lo que podríamos aspirar es a una costosa, sangrienta y oscura victoria. En segundo lugar, existe la posibilidad de que pueda resolver el asunto por canales del Consejo, o al menos asegurarme de que cuando haya hostilidades estas no sean en mitad de la maldita ciudad.
—Pero tú...
—Y en tercer lugar —continué—. No sé dónde están.
Murphy arrugó los ojos y un poco de la tensión abandonó repentinamente sus facciones.
—Dices la verdad.
—Suelo hacerlo —dije—. Es probable que pudiera rastrearlos, si dispusiera de un día o dos. Pero puede que no lleguemos a eso.
Estudió mi rostro un momento.
—Sin embargo no crees que la reunión vaya a detener lo que quiera que estén haciendo aquí.
—Ni de coña. Pero si hay suerte podré sacarlos de aquí y llevarlos a un lugar más escondido.
—¿Y si alguien resulta herido mientras haces planes? —me preguntó—. Los encuentros que se produjeron anoche están llamando la atención de la gente. Nadie ha resultado herido de momento, pero eso podría cambiar. No estoy dispuesta a tolerarlo.
—Ese es otro tema —dije cansado—. Algo que no creo que suponga una amenaza para el público. —Le hablé de los matones de Verano.
Se bebió el resto de la cerveza de un solo sorbo y suspiró.
—Contigo nada es nunca simple.
Me encogí de hombros, modesto.
—El problema es este, Harry —dijo en voz baja—. La última vez que aparecieron estos maníacos hubo muertos. Y hubo informes. Varios testigos dieron una descripción bastante buena de ti.
—Y no pasó nada —dije.
—No pasó nada porque yo estaba al cargo de la investigación —me corrigió Murphy en un tono ligeramente punzante—. El caso nunca se cerró. Pero si unos sucesos similares lo vuelven a sacar a relucir, no podré hacer nada para protegerte.
—¿Stallings no...?
—John probablemente lo intentaría —dijo Murphy—. Pero Rudolph ha estado subiendo escalafones en Asuntos Internos. Si consigue que reabran el caso, levantará la voz para que cobre importancia y ya escapará del control de Investigaciones Especiales.
Me quedé pensativo al oír aquello. Giré la botella lentamente entre mis dedos.
—Bueno —dije—, eso podría complicar las cosas.
Murphy puso los ojos en blanco.
—¿Tú crees? Maldita sea, Harry. Hace mucho tiempo estuve de acuerdo contigo en que había algunas cosas en las que era mejor que el Departamento no se involucrara. Prometí no ponerme a soplar silbatos y activar alarmas cada vez que sucediera algo macabro. —Se incorporó hacia delante ligeramente, con la mirada intensa—. Pero soy poli, Harry. Antes que nada. Mi trabajo es proteger y defender a la gente de esta ciudad.
—¿Y qué crees que estoy haciendo yo?
—Lo mejor que sabes —dijo sin exaltarse—. Sé que tu corazón está en su sitio. Sin embargo puedes ser todo lo sincero del mundo y aun así estar equivocado. —Hizo una pausa para que aquello dejara poso—. Y si te equivocas podría costar vidas. Vidas que he jurado proteger.
No dije nada.
—Me pediste que respetara tus límites y lo he hecho —dijo en voz baja—. Espero que me devuelvas el favor. Si aunque sea solo por un segundo considero que dejarte manejar este asunto va a costar vidas inocentes, no pienso callarme y hacerme a un lado. Voy a intervenir con todo lo que pueda. Y si lo hago, espero tu completo apoyo.
—¿Y tú eres la que decide cuándo? —pregunté.
Se enfrentó a mí sin inmutarse ni un milímetro.
—Aparentemente.
Me eché hacia atrás en el asiento y di sorbos a la cerveza con los ojos cerrados.
Murphy no sabía todo lo que había en juego. Sabía más que nadie del cuerpo, claro, pero trabajaba sobre un conocimiento solo parcial. Si cometía un fallo, fastidiaría las cosas hasta unos niveles difíciles de concebir.
Es probable que ella hubiera pensado lo mismo de mí en más de una ocasión.
Le había exigido mucho a Murphy cuando le pedí que confiara en mí.
¿Cómo iba a no devolverle el favor y encima seguir llamándome su amigo?
Era simple.
No podía.
Demonios, si se decidía a actuar, lo haría con o sin mí. En semejantes circunstancias, mi presencia podría suponer la diferencia entre una victoria sangrienta o un desastre y...
Y de repente sentí una gran empatía hacia la confusión de Michael.
Abrí de nuevo los ojos.
—Si decides involucrar al Departamento de Policía de Chicago, tendrás mi colaboración. Pero debes creerme, no es buen momento para una solución semejante.
Pasó el dedo por una brecha en la madera de la mesa.
—¿Y si el edificio hubiera estado lleno de gente, Harry? Familias enteras. Esos denarios podrían haber matado a cientos.
—Dame tiempo —dije.
Colocó las manos en el borde de la mesa y se levantó, enfrentándose a mí con aquella misma mirada neutral. Cuando empezó a hablar me surgió una sensación extraña en la boca del estómago.
—Ojalá pudiera —dijo—, pero...
La puerta del bar se abrió con una fuerza tal que los goznes se resistieron y quedaron marcas en la vieja pared de madera.
Una «cosa» entró por la puerta. Al principio me resultó difícil reconocer lo que era. Imaginen a un hombre intentando colarse en la casetilla de un perro; tenía que encorvarse y entrar de lado con cuidado de no hacerse daño con el marco de la puerta. Aquel era el aspecto de la enorme criatura de pelaje gris. Y además tenía cuernos y pezuñas.
El enorme bronco, muchos centímetros más alto que cualquier ogro o trol que jamás hubiese visto, cruzó la puerta con el cuerpo encogido y trató después de enderezarse. La cabeza, los hombros y la parte superior de la espalda topaban con el techo. Encorvado torpemente, sus ojos dorados brillaban alrededor de las pupilas rectangulares mientras examinaba la sala con detenimiento. Cada uno de los nudillos de sus puños cerrados era del tamaño de un maldito melón y un olor animal, fuerte y penetrante, llenaba el aire.
El bar no estaba lleno a causa de la nieve, por eso, además de Murphy y de mí solo había unos pocos asiduos. Aun así, aquello no era algo que se viera todos los días y la gente en la sala se quedó completamente quieta.
La mirada del bronco se clavó en mí.
Entonces caminó como andares de pato hacia nuestra mesa. Mac corrió hacia el interruptor que apagaba los ventiladores, pero los cuernos enroscados del bronco hicieron añicos las aspas de los dos que se cruzaron en su camino. Ni siquiera parpadeó. Se detuvo al lado de mi mesa y evaluó a Murphy. Luego volvió su enorme y pesado semblante hacia mí.
—Mago —rugió con una voz tan profunda que casi la sentí en lugar de oírla.
—He venido a hablar contigo acerca de mis hermanos menores. —El bronco entrecerró sus enormes ojos y sus nudillos crujieron como los cables de un barco cuando apretó los puños—. Y del daño que has obrado en ellos.