24
—¡Maldita sea! —maldije—. ¡Es mi único abrigo de invierno! —Cerré los ojos un momento y traté de concentrarme en mi tarea. El myrk no era como otras ilusiones de las hadas, que podían crear apariencias y estimular estados emocionales relacionados con ella. El myrk era un conjuro, algo físico y tangible que existía en realidad y continuaría haciéndolo mientras los duendes lo alimentaran, metafóricamente hablando.
La magia de viento podría servir. Un vendaval lo bastante fuerte disiparía el myrk, si bien tendría que ser una cantidad enorme de aire. El pequeño vendaval que invoqué para encargarme de los matones de Torelli apenas lo movería un ápice. Es probable que fuera capaz de hacer algo más grande y violento, pero cuando se trata de mover materia es imposible sacarla de la nada. No había forma de que pudiera mantener algo así el tiempo suficiente para cumplir mi objetivo.
Podría aislar a los duendes del myrk. Si cortaba esa conexión, impediría que le suministraran energía constantemente y puf, el myrk volvería a su estado ectoplasmático natural. Por supuesto, hacer el corte no sería fácil. Necesitaría crear un canal hacia cada uno de los duendes para asegurarme de completar la tarea. No había nada que pudiera usar como foco y además no tenía ni idea de cuántos de ellos había allá afuera.
Un círculo de poder reduciría el poder del hechizo desde el otro lado de la ecuación, aislando a los duendes del flujo de energía externo al círculo. Sin embargo sería necesario que el círculo abarcara el maldito edificio entero. Dudaba que los duendes fueran tan considerados como para permitirme correr a toda velocidad alrededor de una manzana entera de la ciudad de Chicago para activar un círculo. Además, no tenía tanta tiza. El agua corriente también puede ser el fundamento de un hechizo siempre que haya bastante, pero teniendo en cuenta que estábamos dentro de un edificio no era una posibilidad contemplable. Entonces, ¿cómo diablos iba a cortar el estúpido hechizo con los patéticos recursos de los que disponía? No es que existan una gran cantidad de formas de robarle el poder a una energía tan extendida.
Me dolía un montón la nariz, así que eché la cabeza hacia atrás girando la cara hacia arriba. A veces, hacer aquello parecía reducir la presión y aliviar un poco el dolor. Me quedé mirando el techo de la oficina, que había sido limitado a una altura de tres o cuatro metros, en lugar de dejar el lugar abierto a los cavernosos confines de la antigua estación, y me golpeé la cabeza contra el muro proverbial. El techo tenía una disposición desplegable, un marco de metal que soportaba unos tristes pero rentables rectángulos de material acústico interrumpidos cada pocos metros por el feo espolón de un aspersor automático para incendios.
Abrí mucho los ojos.
—¡Ja! —dije, y lancé los brazos al aire—. ¡Ja, ja! ¡Ajajá! ¡Soy un mago, oíd mi rugido!
Ratón me dirigió una mirada de soslayo y se alejó un paso de mí.
—¡Y más que deberías alejarte! —grité señalando al perro—. ¡Porque soy el aterrador portador del fuego! —Levanté la mano derecha e invoqué con un murmullo mi diminuta esfera solar. El hechizo tosió y vaciló antes de hacerme caso, e incluso entonces la llama era apenas más brillante que la de una vela.
—¿Harry? —me preguntó Michael en ese tono que la gente utiliza cuando habla con los locos—. ¿Qué estás haciendo?
La pared de yeso a un lado de la puerta se agrietó de repente cuando las garras de un duende comenzaron a rasgarla. Michael se echó a un lado, dejando la puerta libre un momento, colocó el pulgar hacia arriba contra la puerta como midiendo donde estaba el agujero y luego insertó Amoracchius en el yeso. La espada regresó siseando y escupiendo sangre; fuera, se escuchó el aullido de dolor de otro duende.
—Sin el myrk esas cosas tienen problemas —dije—. Carol, sea buena y ruede hacia mí esa silla de ahí.
Carol lo hizo, con los ojos muy abiertos y el rostro muy pálido. Le dio un empujón tan leve a la silla que los dos últimos metros los recorrió gracias a la inercia del movimiento.
Michael golpeó la puerta con el hombro cuando otro duende intentó empujarla. La criatura no era estúpida. No siguió intentando forzar la puerta cuando Amoracchius penetró en la madera como si fuera una mampara de papel de arroz y la espada de Michael regresó sin manchas de sangre.
—Hagas lo que hagas, mejor será pronto que tarde.
—Dos minutos —dije. Rodé la silla hasta el punto adecuado y me subí encima. Me balanceé un segundo, luego me estabilicé y rápidamente desatornillé el aspersor de su lugar. Tal como esperaba salió un chorro de agua maloliente que logré evitar en su mayor parte. Por supuesto, lo que no esperaba es que desprendiera un olor tan abrumadoramente estancado, aunque tal vez no era sorprendente. Muchos sistemas de riego poseen tanques cerrados y solo Dios sabe cuántos años llevaba aquella agua almacenada y esperando para ser utilizada.
Salté de la silla y me aparté de debajo del agua que caía. Saqué un pedazo de tiza del bolsillo, me arrodillé y comencé a dibujar en la moqueta un gran círculo alrededor de mí. No tenía por qué ser un círculo perfecto, siempre y cuando estuviera cerrado. Había dibujado un montón y ya me salían bastante bien.
—Dis... disculpe —dijo Carol—. ¿Qué... qué está haciendo?
—A nuestros encantadores visitantes se les conoce como duendes —le expliqué sin parar de dibujar con cuidado, infundiendo en la tiza un poco de mi voluntad—. La luz les hace daño.
Un duende irrumpió a través de los ya rotos paneles de yeso. Esta vez consiguió meter la cabeza y un hombro, aulló y buscó con una garra a Michael, que seguía apoyado en la puerta. Logró arañarle la cadera, pero entonces Amoracchius salió a relucir y le arrancó la cabeza de los hombros al duende como respuesta. Un chorro de sangre oscura y ardiente salpicó la sala y no cayó por poco en mi círculo.
—¡Eh! —me quejé—. ¡Estoy trabajando!
—Lo siento —dijo Michael sin una pizca de sarcasmo. Un duende se estrelló contra la puerta antes de que pudiera regresar junto a ella y le empujó unos pasos hacia atrás. Se recuperó a tiempo para pasar por debajo de la oscilación de un pesado garrote y acto seguido le dio a la criatura un mandoble de Amoracchius en el vientre seguido de una fuerte patada que empujó a la malvada hada hacia el exterior de la habitación y de vuelta a sus compañeros. Michael cerró la puerta de nuevo.
—Pe... pero está oscuro —balbució Carol, mirándonos alternativamente a Michael y a mí.
—Han puesto algo en el aire llamado myrk. Imagine una cortina de humo. El myrk impide que las luces hagan daño a los duendes —le expliqué. Terminé el círculo y sentí que cobraba vida a mi alrededor, una capa intangible de poder que creaba un muro para aislar la magia externa, incluyendo al myrk que había sido atrapado en el interior del círculo cuando lo tracé. Este se convirtió en una delgada masa viscosa de ectoplasma que cayó sobre el círculo; es decir, sobre mí—. Fantástico —murmuré mientras me frotaba los ojos como podía.
—En... entonces —dijo Carol—, ¿qué está haciendo exactamente?
—Voy a apartar su cortina de humo. —Sostuve la cabeza del aspersor en la mano derecha y cerré los ojos, concentrándose en ella, en su textura, su forma y su composición. Empecé a verter energía en el objeto, me lo imaginé como un aura resplandeciente de luz azul y blanca con decenas de pequeños tentáculos que brotaban de ella. Una vez la energía estuvo firmemente envuelta alrededor del aspersor, lo pasé a mi mano izquierda y volví a extender la derecha.
—Pe... pero no tenemos luz.
—Oh, sí tenemos luz —le dije. Invoqué mi pequeña bola de luz solar en la mano derecha. En el interior libre de myrk del círculo, tenía el mismo aspecto blanco, vivo y brillante de costumbre; sin embargo advertí que fuera del círculo no atravesaba más de metro y medio o dos de myrk.
—Oh, Dios mío —dijo Carol.
—En realidad las luces continúan encendidas, es solo que están bloqueadas. El myrk no corta la electricidad. Estos ordenadores siguen todos encendidos, pero el myrk impide que veamos las luces indicadoras.
—Harry —me llamó Michael.
—¡Si le metes prisa a un hacedor de milagros, consigues pésimos milagros! —le respondí algo molesto. El resto del hechizo iba a ser un poco difícil.
—¿Có... cómo hace eso? —susurró Carol.
—Magia —gruñí—. Silencio. —Llevaba puesto un guante de cuero en mi mano izquierda, como de costumbre, para otorgarle a mi piel llena de cicatrices un poco de protección. De todos modos, aquello no iba a ser muy divertido—. Ignus, infusiarus —murmuré, y acerqué el extremo del aspersor a la llama que flotaba sobre mi mano derecha.
—¿Cómo nos ayuda esto? —preguntó Carol con voz temblorosa y asustada.
—Este lugar todavía tiene electricidad —le dije. Tal vez me estaba imaginando el olor a cuero quemado mientras el calor de la llama chamuscaba el aspersor de metal—. Todavía tiene ordenadores, teléfonos.
—¡Harry! —dijo Michael mientras miraba el techo y movía la cabeza de izquierda a derecha—. Están subiendo. Van a entrar por el techo.
Empecé a sentir el calor, incluso en los nervios dañados de mi mano izquierda. La temperatura debía ser lo más alta posible. Invoqué más voluntad, alcé el aspersor y la esfera y visualicé lo que quería: los tentáculos de energía alcanzando a todos los aspersores del edificio.
—Además tiene aspersores.
Rompí el círculo con el pie y la energía salió disparada desde el aspersor hacia cualquier otro objeto con la misma forma que estuviera cerca. El calor surgió de mí como una ola que se dirigió en docenas de direcciones diferentes y vertí toda la energía que pude en la pequeña bola de luz solar, que de repente contaba con varias docenas de cabezas de aspersores de las que absorber energía, en lugar de solo una.
Pasaron diez segundos antes de que el detector de incendios dejara escapar un aullido y el sistema de aspersores cobrara vida. La gente dejó escapar gritos de sorpresa y una sirena de emergencia despertó a la vida en algún lugar de la estación. Saltaron chispas de varios teléfonos, monitores y ordenadores.
—Está bien —dije—. No hay ordenadores en la oficina pero el resto de la teoría sigue siendo aplicable.
Michael me miró y me mostró los dientes en una sonrisa feroz.
—¿Cuándo?
Observé mi pequeña bola de intensa luz solar mientras el agua caía. Durante más o menos medio minuto no pasó nada, excepto que nos pusimos empapados. En realidad fue un poco sorprendente la cantidad de agua que caía, sorprendente en el buen sentido, quiero decir. Yo quería montones de agua.
En algún momento, pasada la marca de los sesenta segundos, sentí que el poder de mi hechizo comenzaba a erosionarse a causa del constante chaparrón.
—Espera —dije—. Listos...
A los dos minutos, mi hechizo funcionó: se logró la conexión con los otros aspersores y el fuego de mi mano se apagó.
—¡Michael! —grité—. ¡Ahora!
Michael gruñó y abrió la puerta. Antes de que diera un paso a través de ella se produjo en el aire una repentina explosión de energía y la hoja sagrada resplandeció con una luz más brillante que el núcleo del mismísimo sol.
Michael cruzó la puerta como una exhalación y cuando la luz de Amoracchius apareció en la estación decenas o tal vez cientos de gargantas de duende estallaron en gritos torturados. El clamor de los gritos de las malvadas hadas fue tan intenso que sentí su presión en los oídos, igual que en un concierto con el volumen muy alto.
Pero más fuerte aún era la voz de Michael Carpenter, caballero de la Cruz, ángel vengador encarnado, portador de la hoja que una vez perteneció a un escudero llamado Verruga.
—¡Lava quod est sordium! —gritó Michael con una voz estentórea, demasiado formidable para provenir de una garganta humana—. ¡In nomine Dei, sana quod est saucium!
Después de que la espada abandonara la oficina, me di cuenta de que todas las luces de esta habían vuelto, al igual que las de fuera.
—¡Ratón! —grité—. ¡Quédate! ¡Protege a los heridos! —me apresuré a seguir a Michael y miré hacia atrás. Ratón corrió a plantarse en la puerta entre los duendes y las personas de la oficina, con la cabeza alta y las patas extendidas para cubrir todo el espacio.
Fuera, los aspersores estaban haciendo una creíble imitación de un monzón, bastante apestoso pos otra parte. Me resbalé en un charco de agua y sangre ardiente de duende, a unos metros de la puerta. La luz de la espada era tan brillante, pura y dolorosamente blanca que tuve que protegerme los ojos con el brazo. No podía mirar directamente a Michael ni cualquier lugar cercano a él, así que seguí el rastro de trozos de duende que iba dejando a su paso.
No pocas hadas malvadas habían sido derribadas por la espada de Michael.
Fueron afortunadas.
Las muchas otras docenas que vi yacían demasiado lejos para que Michael las hubiera alcanzado con su hoja. Ahora eran simplemente bultos de carbón de leña ardiente que levantaban columnas de humo grasiento y tenían la carne cocida hasta los huesos. Algunos de los seres que estaban a punto de cesar su existencia se seguían revolviendo mientras ardían.
Demonios.
No llamo a mi amigo el Puño de Dios cariñosamente, amigos.
Seguí a Michael, alerta ante cualquier posible atenuación de la luz de la espada. Si cualquiera de los aspersores del edificio era de un modelo diferente al que había utilizado para realizar mi hechizo, no se calentaría y por lo tanto no saldría agua de él. Si Michael terminaba rodeado de nuevo de myrk, los duendes, contando entonces con una medida de protección contra la luz, se lanzarían sobre él rápidamente.
Pero quiso la suerte (o tal vez el destino, o tal vez Dios, pero lo más probable es que fuera un contratista barato de la ciudad) que todos fueran iguales. El agua caía por todas partes, arrastrando el myrk como si fuera barro, sustituyéndolo por miles y miles de arcoíris fracturados a medida que la luz pura de Amoracchius centelleaba entre la lluvia artificial.
Los duendes no tenían ningún lugar donde esconderse.
Seguí el rastro de demonios afligidos. ¿O se dice demonios aflijidos? No me miren así. No acabé el instituto. Tal vez las diferentes conjugaciones del verbo se aprendían en el último año de lengua. Estaba seguro de que no lo había estudiado en primaria.
Me detuve y miré a mi alrededor como pude entre la luz cegadora y el agua que caía constante de los aspersores, tratando de captar hacia donde se dirigía Michael.
Sentí una repentina vibración que se elevó rápidamente a través de las suelas de mis zapatos y luego un ruido sordo que acompañó a un segundo temblor idéntico. Me volví para colocarme frente a la parte delantera del edificio justo cuando vidrio, ladrillo y piedra explotaron en la puerta de entrada. Detrás de ella se levantó una vaga brisa, pero en cuanto lo que había detrás del velo penetró en el resplandor de Amoracchius y mi improvisada tormenta eléctrica, el hechizo falló y se desvaneció.
Los seis metros de alto y las cuatro o cinco toneladas de peso del Gran Hermano Bronco surgieron del velo.
Llevaba una armadura hecha de algún tipo de cristal translúcido y la espada en su mano era más larga que mi maldito coche. Abrió la boca y entre la cacofonía del combate no es que escuchara su rugido de batalla: lo sentí. Fue un sonido tan profundo y fuerte que parecía provenir de una maldita ballena.
—Oh, sí —murmuré—. La cosa se pone cada vez mejor.