32

Tardé apenas un segundo en comprender lo que la Zorra Mantis tenía en mente y la mitad de aquel tiempo en odiarla por ello.

Ivy no tenía familia. Hasta que yo se lo puse, ni siquiera tenía nombre. Era simplemente «el Archivo». Lo que sí tenía era un mundo de poder, responsabilidad, conocimiento y peligro a su alrededor. Y a Kincaid. Si bien el Archivo sabía que el camino adecuado era dejar que Kincaid muriera para proteger la integridad del Archivo, Ivy no tomaría semejante decisión con la misma calma. Kincaid era lo más cercano que tenía a una familia. No dejaría que le hicieran daño. No podía.

Malditos fueran por usar la soledad de la niña contra ella.

Las grandes conspiraciones y los planes destructivos para traer la oscuridad y las tinieblas al mundo dan mucho miedo y todo eso, pero al menos tienen la ventaja de resultar impersonales. Aquello sin embargo era de una malicia sencilla, calculada y cruel dirigida deliberadamente hacia una niña, una simple niña, y eso me fastidiaba bastante.

Deirdre era la que estaba más cerca. Bien.

Salí de los helechos, agité el bastón en un amplio arco y desaté un poco del poder que aguantaba dolorosamente dentro de mí.

—¡Ventas servitas! —bramé.

Una corriente de viento se arremolinó bajo Deirdre y la levantó de los asientos del anfiteatro para lanzarla a la piscina como el dardo de la pistola de aire comprimido de un niño. Mi intención era arrojarla a la pared más cercana del pentagrama pero, justo en el mismo instante que subió por el aire, las tiras metálicas de su cabello aletearon haciendo las veces de un andrajoso paracaídas que la ralentizó y cambió su trayectoria.

No me detuve a ver dónde aterrizaba. Magog se giró antes de que los pies de Deirdre se separaran un metro del suelo y lanzó contra mí desde las gradas una de esas simiescas cargas diagonales, con la misma facilidad que si estuviera en tierra firme. Olviden lo que dije sobre no reaccionar rápido. El tiempo de reacción de Magog fue inexistente, menor si cabe. Pesaba al menos trescientos o cuatrocientos kilos, sin embargo cubrió los quince metros que nos separaban en un intervalo de dos segundos, desplegando una increíble aceleración.

Por supuesto, reaccionar deprisa no es lo mismo que hacerlo con inteligencia. Magog parecía acostumbrado a ser una fuerza imparable.

Alcé mi brazalete escudo e inyecté voluntad en la barrera para que cobrara vida, casi toda la carga de doloroso poder que quedaba dentro de mí. Grité un desafío sin palabras. Mi voz resultó aguda y tensa comparada con el profundo alarido con el que me respondió Magog. Normalmente, mi escudo se manifiesta en la forma de una resplandeciente cúpula de luz azul y plateada.

En esta ocasión la dejé transparente, siguiendo la teoría de que lo que Magog no sabía le haría daño. El denario metamorfo se estrelló contra la barrera invisible causando una explosión de chispas plateadas y la encontró tan inamovible como una montaña. No obstante, la fuerza de la carga del gorila no fue solo física. Una fea luz roja se enzarzó con el poder plateado de mis defensas. La energía sobrante se derramó por mi brazalete en forma de calor, abrasando mi piel, pero la barrera aguantó y Magog se trastabilló hacia atrás, aturdido.

—Eh —dije dejando caer el escudo—. ¿Dónde se sienta un gorila de cuatrocientos kilos? —Di un paso al frente, le di una patada en las pelotas lo más fuerte que pude y acto seguido le pisé el cuello con fuerza. Magog chilló de dolor y retrocedió tambaleante hacia las gradas—. Supongo que en un lugar con muchos cojines extra, ¿eh, monito?

Mis instintos me gritaron una advertencia y me arrojé detrás de la última fila de asientos de las gradas, justo cuando la Zorra Mantis me señalaba con un dedo y gritaba:

—¡Amal-Bija! —Se produjo el estruendo de un trueno antes de que un resplandor de luz, una onda de calor y una nube de brillantes astillas saliera volando hacia arriba a unos metros de mí, donde poco antes hubo una zona de asientos.

Demonios. Una hechicera. Y jodidamente peligrosa.

Preparé el escudo, muy consciente de la poca energía que me quedaba. Lo hice pequeño, tal vez de un metro de largo, y ya había comenzado a levantarlo cuando vi por el rabillo del ojo una forma revoloteando sobre mí. Era Tessa, en pleno salto por los aires. Volvió a gritar y di un respingo antes de acurrucarme en posición fetal tras el escudo al tiempo que otra descarga de luz rasgaba el aire.

La presión me empujó los hombros contra el suelo de cemento. La luz me cegó y el sonido me dejó sordo, limitando mi mundo a un largo tono blanco. Mis pulmones se olvidaron de trabajar durante un par de segundos, pero mis piernas no, y lucharon por ponerme de nuevo en pie.

Acababa de averiguar dónde me encontraba cuando otro resplandor ensordecedor y crepitante impactó en algún lugar cercano y me tiró de nuevo al suelo. Luego un tercero. Traté de mantener el escudo levantado, pero solo veía puntos amarillos y de todas maneras no me quedaba poder para alimentarlo. Era como ir andando y de repente quedarse sin suelo donde pisar, algo que ocurrió literalmente un momento después, cuando me tropecé con un asiento de la grada, me caí un par de filas más abajo y acabé bastante tocado.

Una confusa parte de mí se dio cuenta de que me había equivocado en mis suposiciones. Tessa no estaba intentando eliminarme. Solo intentaba confundirme y desorientarme hasta que llegara el resto de su gente. Aquella misma parte de mí se dio cuenta, incluso con mayor retraso, de que fueron sus palabras las que me incitaron a atacar; dejé a mi corazón ordenar mis decisiones en lugar de jugar mis cartas con inteligencia.

Alguien me quitó el bastón de las manos de un golpe. Eché mano de la pistola, pero acabé golpeado contra el suelo por otra terrible fuerza física. Entonces algo parecido a una barra de hierro se estrelló en mi garganta.

Los puntos de luz comenzaron a desaparecer en el momento justo para que viera a un denario que me resultaba desconocido colocarse encima de mí. Era una estatua andrógina, calva y desnuda con un par de ojos verde obsidiana que brillaban sobre los humanos y brillantes ojos azules. Una segunda criatura metamorfa cubierta de una capa desgreñada de plumas grises de aspecto polvoriento y cuyo rostro era una masa gris de carnosos alambres colgantes mantenía mis muñecas clavadas al suelo.

Tessa estaba de pie a mi lado, escudriñando algo al otro lado de la sala con los ojos entornados.

—No lo asfixies —espetó—. No podrá hablar si pierde el sentido.

La estatua de obsidiana aflojó un poco la presión contra mi cuello.

—Infórmame —dijo Tessa.

—Creemos que el Perro del Infierno se esconde en los baños —surgió una voz de mujer, tensa y áspera.

—¿Creéis?

—Varthiel y Ordiel han caído y McKullen está muerto. Estaban registrando aquella zona. La salida está vigilada. No hay forma de que escape.

—¿Y sus monedas? —preguntó Tessa.

—Recuperadas, mi señora.

—Gracias, Rosanna. ¿Algo que añadir?

—Hemos encontrado a Espinado Namshiel inconsciente y gravemente herido. Había grandes daños en la zona donde cayó.

—Sí. Y aun así sucedió de manera muy silenciosa. Parece que nuestra inteligencia sobre el joven mago desarrapado era errónea.

Alguien, seguramente la Zorra Mantis, me pateó las costillas. Me dolió. No había mucho que pudiera hacer aparte de intentar coger aire.

—Muy bien —dijo Tessa—. Ve con Magog y Deirdre a por el Perro del Infierno. Traedlo vivo. Os concedo los próximos cinco minutos.

—Si, mi señora —dijo Rosanna en su tono áspero. El sonido de algo parecido a unas pezuñas se alejó de allí.

Tessa volvió a aparecer delante de mi vista con su bonito y dulce rostro visible sobre el monstruoso cuerpo. Estaba sonriendo.

—Eres muy batallador, chico. Es adorable. Una característica que a mi marido le gusta para sus reclutas. —Me dio otra patada—. Yo personalmente lo considero infinitamente molesto. Pero estoy dispuesta a jugar limpio, ya que existe la posibilidad de que trabajemos juntos en el futuro te daré la oportunidad de colaborar. Dime dónde está la pequeña.

—Ojalá lo supiera —dije entre jadeos—. Así podría ejercer mi libre albedrío deseándote que te jodieran.

Soltó una risita juguetona y se agachó para retorcerme la nariz rota.

Vale.

Ay.

—Dicen que a un hombre hay que concederle tres oportunidades de decir no —dijo.

—Ahórranos tiempo y aliento a los dos —le rogué—. No, dos veces. Ya van tres.

—Tú mismo —dijo Tessa.

Metió la mano en el bolsillo de mi guardapolvos, sacó mi revólver, lo apuntó a mi cabeza y apretó el gatillo.

Solo tuve tiempo de poner cara de tonto y pensar que algo no iba bien.

El cañón resplandeció.

Se produjo un ruido estruendoso.

Busqué poder para un escudo, pero simplemente no existía, no me quedaba magia.

Entonces tuvo que ser el hechizo de otra persona el que interceptó la trayectoria de la bala y la rebotó hacia la cosa de las plumas desaliñadas que me agarraba los brazos.

El estómago me dio un vuelco al darme cuenta de lo que estaba sucediendo.

Ivy estuvo allí todo el tiempo, sentada tranquilamente en las gradas, resguardada de todo lo que ocurría tras un velo mágico. Ahora estaba de pie, tal vez a unos tres o cuatro metros de mí, una simple niña pequeña con una expresión solemne en el rostro. Sin embargo, sus ojos y sus mejillas resplandecían a causa de las lágrimas.

—Apartaos de él —dijo en voz baja—. Todos vosotros. No permitiré que le hagáis daño.

No había extendido mis pensamientos más allá de Kincaid. De entre todas las personas que se relacionaban con el Archivo, yo había sido una de las únicas en mostrar interés por ella como algo distinto a una mera fuente de conocimiento. Hablaba con ella a menudo solo para preguntarle cómo estaba. Incluso le puse un nombre de verdad. Era tan triste como cierto que yo era lo más cercano que aquella chica tenía a un amigo.

Tampoco permitiría que a mí me pasara nada.

Acababa de entregársela a los denarios.

Tessa echó la cabeza hacia atrás y emitió un grito largo y triunfal.