25

Cualquiera con dos dedos de frente sabe que es difícil luchar contra alguien que posee una significativa ventaja en tamaño, peso y alcance. Si el oponente pesa veinticinco kilos más que tú, pelear contra él es una apuesta, cuanto menos, arriesgada.

Si tu oponente te supera en cuatro mil veinticinco kilos, ya ha dejado de ser un combate y te has convertido en una ardilla sobre la que se precipita un tren de mercancías. O tal vez en el protagonista de un episodio de Tom y Jerry.

Mi cuerpo estaba ya en movimiento, al parecer había decidido que esperar a que mi cerebro diera el siguiente paso era contraproducente para su supervivencia. La analogía del gato y el ratón era bastante buena: si bien yo era más ágil y podía acelerar más rápido que el enorme bronco, en una línea recta él me ganaría en velocidad. Físicamente hablando, no tenía casi ninguna posibilidad de hacerle un daño serio, mientras que era probable que incluso una palmadita cariñosa suya me deshiciera la caja torácica. Igual que un gato y un ratón.

El la tele suele ganar Jerry, pero en el mundo real Tom rara vez llevaría las de perder. No recuerdo haber visto a Míster llegar a casa lamiéndose las heridas infligidas por un ratón. A decir verdad, jamás regresaba hambriento de una de sus cacerías. En general, jugar al ratón y al gato solo es divertido para el gato.

Mi cuerpo, entretanto, se había echado a un lado para forzar a Enano a tener que girarse para perseguirme, lo que limitó su velocidad y me hizo ganar dos o tres segundos, el tiempo suficiente para correr hacia una sección de suelo marcada por un par de señales amarillas de precaución, donde Joe, el bedel, había estado encerando el suelo. Crucé el piso húmedo y pegajoso y recé para no resbalar. Si me caía, bastaría un pisotón de una de aquellas enormes pezuñas para partirme por la mitad.

Al parecer, su calzado no era el mejor para un terreno resbaladizo. En cuanto llegué al otro lado del suelo encerado torcí a la izquierda tan rápido como pude, cambiando de dirección. Enano trató de compensar el movimiento pero se cayó.

No es para tanto. A veces, cuando vas corriendo, algo sucede, te tropiezas y te caes. Te desuellas un poco una rodilla o las dos, tal vez te haces daño en las manos y rara vez te pasa algo peor, como una torcedura de tobillo, por ejemplo.

Siempre y cuando tengas la masa de un ser humano. Si la masa se extrapola a alguien del tamaño de Enano, una caída se convierte en algo completamente diferente, especialmente si es a mucha velocidad. Esa es una de las razones por las que los elefantes nunca corren, porque no son capaces de levantar su peso del suelo para dar zancadas completas. Si se cayeran, sufrirían daños extremos a causa de su tamaño. Es evidente que la naturaleza ha dejado fuera de su selección natural a los elefantes que corren como el viento. Tanto peso desplazándose a tanta velocidad conlleva una enorme cantidad de energía, la suficiente para romper huesos fácilmente o provocar que algún objeto penetre hondamente en la piel. Acabar volteado por el suelo con tanta fuerza puede desollar un cuerpo hasta los huesos.

Enano debía pesar el doble que un elefante. Cinco toneladas de carne y hueso cayeron sobre un costado de su cuerpo y aterrizaron con fuerza para luego resbalar con tanto impulso que el bronco parecía más un tren de mercancías que a un ser vivo. Al deslizarse por el suelo impactó contra la pared de un quiosco de alquiler de coches que hizo astillas y atravesó sin apenas aminorar la velocidad.

Enano clavó en el suelo las uñas amarillentas de una mano, pero lo único que consiguió fue desprender la cera del suelo mientras pasaba a mi lado deslizándose.

Me frené y traté de juzgar dónde iba a detenerse. Entonces reuní mi voluntad.

Era endemoniadamente difícil con tanta agua cayendo, pero no me hacía falta demasiada. Tengo un don para joder intencionadamente la tecnología.

Me centré en las luces del techo de la zona de la estación donde Enano había llegado deslizándose, levanté la mano derecha y vociferé:

—¡Hexus!

Algunas incluso explotaron en una lluvia de chispas doradas, otras soltaron pequeñas toses de humo, pero todas sin excepción se apagaron.

Michael había avanzado por el atrio, a mucha distancia detrás de mí, y la luz de Amoracchius se contenía ahora en los muros interiores de la estación. Al cargarme las luces eléctricas, cree un auténtico baile de sombras estiradas.

El repentino islote de oscuridad atrajo a los duendes como los cadáveres atraen a las moscas. Chamuscados, aterrados y furiosos duendes cuya excursión nocturna a la ciudad en busca de golosinas se había convertido de repente en una pesadilla. No tenían ojos, pero supieron guiarse hacia la oscuridad con bastante facilidad. Vi a más de una docena entrar en ella, uno incluso paso a medio metro de mí sin siquiera detenerse o reparar en mi presencia.

Enano empezó a gritar un segundo después. Su enorme voz se mezclaba con los aullidos vengativos de los enojados duendes.

—Ahora ya no eres tan grande, ¿verdad? —le desafié entre jadeos.

Pero resultó que sí lo era.

Un duende aplastado apareció volando de entre las sombras y reventó en el suelo a tal vez siete metros de mí. No es que estuviera lánguido como un muñeco. La criatura estaba deformada como una lata de cerveza en el lugar exacto donde el enorme puño de Enano la había agarrado y aplastado con fuerza suficiente para vaciarla de sus líquidos internos antes de lanzarla.

Resplandeció una luminosa ráfaga de chispas entre las sombras, como si una larguísima tira de metal estuviera siendo afilada con una enorme piedra y, de repente, las llamas azules rodearon la espada de Enano. Se consumían pronto bajo el agua que caía, pero proyectaban suficiente luz para permitirme ver lo que sucedía.

Los duendes se habían vuelto locos de ira.

Era inevitable, supongo. Los esbirros de Invierno y Verano no se llevan nada bien y los habitantes del reino de las hadas no se comportan como los seres humanos. Su naturaleza es mucho más primitiva, más inmutable. Son lo que son. Los depredadores actúan rápido a la hora de atacar a la presa que ha caído y es vulnerable. Las hadas de Invierno odian a los campeones de Verano. Los duendes cumplían ambas características.

Varios de ellos se arrojaron contra la cabeza de Enano mientras que otros comenzaron a sacudirle golpes con sus toscas armas o a morderle con los dientes de tiburón. La armadura le vino muy bien al bronco, le sirvió de defensa para las zonas más sensibles de su cuerpo. Cuando los duendes buscaron su garganta, Enano empezó a mover la cabeza hacia atrás y hacia adelante. Durante un segundo pensé que era a causa del pánico, hasta que estrelló uno de sus cuernos en un duende con tal fuerza que le rompió el cráneo a la malvada hada. Su espada revoloteó de un lado a otro con dos movimientos rápidos y precisos y media docena de duendes cayeron muertos y en llamas.

Los otros chillaron de miedo y se apartaron, viendo que su rabia era insuficiente para superar al bronco caído. Enano se puso de rodillas, se impulsó para levantarse y, pese a que su expresión estaba contorsionada por el dolor, sus ojos inhumanos se movieron de un lado a otro hasta que me encontraron.

Oh, mierda.

No esperé a que se levantara y me matara. Eché a correr.

Menuda ocasión había elegido para prescindir del guardapolvos y el bastón. ¿En qué estaba pensando? ¿Creía tener tan dominado a Verano que no iba a necesitarlos? ¿Acaso mi vida no había sido un desafío suficiente? Estúpido, Harry. Estúpido, estúpido. Me juré que si salía de esta, haría copias falsas de mi equipo para cuando necesitara que Thomas hiciera de mi señuelo.

El suelo comenzó a temblar cuando Enano empezó a perseguirme.

Mis opciones eran limitadas. A mi derecha tenía el muro exterior del edificio, sin embargo salir a la calle cubierta de tantos centímetros de nieve no era una posibilidad. Mi imaginación me brindó la imagen de mí mismo hundiéndome en la nieve hasta la cintura mientras Enano, gracias a su mayor masa y peso, se acercaba a mí por detrás sin esfuerzo y me aplastaba como a una lata de cerveza. Delante de mí había un pasillo vacío que finalizaba en otro muro y a mi izquierda solo había filas y filas... de taquillas.

Busqué la llave a tientas en el bolsillo mientras corría por el suelo encharcado de agua e intentaba leer los números en las taquillas. Encontré el que correspondía a la llave de Gard y derrapé en el suelo mojado hasta detenerme. Metí la llave en la cerradura a toda prisa al tiempo que Enano venía a por mí. A pesar de cojear en su carrera, pronto superó los apenas doce metros que nos separaban.

Tenía que sincronizarlo a la perfección. Levanté la mano derecha, apunté a la pezuña de su pata herida y esperé a que todo su peso recayera en ella antes de activar todos los anillos de energía para liberar una súbita columna de fuerza que impactó en él con la fuerza de un coche de carreras.

La pezuña del bronco volvió a resbalar en el suelo mojado y cayó hacia delante soltando un rugido de frustración. La espada se le escapó de los dedos, pero extendió las dos manos hacia mí al tiempo que caía.

Esperé hasta el último segundo para abrir la puerta de la taquilla de Gard y dar un salto hacia atrás.

Solo puedo describir lo que sucedió después como la descarga de un rayo, aunque en realidad no es eso lo que fue. Un rayo real no tenía la intensidad primitiva y salvaje de aquella... cosa, y me di cuenta con un sorprendido fogonazo de comprensión que aquella energía, fuera lo que fuera, estaba viva. Un poder blanco teñido de destellos escarlata irrumpió de la taquilla como un centenar de serpientes hipercinéticas que zigzagueaban a una velocidad imposible. Aquel rayo vivo penetró en Enano y atravesó su armadura cristalina como si esta estuviera hecha de cera blanda. Abrasó, cercenó y golpeó la carne de debajo desde el hombro hasta la pierna del bronco causando un sonido diferente a nada que hubiera escuchado antes, una especie de zumbido ensordecedor.

En la última fracción de segundo antes de desaparecer, la energía se revolvió de un lado a otro como la punta de un látigo y la pierna izquierda de Enano se partió en dos a la altura de la rodilla.

El bronco gritó. Fuera lo que fuera aquella cosa, le había ganado la partida a Enano de largo.

Demonios.

Miré alternativamente al campeón mutilado de Verano y a la taquilla abierta, de aspecto inocente. Acto seguido, caminé lentamente hacia él.

Enano solo tenía un ojo abierto y no parecía que pudiera centrarlo en nada. Su respiración era áspera, rápida y desigual, provocando una brisa cálida con aroma a avena que llegaba hasta cuatro o cinco metros de su cabeza.

Enano parpadeó para abrir el otro ojo y, aunque todavía no podía enfocar, dejó escapar un gruñido débil.

—Mortal —dijo con voz áspera—. He sido superado. —Una de las orejas de Enano se agitó una sola vez y exhaló un profundo suspiro—. Acaba conmigo.

Pasé junto al bronco caído sin detenerme. Al hacerlo me di cuenta de que la energía que le había cortado la pierna también la había cauterizado. No iba a desangrarse hasta morir.

Me asomé con cautela a la taquilla.

Estaba vacía, a excepción de una única caja plana de madera del tamaño de un estuche de backgammon. La pared del fondo de la taquilla albergaba otra cosa: el contorno ennegrecido de algún tipo de runa. No era la primera vez que había visto a Gard emplear magia basada en runas de alguna clase, pero que me aspen si sabía cómo se hacía. Activé mis sentidos de mago con cautela, pero no sentí nada.

Cualquiera que fuera la energía que había sido almacenado allí, ya no existía.

¿Qué demonios? Metí la mano y toqué la caja. No acabé hecho pedacitos. Fruncí el ceño con desconfianza y la saqué poco a poco de la taquilla. No pasó nada más. Evidentemente, Gard había considerado que sus medidas de seguridad ya eran suficientes para hacer frente a un ladrón. O a un dinosaurio. A cualquiera de los dos.

Una vez tuve la caja en mi poder, me di la vuelta hacia el bronco.

—Mortal —siseó Enano—. Acaba conmigo.

—Intento no matar nada a menos que sea absolutamente necesario, y hoy no tengo necesidad de matarte —contesté—. No era una cuestión personal. Se acabó, ha terminado.

El bronco centró sus ojos en mí y se limitó a mirarme fijamente durante un momento, sorprendido.

—¿Un ser ligado a Invierno mostrando compasión?

—No estoy ligado a nadie —espeté—. Es un trabajo temporal. —Escudriñé el panorama a mi alrededor—. Creo que los duendes se han marchado. ¿Puedes irte tú solo o necesitas que haga llamar a alguien?

El bronco se estremeció y sacudió su enorme cabeza.

—No es necesario, me iré yo solo. —Extendió los dedos de una mano en el suelo y comenzó a hundirse como si este se hubiera convertido en arenas movedizas. Teniendo en cuenta lo que conocía sobre los portales hacia el reino de las hadas, aquello me resultó una novedad.

—Es una oferta única —le dije antes de que desapareciera del todo—. No vuelvas.

—No lo haré —rugió con los ojos hundidos por el cansancio—. Pero marca estas palabras en tu cerebro, mago.

Me puse ceñudo.

—¿Qué?

—Mi hermano mayor va a matarte —bramó.

Acto seguido, Enano se hundió en el suelo y desapareció.

—¿Otro? —le pregunté al suelo—. ¡Tienes que estar de broma!

Me apoyé en las taquillas y me golpeé la cabeza suavemente contra el acero durante unos instantes. Recuperé la compostura y comencé a correr de vuelta al lugar donde me había separado de Michael. Solo porque en mi zona de la estación no quedaran duendes, no quería decir que la lucha hubiera acabado. Michael podría necesitar de mi ayuda.

Seguí de nuevo el rastro de miembros cercenados, aunque para entonces ya se habían convertido en montículos de un polvo negro similar al carbón que el agua de los aspersores estaba transformando en una pasta viscosa. Los parches de aquella sustancia aumentaban su densidad a medida que avanzaba en la dirección por la que pensaba que se había marchado Michael.

Seguí el rastro hasta la base de unas escaleras abrumadoramente anchas, las que se usaron de verdad en la película Los intocables. Allí, los miembros cortados eran todavía reconocibles, aquellos duendes no llevaban muertos demasiado tiempo. Una alfombra de cadáveres inertes ardía sobre las escaleras. A juzgar por el modo en el que habían caído, parecía que cuando murieron iban subiendo por los escalones.

Las heridas de algunos de los duendes muertos daban a entender que Michael se abrió camino desde detrás de ellos. Puede que se tratara de un caballero blanco, pero una vez sacaba la espada, Michael se desempeñaba con una dureza que no le he visto a casi nadie.

No podía culparle. No todos Los restos que encontré pertenecían a duendes.

Tres guardias de seguridad habían caído por separado en la confusión de la oscuridad, uno a tres metros de las escaleras y los otros dos en los escalones.

Pasé cerca de unas manchas de sangre que casi con total seguridad provenían de las heridas fatales de sus propietarios, a menos que el agua que caía las hiciera parecer más grandes de lo que en realidad eran. Nunca me había topado cara a cara con un duende, pero sabía lo suficiente sobre ellos para desear que quienquiera que hubiera derramado aquella sangre estuviera muerto.

Los duendes tienen por costumbre arrastrar a sus víctimas al interior de sus oscuros túneles.

Me estremecí. Había que reconocerles el mérito a los conciliadores de Verano; lo único que querían los broncos era matarme, hacer un trabajo limpio y se acabó, fin de la historia. En alguna ocasión un monstruo me ha llevado por la fuerza a su oscuro hábitat. No se lo desearé nunca a nadie.

Es algo que no se puede superar, aunque sobrevivas. Te cambia.

Aparté de mi mente los malos recuerdos e intenté ignorarlos mientras pensaba. Era obvio que algunos de los duendes habían huido llevándose a sus víctimas. Según los libros, aquel era su modus operandi. A pesar de que el ataque parecía indicar un nivel más elevado de organización que una simple algarabía sangrienta, resultaba también obvio que quien anduviera detrás de todo aquello no poseía el control absoluto. Las hadas de ambos bandos comparten una particularidad universal: su naturaleza es contradictoria y es muy difícil darles órdenes.

Los duendes de las escaleras eran diferentes a los que me había encontrado en la parte delantera de la estación. Llevaban un armamento más avanzado, probablemente de bronce, y una armadura hecha de algún tipo de piel. Si sus filas habían estado así de densamente agrupadas en las escaleras, debieron de organizarse al menos un poco para respetar las líneas.

Algo había obligado a aquellos duendes a atacar al unísono. Demonios, si el número de duendes caídos delante de mí era indicativo, los que nos atacaron a Michael y a mí pertenecían probablemente a un grupo de rezagados que se habían aventurado por su cuenta en busca de un premio que llevarse a casa.

¿Entonces cuál había sido el propósito del ataque? ¿Qué demonios les había atraído a todos hacia las escaleras?

Lo que había en lo alto de ellas, obviamente.

La luz de la espada sagrada parpadeó sobre mí y empezó a desvanecerse. Subí por las escaleras resoplando y protegiéndome los ojos con los dedos hasta que la luz menguó y llegué hasta Michael. El caballero respiraba con dificultad. Tenía levantada la espada sobre su cabeza en posición de guardia alta, preparada para descargar su poder. Advertí, casi sin querer, que el hedor del agua estancada se había esfumado, sustituido por un fuerte aroma a rosas. Alcé de nuevo la cara y sentí el agua fresca, limpia y aromatizada contra ella. El contacto con la luz de la espada sagrada la había renovado.

El último duende en caer, una bestia del tamaño de un maldito gorila de montaña, yacía inmóvil cerca de los pies de Michael. Lo que quedaba de su escudo y espada de bronce se desperdigaba alrededor de su cuerpo en fragmentos cortados limpiamente. La sangre corría lentamente por las escaleras revestida de una llama azul y blanca mientras su cuerpo era consumido lentamente por más de lo mismo

—Que todo el mundo se relaje —dije cuando llegué junto a Michael, jadeante—. Ya estoy aquí.

Michael me recibió con un movimiento de cabeza y una fugaz sonrisa.

—¿Estás bien?

—No estoy mal —dije, resistiéndome como pude a la tentación de pronunciar la vocal de la última palabra como un animal de granja—. Siento no haber sido muy útil cuando has empezado tu ataque.

—No hubiera podido hacerlo sin tu ayuda —dijo Michael muy serio—. Gracias.

—De nada —respondí.

Subí los últimos escalones y contemplé qué era lo que los duendes habían estado persiguiendo.

Niños.

Debía de haber una treintena de chavales de alrededor de diez años en la parte superior de las escaleras, todos con uniforme de escuela, apretujados contra un rincón, asustados, la mayoría lloraban. Vi también una mujer de aspecto aturdido, vestida con una chaqueta a juego con los uniformes de los niños. A su lado había un par de mujeres ataviadas con el uniforme casual de las azafatas de Amtrak.

—Acababa de llegar un tren —le murmuré a Michael al darme cuenta de lo que había pasado—. Debió hacer su recorrido a pesar del tiempo. Por eso los duendes estaban ahora por aquí.

Michael echó Amoracchius a un lado para sacudir una pequeña nube de fino polvo negro de la hoja. Acto seguido ocultó el arma de la vista.

—Ya están seguros. Las autoridades llegarán en cualquier momento —le comunicó a la gente y, en un tono más bajo, añadió—: Deberíamos irnos.

—Aún no —le contradije. Me adentré lo suficiente en el gran vestíbulo para tener a la vista la zona detrás de la primera fila de columnas corintias que se alineaban paralelas a las paredes.

Había tres personas allí.

La primera era un hombre de la altura de Michael pero de constitución más esbelta y peligrosa. Tenía una cabellera rubia oscura que le caía por los hombros y la sombra de una barba de varios días. Llevaba un traje de esport azul oscuro sobre una camiseta blanca y portaba una de las espadas de bronce de los duendes en cada mano, ambas teñidas de sangre ennegrecida. Me miró con los calmados y remotos ojos de un gran felino y me mostró los dientes. Se llamaba Kincaid y era un asesino profesional.

Junto a él se encontraba una mujer joven de cabello castaño largo y rizado y despampanantes ojos oscuros. Llevaba los pantalones lo bastante apretados para marcar unas atractivas curvas, aunque no tanto como para entorpecer sus movimientos, y sostenía una fina vara de tal vez metro y medio en una mano, tallada con runas y sigilos no demasiado diferentes a los de la mía. La capitana Luccio llevaba un largo caño de plástico colgando de una correa al hombro cuya parte superior colgaba suelta. Lo más probable es que su espada de plata estuviera guardada dentro. Sabía que cuando la capitana sonreía sacaba a relucir sus matadores hoyuelos, pero por la expresión de su rostro parecía que no iba a estar expuesto a tal riesgo a corto plazo. Sus facciones se mostraban duras y vigilantes, aunque no lograban ocultar del todo una rabia feroz. Esperaba que la reservara para los duendes atacantes y no para mí. La capitana no era alguien a quien quisiera ver enfadada conmigo.

De pie entre los dos adultos, algo rezagada, había una chica no mucho mayor que los demás niños que se habían refugiado en el vestíbulo. Había crecido treinta centímetros desde la última vez que la vi, haría unos cinco años. Su aspecto seguía siendo el de una niña bien vestida y cuidada. A excepción de los ojos. Sus ojos parecían fuera de lugar en aquel rostro inocente. Parecían llenos de conocimiento y de toda la carga que este conllevaba. Eran espeluznantes.

El Archivo le puso a Kincaid una mano en el codo y el asesino a sueldo bajó sus espadas. La niña dio un paso adelante.

—Hola, señor Dresden —me saludó.

—Hola, Ivy —le respondí con un educado gesto de cabeza.

—Si estas criaturas estaban bajo su mando, voy a tener que ejecutarle —dijo la niña en un tono carente de emoción alguna.

No lo convirtió en una amenaza. Su voz no reflejaba el suficiente interés para que fuera así. El Archivo solo constató un hecho simple e innegable.

Lo peor era que si decidía matarme, no habría mucho que pudiera hacer al respecto. No era una niña cualquiera. Era el Archivo, la memoria de la humanidad hecha cuerpo, un repositorio vivo del conocimiento de toda la humanidad. Fui testigo de cómo mató a una docena de los guerreros más peligrosos de la Corte Roja cuando apenas tenía seis o siete años. Le requirió el mismo esfuerzo que a mí abrir una caja de galletas. El Archivo era el Poder con mayúsculas y funcionaba a un nivel completamente diferente al mío.

—Por supuesto que no estaban bajo su mando —dijo Luccio. Me miró y arqueó una ceja—. ¿Cómo has podido siquiera sospechar tal cosa?

—Me parece poco probable que un ataque de esta magnitud no sea otra cosa que un intento deliberado de secuestrarme o asesinarme. Mab y Titania se han involucrado en el asunto —dijo el Archivo en un tono objetivo—. El señor Dresden es actualmente el emisario de Invierno en este asunto y, ¿es necesario que les recuerde que los duendes obedecen a Invierno y por lo tanto a Mab?

No hacia falta que me lo recordara, a pesar de que había estado posponiendo aquel pensamiento durante un rato. El hecho de que los duendes estuvieran sujetos a la voluntad de Mab significaba que el asunto era aún más turbio de lo que pensaba y que probablemente fuera un momento razonablemente bueno para empezar a sentir pánico.

Pero lo primero era lo primero: evitar que aquella escalofriante niña me matara.

—No tengo ni idea de quién les daba las órdenes a estas cosas —dije en voz baja.

El Archivo me contempló durante un infinito momento. Acto seguido, su mirada antigua e implacable fue a parar a Michael.

—Sir Caballero —dijo en un tono educado—. ¿Responde por este hombre?

Tal vez fue mero producto de mi imaginación que Michael se demorara un segundo más de lo debido en contestar. Al menos más de lo que hubiera tardado en el pasado.

—Por supuesto.

Le contempló también a él y luego asintió.

—Señor Dresden, recordará a mi guardaespaldas, Kincaid.

—Sí —dije. Mi voz no estalló precisamente de entusiasmo—. Hola, tipo duro. ¿Qué te trae a Chicago?

Kincaid me mostró más dientes si cabe.

—La enana —dijo—. Odio la nieve. Si dependiera de mí, preferiría estar en un lugar cálido. En Hawái o algo parecido.

—No soy una enana —dijo el Archivo en un tono firmemente desaprobatorio—. Me hallo al setenta y cuatro por ciento de la altura correspondiente a mi edad. Y deja de intentar provocarle.

—La enana no es muy divertida —explicó Kincaid—. Traté de convencerla para que se apuntara a las Girl Scouts pero no quería ni oír hablar de ello.

—Si me surgen deseos de pegar macarrones en un plato de papel con pegamento, puedo hacerlo en casa —dijo el Archivo—. Hace horas que debería estar en la cama y no tengo intención de que nos mezclemos con las autoridades locales. Deberíamos irnos. —Miró a Kincaid con una mueca en el rostro—. Es obvio que han seguido nuestros movimientos. Es probable que nuestro lugar de hospedaje en la ciudad esté comprometido. —Volvió los ojos hacia mí—. Requiero formalmente la hospitalidad del Consejo Blanco hasta el momento que pueda establecerme en un alojamiento seguro.

—Uh —vacilé.

Luccio hizo un rápido movimiento con la mano para instarme a aceptar de inmediato.

—Por supuesto —dije al tiempo que le asentía al Archivo.

—Excelente —respondió. Se volvió hacia Kincaid—. Estoy empapada. Mi abrigo y la ropa para cambiarme están en mi bolsa, en el tren. Voy a necesitarla.

Kincaid me dedicó una mirada escéptica pero, enérgico, no discutió con el Archivo; en lugar de eso, desapareció rápidamente por las escaleras.

El Archivo se volvió hacia mí.

—Según la estadística, teniendo en cuenta el tiempo y el estado de las carreteras, los servicios de emergencia de la ciudad deberían comenzar a llegar en tres minutos. Sería mejor para todos nosotros si nos hubiéramos marchado para entonces.

—No podría estar más de acuerdo —dije. Puse una mueca—. Quienquiera que hizo esto se está arriesgando mucho al actuar tan públicamente.

La mirada no del todo humana del Archivo penetró en mí unos instantes.

—El asunto puede ser incluso peor. Me temo que nuestros problemas no han hecho más que empezar —sentenció.