37
Estaba nevando otra vez. Habían caído diez o doce centímetros desde la última vez que alguien había despejado el camino delantero de los Carpenter. Mis pasos crujían en el silencioso aire invernal, estaba casi seguro de que se oían a una manzana de distancia.
Nicodemus me esperó, estiloso y casual con una camisa de seda verde oscura y pantalones negros. Me observó con una expresión neutra y los ojos entreabiertos a medida que me acercaba a él.
Me estremecí cuando me tocó una ráfaga de viento frío y mis músculos cansados amenazaron con perder el control. Maldita sea, yo era el que trabajaba para la reina de Invierno. ¿Por qué todo el mundo parecía cómodo en medio de la tempestad menos yo?
Me detuve al final del camino de la casa de Michael y apoyé el bastón en el suelo. Nicodemus me miró fijamente durante un rato. Las sombras se habían movido de tal modo que no podía distinguir su expresión ni verle muy bien el rostro.
—¿Qué es eso? —dijo en un tono bajo y tajante.
Ratón miró a Nicodemus y soltó un gruñido tan bajo que algunos copos de nieve saltaron del suelo. Mi perro sacó los dientes, enseñó los colmillos largos y blancos y el volumen de sus gruñidos subió.
Demonios. Nunca había visto a Ratón reaccionar así, salvo en pleno combate.
Y parecía que a Nicodemus tampoco le gustaba mi perro.
—Responde a mi pregunta, Dresden —graznó Nicodemus—. ¿Qué es eso?
—Una precaución en caso de que me quede atrapado en la nieve —dije—. Tiene el entrenamiento de un san bernardo.
—¿Perdón? —dijo Nicodemus.
Hice el paripé de taparle los oídos a Ratón con las manos.
—No le digas que en realidad no llevan pequeños barriles de alcohol en el collar. Le romperías su corazoncito —susurré.
Nicodemus no se movió, pero su sombra se desplazó hasta colocar su informe negrura entre su cuerpo y el de Ratón. Su rostro era otra vez visible y estaba sonriendo.
—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que alguien fue así de insolente en mi cara. ¿Puedo hacerte una pregunta?
—¿Por qué no?
—¿Siempre te refugias en la insolencia cuando estás asustado, Dresden?
—No lo considero una retirada. Para mí es un adelanto de la alegría. ¿Puedo hacerte una pregunta?
Su sonrisa se ensanchó.
—¿Por qué no?
—¿Cómo es que algunos de los perdedores de tu grupo tenéis nombres de verdad y a otros solo se les llama por el nombre del caído de la moneda?
—No es complicado —dijo Nicodemus—. Algunos de los miembros de nuestra orden poseen mentes activas y voluntariosas, con la fuerza suficiente para retener su sentido de la identidad. Otros son —encogió un hombro en un elegante y arrogante movimiento— de poca importancia. Recipientes desechables, nada más.
—Como Rasmussen —murmuré.
Nicodemus pareció confuso durante un momento. Entonces entornó los ojos de repente, concentrándose con intensidad en mí. Su sombra se volvió a agitar y algo hizo un ruido que sonaba como un susurro inquietante y serpentino.
—Ah, sí, el portador de Ursiel. Exacto. —Miró hacia la casa detrás de mí—. ¿Han comenzado ya tus amigos a susurrar a tus espaldas?
Lo estaban haciendo, desde luego, aunque no tenía ni idea de por qué. Me aferré a mi cara de póquer.
—¿Por qué iban a hacer eso?
—Trata de imaginar la situación del acuario desde su punto de vista. Entran en un edificio contigo junto a alguien que en circunstancias normales no llevarían pero tú has insistido en que acompañara al grupo. Me refiero a la detective. El resultado es que tienes una conferencia privada en la que solo estás tú, yo y el perro guardián del Archivo. Entonces se levanta el símbolo, oyen el fragor de un terrible conflicto, corren hacia la escena tan rápido como les es posible y se encuentran a mi gente sacándote del agua para quitarte la moneda que tienes en el bolsillo. Sin embargo, no había manera de que tus amigos pudieran saber que era por eso. Ven que el Archivo ha desaparecido, su guardaespaldas está herido o muerto y tú, aparentemente, estás siendo asistido por mi gente. Todo eso sin que vieran lo que sucedió realmente —continuó Nicodemus—. Para una mente suspicaz, parecerías nuestro cómplice.
Tragué saliva.
—Lo dudo.
—¿Sí? —dijo Nicodemus—. ¿Incluso cuando estás a punto de proponerme la devolución de las monedas que cogiste en el acuario? Once monedas, Dresden. Si las recupero, todo lo que tú y tu gente habéis hecho durante los días pasados no servirá de nada. Seré igual de fuerte y además poseeré el poder del Archivo. No es muy difícil pensar que te hallas en una posición ideal para traicionarles en un momento crítico. Como lo es este.
No... no había pensado en ello desde aquel punto de vista.
—¿Y si está cayendo por fin bajo la influencia de la sombra? Eso deben de estar pensando. ¿Y si no posee un control total sobre sus decisiones? La traición es un arma más peligrosa que cualquier magia, Dresden. Llevo dos mil años practicándola y tus amigos los caballeros lo saben bien.
De repente, la actitud de Michael empezó a tener mucho más sentido; el guiso de carne hizo ademán de escapar por mi garganta. Intenté mantener la cara de póquer, pero no pude.
—Ay —dijo Nicodemus abriendo mucho los ojos—. Después de todos estos años de sospechas sin base y hostilidades por parte del Consejo, debe de ser doloroso darse cuenta de esto. —Miró burlón a Ratón y luego de nuevo a mí—. Tu corazoncito debe estar a punto de romperse.
Ratón apoyó el hombro contra mi pierna y emitió un gruñido salvaje hacia Nicodemus al tiempo que daba un paso adelante.
Nicodemus le ignoró, yo era su único foco de atención.
—Es una oferta tentadora —reconoció—. Intercambiar todas las monedas por el Archivo y darme la oportunidad de quedarme con todas las joyas de la caja fuerte es algo que me resulta imposible de ignorar. Bien hecho.
—¿Entonces? —dije—. ¿Dónde quieres que lo organicemos?
Sacudió la cabeza.
—No quiero —dijo en voz baja—. Este es el final del juego, Dresden, aunque tú y los tuyos no lo aceptéis. Ahora que tengo al Archivo, el resto es un mero ejercicio. Perder las monedas me dolerá, vale, pero no las necesito. Espinado Namshiel no me es muy útil en su estado actual, y no llevo trabajando dos mil años para jugármelo todo a una carta en el último momento. No hay trato.
Tragué saliva.
—¿Entonces por qué estás aquí?
—Para darte la oportunidad de reconsiderarlo —dijo Nicodemus—. Creo que en realidad tú y yo no somos tan diferentes. Ambos somos criaturas de voluntad, vivimos nuestras vidas en base a ideales, no a cosas materiales. Ambos estamos dispuestos a sacrificar cosas para alcanzar nuestras metas.
—Tal vez deberíamos ir vestidos iguales.
Extendió las manos.
—Yo podría ser un aliado bastante más efectivo y peligroso que cualquiera de los que tienes ahora. Estoy dispuesto a comprometerme contigo y convertir algunos de tus objetivos en míos propios. Puedo proporcionarte más apoyos de los que tu propio Consejo jamás te ha dado. El beneficio material de semejante unión es en realidad algo poco importante pero ¿acaso no te gustaría vivir en un lugar mejor que ese polvoriento sótano? ¿No te cansas de volver a casa y encontrarte una ducha fría, comida barata y la cama vacía?
Me limité a mirarle fijamente.
—Hay mucho trabajo que hacer, y no todo te resulta repugnante. De hecho, imagino que una parte de él te resultaría bastante satisfactorio si tenemos en cuenta tu concepto personal del bien y el mal.
Al demonio la cara de póquer. Le miré con desprecio.
—¿Cómo qué?
—La Corte Roja es un buen ejemplo —dijo Nicodemus—. Es grande, bien organizada, peligrosa para mis planes, una plaga para la humanidad, además de repugnante estéticamente. Son parásitos que a corto plazo resultarán inconvenientes, son peligrosos a medio plazo y fatales para cualquier plan de futuro. Han de ser destruidos en algún momento, a toda costa. No tendría ninguna objeción a la hora de asistirte a ti y, con tu mediación, al Consejo Blanco, en sus esfuerzos contra ellos.
—¿Te convertirías en un instrumento del Consejo Blanco para eliminar a la Corte Roja? —pregunté.
—Como si tú mismo no hubieras sido una mera herramienta para ellos en muchas ocasiones.
—El Consejo no necesita de mi ayuda para contar con un buen puñado de herramientas —murmuré.
—Y sin embargo lo contrario agrada a tu sentido de la justicia, al igual que la idea de causar la destrucción de la Corte Roja. Sobre todo tras lo que le hicieron a Susan Rodríguez. —Ladeó la cabeza—. Sería posible ayudarla, lo sabes. Si alguien puede encontrar una manera de liberarla de su condición, son los caídos.
—Ya que estamos, ¿por qué no me ofreces castillos flotantes y la paz mundial, Nick?
Extendió las manos en el aire.
—Solo sugiero posibilidades. Una cosa en concreto es segura: ambos compartimos muchos enemigos. Estoy dispuesto a ayudarte a combatirlos.
—Voy a dejarte claro algo —dije—. Me estás diciendo que quieres que trabaje contigo y que a pesar de todo seguiré siendo uno de los buenos.
—El bien y el mal son relativos. Eso ya lo sabes a estas alturas. Sin embargo, nunca te pediría que obraras contra tu conciencia. No me hace falta eso para tener acceso a tus talentos. Piensa en toda las personas a las que podrías ayudar con el poder que te estoy ofreciendo.
—Sí, eres un verdadero filántropo.
—Como te he dicho, estoy dispuesto a trabajar contigo y soy bastante sincero. —Me miró a los ojos—. Mira en mi alma, Dresden. Mira por ti mismo.
Mi corazón latió a dos mil revoluciones durante un par de segundos y aparté los ojos de él, aterrado. No quería ver lo que había detrás de los oscuros, calmados y antiguos ojos de Nicodemus. Su alma podría ser algo monstruoso, algo que me arrancara la cordura y dejara una mancha en la mía propia, como un churretón de grasa.
O podría ser incluso peor.
¿Y si decía la verdad?
Eché la vista atrás, hacia la casa de los Carpenter. Tenía mucho frío y estaba muy cansado. Cansado de todo, de absolutamente todo. Bajé la vista hacia la ropa prestada y los tobillos desnudos, cubiertos de nieve al igual que los zapatos.
—No tengo nada personal contra ti, Dresden —continuó—. Respeto tu integridad. Disfrutaría trabajando contigo. Pero no te equivoques, si te interpones en mi camino, te aplastaré como a cualquier otro.
Reinó el silencio.
Pensé en lo que sabía de Nicodemus.
Pensé en mis amigos, en los susurros a mis espaldas y en los incómodos silencios.
Pensé en lo que le sucedería al mundo si Nicodemus convertía a Ivy.
Pensé en lo asustada que estaría ahora la pequeña.
Y pensé en un hombrecillo anciano de Okinawa que literalmente entregó su vida por la mía.
—Tú y yo —dije en voz baja—, estamos dispuestos a renunciar a cosas para alcanzar nuestras metas. —Nicodemus ladeó la cabeza, esperando—. Pero tenemos ideas muy diferentes a la hora de decidir quién hace el sacrificio y quién es sacrificado. —Sacudí la cabeza—. No.
Respiró honda y lentamente.
—Una pena. Buenas noches, Dresden. La mejor de las suertes para ti en el nuevo mundo. Sin embargo, espero que no nos volvamos a encontrar en esta vida —sentenció.
Se volvió para irse.
Y mi corazón volvió a acelerarse.
Shiro dijo que sabría a quién darle la espada.
—Espera —dije.
Nicodemus se detuvo.
—Tengo algo más que ofrecerte además de las monedas.
Se volvió, su rostro era una máscara.
—Si me entregas a Ivy, te entregaré once monedas —dije—. Además de Fidelacchius.
Nicodemus se quedó quieto. Su sombra se retorció.
—¿La tienes?
—Sí.
El feo sonido susurrante volvió a surgir, más alto y acelerado. Nicodemus bajó la vista hacia su sombra, ceñudo.
—Supongamos que consigues a Ivy —dije—. Supongamos que la conviertes y te las arreglas para controlarla. Es un gran plan. Supongamos que tienes tu apocalipsis y tu neo Edad Oscura. ¿Crees que eso va a detener a los caballeros? ¿Crees que otros hombres y mujeres no van a blandir las espadas para luchar contra ti, uno tras otro? ¿Crees que en el Cielo se van a quedar sentados y te van a dejar hacer lo que te dé la gana?
La cara de póquer de Nicodemus era mejor que la mía, pero lo tenía atrapado. Me estaba escuchando.
—¿Cuántas veces han roto tus planes esas espadas? —le pregunté—. ¿Cuántas veces te han obligado a abandonar una posición u otra? —Lancé una estocada en la oscuridad que parecía merecer la pena—. ¿No te cansas de despertar de pesadillas en las que una espada te atraviesa el corazón o el cuello y te convierte en otro mero vaso de papel desechable para los caídos? ¿No te aterra a lo que te vas a enfrentar cuando abandones tu cuerpo mortal?
»Tengo la espada —continué—. Estoy dispuesto a intercambiarla junto con las monedas.
Me enseñó los dientes.
—No, no lo estás.
—Estoy tan dispuesto a entregarte la espada y las monedas como tú a entregarme al Archivo —argüí—. Te estoy ofreciendo una oportunidad, Nick. La de destruir una de las espadas para siempre. ¿Quién sabe? Si las cosas salen bien, puede que al mismo tiempo tengas la ocasión de acabar con las otras dos.
El susurró aumentó otra vez su volumen y velocidad.
Nicodemus me miró fijamente. Su expresión no era legible, pero apretaba y extendía la mano derecha, como si estuviera ansioso por coger un arma, y el odio se derramaba de él igual que el calor escapaba de un horno.
—Entonces —dije con toda la indiferencia que pude—, ¿dónde quieres hacer el intercambio?