5
Intenté recoger una muestra de sangre de los símbolos reflectores para usarla en un hechizo de seguimiento con la intención de encontrar a su propietario, pero resultó ser un chasco. O la sangre estaba demasiado reseca para ser útil o la persona que la donó estaba muerta. Me daba la horrible sensación de que el hechizo no fallaba por culpa de los efectos del aire invernal.
Típico. Nada era simple cuando Marcone estaba involucrado.
El caballero Johnnie Marcone, barón de los ladrones de las calles de Chicago e indiscutible señor del submundo criminal. Aunque estuvo siempre bajo sitio legal, sus bastiones de papeleo defendidos por legiones de abogados nunca fueron conquistados y su base de poder creció a un ritmo lento y uniforme. Podrían haber puesto un mayor empeño en derrocarle, pero lo más descorazonador del asunto era que el estilo de mando de Marcone suponía una mejor alternativa que las otras posibles. Recuperó la palabra civil de la expresión «ofensa civil», recortando de manera drástica y por igual la violencia contra los civiles y las fuerzas del orden. Aquello no convertía su labor en algo menos feo, si acaso la hacía más limpia, pero por lo que respectaba a las autoridades de la ciudad, las cosas podían ir mucho peor.
Por supuesto, las autoridades no sabían que en realidad estaban yendo a peor. Marcone había empezado a expandir su base de poder también al mundo sobrenatural tras firmar los Acuerdos Unseelie como señor independiente. Aquello le convertía, a ojos de las autoridades del mundo sobrenatural, en una especie de pequeño estado neutral, un poder reconocible, y no me cabía duda de que había comenzado a usar aquel nuevo poder para hacer lo que siempre hacía: crear más.
Todo aquello fue hecho posible gracias a Harry Dresden. Lo más mortificante de toda la situación era que Marcone suponía la opción menos malvada de las disponibles en aquel momento.
Levanté la vista del círculo que acababa de dibujar con tiza bajo una cornisa en el callejón y sacudí la cabeza.
—Lo siento. No capto nada. Tal vez la sangre esté demasiado seca o el donante esté muerto.
Murphy asintió.
—Estaré pendiente de las morgues entonces.
Rompí el círculo frotándolo con la mano y me incorporé.
—¿Puedo preguntarte algo? —dijo Murphy.
—Claro.
—¿Por qué nunca usas pentagramas? Lo único que te he visto dibujar han sido círculos.
Me encogí de hombros.
—Cuestión de mala publicidad. Si vas por ahí dibujando estrellas de cinco puntas en este país, la gente empieza a gritar cosas sobre Satán. Incluidos los satánicos. Ya tengo bastantes problemas. Si necesito un pentagrama, me limito a imaginármelo.
—¿Puedes hacer eso?
—Casi toda la magia reside en tu cabeza. Usarla consiste en construir una imagen en tu mente y mantenerla en ella. En teoría se puede hacer sin tizas, símbolos ni nada de eso.
—¿Entonces por qué no lo haces así?
—Porque es un esfuerzo innecesario para conseguir idénticos resultados. —Escudriñé el cielo, del que seguía cayendo nieve—. Eres una poli y necesito un donut.
Soltó un bufido nasal y abandonamos el callejón.
—Demasiado estereotipado, Dresden.
—Los polis dan muchas vueltas en sus coches y no siempre controlan las horas, Murph. Muchas veces no pueden abandonar la escena de un crimen para ir a por comida, así que necesitan guardar alimentos que aguanten horas y horas en un coche sin perder el sabor ni estropearse. Los donuts son buenos para eso.
—Igual que las barritas de cereales.
—¿Rawlins también es masoquista?
Murphy me golpeó disimuladamente con el hombro en un brazo y me desequilibró un poco. Sonreí. Salimos a la calle casi vacía. Los bomberos estaban acabando el trabajo cuando llegamos y todos los camiones salvo uno se habían marchado ya. Una vez extinguidas las llamas, el espectáculo había terminado y ya no quedaban mirones. Solo unos pocos policías estaban a la vista, la mayoría dentro de sus coches.
—¿Qué te ha pasado entonces en la cara? —preguntó Murphy.
Se lo conté.
Ocultó una sonrisa.
—¿Los tres cabritillos broncos?
—Eh, son tipos duros, ¿vale? Matan trols.
—Una vez te vi matar a uno, no debe ser muy difícil.
No pude evitar sonreír.
—Conté con una pequeña ayuda.
Murphy sonrió igualmente.
—Otra broma de bajitos y te quedas sin rótula.
—Murphy —la reprendí—, la violencia gratuita no está a tu altura. Lo cual es mucho decir.
—Tú sigue, listillo. Seré más alta que tú cuando estés tirado en el suelo inconsciente.
—Tienes razón. Eso ha sido un golpe bajo. Trataré de permanecer por encima de esto.
Me mostró un puño apretado.
—Pum, Dresden. Te voy a mandar directo a la luna.
Llegamos al coche de Murphy. Rawlins estaba en el asiento del acompañante fingiendo que roncaba. No era de los que se quedaban dormidos.
—Entonces Verano ha ido a por ti —dijo Murphy—. ¿Crees que el ataque al edificio de Marcone está relacionado?
—Perdí la fe en las coincidencias.
—Entra —dijo—. Te llevaré a casa.
Sacudí la cabeza.
—Tal vez pueda hacer algo por aquí, pero necesito estar solo. Y un donut.
Murphy enarcó una de sus delicadas cejas oscuras y doradas.
—Ajá. Vale.
—No pienses guarradas y dame el maldito donut.
Murphy sacudió la cabeza y entró en el coche.
Me lanzó una bolsa de Dunkin’ Donuts que reposaba en el salpicadero, delante de Rawlins.
—¡Eh! —protestó Rawlins sin abrir los ojos.
—Es por una buena causa —le dije al tiempo que se lo agradecía a Murphy con un gesto de cabeza—. Te llamaré cuando sepa algo.
Frunció el ceño.
—¿Seguro que quieres estar solo?
Le guiñé uno de mis ojos morados.
—Un mago debe hacer algunas cosas solo —dije.
Rawlins se tragó una risita disimulada.
No recibo respeto.
Se marcharon y me dejaron bajo la silenciosa nieve que caía en las amodorradas horas previas al amanecer. Había un par de equipos de bomberos y policías uniformados rondando, los últimos bloqueando la calle, aunque los bomberos no estaban ya encargándose de ningún fuego. El edificio estaba apagado y cubierto de una capa de hielo, pero supongo que siempre era posible que algo aguardara escondido en las paredes, preparado para atacar. Oí a uno decir que el equipo encargado de limpiar los escombros de la carretera estaba ayudando a una máquina quitanieves atascada y llegarían cuando pudieran.
Recorrí pesadamente una manzana y encontré un callejón despejado, donde entré con mi donut. Cavilé durante un momento que senda tomar para hacer aquello. Después de todo, mi relación con aquella fuente en particular había cambiado a lo largo de los años. La razón me indicaba que continuar con el procedimiento habitual sería la mejor opción. El instinto me decía que la razón me había decepcionado en más de una ocasión y que de todas maneras no era un pensamiento a largo plazo.
Con los años, mis instintos y yo nos habíamos acomodado.
Así que, en lugar de molestarme con el simple sistema de anzuelo y trampa, junté los pies, extendí la mano derecha con la palma hacia arriba, puse el donut encima a modo de ofrenda y murmuré un Nombre.
Los Nombres, con N mayúscula, tienen poder. Si sabes el Nombre de algo, cuentas automáticamente con un conducto a través del cual acceder a ello y tocarlo a través de la magia. A veces puede ser bastante mala idea. Si dices el nombre de una gran entidad espiritual maligna puede que la toques, claro, pero también ella puede tocarte a ti, y los peces gordos mágicos suelen emplear mayor dureza que cualquier mortal. Decir el Nombre de semejantes seres puede costarte el alma.
Pero el Más Allá es un lugar grande y no es por mezclar metáforas, pero hay muchos peces en el mar. Existen literalmente innumerables seres de mucha menor significancia metafísica y no resulta enormemente difícil hacer que uno de ellos te obedezca con solo invocar su Nombre.
La gente también tiene Nombres, o algo parecido. Los mortales tienen la molesta costumbre de reafirmar constantemente su identidad personal, sus valores y sus creencias. Por semejante motivo, usar el nombre de un mortal contra él es un asunto muy delicado.
Conozco varios Nombres. Invoqué aquel en concreto con toda la suavidad y amabilidad de la que fui capaz, quería ser educado.
No tardó demasiado, tal vez repetí una docena de veces el Nombre antes de que apareciera la entidad que invocaba. Un globo de luz azul del tamaño de una pelota de baloncesto surgió entre los copos de nieve sobre mi cabeza y vino disparado hacia mi cara cruzando el callejón.
Permanecí impasible mientras se acercaba. Incluso cuando se trata de invocaciones relativamente menores, no es aconsejable dejar que te vean amedrentado.
El globo se detuvo en seco a treinta centímetros del donut. Distinguí el contorno luminoso de la diminuta forma humanoide en su interior. Diminuta, sí, pero no tanto como la última vez que la había visto. Demonios, en nuestro anterior encuentro su tamaño era la mitad.
—Tut-tut —dije al tiempo que saludaba al hada con un gesto de cabeza.
Tut se cuadró, alerta.
—¡Mi señor!
El hada era un joven delgado y atlético vestido con una armadura hecha de basura reciclada. Se había fabricado el casco con la tapa de una botella de tres litros de Coca-Cola y varios mechones de su fino cabello lila le asomaban por el borde. Llevaba una coraza hecha de lo que parecía una botella cuidadosamente remodelada de Pepto-Bismol y un cúter enfundado en un plástico naranja anudado a una banda de goma sobre el hombro. Unas letras toscas en el cúter, escritas en lo que parecía esmalte negro de uñas, proclamaban «¡Pizza o muerte!». Además, portaba en el costado un clavo largo con la base cuidadosamente envuelta en capas de cinta adhesiva e insertado en la carcasa de plástico hexagonal de un bolígrafo. Las botas se las debía de haber birlado a un muñeco Ken o tal vez a un viejo G.I. Joe.
—Has crecido —dije en un tono campechano.
—Sí, mi señor —ladró Tut-tut.
Arqueé una ceja.
—¿Ese es el cúter que te di?
—¡Sí, mi señor! —chilló—. ¡Es mi cúter! ¡Son muchos, pero este es el mío! —Me di cuenta de que estaba imitando al sargento de instrucción de La chaqueta metálica, si bien las palabras de Tut no eran muy precisas que digamos. Frené la sonrisa que luchaba por asomarse a mi rostro. Parecía que se lo estaba tomando en serio y no quería destrozar sus diminutos sentimientos.
Qué demonios, le seguiría el juego.
—Descansa, soldado.
—¡Mi señor! —dijo. Saludó golpeándose la frente con el dorso de la mano y acto seguido revoloteó alrededor del donut mirándolo con intensidad—. Es un donut —afirmó en una voz mucho más parecida a la suya habitual—. ¿Es mi donut, Harry?
—Podría serlo —dijo—. Te lo ofrezco como pago.
Tut se encogió de hombros, fingiendo desinterés, pero las alas de libélula del hada zumbaron por la excitación.
—¿Por qué?
—Información —dije. Señalé con la mano el edificio derruido—. Hace unas horas ha tenido lugar un importante trabajo con sellos en y alrededor de este edificio. Necesito conocer cualquier detalle que la gente pequeña sepa sobre lo que ha ocurrido. —Un poco de peloteo nunca hace daño—. Y cuando necesito información de la gente pequeña, sé que tú eres el mejor, Tut.
La coraza de Pepto se le infló de puro orgullo.
—Mucha de mi gente está en deuda contigo por haberlos liberado de los cazadores pálidos, Harry. Algunos de ellos se han unido a la guardia del señor de las pizzas.
El señor de las pizzas era el título que algunos miembros de la gente pequeña me habían adjudicado, más que nada porque les suministraba un soborno semanal de pizza. La mayoría de la gente no lo sabe, ni siquiera en mis círculos, pero la gente pequeña está por todas partes y ven más de lo que nadie supone. Mi política de buena voluntad a base de mozzarella me había asegurado el cariño de muchos de los lugareños. Cuando le exigí a un aliado eventual que liberara a varias decenas de ellos que habían sido capturados, escalé más si cabe en su estimación colectiva.
Aun así, la guardia del señor de las pizzas era algo nuevo para mí.
—¿Tengo una guardia? —pregunté.
Tut sacó pecho.
—¡Por supuesto! ¿Quién crees que impide a la temible bestia Míster matar a las hadas cuando van a limpiar tu apartamento? ¡Nosotros! ¿Quién mantiene a raya a los ratones, las ratas y las feas y grandes arañas que podrían trepar a tu cama y morderte los dedos de los pies? ¡Nosotros! ¡No temas, señor de las pizzas! ¡Ni la más malvada de las ratas ni el más listo de los insectos perturbara tu hogar mientras nos quede aliento!
No me había dado cuenta de que además de un servicio de limpieza tenía también otro de exterminadores. Algo muy útil, por otra parte, si me paraba a pensarlo. Había cosas en mi laboratorio a las que no les vendría nada bien la acción de los roedores.
—Sublime —le dije—. ¿Quieres el donut o no?
Tut-tut ni siquiera respondió. Salió disparado por el callejón como un farolillo de papel a la huida, tan rápido que dejó en el aire una estela espiral de nieve.
En términos generales, las hadas hacen las cosas a toda prisa. Cuando quieren, claro. Aun así, apenas me dio tiempo a tararear un poco de When you wish upon a star antes de que Tut-tut regresara. Los bordes de la esfera de luz a su alrededor habían cambiado de color, tomando ahora un vívido tono rojo escarlata.
—¡Corre! —seseó Tut-tut sin dejar de cruzar el callejón—. ¡Corre, mi señor!
Parpadeé. De todas las cosas que esperaba oír al regreso de la pequeña hada, aquella no estaba en la lista.
—¡Corre! —chillaba dando vueltas alrededor de mi cabeza, presa del pánico.
Tut-tut se arrojó contra mí y me empujó con todas sus fuerzas haciendo presión en mi frente con un hombro. Era más fuerte de lo que parecía, tuve que dar un paso atrás para no perder el equilibrio. Por experiencia, sabía que la pequeña hada era tan ignorante como inocente respecto al concepto de peligro. Cuando había comida mortal cerca, el peligro siempre le había resbalado bastante.
En mitad del silencio de la noche nevada, oí un sonido procedente del otro extremo del callejón.
Pasos, quedos y lentos.
Una voz temblorosa y asustada dentro de mi cabeza me instó a escuchar a Tut. Sentí que el corazón se me aceleraba cuando me volví para echar a correr en la dirección que me indicaba.
Salí del callejón y doblé a la izquierda, Mi velocidad se veía mermada por la profundidad de la nieve. Había una comisaría de policía a dos o tres manzanas de allí. Habría luces y gente en los alrededores y es probable que sirviera de elemento disuasorio para lo que fuera que iba en mi persecución. Tut volaba a mi lado, sobre mi hombro, y se había sacado un pequeño silbato deportivo. Comenzó a pitar a un ritmo acusado y vi aparecer media docena de esferas de luz de varios colores entre la nieve nocturna, todas más pequeñas que la de Tut. Las esferas se fueron alineando paralelas a nuestro curso.
Corrí una manzana, luego otra, sin parar. Era consciente de que me seguían. La sensación era perturbadora, una especie de cosquilleo que me subía por el cuello, y estuve seguro de que había atraído la atención de algo verdaderamente terrible. El nivel de mis miedos aumentó de manera exponencial tras darme cuenta de aquello. Corrí con todas mis ganas.
Giré a la derecha y vi el edificio de la comisaría de policía, su exterior iluminado por la promesa de la seguridad, las bombillas irradiando sus halos entre la nieve que caía.
Entonces el viento hizo acto de presencia y el mundo entero se congeló y se tornó blanco. No veía nada, ni siquiera mis propios pies en su trabajoso discurrir por la nieve, ni la mano con la que trataba de cubrirme la cara. Resbalé y caí, aunque enseguida me puse de pie presa del pánico, seguro de que si mi perseguidor me atrapaba en el suelo, ya no volvería a levantarme.
Me golpeé el hombro contra una farola y me tambaleé unos pasos hacia atrás. No sabía en qué dirección iba en mitad de aquella tempestad. ¿Me habría caído en medio de la carretera sin darme cuenta? No era probable que hubiera coches en movimiento con la que estaba cayendo, pero con que avanzara uno solo, aunque fuera lentamente, jamás lo vería a tiempo de apartarme de su camino. Tampoco oiría el claxon.
La nieve caía con tal intensidad que me costaba respirar. Tomé una dirección que parecía ser la correcta para llegar a la comisaría de policía y apreté el paso. A unos pocos metros, al extender la mano, me topé con un edificio. Lo usé como guía, apoyándome contra la sólida pared. Aquello funcionó bien durante unos seis o siete metros, hasta que el muro desapareció y caí de lado en un callejón.
El aullante viento amainó y la repentina quietud a mi alrededor fue una sorpresa para mis sentidos. Me incorporé para ponerme a gatas y miré a mi espalda. La cortina de nieve todavía se arremolinaba en la calle, espesa, blanca e impenetrable, como una pared surgida de la nada. La nieve apenas se elevaba unos centímetros en el callejón y, salvo por el distante quejido del viento, reinaba el silencio.
En aquel instante me di cuenta de que no era un silencio vacío.
No estaba solo.
La brillante nieve del suelo del callejón se fusionaba a la perfección con el blanco resplandeciente del vestido, teñido aquí y allá de vetas de azul o verde glacial. Alcé los ojos.
Lucía aquel atuendo con una elegancia sobrehumana, el tejido se ondulaba deleitándose en la perfección femenina. Su cuerpo era el equilibrio perfecto entre curvas y planicies, belleza y fuerza. El vestido era de corte bajo y dejaba los hombros y los brazos al descubierto; la blancura de su piel hacía que la nieve en comparación pareciese pálida. Unos colores brillantes parpadeaban en sus muñecas, garganta y dedos, cambiando constantemente, siguiendo un ciclo fluctuante entre el azul profundo y las diversas iridiscencias verdes y violetas. Sus uñas brillaban con aquellos mismos tonos increíblemente tornadizos.
Sobre su cabeza había un círculo de hielo, elegante y complejo, como si hubiera sido formado por un solo copo de nieve cristalina. El largo cabello descendía hasta debajo de sus caderas, largo, sedoso y tan blanco que se fundía con el vestido y la nieve. Sus labios, sus magníficos y sensuales labios, eran del color de las frambuesas congeladas.
Ante mí tenía la representación de la belleza que ha inspirado a los artistas durante siglos, la belleza inmortal que rara vez se imagina y mucho menos se ve en el mundo real. Una belleza como la suya debería haberme hecho perder el sentido de pura alegría, hacerme llorar, dar gracias al Todopoderoso por permitirme contemplarla, dejarme sin aliento y desbocarme el corazón.
No fue así.
Me aterrorizó.
Me aterrorizó porque también le vi los ojos. Rasgados, felinos, de pupilas verticales como las de un gato. Cambiaban de color a la par que sus gemas o, lo que era más probable, las gemas cambiaban de color al son de sus ojos. Y aunque eran preciosos hasta límites más allá de los conocidos por la mortalidad, también eran fríos, inhumanos, llenos de inteligencia y deseo, pero carentes de compasión o pena.
Conocía aquellos ojos. La conocía a ella.
Si el miedo no hubiera despojado a mis miembros de toda su fuerza, habría echado a correr.
Una segunda figura apareció tras ella desde la oscuridad y merodeó a su alrededor como un sirviente. Se asemejaba a un gato, si es que un gato doméstico podía ser tan grande. No distinguí el color de su pelaje, pero el verde dorado de sus ojos reflejaba una fría luz azul esplendorosa y espeluznante.
—Deberías inclinarte, mortal —maulló la figura felina. Su voz era horripilante, sometida a extrañas cadencias al tratar de producir sonidos humanos desde una garganta inhumana—. Inclínate ante Mab, la reina del Aire y la Oscuridad. Inclínate ante la reina de las hadas Unseelie, la reina de la Corte de Invierno de los sidhe.