19
Ya estaba oscuro cuando llegamos a casa de los Carpenter.
—Alguien nos está siguiendo —dijo Murphy cuando habíamos empezado a aminorar para entrar por el camino de la casa.
—Sigue conduciendo —espeté enseguida desde donde estaba, agachado en la parte trasera del Saturn de Murphy. Me sentía como una marmota tratando de esconderse en un hoyo de campo de golf—. Pasa la casa de largo.
Murphy volvió a coger velocidad, acelerando muy lentamente y con cuidado en la calle nevada.
Asomé la cabeza lo suficiente para observar la noche detrás de nosotros. Ratón se incorporó conmigo y miró solemne y con cautela por la ventana trasera, al mismo tiempo que yo.
—¿El coche con un faro desviado ligeramente a la izquierda?
—Ese mismo. Lo detecté hace unos diez minutos. ¿Ves la matrícula?
Agucé la vista.
—Con la nieve y la luz dándome en los ojos no.
Molly se volvió y se arrodilló en el asiento del acompañante para mirar por la ventana trasera.
—¿Quién crees que es?
—Molly, siéntate —espetó Murphy—. No queremos que sepan que les hemos...
El brillo de los faros del coche detrás de nosotros aumentó y comenzó a acercarse.
—Murph, la han visto. Ahí vienen.
—¡Lo siento! —dijo Molly—. ¡Lo siento!
—Poneos los cinturones —ladró Murphy.
Aceleramos, pero nuestro perseguidor acortó las distancias en apenas segundos. La luz de sus faros brillaba con más fuerza y oí el rugido ahogado del gran motor muy cerca de nosotros. Me revolví para sentarme en el asiento trasero y echar mano del cinturón, pero Ratón estaba sentado en el anclaje y antes de que pudiera sacarlo de debajo de su cuerpo, Murphy gritó:
—¡Agarraos!
Los choques siempre son más ruidosos de lo que uno espera. Este no fue una excepción. El coche perseguidor se estrelló contra la parte trasera del Saturn a tal vez sesenta kilómetros por hora.
El metal chirrió.
Los cristales estallaron.
Me golpeé la espalda contra mi asiento y luego mi cuerpo dio un latigazo contra la parte posterior del asiento del conductor.
Ratón también rebotó de un lado a otro.
Molly gritó.
Murph soltó un juramento y se aferró al volante.
Podría haber sido peor. Murphy había ganado suficiente velocidad como para mitigar el impacto, pero el Saturn danzó en las calles cubiertas de nieve e hizo un elegante giro de ballet a cámara lenta.
Golpearme la nariz en la parte posterior del asiento de Murphy no me sentó demasiado bien. De hecho, durante unos segundos no supe con claridad qué estaba pasando. Fui vagamente consciente de que el coche daba vueltas y se empotraba de costado contra un enorme montículo de nieve con un crujido.
El motor del Saturn tosió y murió. Mi corazón palpitante envió un estruendo a mis oídos e intensa agonía a mi nariz. Oí vagamente el sonido de la puerta de un coche abriéndose y volviéndose a cerrar cerca de donde estábamos.
Oí a Murphy revolverse en su asiento.
—Arma —gritó. Sacó su pistola, se desabrochó el cinturón de seguridad y trató de abrir la puerta del conductor. Un sólido muro blanco bloqueaba la escapada. Gruñó y se arrastró sobre el regazo de la aturdida Molly para tratar de abrir a tientas la del acompañante.
Me desplacé hasta el otro extremo del asiento y busqué con la mano el mecanismo hasta que logré abrir la puerta. Cuando se abrió, reparé en un coche ligeramente abollado en medio de la calle, al ralentí y con ambas puertas abiertas. Dos hombres avanzaban hacia nosotros surcando la nieve. Uno de ellos sostenía lo que parecía una escopeta y su socio llevaba un arma automática en cada mano.
Murphy salió del coche y se arrojó a un lado. No era complicado entender por qué lo hizo, si hubiera empezado a disparar inmediatamente, Molly habría estado en la línea de fuego del intercambio resultante.
Murphy actuó con rapidez y se agachó lo más cerca del suelo que pudo, pero aquello le costó un precioso segundo.
La escopeta rugió y escupió fuego.
El impacto lanzó a Murphy al suelo como si la hubieran aplastado con un martillo pilón.
Al ver aquello, mi revuelto cerebro se cuajó. Reuní mi voluntad, alcé una mano y grité:
—¡Veritas servitas!
Un viento surgió de mis dedos extendidos. Lo dirigí hacia el terreno cubierto de nieve justo delante de nuestros atacantes y una repentina tormenta de pedazos voladores de hielo y escarcha rugió y se tragó a los pistoleros.
Mantuve la presión sobre ellos y el hechizo activo mientras gritaba:
—¡Molly! ¡Con Murphy! ¡Velo y primeros auxilios!
Molly sacudió la cabeza y me miró con los ojos vidriosos, pero saltó del coche y llegó a gatas hasta Murphy. Un segundo después, las dos desaparecieron de la vista.
Mover el aire suficiente para mantener el viento huracanado propio de un hechizo como aquel era mucho más trabajoso de lo que se piensa. El aire se quedó de nuevo quieto, a excepción de algunos remolinos de viento y los pedazos de hielo que danzaban y giraban sobre la nieve. Los dos hombres armados quedaron a la vista, agachados y con los brazos aún en alto para protegerse los ojos del viento y los punzantes pedazos de hielo.
Echaba de menos mi bastón y mi guardapolvos. Pero no el revólver del 44. Lo saqué del bolsillo de mi abrigo y apunté a los malos al tiempo que levantaba la mano izquierda y la sacudía para sacar el brazalete escudo de debajo de la manga de mi abrigo.
Reconocí a uno de los dos hombres armados, el de las dos pistolas. Se llamaba Bart no sé qué y era un matón a sueldo de los baratos. Al menos el precio no engañaba. Bart era el tipo de persona al que llamabas cuando necesitabas romperle a alguien las costillas y contabas con poco presupuesto.
El otro tipo también me resultaba familiar, pero no le ponía nombre. Vamos, no es que yo frecuentara los bares de mafiosos y conociera a todo el mundo. Por otra parte, lo único que me hacía falta saber era que le había disparado a Murphy.
Empecé a caminar hacia adelante y me detuve tal vez a cinco metros de distancia de ellos. Para cuando llegué hasta allí ya se habían logrado quitar el hielo y la nieve de los ojos. No esperé a que recuperaran la visión del todo. Apunté con cuidado y le metí una bala en la rodilla derecha al de la escopeta.
Cayó al suelo gritando y ya no paró de hacerlo.
Bart se volvió hacia mí y levantó ambas armas, pero mi brazalete escudo estaba listo. Con un esfuerzo de voluntad, un hemisferio de fuerza brillante, plateada y traslúcida cobró vida entre Bart y yo. Vació los cargadores de ambas armas automáticas contra mí obteniendo el mismo resultado que si disparara dos pistolas de agua. La totalidad de los proyectiles impactó en mi escudo, que incliné para desviar las balas hacia arriba e impedir que salieran despedidas hacia las casas que nos flanqueaban.
Las armas de Bart hicieron clic cuando los cargadores se quedaron sin balas.
Bajé el escudo y levanté el revólver mientras el tipo buscaba más cargadores en los bolsillos.
—Bart —le reprendí—. Piénsatelo bien.
Se quedó quieto donde estaba y, acto seguido, lentamente, apartó las manos de los bolsillos.
—Gracias. Supongo que ya sabes lo que quiero que hagas ahora.
Dejó caer sus armas. Bart tenía casi cuarenta años y era bien parecido, alto, con la complexión propia de un hombre que pasaba mucho tiempo en el gimnasio. No obstante tenía ojillos de comadreja, oscuros y brillantes. Los movía constantemente a izquierda y derecha como si buscara posibles vías de escape.
—No me obligues a dispararte por la espalda, Bart —le dije—. La bala podría darte en la columna vertebral y dejarte paralizado sin matarte. Eso sería terrible. —Me acerqué a paso tranquilo, manteniendo el arma apuntada y asegurándome de que tenía siempre una visión clara del otro pistolero. El tipo herido seguía gritando, aunque ahora con apenas un hilo de voz ronca—. ¿Sabes quién soy?
—Dresden... —dijo Bart—. No es nada personal, tío.
—Has tratado de matarme, Bart. Eso es bastante personal.
—Era un trabajo —dijo—. Solo un trabajo.
Y de repente me acordé de dónde había visto antes al otro: inconsciente en el pasillo del exterior de la oficina de Deméter, en Prioridad Ejecutiva. Era uno de los acólitos de Torelli, y no parecía ser mucho más inteligente que su jefe.
—Este trabajo va a hacer que te maten un día de estos, Bart —le dije—. Tal vez incluso hoy mismo —añadí, y exclamé—: ¿Molly? ¿Cómo está?
—Estoy bien —respondió la voz de Murphy en lugar de la de Molly. Las dos palabras sonaron entrecortadas, tal vez a causa del dolor—. El chaleco detuvo todos los proyectiles menos uno. No es muy grave.
—Le sangra el brazo, Harry —dijo Molly con la voz temblorosa—. La hemorragia está parando, pero no sé qué más puedo hacer.
—Murph, vuelve al coche, tendrás menos frío.
—Y una mierda, Harry. Voy a...
—Entrar en shock —acabé la frase por ella—. No seas estúpida, Murph. No puedo cargar tu cuerpo inconsciente y controlar a estos tipos al mismo tiempo.
Murphy gruñó por lo bajo algo vagamente amenazador, pero oí a Molly decirle:
—Deje que la ayude.
Los brillantes ojos de Bart estaban casi fuera de sus órbitas, buscando el origen del sonido de la voz de Molly.
—¿Qué? ¿Qué demonios?
Para entonces, ya estaba seguro de que la gente de las casas a nuestro alrededor habían llamado a la policía. También estaba seguro de que la poli tardaría en llegar unos cuantos minutos más de lo habitual. No quería estar allí para entonces, lo que significaba que no disponía de demasiado tiempo. No obstante, Bart no tenía por qué saber aquello, igual que no tenía ni idea de en qué se había metido.
Lo más seguro es que solo me diera tiempo a interrogar a uno de los hombres. El matón de Torelli yacía herido y con todas las papeletas de estar bastante enfadado conmigo. Además, si pertenecía a su guardia personal, era posible que fuese leal a Torelli. Entonces solo me quedaba una posibilidad inteligente para conseguir información.
Di un paso al frente al tiempo que me pasaba el arma a la mano izquierda y extendía la derecha. Dije una palabra por lo bajo y una esfera de fuego cobró vida en el aire justo encima de mi mano derecha, brillante como un diminuto sol. Miré fijamente a Bart y me acerqué a él.
El matón dio un respingo y se cayó de culo en la calle nevada.
Liberé la esfera de fuego y esta se fue acercando poco a poco a la cara de Bart.
—Mira, hombretón —dije en un tono amigable—. He tenido un par de días complicados y te confieso que quemarle la cara a alguien me parece una gran manera de relajarme.
—¡Me contrataron para el trabajo! —tartamudeó Bart a la vez que retrocedía con el impulso de su trasero—. ¡Yo solo soy el conductor!
—¿Para qué te contrataron? —le pregunté.
—Se suponía que debía echarte de la carretera y cubrir al pistolero —casi gritó Bart. Señaló con un dedo al hombre herido—. A él.
Extendí más los dedos y la esfera llameante se acercó a la cara del matón otros pocos centímetros.
—Bart, Bart. No cambiemos de tema. Esto es entre tú y yo.
—¡Solo soy mano de obra contratada! —gritó al tiempo que se encogía para apartar la cara del fuego—. ¡A los tipos como yo no nos dicen una mierda!
—Los tipos como tú siempre sabéis más de lo que se os dice —dije yo—. Así tenéis algo que darle a los polis para libraros del talego.
—¡Yo no! —dijo Bart—. ¡Lo juro!
Le sonreí y acerqué la esfera un poco más hacia él.
—Inspira azul —dije—. Expira rosa. Eh, esto es relajante.
—¡Torelli! —gritó Bart levantando los brazos—. ¡Dios mío, fue Torelli! ¡Torelli encargó el trabajo! ¡Se ha estado preparando para suceder a Marcone!
—¿Desde cuándo? —pregunté.
—No lo sé. Un par de semanas, tal vez. ¡Fue entonces cuando me llamaron! ¡Oh, Dios!
Cerré la mano y apagué la esfera de fuego antes de que hiciera más que chamuscar las mangas del abrigo de Bart. El matón yacía en el suelo respirando laboriosamente y se negaba a bajar las manos.
El sonido de las sirenas se oía a lo lejos. Era el momento de irse.
—¿Ha estado hablando con alguien últimamente? —pregunté—. ¿Alguien nuevo? ¿Preparando una alianza?
Bart sacudió la cabeza, temblando.
—No trabajo con él a tiempo completo. No he visto nada de eso.
—¡Harry! —gritó Molly.
Estaba tan concentrado en la conversación con Bart y tan preocupado por Murphy que no me acordé de quitarle el arma al otro. El tipo tirado en el suelo había recuperado su escopeta y estaba accionando el mecanismo para expulsar el casquillo y meter otro nuevo. Me giré hacia él levantando mi brazalete escudo. El problema era que mi estiloso y rediseñado brazalete, si bien era mejor en casi todos los aspectos respecto al viejo, requería bastante más poder y no podía reunirlo tan rápido. Me tiré al suelo y traté de interponer a Bart entre el matón de Torelli y mi cuerpo. Bart se revolvió enérgico para apartarse de la línea de fuego y entonces tuve claro que no iba a lograr montar el escudo a tiempo.
Ratón debió de hacerse a un lado al comienzo de la confrontación, porque apareció de entre las sombras como si viniera corriendo por una pista de carreras. Se movía tan rápido que una ola de nieve le precedía, literalmente, como cuando una lancha motora surca el agua. Alcanzó al hombre de Torelli justo cuando el tipo apretaba el gatillo.
Las escopetas suenan muy fuerte. Bart gritó una palabra descortés.
Ratón agarró al hombre de Torelli por la pierna donde yo le había disparado hace un minuto y comenzó a desgarrarla, sacudiéndola con tanta ligereza como un terrier sacude a una rata. Al gorila solo le quedaron fuerzas para emitir otro grito lastimero, un sonido muy agudo propio de un cerdo en el matadero. La escopeta se le cayó de las manos y se dejó sacudir como una muñeca de trapo, inconsciente a causa del dolor.
Las sirenas ulularon más alto y me puse de nuevo en pie. Bart estaba en el suelo gritando y balanceándose. El cartucho perdido de la escopeta le había alcanzado justo en el culo. Tenía un montón de sangre en los pantalones, pero no parecía estar brotando de una arteria importante. Es cierto que dependiendo de si el disparo le había dado de lleno o no, la herida podría mutilarle, lisiarle o tal vez incluso suponerle la muerte en el caso de que se produjera una hemorragia interna. Sin embargo existen lugares peores donde recibir un disparo y con tanta adrenalina subiéndome por el cuerpo la verdad es que aquello me pareció muy gracioso.
Riendo a carcajadas, llamé a Ratón y corrí hacia el coche.
Molly ya había acomodado a Murph en el asiento del acompañante, así que tuve que trepar por encima de ella para llegar al del conductor. Murph dejó escapar una oscura maldición cuando le golpeé el brazo accidentalmente. El asiento del conductor estaba tan echado hacia delante que prácticamente tocaba el volante y durante un segundo pensé que iba a tener que pisar los pedales con una mano y conducir con la otra, pero me las arreglé para encontrar la palanca que deslizaba el asiento hacia atrás y el coche arrancó al primer intento.
—Maldita sea, Dresden —dijo Murphy resollando—. Ha habido armas de fuego involucradas. Tenemos que volver.
Ratón se aupó al asiento trasero y Molly cerró las dos puertas de atrás. Maniobré el volante y saqué el Saturn de la nieve antes de acelerar y remontar la calle. Todavía tenía una sonrisa irracional dibujada en el rostro. Me dolían las mejillas.
—No te lo crees ni tú, Murphy.
—No podemos simplemente dejar que se vayan.
Contuve otra tanda de risitas motivadas por la adrenalina.
—No van a ir a ninguna parte. Y soy persona non grata, ¿recuerdas? ¿Quieres verte metida en la escena de un tiroteo en el que estoy involucrado?
—Pero...
—Maldita sea, Murphy —dije exasperado—. ¿Quieres que vaya a la cárcel? Si volvemos ahora, el gorila de Torelli les dirá que le he disparado. Me quitarán la pistola y si encuentran la bala o la tiene todavía en la pierna, será asalto con un arma homicida.
—No si era en defensa propia —apostilló Murphy.
—En un mundo justo, tal vez —dije—. Siendo las cosas como son, si solo encuentran a dos matones de la mafia, dos tipos con antecedentes y pertenecientes a una conocida asociación de malhechores, ambos heridos, la poli va a asumir que se han peleado entre ellos y se han disparado el uno al otro. Nos quitamos del medio a dos de los malos, tú mantienes tu trabajo y a mí no me apartan del caso, lo cual es sinónimo de que no me maten. —La miré de soslayo—. ¿Quién sale perdiendo?
Murphy no dijo nada durante un momento.
—Todos perdemos, Harry. La ley está ahí para proteger a todo el mundo. Se supone que se aplica a todos por igual.
Suspiré y dediqué mi atención a la carretera. Conduciría durante unos minutos para asegurarme de que estábamos a salvo y luego daría la vuelta para volver a casa de Michael.
—Sabes que así es como te gustaría que fueran las cosas, no como son, Murph. Estoy seguro de que a los abogados de Marcone les encanta esa actitud.
—La ley no es perfecta —respondió en voz baja—, pero eso no significa que no debamos intentar hacer que funcione.
—Hazme un favor —dije.
—¿Qué?
—Tápate la nariz, pon acento de Filadelfia y di: «Yo soy la ley».
Murphy soltó un bufido y sacudió la cabeza. La miré de reojo. Tenía el rostro pálido por el dolor y los ojos un poco vidriosos. Llevaba el brazo izquierdo envuelto en lo que parecían pedazos de la camiseta de Molly.
Miré el espejo retrovisor. Mi aprendiz, de hecho, llevaba solo un sujetador de encaje verde bajo el abrigo de invierno. Estaba agachada, con los dos brazos alrededor de Ratón y el rostro enterrado en su pelaje manchado de nieve.
—Eh, ahí atrás —dije—. ¿Hay alguien herido?
Ratón bostezó, pero Molly lo examinó de todos modos.
—No. Los dos estamos bien.
—Guay —dije. Miré por encima de mi hombro un momento para sonreírle a Molly—. Buen velo. Ha sido muy rápido. Lo has hecho bien, pequeño saltamontes.
—¿Puse yo esa misma cara cuando me hiciste lo de la bola de fuego? —me dijo Molly de sopetón.
—Prefiero pensar que es una pequeña bola solar —dije—. Y tú fuiste una estoica comparada con ese tipo, pequeño saltamontes. Tú también hiciste un gran trabajo, cara peluda —le dije a Ratón—. Te debo una.
Abrió la boca en una sonrisa perruna y meneó la cola. Atizó a Molly con ella, salpicándole un poco de nieve en la piel desnuda. La chica dio un respingo y se echó a reír.
Murphy y yo intercambiamos una mirada. Si el pistolero hubiera apretado el gatillo una centésima de segundo antes o después, Murphy estaría muerta. Podría haberle dado en la cabeza, el cuello o en una arteria. Si no fuera por Ratón, probablemente yo también estaría muerto. Y si se hubieran cargado también a Murphy, dudo que hubieran dejado atrás a Molly para que testificara contra ellos.
Había faltado poco, y eso que no eran unos atacantes sobrenaturales. Puede que Molly no se diera cuenta aún, pero Murphy y yo sí.
—¿Cómo va el brazo, Murph? —le pregunté.
—Solo ha tocado músculo —dijo cerrando los ojos—. Duele como un demonio, pero no va a matarme.
—¿Quieres que te lleve a urgencias?
Murphy no respondió de inmediato. Había bastante más de fondo en la pregunta que las meras palabras. Los médicos tienen la obligación por ley de informar de cualquier herida de bala a las autoridades. Si Murph acudía a recibir tratamiento médico, informarían a la poli. Y ya que ella misma era poli, aquello implicaría responder a toda clase de preguntas, lo que a la postre significaría que la verdad sobre lo que había pasado acabara saliendo a la luz.
Sería un acto responsable y acorde a la ley.
—No, Harry —dijo al fin, y cerró los ojos.
Solté aire, aliviado. Aquella respuesta le había costado. Me habían empezado a temblar las manos sobre el volante. En general me las arreglo bien en mitad de una crisis. Es después cuando empiezan a entrarme los nervios.
—Siéntate tranquila —dije—. Haremos que te curen.
—Calla y conduce —dijo cansada.
Así que conduje.