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La gente empezó a gritar.

Eché mano del amuleto colgado de mi cuello y lo extendí hacia adelante al mismo tiempo que con un esfuerzo de voluntad invocaba luz en mitad de la oscuridad.

Y no sucedió nada.

Si hubiera luz, me habría quedado mirando el amuleto con incredulidad. No podía creerme que no funcionara. Agité el colgante, lo maldije y lo volví a levantar, forzando más voluntad hacia el amuleto.

Unas cuantas chispas blancas y azules parpadearon un momento. Y eso fue todo.

Ratón soltó un gruñido más alto, el que hace solo cuando ha identificado una amenaza real, cercana. Mi corazón dio un brinco tan grande que me rebotó en el cielo de la boca.

—¡No puedo invocar luz! —dije en un tono de voz alto y agudo.

Una cremallera rasgó la oscuridad a mi lado, acero tocó acero y acto seguido sonó algo parecido al leve tañido de una campana.

—Padre —murmuró Michael con suavidad—. Necesitamos tu ayuda.

Una luz blanca surgió de la espada.

Una docena de cosas que nos acechaban a apenas tres o cuatro metros comenzaron a gritar.

Nunca había visto unos bichos semejantes. Medían tal vez metro y medio, sin embargo eran rechonchos, gruesos, y sus músculos tenían un aspecto parecido a la goma. Guardaban un gran parecido con los babuinos, tal vez se les podría encuadrar en algún lugar entre un cuadrúpedo puro y un bípedo. Se caracterizaban por sus maliciosas garras, la larga cola y los fibrosos y anchos hombros. Algunos de ellos portaban diversas armas de aspecto primitivo: garrotes, palos o hachas y cuchillos de hoja de piedra. La apariencia de sus cabezas era simiesca, esquelética, y una piel negra se adhería tensa contra los músculos y huesos. La dentadura de aquellos seres era muy fea, parecida a la de un tiburón, tan desproporcionada que se apreciaba bien dónde cortaba sus propios labios y...

Y no tenían ojos. En el lugar que debían ocupar no había más que piel hundida y vacía.

Gritaron de agonía cuando la luz de la espada de Michael cayó sobre ellos, tambaleándose hacia atrás como si les hubiera quemado una súbita llama; si el repentino y humeante hedor que embriagó el aire era un indicativo, así fue.

—¡Harry! —gritó Michael.

Conocía aquel tono de voz. Me agaché tanto y tan rápido como pude y logré apartarme por poco del camino de Amoracchius. La espada rebanó el espacio donde acababa de estar mi cabeza... y alcanzó a la forma saltarina de una de las criaturas, que a punto había estado de aterrizar sobre mi espalda.

En su lugar, cayó lejos de mí y acabó retorciéndose en el suelo. Su sangre estalló en un incendiario tono azul y blanco nada más salir a borbotones de la herida.

Levanté la cabeza para fijarme en la espada Amoracchius. La sangre hervía en la hoja igual que la grasa sobre una sartén caliente.

Hierro.

Aquellas cosas eran hadas.

Nunca las había visto cara a cara antes, pero había leído descripciones sobre ellas, hace poco de hecho, cuando estuve empollándome mis libros para averiguar la identidad de los broncos. Teniendo en cuenta que aquellas bestias eran hadas, solo podía tratarse de...

—¡Duendes! —le grité a Michael al tiempo que sacaba el arma del bolsillo de mi abrigo—. ¡Son duendes!

Después de decir aquello, no me quedó más tiempo para hablar. Un par de los duendes que pululaban a nuestro alrededor se habían recuperado de la sorpresa causada por la repentina exposición a la luz y se lanzaron hacia delante. Ratón soltó su grave rugido de batalla y chocó con uno de ellos en el aire. Ambos cayeron entre una maraña de miembros retorcidos y dientes brillantes.

El siguiente duende sorteó sus cuerpos para saltar hacia mí portando un cuchillo de piedra en su mano nudosa. Me eché a un lado del arco de su salto y le di un latigazo con el cañón del pesado revólver. El acero impactó en el rostro sin ojos del duende, rasgando carne y destrozando dientes. El duende gritó de dolor mientras caía aplastando a otro de sus compañeros.

—¡In nomine Dei! —gritó Michael. Sentí que sus omóplatos chocaban con los míos y la luz de la gran espada se balanceaba y resplandecía. Acto seguido se oyó otro grito procedente de la garganta de un duende.

El duende que luchaba con Ratón arrojó al enorme perro al suelo y se puso encima de él, mostrando sus colmillos.

Di un paso hacia ellos y le incrusté el revólver en la cara.

—¡Apártate de mi perro! —grité antes de apretar el gatillo. No estaba seguro de qué le hacía más daño al duende, las balas o el silencioso destello de luz de las descargas. De cualquier forma, retrocedió con tal fuerza que se apartó completamente de Ratón, el cual recuperó la verticalidad con ganas todavía de pelea. Lo agarré por el collar y lo arrastré hacia atrás hasta que sentí a Michael de nuevo a mis espaldas.

Los duendes se retiraron a las sombras, pero todavía podía oírles a nuestro alrededor. Teniendo en cuenta la potencia del resplandor de la espada de Michael, en teoría debería ser capaz de ver el techo hasta una buena altura, sin embargo la luz solo iluminaba unos siete metros. Era suficiente para impedir que los duendes se lanzaran sobre nosotros de un solo salto, pero no para mucho más.

Aún podía oír gritos aislados en el interior de la estación. Oí una pistola de calibre más pequeño que mi 44. Parecían disparos rápidos causados por el pánico. Era presumible que el autor disparaba a ciegas en la oscuridad. Demonios, aquello se iba a convertir en un verdadero desastre si no hacía algo rápido.

—Tenemos que salir del espacio abierto —le dije a Michael, pensando en voz alta—. Michael, vamos al mostrador de los billetes.

—¿Me despejas el camino? —me pidió mi amigo—. Yo puedo cubrirte.

—No veo una mierda —le dije—. Hay otras personas rondando por aquí. Si me pongo a lanzar mi poder a diestro y siniestro puedo matar a alguien.

—Entonces quédate cerca —dijo Michael. Se movió adoptando una pose amenazante, con la espada en alto sobre la cabeza, listo para dar un mandoble a cualquier cosa lo bastante estúpida para saltarle encima. Pasamos junto a dos duendes muertos, cubiertos de llamas azules que casi no emitían luz pero consumían los cuerpos con una rapidez voraz. Escuché unas garras arañando el suelo y solté un grito mudo.

Michael pivotó suavemente cuando un duende armado con un par de hachas de piedra se precipitó hacia la luz de la espada sagrada. El hada oscura le arrojó a Michael una de las hachas. Mi amigo la apartó a un lado con un movimiento despectivo de su espada y le propinó un mandoble horizontal al duende que hizo añicos la segunda hacha y le abrió el torso hasta la torcida columna vertebral. El duende cayó, escupiendo fuego, y Michael pateó su cuerpo de vuelta hacia sus compañeros, dispersándolos durante un momento y haciéndonos ganar otros siete metros.

—Bien —le dije, manteniéndome cerca, tratando de controlar las sombras que se revolvían a nuestro alrededor—. ¿Has estado haciendo ejercicio? Tienes buen aspecto.

Los dientes de Michael brillaron en una rápida sonrisa.

—Tal vez hablar les dé a estas criaturas una buena forma de... — Se interrumpió al tiempo que Amoracchius resplandeció delante de mi cara, desviando un cuchillo de piedra que giraba en el aire hacia mí—. Saber dónde estamos —continuó.

Yo y mi bocaza. La cerré el resto del camino hacia el mostrador de venta de billetes.

Guié a Michael para que lo rodeara pero tropezó con la forma de un hombre herido vestido de traje. El tipo dejó escapar un grito ahogado de dolor y se aferró a la tela ensangrentada de su pantalón. Un fragmento roto de una hoja de piedra sobresalía aún de la pierna del hombre.

—Harry —dijo Michael—. No pares de moverte. Se están reagrupando para atacar.

—Está bien —convine. Me arrodillé junto al hombre de negocios herido y le dije—: Vamos, amigo, este no es lugar para sentarse. —Lo agarré por debajo de los brazos y comencé a dar marcha atrás por el mostrador—. Hay una puerta aquí atrás en alguna parte, lleva a la zona trasera.

—Perfecto —dijo Michael—. Puedo aguantar el tiempo que necesites.

El hombre herido intentó ayudarme, pero lo único que conseguía era que me fuera más difícil moverle. Emitía continuos sonidos de terror y dolor. Me alegré de tener la barrera del mostrador entre nosotros y los entrometidos duendes. No me interesaba averiguar qué se sentía al ser golpeado por una afilada hacha de piedra.

Llegamos a la puerta trasera del mostrador de venta de billetes, que estaba cerrada. Sacudí el picaporte, pero al parecer estaba cerrada con llave. No tenía tiempo para tonterías. Levanté la mano derecha y me centré en uno de los anillos de energía que llevaba en ella, una banda formada por tres anillos trenzados en cada dedo. Los anillos almacenaban un poco de energía cada vez que movía el brazo y me permitían arrojarla contra un único punto cuando quería.

Levanté la mano con el puño cerrado para dirigir mi voluntad hacia la puerta, centrando la energía de los anillos en una zona lo más pequeña posible. No los había diseñado para realizar tal tarea, su función primordial era apartar de mí a seres que tuvieran la intención de arrancarme la cara. No obstante, no disponía de mucho tiempo para preparar algo más limpio.

Así que precisé lo mejor que pude y activé el anillo para arrancar el pomo, la cerradura y la placa en la que las dos cosas se ensamblaban a la puerta. Todo ello salió disparado hacia la habitación al otro lado.

Sin el impedimento de los molestos accesorios metálicos de seguridad, la puerta se abrió hacia adentro.

—¡Vamos! —le dije a Michael, agarrando de nuevo al herido—. Ratón, ve delante.

Mi perro entró por la puerta, se agachó y sacó los dientes. No le pisé la cola por poco cuando entré detrás de él. Michael tropezaba constantemente con la pierna ensangrentada del hombre herido.

Cuando la luz de Amoracchius iluminó la habitación en la que entramos, reveló la presencia de la agobiada encargada de servicio al cliente que habíamos visto pocos minutos antes. Estaba arrodillada en el suelo, crucifijo en mano, con la cabeza gacha mientras rezaba frenética una oración. En cuanto la luz cayó sobre ella comenzó a parpadear y miró hacia arriba. El fuego blanco de la santa espada pintó de plata el rastro de lágrimas de su cara mientras abría la boca con una expresión de sorpresa y aturdida alegría. Miró su crucifijo y luego dirigió su mirada de nuevo a Michael.

Michael echó un rápido vistazo por la habitación, le sonrió a la mujer y dijo:

—Por supuesto que Él está ahí. Por supuesto que Él te escucha. —Hizo una pausa y añadió—: Claro que no siempre responde tan rápido como ahora.

Había otras personas en la habitación, los clientes a los que había estado tratando de encontrarles una habitación de hotel. Cuando la oscuridad y el miedo lo invadieron todo, la mujer consiguió de alguna manera mantenerlos juntos y conducirlos a la habitación. Hacer una cosa así requería de muchos más redaños de los que demostraba la mayoría de la gente. Me di cuenta también de que había permanecido todo el tiempo de rodillas entre los clientes y la puerta. Me gustaba aquella mujer.

—Carol —le dije lo bastante alto como para hacerle apartar la mirada de Michael, que ahora estaba clavado en la puerta, espada sagrada en mano—. Carol, necesito que me eche una mano con esto.

Parpadeó, asintió con la cabeza y se levantó bruscamente. Me ayudó a arrastrar al hombre herido hacia donde estaban sentados los otros, contra la pared.

—¿Cómo... cómo sabes mi nombre? —tartamudeó—. ¿Es que so... sois ángeles?

Suspiré y toqué con una uña la etiqueta que llevaba puesta con su nombre.

—Yo seguro que no —le dije. Señalé a Michael con la cabeza—. Aunque este es lo más cercano a uno que va a ver nunca.

—No seas ridículo, Harry —dijo Michael—. Solo soy un... —Dejó de hablar y se agachó. Algo sólido pasó zumbando junto a él e hizo un agujero del tamaño de mi cabeza en los paneles de yeso sobre nosotros. Se desprendieron pedazos enteros de polvo blanco y la gente gritó, asustada.

Michael cerró la puerta de golpe pero, como es lógico, sin los molestos accesorios metálicos de seguridad se volvió a abrir. La cerró de nuevo y apoyó un hombro contra ella, jadeando. Algo impactó en la puerta con un golpe sordo. Luego silencio.

Le rompí la pernera del pantalón por las costuras al hombre herido. El cuchillo le había entrado por la pantorrilla y esta era un caos sangriento, pero podría haber sido peor.

—Déjela dentro —le dije a Carol—, y asegúrese de que se queda quieto. Está cerca de algunas venas grandes, no quiero abrírselas al tratar de extraerlo. Quédese cerca de él e impídale que se lo intente sacar, ¿vale?

—Yo... Sí, muy bien —dijo Carol. Parpadeó varias veces—. No entiendo lo que está pasando.

—Yo tampoco —le respondí. Me levanté y me coloqué junto a Michael.

—Esas cosas son bastante más fuertes que yo —dijo en un tono bajo que la gente detrás de nosotros no podía oír—. Si se lanzan contra la puerta no voy a ser capaz de mantenerla cerrada.

—No estoy seguro de que vayan a hacer eso —le dije.

—Pero es donde tú estás.

—No creo que vayan a por mí —le dije—. Si fuera así, no perseguirían a nadie más.

Michael frunció el ceño.

—Dijiste que eran hadas.

—Lo son —afirmé—. Pero no creo que esto sea un ataque contra mí. Son demasiados para eso. Es un asalto en toda regla.

Michael hizo una mueca.

—Entonces hay gente en peligro. Necesitan de nuestra ayuda.

—Y vamos a dársela —le dije—. Escucha, los duendes no soportan la luz. Cualquier tipo de luz. Les quema y puede matarles. Es por eso que invocaron myrk antes de entrar.

—¿Myrk?

—Es materia del Más Allá. Imagina un filtro de papel de celofán, solo que en lugar de estar alrededor de una luz se propaga por el aire. Por eso no podíamos ver la luz de mi amuleto y por eso el fogonazo de la pistola era tan tenue. Y así es como vamos a eliminarlos.

—Deshaciéndonos del myrk —dijo Michael, asintiendo.

—Exactamente —le dije. Me pasé los dedos por el pelo y empecé a hurgar en mis bolsillos para ver lo que llevaba encima. No mucho. Guardo una pequeña colección de equipo mágico en los voluminosos bolsillos del guardapolvos, pero los bolsillos de mi abrigo de invierno no contenían nada más que un trozo de tiza, dos sobres de kétchup de Burger King y un Tic Tac peludo recubierto de pelusa—. Está bien —dije—. Déjame pensar un minuto.

Algo golpeó el otro lado de la puerta y las botas de Michael se deslizaron cincuenta centímetros largos por el suelo. Una garra apareció en la apertura, albergando malas intenciones hacia mí. Me aparté de su camino, pero la manga de mi abrigo no. La garra del duende hizo tres rasgaduras alineadas en el tejido.

Michael levantó Amoracchius en una mano y dirigió su ardiente longitud a través de la resistente puerta. El duende gritó y se apartó. Michael cerró la puerta de nuevo y sacó el arma incrustada. La hoja sagrada estaba manchada de sangre oscura.

—No pretendo meterte prisa —dijo con calma—, pero no creo que dispongamos de un minuto.