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Si bien parte de mí advirtió todo lo que sucedía, el resto de mi ser empezó a gritar de pura y roja rabia, de agonía, negando lo ocurrido.
Estaba bastante seguro de haber averiguado quién me había quitado la vara. Estaba bastante seguro de por qué lo habían hecho. Incluso pensé que, visto desde cierto punto de vista, no era una idea del todo estúpida.
Pero en aquel momento ya no me importaba.
No tenía la vara encima y no estaba seguro de que mi poder natural, por muy furioso que estuviera, fuese suficiente para hacerle daño a Tessa a través de las defensas que le otorgaba el caído. Nunca fui muy preciso sin ayuda artificial.
Ahora mismo, aquello tampoco me importaba.
Concentré toda la rabia, la ira, el odio, la negación y el dolor. Bloqueé de mi mente el resto del universo, salvo el pensamiento del cuerpo sanguinolento de mi amigo colgando de una cuerda y un punto a cinco centímetros del centro del pecho de Tessa.
Entonces cogí aire, levanté una mano sobre mi cabeza y grité con toda la fuerza de mi garganta dolorida, tan alto que sentí algo romperse.
—¡Fuego, pyrofuego! —Clavé en el aire delante de mí los dos primeros dedos de mi mano derecha, desatando mi furia y mi voluntad—. ¡Arde!
Una barra de fuego blanco y azul tan densa que casi era un objeto sólido surcó la distancia entre mí y Tessa y se estrelló contra ella como una enorme lanza.
La denaria con forma de mantis echó hacia atrás su bonito rostro y gritó de agonía cuando el haz de fuego la atravesó creando un ancho agujero que se volvió incluso más ancho antes de sellarse a si mismo. Cayó, aullando y retorciéndose con violencia, quemada por un fuego mucho más mortífero y destructivo que cualquiera invocado antes por mí, con o sin vara.
Sentí algo moviéndose cerca de mí y rodé hacia un lado justo antes de que una pezuña de Rosanna rasgara el aire donde estuvo mi muslo un momento antes. De haberme alcanzado, me hubiera desgarrado la carne hasta el hueso. Le propiné un golpe en la cara con mi bastón, lo que la obligó a agacharse, y acto seguido lancé una ráfaga de voluntad.
—¡Forzare! —grité al hacerlo. No fue mi mejor ataque cinético, pero fue un golpe lo bastante fuerte para mandarla cuatro metros por los aires y dando tumbos por el suelo.
Vi dónde había caído Fidelacchius y cogí la espada por su empuñadura. Cuando rodeé el arma con los dedos me quedaron claros varios puntos a base de fría lógica, como si me los explicara un viejo sabio, calmado y racional totalmente ajeno a mi rabia.
Primero, me di cuenta de que estaba en una isla perdida en mitad del lago Michigan, con la única compañía de unos cuantos locos y los ángeles caídos.
Segundo, todavía tenía en mi poder las monedas y la espada que Nicodemus deseaba y por lo tanto seguiría yendo a por mí.
Tercero, era probable que los denarios estuvieran bastante fastidiados, ya que les había arrebatado el premio gordo.
Cuarto...
El suelo tembló, como si lo hubiera apisonado un enorme pie.
Cuarto, que desde que confundí a las huestes de Verano en sus intentos de rastrearme con la hoja de roble, el Hermano Mayor Bronco había estado esperando a que usara magia de fuego en batalla, la misma magia que ligué al poder de la dama de Verano dos años antes en Arctis Tor. Era la razón más probable por la que Mab, la sospechosa más clara de haber trasteado en mi cabeza, me había arrebatado la vara y mis recuerdos de cómo usar fuego en la lucha. Evitaba así que revelara mi presencia a Verano involuntariamente cada vez que participara en una batalla.
Justo lo que acababa de hacer. El Hermano Mayor Bronco seguramente estaría ya de camino.
Y quinto, y último, fui consciente de que no tenía otra manera de escapar de aquella estúpida y espeluznante isla que me era tan familiar a menos que bajara a los muelles y usara el bote en el que había venido.
Me seguía tentando la idea de atacar a la gente que le había hecho daño a mi amigo, pero debía elegir entre hacerlo o sobrevivir. Si me mataban, le estaría entregando armas muy poderosas para continuar una guerra que Michael se había pasado la vida luchando por acabar.
Mi única opción era correr. Siendo realistas, ni siquiera escapar era algo probable, pero no me quedaba otra.
Así que devolví la espada a su vaina, me orienté para localizar la pequeña ciudad derruida donde habíamos desembarcado y corrí. Muy rápido.
Vale, no soy tan fuerte como esos tipos tan grandes tipo Michael o Sanya. No manejo la espada tan bien como Nicodemus o Shiro. Tampoco tengo todavía la experiencia y la habilidad para superar a magos y hechiceros realmente experimentados que llevan siglos rondando por el mundo, como el guardián de la puerta o Espinado Namshiel.
Sin embargo, les ganaría a todos en una carrera. Seguro. Corro mucho, y no para tener buen aspecto o permanecer delgado, corro para ganarle a cualquier cosa que me persiga con la intención de matarme. Cuando tienes dos piernas tan largas como las mías te puedes mover muy bien si estás delgado y en buena forma. Llegué a los bosques corriendo como un ciervo, sin salir del sendero por el que habíamos subido. La nieve facilitaba la visión del camino y aunque en una hora o dos el terreno se convertiría en una lámina de hielo, de momento el agarre era excelente.
Advertí la confusión reinante. Me estaba beneficiando del caos causado por la entrada de Gard. Los hombres gritaban en el bosque tratando de averiguar lo que estaba sucediendo, ayudaban a los heridos y cumplían las órdenes contradictorias fruto de los huecos causados en la cadena de mando por Hendricks y su ametralladora. Las radios chasqueaban y los hombres elevaban sus voces porque no funcionaban bien, como era normal en una zona con tal concentración de energía mágica.
El hecho de que la mayoría de aquellos tipos no tuviera lengua tampoco es que ayudara demasiado. Nick debería haber aceptado mi consejo y leer el manual del buen villano. En serio.
Alguien me gritó algo desde mi derecha, a apenas unos pocos metros. Las palabras sonaron totalmente deslavazadas e ininteligibles. Le grité algo en un tono similar fingiendo que tampoco tenía lengua y de paso le regalé un gesto soez. No sé si es que la charada fue perfecta o simplemente fue producto de la sorpresa, pero en cualquier caso conseguí el mismo efecto. Pasé a su lado sin que reaccionara de ninguna manera.
Cuando llegué a las ruinas de la pequeña ciudad conservera y a su muelle principal junto a la orilla pensé que estaba a salvo.
Y entonces oí el grito de Magog descender por la colina. Se acercaba a mí a una velocidad que doblaba fácilmente la mía. Era lo peor de aquellas criaturas que colaboraban con demonios. Aunque no hicieran ejercicio ni practicaran, corrían más rápido que dedicados corredores como yo que sudábamos y nos esforzábamos por mejorar nuestra habilidad para mover el culo. Capullos.
Estaba claro que Magog iba en mi persecución o al menos que bajaba por la colina camino del muelle y el barco para impedirme cualquier vía de escape. Disponía de poco tiempo para encontrar un sitio donde no reparara en mí. Acabé agachado junto a la larga e imponente estructura cavernosa y plagada de sombras del edificio que parecía haber sido una vez la sede de la fábrica de conservas.
El tejado se había derrumbado por varios lugares y la nieve cubría tal vez una tercera parte del suelo proporcionando algo parecido a luz. La mayoría de los muros seguían todavía en pie, sin embargo el suelo me despertaba serias dudas. No había espacio para un sótano grande, al estar tan cerca del agua, pero había de sobra para romperme una pierna si pisaba una tabla podrida. Tendría que quedarme cerca de la pared y rezar lo que supiera.
Por una vez, la superioridad numérica del enemigo me beneficiaba. Si Nicodemus solo hubiera venido acompañado de sus colegas denarios, únicamente habría huellas de pezuñas, mantis, simios y cosas así en la nieve de la isla. Pero no, tuvo que traer también a docenas y docenas de soldados de a pie, así que había huellas humanas normales por todas partes. Otro par no iba a destacar. Así que lo único que debía hacer era entrar en el edificio, perderme de vista y esperar a que Magog pasara de largo.
Acababa de agacharme para empezar a imitar a un ratón cuando la madera antigua y medio podrida de la vieja conservería vibró en las suelas de mis zapatos. Luego otra vez y de nuevo otra, como si se sucedieran varios pasitos lentos y rítmicos.
Dichas vibraciones precedieron al sonido del pesado arrastre de los pies del correoso Magog por la nieve, acompañado de la constante exhalación de unos pulmones que parecían el fuelle de un herrero. Acto seguido oí al denario detenerse de repente en la nieve y bufar por la sorpresa. Soltó un enorme rugido desafiante.
—Márchate de este lugar, criatura. Mi disputa no es contigo —dijo una voz muy profunda y resonante.
Magog respondió con un aullido y escupió algunas palabras en una lengua que no entendí
—No obstante, Mayor —dijo la enorme voz con amabilidad y respeto—, yo también tengo un deber que no puedo rehuir. No hace falta que entablemos enemistad esta noche. Marcha en paz con tu bestia de carga, Mayor.
Magog volvió a rugir en aquella lengua extranjera.
La voz profunda se endureció.
—No busco disputa contigo, caído. Te lo suplico, no confundas una intención pacífica con debilidad. Márchate o te destruiré.
El denario con forma de gorila aulló. Oí sus garras hundiéndose en el suelo y rasgándolo antes de precipitarse contra el origen de la resonante voz.
Magog parecía contar con un vocabulario bastante limitado a la hora de replicar con estilo.
No vi lo que pasó después. Se produjo un resplandor de luz dorada y verde, como si el brillo del sol se reflejara en una fresca y verde hierba primaveral. Además, una detonación estalló en el aire con un sonido que no llegaba a ser un trueno ni una explosión de fuego. Resultaba más penetrante que alto, de tal modo que la sentí por toda la superficie de mi cuerpo tanto o más que en los tímpanos.
El muro de la conservería explotó hacia dentro y Magog, o lo que quedaba de Magog, entró disparado a través de él. Aterrizó en el suelo, a seis metros de mí. Le faltaban enormes pedazos a la parte delantera del cuerpo de gorila, incluidos los muslos y la mayoría de la mitad frontal del torso. No era una herida descarnada. Los pedazos ausentes estaban iluminados por un suave fulgor verde y amarillo que parecía sellar la sangre. Ante mis ojos, Magog se revolvió una última vez antes de quedar inerte. Pequeños brotes verdes florecieron del cadáver del caído durante un par de segundos, desplegaron sus hojas y despertaron a la vida en forma de flores salvajes en medio de una explosión de color.
La capa de plantas en flor parecía devorar el cuerpo de gorila sobre el cuerpo mortal de debajo. Se trataba de un joven musculoso que fue apareciendo poco a poco, aunque todavía envuelto modestamente en un velo de flores. Estaba muerto del todo, sus ojos tenían un aspecto vidrioso, vacío, y del hueco donde estuvo su corazón surgían también flores. Llevaba un collar de cuero del cual colgaba un marco de goma parecido a la identificación de un perro con otro de los denarios ennegrecidos. Era apenas un niño, en el mejor de los casos rondaría la edad de Molly.
Se oyó un suspiro profundo y resonante procedente del exterior. Luego, otra pisada que estremeció la tierra. Y otra.
Se acercaba.
Mi corazón dio un salto hasta mis dientes. No tenía ni idea de quién estaba allí afuera, sin embargo su manera de hablar dejaba a las claras que era un sidhe. Les gustaba hablar a la antigua. O tal vez sería justo decir que habían hablado siempre así. En cualquier caso, apostaría cualquier cosa a que se trataba del Hermano Mayor Bronco buscando saldar las cuentas pendientes con el campeón de Invierno. Y teniendo en cuenta que había despachado a uno de los denarios como si fuera un mero duendecillo revoltoso, yo tenía todas las de perder.
Di un paso atrás sin pensarlo cuando se produjo de nuevo aquel golpe y el suelo bajos mis pies crujió precariamente.
Aquello me dio una idea. Cuanto más grande... etcétera. Si el mayor de los broncos era incluso más grande que el anterior, tal vez podría usar el desvencijado suelo en su contra, al menos durante el tiempo suficiente para llegar hasta el barco y lograr salir de la isla. Las aguas abiertas eran otro fantástico elemento neutralizador de la supuesta ventaja de un gran tamaño. Ponerme metas realistas siempre fue la clave de mi éxito. No tenía que vencer en combate a aquella cosa, solo debía sobrevivir el tiempo justo para conseguir escapar.
Me arriesgué. Elegí la tabla de aspecto más sólido que encontré, crucé el edificio de lado a lado hasta el otro extremo, el más cercano al agua, y me giré para colocarme de frente al agujero formado en el muro por el cuerpo de Magog.
Pum, pum, pum.
Preparé mi voluntad y saqué el brazalete escudo por si lo necesitaba. Levanté el bastón y apunté hacia donde pensaba que estaría la cabeza del mayor de los broncos cuando entrara. Así sabría que iba en serio.
Pum. Pum. Pum.
Apunté un poco más alto.
Pum. Pum.
La frente se me llenó de sudor.
Pum. Pum.
¿Tan lejos estaba aquel tipo?
Pum. Pum.
Ya la cosa se estaba poniendo ridícula.
Pum. Pum.
Y el Hermano Mayor Bronco apareció en la abertura.
Medía metro y medio. Un poco más, si acaso.
Llevaba una túnica con la capucha echada hacia atrás, de tal modo que pude ver claramente sus cuernos enroscados, los rasgos de cabra, la larga barba blanca y los ojos amarillos con las pupilas en forma de reloj de arena.
En la mano derecha portaba un bastón de madera tallado con runas casi idéntico al mío. Dio un paso torpe hacia el interior apoyándose en el bastón y cuando plantó su herramienta en el suelo, esta parpadeó con una luz verde que se extendió por el suelo bajo él como una ruidosa onda. Pum.
Las tablas del suelo crujieron bajo él. Cauto, se detuvo y se colocó frente a mí en silencio. Colocó ambas manos sobre el bastón. Su túnica iba sujeta con un pedazo de cuerda vieja. Tres estolas de color púrpura colgaban de ella, desvaídas y raídas por el paso del tiempo.
Eran los mantos que lucían los miembros del Consejo de Veteranos, los líderes del Consejo Blanco de magos. Se trataba, en general, de los magos más ancianos y fuertes del planeta.
Y era evidente que el Hermano Mayor Bronco había matado en duelo a tres de ellos.
—Hoy no es mi día —dije.
El bronco me miró con solemnidad.
—Saludos, joven mago. —Tenía una voz profunda y resonante, demasiado enorme y rica para el marco de donde provenía—. Sabes a qué he venido.
—Lo más probable es que a darme muerte.
—Sí —dijo el bronco—. Por orden de mi reina y en defensa del honor de Verano.
—¿Por qué? —le pregunté—. ¿Por qué iba a querer Verano que los denarios capturaran a Marcone? ¡Por qué iba a querer Verano que el Archivo estuviera bajo su control?
El bronco se limitó a mirarme durante un largo momento, pero cuando habló hubiera jurado que su voz sonaba reflexiva. Tal vez incluso preocupada.
—No me corresponde poseer conocimiento sobre tales cosas. Ni preguntar.
—Los broncos son los campeones de Verano en este asunto, ¿verdad? —le pregunté—.¿A quién le corresponde si no a vosotros?
—¿Qué dices, mago? —repuso el bronco—. ¿Te has preguntado si la malvada reina de Invierno desearía que evitaras que Marcone fuera capturado por los sirvientes de la sombra más oscura? ¿Por qué alguien que ambiciona la destrucción y la muerte desearía proteger y preservar al Archivo?
—Me lo he preguntado, sí —aseguré.
—¿Y qué respuesta has encontrado?
—Bronco —dije—. Me las veo y me las deseo para entender por qué las mujeres mortales hacen lo que hacen. Haría falta un hombre más sabio que yo para saber lo que hay en la cabeza de una mujer hada.
El Hermano Mayor Bronco me miró inexpresivo durante un segundo. Acto seguido echó la cabeza hacia atrás e hizo un sonido que... bueno, se parecía al rebuzno de un burro más que a otra cosa. Jia, jia, jia.
Se estaba riendo.
Yo también me reí. No pude evitarlo. Aquel día había sido demasiado para mí y la risa me hacía sentir muy bien. Continué riendo hasta que me dolió el estómago. Al ver que yo me reía, el bronco se rió más todavía y se asemejó más si cabe a un burro, lo que provocó que me desternillara sin paliativos.
Pasaron dos o tres agradables minutos hasta que recuperamos la compostura.
—Les cuentan a los niños historias sobre vosotros, como ya sabrás —dije.
—¿Todavía?
Asentí.
—Historias sobre pequeños cabritillos que derrotan a grandes y malvados trols a base de inteligencia, hasta que llegan sus fuertes hermanos mayores y ponen a los trols en su lugar.
El bronco gruñó.
—Nosotros también oímos cuentos sobre ti, joven mago.
Parpadeé.
—¿Qué?
—A nosotros también nos gustan las historias sobre... —Sus ojos buscaron en su memoria la palabra que buscaba y sonrió, complacido. El gesto en su rostro no era violento sino agradable—. Subestimados.
Bufé.
—Bueno, supongo que esta es una más.
La sonrisa del bronco se evaporó.
—No me gusta que me comparen con un trol.
—Entonces cambia tu papel —dije.
El bronco sacudió la cabeza.
—Eso no puedo hacerlo. Sirvo a Verano. Sirvo a mi reina.
—Pero todo ha terminado ya —dije—. Marcone está libre. Igual que Ivy.
—Sin embargo tú estás aquí, en el lugar del conflicto —dijo el bronco, amable—. Al igual que yo. El asunto no está cerrado, por lo tanto debo cumplir mis obligaciones, aunque lo lamente mucho, mago. Solo siento admiración hacia ti, en un sentido personal.
Ladeé la cabeza y lo miré intensamente.
—Dices que sirves a Verano y a la reina. ¿En ese orden?
El bronco imitó mi gesto con una mirada interrogante.
Busqué en el bolsillo y saqué la otra cosa que cogí de mi apartamento, la pequeña hoja plateada de roble que Míster estuvo batiendo sobre Pequeño Chicago. Imaginaba que habían dejado de usarla cuando se cansaron de que Míster y su menta les despistaran.
El bronco abrió los ojos de par en par.
—El hechizo de confusión que empleaste contra el nuestro de seguimiento resultó muy eficaz. Esperaba que me contaras cómo lo hiciste.
—Secreto del gremio —afirmé—. Sin embargo, sabes lo que conlleva este alfiler.
—Ciertamente —respondió—. Fuiste nombrado escudero de Verano y se te fue concedida tal bendición, no obstante... —Sacudió la cabeza—. Una bendición puede ser importante, pero no en un asunto tan grave. No puedes pedirme que me ponga de tu lado en un conflicto entre las propias Cortes.
—No lo haré —dije—. Solo para que me quede claro, ¿el asunto quedará zanjado cuando ambos abandonemos esta isla?
—Una vez que estés de nuevo a salvo en Chicago, sí, así será.
—Entonces le pido a Verano que honre el compromiso hacia mí y la deuda contraída cuando golpeé el corazón de Invierno en vuestro nombre.
El bronco levantó las orejas.
—¿Qué?
—Quiero que me consigas un donut —dije—. Un verdadero y genuino donut de Chicago. No uno glamuroso. Uno de verdad. Recién hecho.
El bronco me enseñó los dientes al sonreír.
—Por supuesto —dije—, en lugar de eso podrías darme muerte y negarme la bendición que gané legítimamente a base de sangre y fuego, asegurando así que Verano reniegue de una deuda contraída y no la cumpla. Pero no creo que eso sea muy bueno para Verano y su honor, ¿verdad?
—Ciertamente no, mago —dijo el bronco—. Es cierto que no lo sería. —Agachó la cabeza—. ¿Te gusta la mermelada en el donut?
—No, pero te lo ruego, que en vez de eso tenga virutas —dije solemne—, y crema blanca por encima.
—Podría llevar algún tiempo encontrar semejante dulce —dijo el bronco muy serio.
Incliné la cabeza hacia él.
—Confió en que, por el honor de los campeones de Verano, llegará cuando tenga que llegar.
Inclinó la cabeza como toda respuesta.
—Entiende, joven mago, que no podré ayudarte más.
—Ya estás apurando suficiente las reglas —dije con sequedad—. Créeme, sé como funciona esto.
Los ojos del Hermano Mayor Bronco centellearon. Entonces alzó el bastón y lo estrelló sin demasiado ruido en las tablas del suelo. De nuevo se produjo una vibración de luz verde, el suave estruendo de una onda y, simplemente, desapareció.
Al igual que el alfiler de hoja de roble. Desapareció de mis dedos sin que ni siquiera me diera cuenta. Hay que reconocérselo, las hadas desaparecen como les da la gana.
Tal vez debí aprender la lección. Podría haberme ayudado a salir de aquel embrollo con vida.
Regresé por donde había venido, pisando el crujiente suelo hasta llegar al cuerpo del joven. Parecía relajado, en paz. Me dio la impresión de que fuera lo que fuera lo que le había hecho el Hermano Mayor Bronco había sido algo indoloro. Era el tipo de cosa propia de una vieja hada. Bajé mi mano izquierda enguantada y cogí el colgante con el denario ennegrecido de Magog. Tiré con fuerza para sacarlo de su lugar y me lo guardé en el bolsillo con cuidado de que no me tocara la piel. Estaba ya un poco hastiado de manipular las monedas, sin embargo no me compensaba morirme de miedo cada vez que lo hacía, sobre todo dadas las circunstancias. Verme expuesto a una presencia demoniaca era una amenaza moderada, comparada con lo que me acechaba en el exterior del edificio.
Respiré hondo y salí a la calle. Todavía se oían gritos provenientes de lo alto de la colina. Oí el sonido del motor de un barco en el otro extremo de la isla. Debía de haber otras naves atracadas en otras zonas de la orilla.
Bueno, yo solo conocía un muelle y estaba cerca. Salí de la conservería y bajé por la calle tan rápida y silenciosamente como pude.
Nuestro bote todavía flotaba más allá del pie de la escalinata de piedra, atado al tocón roto de una vieja columna de madera. Contuve un alarido de alegría y me conformé con bajar por los escalones congelados tan rápido como pude sin romperme la crisma. El agua estaba salvajemente fría. Ni siquiera lo sentí, algo que dudo fuera una buena señal. Iba a ser un infierno soportar el dolor cuando aquello pasara. Comparado con los otros problemas que había tenido últimamente, casi era una alegría pensar en aquel.
Llegué a la embarcación, tiré dentro en el bastón y subí a bordo. Oí un grito procedente de la ladera y me quedé quieto. El haz de una linterna se desplazó hacia atrás y hacia adelante en los árboles, pero luego se alejó en otra dirección. No me habían visto. Sonreí como un idiota y me arrastré hasta el asiento del conductor. Llamaría la atención en cuanto pusiera en marcha el motor, pero lo único que tendría que hacer sería navegar lo más rápido que pudiera hacia el oeste, hasta tocar tierra. La orilla oeste estaba siempre muy concurrida y no debería encontrarme con demasiados problemas para llegar a un lugar lo bastante público para evitar cualquier molestia adicional.
Me acomodé en el asiento del conductor y me dispuse a girar la llave de arranque.
Pero la llave no estaba.
La busqué a tientas por la zona. Rosanna la había dejado en el encendido. Recordaba perfectamente que lo había hecho.
Las sombras se apartaron del asiento del acompañante, frente al del conductor, revelando la presencia de Nicodemus. Estaba sentado tranquilamente, vestido aún con la camisa de seda negra, los pantalones oscuros y el lazo gris atado como una corbata alrededor de la garganta. Una espada desenvainada descansaba en su regazo y apoyaba el codo izquierdo en su rodilla izquierda. En las yemas de los dedos de su mano izquierda sostenía un llavero de donde pendía la llave manchada de grasa de la embarcación.
—Buenas noches, Dresden —dijo—. ¿Buscabas esto?