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A la señal de mi retirada, los dos hombres echaron la cabeza hacia atrás y emitieron unos gritos estridentes, similares a balidos. Al hacerlo se les cayeron los sombreros, revelando sus rostros de cabra y los cuernos enroscados propios de los broncos. Aquellos tipos eran más grandes que la primera partida atacante; más grandes, más fuertes y más rápidos.

Y a medida que me iban recortando las distancias, noté algo más.

Ambos habían sacado sendas metralletas de debajo de sus abrigos.

—¡Oh, vamos! —Me quejé mientras corría—. Eso no es justo.

Empezaron a dispararme, lo cual era una mala noticia. Mago o no, una bala en la cabeza desparramaría por el suelo mis sesos igual que los de cualquiera. La verdadera mala noticia era que no estaban disparando a cualquier parte. Incluso con un arma automática, no es fácil alcanzar a un objetivo en movimiento y el viejo truco de disparar a lo loco funcionaba a base de pura suerte disfrazada de ley de la probabilidad; si disparas lo suficiente, tarde o temprano le darás a tu objetivo. O no.

Pero los broncos disparaban como profesionales. Su fuego era a base de cortas y pequeñas ráfagas, a pesar de que les afectaba el hecho de estar moviéndose mientras lo hacían.

Sentí algo en mi espalda, a la izquierda de la columna vertebral, un impacto similar a que me pegaran con un nudillo. Fue una sensación aguda y desagradable y el modo en el que mi equilibrio vaciló se debió más a la sorpresa que a la verdadera fuerza del impacto. Seguí corriendo, agachando la cabeza todo lo posible, encogiendo los hombros. Las magias defensivas entretejidas en mi abrigo podían detener, como era evidente, las balas que usaban los broncos, pero eso no significaba que el desafortunado rebote de una de ellas me alcanzara desde un lado o por delante, sorteando el abrigo. Un disparo en las piernas, tobillos o pies me mataría igual que uno en la cabeza, solo que los broncos requerirían algo más de esfuerzo para acertar.

Cuando alguien está intentando matarte es difícil pensar. Los seres humanos no estamos programados para actuar con raciocinio y creatividad cuando sabemos que nuestras vidas están en peligro de sufrir un final rápido y violento. El cuerpo posee unas ideas muy claras respecto a las estrategias de supervivencia que prefiere adoptar, y estas se limitan generalmente a dos máximas: «haz pedazos la amenaza» o «corre como un cabrón». No hace falta pensar cuando los instintos se llevan todo el protagonismo.

No obstante, nuestros instintos fueron creados mucho tiempo atrás y las amenazas a las que nos sometemos ahora van a un ritmo distinto. No puedes correr más que una bala y no luchas mano a mano contra un pistolero a menos que estés seguro de estar a punto de morir de todas formas. Ni la velocidad ni la violencia descerebrada iban a mantenerme con vida. Necesitaba buscar un modo de salir de aquel lío.

Sentí el impacto de otra bala en la parte baja de mi abrigo. El cuero endurecido por los hechizos la rechazó y el proyectil cayó al suelo como una roca. Bueno, una roca no hubiera sonado como una avispa enfadada. Tumbé un cubo de basura con la esperanza de hacer tropezar a los broncos y ganar algo de tiempo.

Eh, intenten ustedes que se les ocurra un plan de acción coherente y racional mientras corren por un callejón helado mientras unas criaturas salidas de un cuento de hadas les persiguen y no paran de escupirles balas a su espalda. Es bastante más difícil de lo que parece.

No me atreví a darme la vuelta para enfrentarme a ellos. Podría haber erigido un escudo para detener los disparos, pero pensé que una vez dejara de moverme aumentaría la posibilidad de que uno de ellos saltara sobre mí como un extra de una película de Kung Fu. Además, vendrían a por mí desde dos direcciones a la vez.

Por otra parte, si yo fuera ellos y me hubiera seguido hasta el callejón...

El traqueteo de los disparos cesó y me di cuenta de lo que estaba pasando.

Levanté el bastón al acercarme al extremo del callejón, lo extendí delante de mí y grité:

—¡Forzare!

La sincronización no fue perfecta. La fuerza invisible que liberé de la punta del bastón se precipitó hacia delante como un ariete invisible y alcanzó al tercer bronco justo cuando doblaba la esquina portando una enorme porra de madera de roble en las manos. No le dio de lleno. Si fuera así, le hubiera mandado muy lejos, pero el impacto se produjo en el costado derecho del cuerpo del matón. El bronco perdió la porra y empezó a dar vueltas sobre sí mismo como un borracho.

No sé mucho de cabras, pero sí algo de caballos, tras cuidar de los de mi mentor, Ebenezar McCoy, en su pequeña granja de Misuri. Sus cascos son terriblemente vulnerables, sobre todo si se tiene en cuenta el peso que cargan sobre una zona tan relativamente pequeña. Un centenar de pequeñas cosas pueden ir mal. La posibilidad de que los sorprendentemente frágiles huesecillos de la parte trasera del casco se fracturen o se rompan es una de ellas. Una lesión en la cuartilla o el menudillo puede dejar a un caballo cojo durante semanas, o incluso permanentemente.

Por eso, cuando pasé junto al bronco desequilibrado, cogí el bastón como si se tratara de un bate de beisbol y me fijé la parte trasera de uno de sus cascos como objetivo. Sentí el impacto en mis manos y oí un sonoro chasquido. El bronco soltó un agudo grito de sorpresa y dolor muy propio de una bestia y cayó al suelo. Pasé a su lado prácticamente volando, alargando la zancada, crucé la calle y me dirigí a la esquina más cercana antes de darles oportunidad a sus colegas de tener una línea de tiro clara.

Si te vas de caza, lo mejor es estar preparado y ser hábil a la hora de atrapar a tu presa

Me agaché en la esquina siguiente tal vez medio segundo antes de que las armas detrás de mí eructaran de nuevo e hicieran saltar pedacitos de ladrillo de la pared. Había una puerta exterior de acero solo de salida, sin picaporte, en el lateral del edificio. No podría mantener mucho más tiempo la ventaja sobre los broncos, así que probé suerte. Me detuve y presioné la mano contra la puerta, esperando que tuviera una barra de empuje y no un candado.

Funcionó. Sentí la barra al otro lado y llegué hasta ella con mi voluntad.

—Forzare —murmuré, y dirigí la fuerza hacia el otro lado de la puerta. Se abrió. Entré y la cerré.

El edificio estaba oscuro, en silencio. El ambiente cálido era casi incómodo en contraste con la noche de fuera. Apoyé la cabeza en la puerta de metal durante un segundo, jadeante.

—Buena puerta —mascullé—. Buena puerta. Cerrada y hostil para las hadas.

Mi oído estaba en contacto con el acero y solo por esa razón oí movimiento al otro lado. Nieve aplastada.

Me quedé petrificado.

Oí un sonido rasposo y una respiración parecida a la de un caballo. Luego nada.

Tardé tres segundos en darme cuenta de que el bronco al otro lado de la puerta estaba haciendo lo mismo que yo: escuchar si había algo al otro lado.

No podía estar a más de doce centímetros de mí.

Y yo estaba en mitad de una absoluta oscuridad. Si algo iba mal y el bronco iba a por mí, ya podría olvidarme de correr. Sería incapaz de ver el suelo ni las paredes ni cualquier obstáculo en mi camino, como por ejemplo unas escaleras. O una montaña de cuchillas oxidadas.

No me atrevía a moverme. Aunque la puerta fuera de metal, si la munición de la metralleta era de cierto tipo, agujerearía el acero y luego a mí. Ni siquiera sabía qué otras armas llevaba el bronco encima. Una vez vi una demostración de cómo atravesar a alguien con una espada a través de una puerta y no fue muy agradable.

Así que me quedé muy quieto e intenté pensar sin perder la calma.

Fue entonces cuando recordé una escena de una de esas pelis protagonizadas por un loco enmascarado. En la secuencia inicial uno de los chicos se apoya contra la pared de un baño para escuchar, igual que hacía yo. El asesino, escondido en el baño de al lado, le clava un cuchillo en el oído.

Era un pensamiento inducido por el pánico, pero de repente tuve que combatir la necesidad de huir. Me comenzó a picar un montón la oreja. Si no hubiera sabido que la intención de los broncos era hacerme salir como a un conejo de su madriguera, no hubiera podido conservar la frialdad. Y por poco, pero lo conseguí.

Transcurrió el equivalente a semana y media hasta que volví a oír otra respiración procedente de un pecho no humano y un par de rápidos y ligeros crujidos de cascos en la nieve.

Me aparté de la puerta tan silenciosamente como pude, temblando por el efecto de la adrenalina, la fatiga y el frío. Tenía que adelantarme a los pensamientos de aquellos gilipollas si quería salir de allí de una pieza. Mis particulares fantasmitas del Comecocos sabían que había entrado allí y no estaban dispuestos a renunciar a la persecución. Uno de ellos estaba vigilando la puerta por la que había entrado para asegurarse de que no volvía a salir por ella. Los otros dos daban vueltas al edificio buscando otra entrada.

Estaba bastante seguro de que no quería quedarme allí cuando la encontraran.

Levanté el amuleto pentáculo que llevaba alrededor del cuello, murmuré e hice un pequeño esfuerzo de voluntad. El amuleto comenzó a brillar con una suave luz azul.

Me encontraba en un pasillo de suelo de cemento y paredes sin pintar. Había un par de puertas en el lado derecho y otra en el extremo opuesto. Las comprobé. La primera daba a una sala que contenía varias unidades industriales de calefacción y aire acondicionado, todas ellas vinculadas por un sistema de conductos. Nada que hacer allí.

La otra puerta tenía un candado. Me sentí un poco mal al hacerlo, pero levanté el bastón, me tomé un momento para cerrar los ojos y concentrarme y mandé otro pulso de energía por la longitud de madera con runas talladas, esta vez buscando pura fuerza bruta. Esta rebanó el pasador e hizo una muesca en la gruesa madera de la puerta. La cerradura cayó al suelo, el borde cortado limpiamente brillaba anaranjado.

La habitación al otro lado correspondía con casi total seguridad al taller del bedel del edificio. No era grande, pero estaba muy bien organizado. En él había una mesa de trabajo de madera, herramientas y varios suministros: bombillas, filtros para las unidades de la otra sala o piezas de repuesto para puertas, lavabos y retretes. Me serví de unas cuantas cosas y dejé mis dos últimos billetes de veinte en la mesa a modo de disculpa. Entonces salí al pasillo y seguí adentrándome en el edificio.

La siguiente puerta también estaba cerrada. La forcé con la palanca que había cogido del taller de herramientas. Hizo un poco de ruido.

Un grito grave sobrevino de la puerta de metal en el otro extremo. Algo la golpeó, si bien no lo bastante fuerte para derribarla, y al sonido del golpe le siguió un inmediato alarido de dolor. Saqué a relucir mis dientes en una sonrisa.

Mi puerta daba al vestíbulo de un edificio de oficinas muy frugal. Una luz parpadeaba en un panel con un teclado, junto a la puerta que acababa de forzar. Al parecer había activado el sistema de seguridad del edificio. Me venía bien. La comisaría de policía más cercana estaba solo a una manzana de allí y, con casi total seguridad, la aparición de las luces y los agentes de policía mortales haría desaparecer a los broncos. Tendrían que esperar a un mejor momento para saldar sus cuentas conmigo.

Pero un momento, si el edificio estaba equipado con un sistema de seguridad debió de haber saltado cuando entré por la puerta lateral, y de eso hacía un par de minutos. ¿Por qué la poli no se había presentado ya?

Por el tiempo, lo más seguro. El desplazamiento sería lento. Las líneas estarían caídas, causando todo tipo de problemas de energía y comunicación. Seguro que hubo accidentes de tráfico en las zonas donde seguían circulando vehículos y, además, había que descontar las fuerzas derivadas al edificio destruido de Marcone. La comisaría estaría sobrecargada de trabajo, incluso a aquella hora de la noche. La poli tardaría unos cuantos minutos más que de costumbre.

Una sombra se agitó delante de la puerta principal del edificio, fuera, y uno de los broncos apareció delante de ella.

No disponía de unos cuantos minutos.

Me puse en movimiento antes de reconocer la amenaza de manera consciente. Corrí hacia los ascensores. La puerta de seguridad de acero impediría que el bronco rompiera el cristal para entrar y atraparme, pero no evitó que levantara la ametralladora y disparara.

Sonaba igual que un lienzo rompiéndose, solo que mil veces más fuerte. La ventana se hizo añicos y los cristales volaron por todas partes. Algunas balas alcanzaron la puerta de seguridad y saltaron chispas; la mayoría se achataron, otras rebotaron salvajemente por el vestíbulo. El resto vino hacia mí.

Extendí la mano izquierda hacia el bronco mientras corría y concentré mi voluntad en el brazalete en mi muñeca, una cadena trenzada de distintos metales de la que pendían múltiples encantamientos en forma de escudos medievales. El poder de mi voluntad recorrió el brazalete y se concentró por obra de los encantamientos que había obrado en él cuando lo preparé. Mi magia convergió en una cúpula cóncava de energía azul apenas visible entre mí y el bronco. Las balas impactaron contra ella, achatándose con destellos de luz que ondulaban la superficie del escudo energético como pequeñas piedras lanzadas a un estanque.

Las tres puertas del ascensor estaban abiertas, así que corrí a toda prisa hacia la más cercana, entré en el ascensor y apreté los botones correspondientes a todas las plantas del edificio. Entonces salí, repetí el proceso en el segundo ascensor y entré de un brinco en el tercero para subir directamente al piso más alto. No tenía sentido ponérselo fácil a los broncos, incluso un momento de demora en la persecución podría conseguirme el tiempo que necesitaba.

Las puertas del ascensor se cerraron, zumbaron y se volvieron a abrir.

—¡Oh, vamos! —grité, y pulsé el botón de cerrar la puerta con tal fuerza que me hice daño en el pulgar.

Gruñí y observé cómo la puerta del ascensor se volvía a cerrar a duras penas para acto seguido abrirse de nuevo acompañada del triste sonido de la campana medio defectuosa. Andaba yo apretando el botón de cerrar como un lunático cuando los broncos decidieron demostrar su opinión sobre los sistemas de seguridad mortales.

Tocar metal era anatema para los seres del reino de las hadas. No podían entrar por la fuerza a través de una puerta de metal. Todo aquello estaba claro

Las paredes de ladrillo, por otra parte, presentaban menos problemas.

Se produjo un sonido estruendoso y el muro junto a la puerta principal explotó hacia dentro. No, no es que se derrumbara, literalmente explotó por obra de un poder sobrehumano que lo golpeó desde el otro lado y lo destrozó por completo. Miles de pedazos de ladrillo revolotearon en el aire como proyectiles de bala. Una maceta de cerámica con una planta de plástico se rompió. Varios pedazos se colaron en el ascensor y rebotaron dentro. Una nube de polvo de ladrillo oscureció el vestíbulo.

El bronco que había burlado al lobo feroz entró como una exhalación a través de la nube, con los cuernos enroscados por delante. Se tambaleó uno o dos pasos, sacudió la cabeza y enseguida se concentró en mí y emitió otro estridente alarido.

—¡Ahhh! —le grité al ascensor al tiempo que aporreaba el botón—. ¡Ciérrate, ciérrate, ciérrate!

Se cerró. La cabina comenzó a moverse justo cuando el aturdido bronco esgrimió su arma y abrió fuego. Las balas atravesaron el relativamente fino metal de la puerta del ascensor, pero mi brazalete escudo estaba listo y ninguna llegó a su objetivo, que no era otro que yo. Estallé en una risa ululante y llena de adrenalina cuando el ascensor se elevó hacia las alturas.

Eso que dicen es cierto. No existe nada más estimulante a que te disparen y fallen. Si el pistolero resulta haber salido de un cuento de hadas, mejor que mejor.

Catorce plantas arriba emergí a un pasillo oscuro, guiado por la luz del amuleto que sostenía en alto. Encontré la puerta hacia el tejado. Era una salida exterior con un candado grueso imposible de abrir con la palanca.

Di un paso atrás, levanté el bastón y concentré mi voluntad en la puerta. Tiempo atrás hubiera sacado a pasear todo mi poder y habría arrancado la puerta de cuajo de sus bisagras, lo cual era agotador y un desperdicio de magia. En lugar de eso, apunté el extremo del bastón a la bisagra inferior.

—¡Forzare! —ladré.

Una hoja de energía invisible, parecida a la que usé en el candado de la planta baja, sesgó la bisagra con un diminuto crujido. Hice lo propio en la bisagra central y la superior, utilicé la palanca para sacar la puerta de su lugar y salí al tejado.

A aquella altura había mucho viento, si bien la noche era bastante apacible. Las torres de la ciudad canalizaban incluso la más leve de las brisas hasta tornarla en un vendaval y mi tejado estaba situado en el peor lugar posible. El viento me apartaba el abrigo hacia un lado y tenía que sujetarlo. Al menos no había demasiada nieve, excepto donde un capricho de la estructura arquitectónica creaba un socaire contra el viento. En aquel punto se amontonaba bastante.

Tardé un segundo en orientarme. Cuando estás a catorce pisos de altura tienes una perspectiva extraña de las calles y edificios que de otra manera te resultarían familiares. Averigüé cuál era el lado del edificio por el que había entrado y corrí hacia él, buscando la ruta de escape que vi al entrar.

No se trataba de la salida de incendios, una vieja estructura de acero que decoraba dos caras del edificio. Esas cosas son muy ruidosas y los broncos estarían vigilándola. En vez de eso, me asomé por el alféizar y me fijé en el nicho en la pared de ladrillo. Recorría la pared del edificio en vertical y consistía en una hendidura de un metro de ancho y más de medio metro de hondo. Había una a cada lado de las cuatro esquinas del edificio, es probable que por su fuerza estética, y se elevaban como una chimenea de tres muros desde el suelo hasta el tejado.

Se me cortó la respiración. Catorce plantas es mucho peor bajarlas que subirlas, sobre todo si no usas cosas como ascensores y salidas de incendios. Especialmente si se formaba escarcha y hielo en el exterior del edificio.

Me tomé un momento para debatir la cordura del plan. Cambiaría las tornas a mi favor, suponiendo que esta vez solo hubiera tres broncos detrás de mí, claro. Uno estaría vigilando los ascensores y otro la salida de incendios. Solo quedaba uno para perseguirme. No sabía cuánto tardaría el bronco en llegar hasta mí, pero estaba seguro de que no demasiado.

La idea de simplemente empujar al bronco por el borde del tejado con una descarga de poder tenía cierto atractivo, pero decidí que mejor no. Una caída de catorce pisos solo enfadaría al bronco y además serviría para revelar mi posición. Era mejor escabullirme y hacerles creer que todavía seguía en el edificio.

Así que me monté al alféizar luchando contra las rachas de viento. La nariz y los dedos se me anestesiaron casi de inmediato. Traté de ignorarlos al tiempo que bajaba las piernas por la hendidura de la pared y me aferraba con los pies a los ladrillos a ambos lados. Entonces, con el corazón latiendo como loco, moví las caderas y serpenteé un poco hasta que la presión exterior de mis piernas contra los ladrillos era la única cosa que me impedía besar la acera. Cuando tuve los brazos lo bastante bajos fui capaz de extenderlos y plantar los antebrazos contra los ladrillos para ayudar a mis piernas.

Me resulta imposible explicar lo asustado que me sentía al mirar abajo. Los remolinos de nieve me impedían a veces ver el suelo. Una vez comencé, no había vuelta atrás. Un resbalón, un fallo de cálculo o una placa de hielo en un lugar inconveniente y podría añadir a mi repertorio de imitaciones la de una tortilla.

Mi modus operandi consistía en empujar fuerte con los brazos y soltar las piernas. Luego las deslizaba hacia abajo unos cuantos centímetros y las volvía a apretar para que aguantaran mi peso. Entonces aflojaba los brazos y me deslizaba unos centímetros antes de detenerme, aferrarme con ellos a los ladrillos y repetir el proceso.

Comencé a descender moviendo brazos y piernas alternativamente, recorriendo diez o quince centímetros con cada acometida por el hueco enladrillado, al estilo de un gusano. Una imagen invadió mi mente transcurridos cuatro metros: la de un bronco apuntando su arma desde arriba, a pocos centímetros de mí, y metiéndome varias balas en la coronilla.

Aumenté el ritmo. El estómago me dio un vuelco a causa de la altura y el miedo que me embriagaba. Me oí a mí mismo emitiendo varios gruñidos de desesperación. El viento aullaba, me entraba nieve en los ojos, se me formó escarcha en las pestañas. El guardapolvos servía de poco ante los remolinos de viento que estremecían mi cuerpo; empecé a temblar descontroladamente.

Perdí el bastón cuando todavía estaba a unos veinte metros de altura, se me cayó de los dedos agarrotados. Contuve el aliento. El ruido del impacto podría atraer la atención de los broncos y arruinar mi plan de tomar aquel camino digno de un loco para bajar del edificio.

Pero la sólida pieza de roble se estrelló contra un montón de nieve y desapareció en silencio bajo el polvo blanco. Yo pretendía hacer lo mismo, aunque no tan rápido.

No me dejé caer hasta que estuve a unos tres o cuatro metros del suelo. Tuve el buen tino de caer bien, sobre todo porque aterricé en el mismo montículo de nieve que mi bastón. Luché para salir de la helada blancura y casi volví a caerme cuando se me enredó el bastón entre las piernas. Lo tomé en mis manos casi indolentes y resurgí a duras penas del montículo.

Una esfera de luz pasó a todo gas por el otro extremo del callejón y reapareció enseguida para venir disparada hacia mí.

La expresión del rostro de Tut-tut era extrañamente templada, casi sombría. Se acercó a mí y se llevó un dedo a la boca. Asentí y moví los labios para preguntarle cómo podía salir de allí.

La esfera de luz de Tut se agitó una vez a modo de asentimiento y se marchó a toda velocidad. Otras bolas de luz brillante surcaban los aires, meros destellos que apenas notarías si no supieras lo qué estás buscando. Tomé precauciones mientras esperaba.

De nuevo, no tuve que esperar mucho. Tut regresó un momento después y me hizo señas. Tomó la delantera y yo le seguí. Tenía cada vez más frío. La caída me había cubierto de una ligera capa de nieve, que a continuación se había derretido. Vestir ropa húmeda no era exactamente la mejor opción para aquel clima. Tenía que mantenerme en movimiento. Morir de hipotermia no es tan dramático como hacerlo bajo una lluvia de balas, pero el fin resulta ser el mismo.

Cuando llegué al otro extremo del callejón oí otro grito similar a un balido a la deriva entre los gemidos del viento, suavizado por la nieve que caía. Miré hacia atrás y apenas distinguí los movimientos de un bronco que descendía por el lateral del edificio de la misma manera que lo había hecho yo, aunque mucho más rápido.

Un segundo después se oyó un agónico grito inhumano, cuando el bronco llegó abajo y descubrió la caja de clavos que había robado del taller de herramientas oculta bajo la nieve y su contenido repartido libremente por el suelo. Los gritos se prolongaron durante varios segundos, uno de los clavos debió traspasar el casco del bronco. Tan cansado y helado como estaba, todavía tuve la energía suficiente para sonreír. Aquel tipo iba a tardar un tiempo en volver a bailar en torno a una hoguera.

Ya había dejado cojos a dos de ellos y pensé que con eso sería suficiente para hacerles retirarse de la persecución, al menos de momento. Pero nunca se sabe. No perdí el tiempo y seguí a Tut por varios callejones traseros para dejar atrás a los emisarios de Verano. A mi alrededor, las pequeñas bolas navideñas de luz brillante, la guardia de señor de las pizzas, formaban un cauteloso anillo de guardias por delante y por detrás de mí creando un perímetro que se desplazaba a la vez que yo.

A varias manzanas de distancia me encontré con una tienda de comestibles de las que abren toda la noche y entré a duras penas para huir del frío. El empleado me miró hasta que, cojeando con torpeza, busqué algo de cambio en los bolsillos y lo dejé al lado de la caja registradora antes de ir en busca del mostrador del café. En aquel momento resultó evidente que el tendero decidió no sacar la escopeta o lo que tuviera debajo del mostrador y devolvió su atención a la ventana.

Había otros pocos clientes y vi un coche de policía surcar la nieve en la calle, probablemente para responder a la alarma del edificio. Un lugar agradable y público. Probablemente seguro. Tenía tanto frío que apenas podía llenar el vaso. El café, que me quemó un poco la lengua, estaba absolutamente delicioso, aunque fuera negro. Engullí la bebida caliente y sentí la sensación retornando a mi cuerpo.

Me quedé allí un momento con los ojos cerrados y me terminé el café. Entonces aplasté el vaso de papel y lo arrojé a la basura.

Alguien había capturado a John Marcone y yo tenía que encontrarle y protegerle. Me daba la sensación de que a Murphy no le iba a entusiasmar la idea. Demonios, a mí menos. Pero aquello no era lo que realmente me molestaba.

Lo realmente preocupante era que Mab había participado en los sucesos de aquella noche.

¿De qué iba aquello de traer a Grimalkin para hablar por ella? Aparte de para hacerla parecer incluso más perturbadora que de costumbre, por supuesto. Quiso dar la impresión de que era bastante directa y sincera, pero había mucho más en juego de lo que Mab decía.

Por ejemplo, me había dicho que los asesinos de Verano iban a por mí porque ella me había elegido para ser su emisario. Sin embargo, si aquello fuese cierto, Mab tendría que habérmelo comunicado horas antes de que el primer equipo de broncos me atacara en casa de los Carpenter.

Hecho que a su vez había tenido lugar varias horas antes de que los malos atraparan a Marcone.

Vale, alguien estaba jugando. Alguien estaba guardando secretos.

Tuve el mal presentimiento de que si no averiguaba quién, por qué y cómo, Mab me tiraría a la basura como un vaso de papel usado.

Justo después de aplastarme, por supuesto.