33
—Ivy —dije en el tono que se usa con los niños que ya deberían estar en la cama. Soy mejor en eso de lo que se podría esperar, después de tanto tiempo trabajando con mi aprendiz—. Vuelve a ocultarte en el velo y sal de aquí.
Tessa volvió a patearme las costillas, esta vez lo bastante fuerte para impedir que respirara más de lo necesario o hablara en absoluto.
—Cuando quiera tu opinión —amenazó—, la leeré en tus entrañas.
Ivy dio dos pasos al frente ante el gesto de Tessa y entornó sus ojos azules.
—En beneficio de los lentos de entendederas, Polonius Lartessa, voy a repetirme. No permitiré que le hagas daño. Apártate.
De repente, los ojos de Tessa también se entornaron.
—Sabes mi nombre.
—Lo sé todo sobre ti, Lartessa —dijo Ivy en un tono plano, sin pasión alguna—. Todo fue registrado, por supuesto. En aquellos tiempos se registraba todo en Tesalónica. El negocio fallido de tu padre. Tu venta al templo de Isis. Si quieres, puedo hacerte un análisis del coste y los beneficios de tu entrenamiento con respecto a las ganancias de tu primer año en el templo, antes de que llegara Nicodemus. Podría usar gráficas y colorearlas con lápices de colores para que lo entendieras más fácilmente. Me gustan los lápices de colores.
No estaba seguro, pero parecía que la niña estaba intentando dedicarles a los malos una ración de impertinencia en mi honor. Tenía que trabajar su técnica, pero la intención era lo que contaba. Si pudiera respirar, hasta me hubiera reído un poco.
—¿Crees que me intimida que sepas de dónde provengo, niña? —espetó Tessa.
—Sé más sobre ti que tú misma —respondió Ivy con voz firme—. Sé con más precisión que tú a cuántos has hecho daño, cuántas malas situaciones has convertido en peores. En tiempos recientes han sido Camboya, Colombia o Ruanda, pero ya sea en este siglo, durante la Guerra de las Dos Rosas o la de los Cien Años, es siempre la misma historieta estúpida, contada una y otra vez. Aprendiste tus lecciones cuando eras una niña y nunca te has desviado de ellas. Eres un buitre, Lartessa. Un gusano. Subsistes en la piel enferma y la carne putrefacta. Todo lo sano y completo te asusta.
La pequeña no vio al denario que se acercaba a ella desde los helechos de detrás y lanzaba contra su espalda varios cientos de kilos de escamas y garras.
—¡Ivy! —dije medio ahogado.
Lo tenía controlado. Se produjo un resplandor de luz, un abrumador aroma a ozono y ropa limpia se elevó en el aire y un denario de plata cayó rodando entre un montón de cenizas que se esparcieron por el suelo antes de llegar siquiera a un metro del Archivo. La moneda pasó rodando junto a ella, en línea recta hacia Tessa, pero Ivy la pisó con su pequeño zapato para dejarla plana en el suelo y evitar que regresara a posesión de la denaria.
—Pequeña —dije imitando exageradamente el acento ruso de Sanya, incapaz de evitar una risilla alocada en mi voz—. Pero fiera.
Tessa miró la moneda del caído con una leve sonrisa.
—Te ha salido caro. ¿Cuántos hechizos como ese crees que podrás hacer antes de quedarte sin energía, pequeña?
Ivy se encogió de hombros.
—¿Cuántos esbirros puedes lanzar contra mí? ¿Cuántos estarían dispuestos a morir por ti?
—Rodeadla todos. Aseguraos de que sabe dónde estáis —exclamó Tessa.
Y las figuras de pesadilla se reunieron alrededor de la pequeña, enormes al lado de su esbelta y solitaria figura. Deirdre, empapada y oliendo a pescado y agua de mar, me dedicó una mirada de odio y resentimiento mientras subía los escalones para colocarse junto a su madre. La cosa de plumas desaliñadas que todavía me sostenía las manos sangraba en silencio, lamentándose por lo bajo. Estaba herido pero todavía me clavaba los brazos al suelo. Magog llegó haciendo monerías desde la vegetación del paisaje, sonriendo con malicia, y me pregunté dónde demonios se había metido Kincaid. La estatua de obsidiana cambió de postura; me puso una mano en el pecho y me dio la impresión de que podría haberla enterrado en él hasta la columna si hubiese querido.
Había otra media docena de ellos. Rosanna resultó ser una mujer preciosa, la clásica diablesa de piel roja y piernas de cabra, completada con unas correosas alas negras y dos cuernos delicadamente retorcidos. Sus profundos ojos marrones eran encantadores bajo el par verde, brillante y demoniaco. Llevaba al hombro una bolsa idéntica a la de Chico Giratorio, al que Tessa había llamado Espinado Namshiel. La mayoría de los otros se limitaban a ser malvados y grandes bajo sus varias y desagradables formas.
Supongo que incluso en el infierno es más fácil encontrar espaldas fuertes que cerebros desarrollados.
Ivy se colocó frente a ellos y levantó los brazos en una pose que se parecía vagamente a una postura defensiva de artes marciales. No lo era. Se estaba preparando para manipular energías defensivas. Simplemente nunca había visto a nadie realizar un hechizo completamente diferente en cada mano al mismo maldito tiempo.
En aquel punto se me ocurrieron dos preguntas. Primera, si el plan era que los denarios agotaran la magia de Ivy y luego la tomaran por la fuerza antes de que su trampa se quedara sin poder, ¿por qué no lo estaban haciendo ya? Y segunda...
¿Qué era aquel sonido seseante?
Se cernía a nuestro alrededor, apenas audible, al menos hasta que concentré mis sentidos en él ignorando el mohoso hedor y el ferroso aroma de la sangre de Plumas Desaliñadas y la fría solidez de la mano de Estatua de Obsidiana.
Un definido y constante sonido seseante, similar al del aire escapando de un neumático...
O al de la laca del pelo saliendo de su bote.
Levanté la cabeza, retorciéndome lo bastante para ver a través de los encorvados miembros de Plumas Desaliñadas, que no parecían ni brazos ni piernas, sino algo que hacía la función de ambas cosas, como las extremidades de una araña. No alcanzaba a ver con qué me clavaba las muñecas al suelo, ni tampoco quería saberlo. Lo que sí vi fue un par de hojas temblando en un helecho cercano y un brillo metálico procedente de algún lugar cercano a la fuente del misterioso seseo.
Gas.
La fortaleza de este plan radica en atacar a la niña, no al Archivo.
Los niños tienen una masa corporal muy baja comparada con la de los adultos.
Una toxina liberada en el aire sería mucho más efectiva contra Ivy que contra los denarios o cualquier persona adulta. Lo único que tenían que hacer los malos era coger algo que causara inconsciencia y cuyo efecto dependiera mucho de la masa corporal de la persona y tendrían un arma ideal para usarla contra ella. Tessa y Nicodemus hicieron a varios de sus lacayos más capaces acarrear recipientes con la sustancia, fuera lo que fuera. Entonces lo único que tendrían que hacer sería abrirlos y esperar a que la niña cayera.
Mis pensamientos retrocedieron hacia el hechizo de Espinado Namshiel, el que estaba elaborando bajo su velo de ocultamiento. Un detalle que apenas percibí en su momento me asaltó de repente. Me había estado preocupando por el hechizo que estaría preparando, sin embargo, debí prestar más atención a dónde lo quería invocar: justo debajo de un grupo de conductos de ventilación. Es probable que estuviera preparando un hechizo de viento para que el aire no parara de moverse y el gas se propagara por el oceanario.
¿Olía a algo parecido a una medicina? ¿Se me había quedado dormida la punta de la nariz? Demonios, Harry, no es momento de dejarse llevar por el pánico ni de perder de repente el sentido. Tenía que advertírselo a Ivy.
Volví la cabeza hacia ella y a mitad de camino me encontré con la mirada de Tessa.
—Ya lo has olido, ¿verdad? —murmuró Chica Mantis—. Si habla —dijo, presumiblemente dirigiéndose a Estatua de Obsidiana—, aplástale el pecho.
Una voz extrañamente modulada salió de la zona de la cabeza de la estatua andrógina.
—Sí, seño...
Y entonces se oyó un fut, sentí la presión de una bofetada de aire sobre mi piel y la cabeza de Estatua de Obsidiana, y también la de Plumas Desaliñadas, explotaron con dos erupciones simultáneas de casquería variada. La de la estatua parecía surgir de una especie de máquina de asfaltar calles estropeada, salpicando un chorro constante de porquería negra similar al alquitrán caliente. Cayó de espaldas, luego rebotó sobre sus propias manos y rodillas y comenzó a aporrear el cemento con los puños. Supongo que pretendía aplastarme. Sin cabeza le resultaba difícil darse cuenta de que en realidad estaba abriendo un agujero en las gradas y en el material de debajo y yo me hallaba a dos metros de él.
Plumas Desaliñadas se limitó a caer entre un revoltijo de sangre de aspecto, olor y sabor muy humano. Ciento cuarenta kilos de músculo inerte y gomoso aterrizaron en mi pecho.
—¡Ivy! —grité—. ¡Gas! ¡Aléjate!
Y entonces la cosa se puso ruidosa.
Una serie de impactos sordos descendieron desde un lugar indeterminado tan rápidos como el chasquear de un dedo y los denarios comenzaron a gritar de dolor y rabia. Yo fui vagamente consciente de que saltaban de izquierda a derecha y vi el fogonazo de un cañón en el otro extremo del oceanario. Al menos me enteré de dónde había estado Kincaid todo el tiempo: buscando la posición idónea para matar a ambos locos poseídos con una única bala, ya que otra acción menos certera hubiera significado para mí una muerte segura.
—¡El mago no es nada! —aulló Tessa—. ¡Tarsiel, atrapa el Perro del Infierno! ¡Los demás, a la chica!
Vamos, Harry. Es hora de devolverle el favor a Kincaid sacando a la niña de aquí. Estaba por ver cómo.
Mi mano derecha no se movía mucho y a mi brazo izquierdo quemado no le gustaba demasiado la idea, pero me esforcé y conseguí quitarme de encima lo suficiente del denario muerto para poder retorcerme y salir de debajo de su cuerpo. Justo cuando estaba a punto de liberarme, una moneda de plata rodó de entre los destrozados tentáculos que en su momento fueron la cabeza de la cosa y vino directa hacia mi cara. Sacudí la cabeza a un lado, presa del pánico.
La moneda caída no me tocó la piel desnuda por un pelo. Rebotó en el suelo de cemento. Mi mano izquierda se movió más rápida y hábilmente de lo que hubiera creído posible para atrapar la moneda en el aire en pleno rebote, con la misma soltura que si hubiera estado completamente sana, sin quemaduras ni cicatrices ni cubierta de un guante de cuero.
Me miré alternativamente las dos manos durante un cuarto de segundo, la derecha adormecida y hormigueante.
¿Qué demonios?
Aquello no era normal.
Luego te preocuparás por ello, Harry. Claro, está claro que te ha pasado Algo, pero ahora no es momento para distracciones. Concéntrate. Salva a la chica.
Me guardé la reliquia maldita en el bolsillo, deseé por Dios que mis Levi’s 501 no tuvieran un agujero y me giré hacia Ivy.
Sé que soy mago, un miembro importante del Consejo Blanco y todo eso. Sé que soy centinela, un experto certificado en combate mágico, policía, soldado, propietario de un bastón y pateador de culos, si quieren. Pensaba que había visto a profesionales de verdad en acción, a lo mejor de lo mejor entre los magos.
Me equivocaba.
No es que Ivy estuviera utilizando una gran cantidad de poder. No era así. Sin embargo, consideren durante un momento lo siguiente: ¿qué es más impresionante, un gigantesco camión con un enorme motor humeante o un cochecito apenas lo bastante grande para hacer su trabajo funcionando con un par de pilas AA?
Siete denarios atacaban a Ivy con magia y ella les estaba respondiendo. A todos.
Magog había cargado contra ella igual que contra mí, sin embargo Ivy no interpuso una barrera entre ambos, sino que lo capturó dentro de una especie de burbuja sin fricción a un centímetro del suelo y el mono no paraba de dar vueltas inútiles en círculo dentro de ella, girando más rápido a cada movimiento. La fuerza metafísica que el gorila añadía a la carga no había alterado mucho el estilo de la niña. Sus brazos, que giraba y agitaba para encargarse de todas las labores que realizaba a la vez, apuntaban a la burbuja que contenía al simio cada pocos segundos y, lo juro, le hacía dar varias vueltas por la mera razón de otorgarle un vector de nausea adicional al giro.
El amasijo de mechones vivientes de Deirdre danzaba resplandeciente como un fuego púrpura de San Telmo, era una especie de mortífera telaraña al ataque. No obstante, Ivy expulsaba un intrincado patrón de pequeños y finos hilos de poder que no detenían los ataques de Deirdre sino que confundían los mechones con otros cercanos para enredarlos en inútiles marañas. En resumidas cuentas, forzaba a Deirdre a necesitar una visita a la peluquería. Desde el lado opuesto a Ivy, Rosanna arrojaba lanzas de fuego más tradicionales con las manos abiertas, similares a las que yo...
Un dolor salvaje me atravesó el cráneo. Mierda.
...pero Ivy las dispersaba con cuñas de aire aplicadas certeramente, con cuidado de interceptar cada ráfaga de fuego lo bastante lejos de su propio cuerpo para evitar que el calor que afloraba tras su destrucción la quemara. Los dos denarios más físicos que se afanaban en abrirse camino a través la barrera de chispas que se formaba cada vez que trataban de acercarse a ella tuvieron menos suerte. El fuego de la Doncella del Infierno los achicharró a base de bien.
El sexto, una especie de pequeña criatura marchita que parecía la caricatura de una mujer esculpida en la raíz de un árbol seco, sostenía el extremo de una cuerda de sombra líquida que se enroscada como una serpiente hambrienta que se lanzaba de vez en cuando hacia la cabeza de Ivy. La niña se enfrentaba a ella con tranquilidad, moviendo la cabeza con calma para esquivarla y rechazándola hacia un lado con una pequeña explosión de energía plateada un momento después.
Pero sobre todo se enfrentaba a una Tessa que parecía pasárselo en grande. Le lanzaba algún rayo de vez en cuando por el mero placer de hacerlo. Aquello me dejaba algo bien claro. Tessa no era una hechicera de poca monta. Si podía provocar tantos resplandores y explosiones gastando tan poca energía, era digna rival de cualquier mago del Consejo Blanco. O eso, o había sido capaz de retener en su interior mucho más poder que yo antes de la batalla. En cualquier caso, era una jugadora de las grandes ligas y la respuesta de Ivy a sus ataques lo confirmaba cada vez que el Archivo se volvía para enfrentarse a Tessa con todo y dedicaba por completo una de sus manos a defenderse de sus hechizos.
Vaya.
Virgen santa. Una cosa era poseer el reconocimiento académico de que me quedaba mucho que aprender acerca de la magia. Otra bien distinta era presenciar una demostración de la cantidad exacta de cosas que todavía era incapaz de hacer. En otras circunstancias sería humillante. En aquellas era simplemente aterrador. Durante diez segundos me quedé allí, tratando de averiguar cómo diablos ayudar sin acabar incinerado, hecho brochetas o destruido de cualquier otra manera y sin conseguir nada.
Sentí una oleada de vértigo. Los niveles de gas debían ir en aumento. A la mierda. La única razón por la que no me habían matado ya era mi absoluta impotencia. A nadie le importaba un bledo lo que hiciera. Puede que mereciera la pena intentar llevar a la niña a otra zona del edificio para alejarla del gas. Si alguien me mataba por el camino, trataría de arrojar mi maldición de muerte contra ellos y tal vez sacaría a Ivy de aquel embrollo.
Así que corrí hacia ella, tratando de utilizar la zona de calor y al atrapado Magog como escudos.
—¡Ivy, vamos! —exclamé.
Algo intentó golpearme. Además, alguien disparó mi arma a varios metros de distancia. Me agaché, pero supongo que Tessa no era una gran tiradora. No me acertó. Un segundo después agarré a Ivy por la cintura y la levanté del suelo.
—¡Mantente alejado de mis brazos, por favor! —me ordenó Ivy.
Me aseguré de ello. Me estaba mareando, pero cualquier lugar era mejor que aquel.
—¡A las piernas! —gritó Tessa, refiriéndose a las mías.
Me dio la sensación de que aquella gente trataría de hacerle un montón de cosas molestas a mis patitas, pero no me detuve a ver lo que intentaban. Corrí hacia las escaleras, confiando en la habilidad del Archivo para mantenerme móvil. Era una buena apuesta. Ivy murmuraba y agitaba los brazos todo el tiempo y yo sentía el hormigueo que la corriente de energía con la que trabajaba causaba en su cuerpecito.
Estaba usando sabiamente el poder que le quedaba, pero el pozo tenía fondo y se estaba secando. La lucha casi había terminado.
Tiempo, pensé atontado, jadeando. Solo necesitábamos un poco más de tiempo.
La gravedad me sugirió que siguiera bajando y me pareció una excelente idea. Bajé tambaleante por las escaleras hacia el nivel inferior, dejando atrás los paisajes submarinos de los estanques de las ballenas y los delfines, los adorables pingüinos y las nutrias de mar. Los denarios no dejaron de perseguirnos, sus hechizos resplandecían delante de nosotros mientras Ivy nos protegía a ambos con los últimos restos de energía que le quedaban. Lo sentí en el momento justo en el que se agotó y no cesé en mis esfuerzos de seguir moviendo las piernas para continuar por delante en la persecución.
Entonces el suelo me propinó un puñetazo. El resto de la gente del oceanario se cayó de repente hacia un lado.
O no, tal vez solo yo.
Me di cuenta demasiado tarde de que, habida cuenta de que había estado al nivel del suelo cerca de aquel recipiente de gas y además respirando con dificultad a causa del dolor y el esfuerzo, era probable que hubiera inhalado una enorme dosis antes siquiera de levantarme. Además, si el gas era más pesado que el aire, era posible que allí abajo hubiera más que en las gradas.
Había ganado unos pocos segundos para los dos. Simplemente no habían sido suficientes.
Ivy cayó a mi lado. Parpadeó y sus ojos se volvieron a abrir de repente, invadidos por el pánico. Levantó de nuevo los brazos, muy poco a poco, lentamente, y sus dedos se quedaron entrecerrados, como los de una niña medio dormida.
El hechizo de la cuerda negra envolvió la garganta de Ivy y decenas de las tiras metálicas de Deirdre se enroscaron en sus brazos y piernas. Se la llevaron fuera de mi vista.
Alcé la mirada y me encontré a los denarios reunidos en el pasillo, iluminados por la misteriosa luz azul proveniente de los grandes tanques de agua. Rosanna miró fijamente a Ivy durante un momento. Plegó sus oscuras alas de murciélago sobre si misma, estremecida y temblando como si tuviera frío, y se alejó de la escena entornando sus ojos brillantes.
Metió la mano en la bolsa y sacó otra bombona. Se la ofreció a Tessa sin que ella se le pidiera.
Tessa la cogió, retorció algo en la boquilla y le dedicó a Ivy una sonrisa de cortesía. Luego, literalmente le metió a la pequeña la boquilla entre los labios y la sostuvo allí.
Ivy se asustó y gritó. La vi dar patadas y retorcerse. Debió de morderse la lengua o cortarse el labio con los dientes, le corría sangre por la boca. Se resistió y luchó inútilmente unos pocos segundos antes de quedarse tan inerte como una muñeca de trapo.
—Al fin —dijo Tessa, expulsando aire irritada—. ¿Tenía que haber tantas molestias?
—Maldita seas —dije arrastrando las palabras. Me incorporé sobre una rodilla y miré a Tessa—. ¡Malditos seáis todos! No podéis llevárosla.
—Cliché —canturreó Tessa—. Aburrido. —Tamborileó una de sus manos-garra en su barbilla—. Veamos. ¿Dónde nos habíamos quedado cuando fuimos interrumpidos con tan mala educación? ¡Ah! —Dio un paso hacia mí sonriendo alegremente y levantó mi 44.
Justo en aquel momento, sentí el chasquido de la magia regresando al oceanario. El enorme símbolo se había derrumbado y el círculo había caído.
Hice acopio de mi frustración y mi rabia y las convertí en pura fuerza bruta.
—¡Forzare! —grité.
No la dirigí hacia Tessa y su gente.
Por el contrario, apunté a la pared de vidrio, lo único que nos separaba de diez millones de litros de agua de mar.
La fuerza de mi voluntad y mi rabia se desataron y la pared acabó reducida a polvo.
El mar apareció con un rugido, un enorme impacto que sentí como un martillazo simultáneo aplicado a cada centímetro cuadrado de mi cuerpo.
Entonces sentí el frío.
Fundido a negro.