8

Una presuntuosa furgoneta de grandes ejes e ínfulas militares hizo crujir la calzada de la calle cubierta de nieve y se detuvo en el exterior de la pequeña tienda de comestibles. Sus luces brillaron a través de las puertas. Escudriñé el vehículo. Pasado un minuto, el claxon del Hummer sonó dando dos bocinazos cortos.

—Vaya, tienes que estar de broma —murmuré. Salí cojeando por la puerta y me acerqué a la camioneta, que se fundía a la perfección con el fondo, el paisaje en primer plano y la mayor parte del aire.

La ventanilla del lado del conductor descendió y reveló a un joven al que los padres de cualquier jovencita adolescente dispararían sin previo aviso. Su piel era pálida y los ojos de un gris profundo. El cabello oscuro, ligeramente rizado, era lo bastante largo para declarar una rebelión casual y estaba alborotado con una descuidada perfección. Llevaba una chaqueta de cuero negro y una camisa blanca, ambas más caras que cualquiera de los dos muebles de mi apartamento. En marcado contraste con aquellas dos prendas, bajo el cuello de la chaqueta lucía una bufanda de grueso hilo blanco tejida por una mano inexperta. Estaba mirando al frente, de tal modo que solo le podía ver de perfil, pero estaba seguro de que el otro lado de su cara también sonreía.

—Thomas —saludé—. Un hombre peor que yo te odiaría.

Volvió a sonreír.

—¿Hay alguien peor que tú? —Puso los ojos en blanco al decir el pronombre para restarle expresividad a su rostro y adoptó una mueca de absoluta neutralidad. Permaneció así unos segundos—. Oh, noche vacía, Harry. Pareces...

—¿Un camino lleno de baches?

Se forzó a sonreír, pero apenas lo consiguió.

—Iba a decir un mapache.

—Vaya. Gracias.

—Entra.

Cogió el metro para llegar al otro lado del Hummer y quitarle el seguro a la puerta del acompañante. Yo acabé por llegar también y de camino noté todos los pequeños dolores de mi cuerpo, especialmente el pulsante resquemor en la nariz rota. Tiré el bastón en la parte de atrás del tanque, casi esperando oír el retumbar del eco cuando aterrizara. Entré, cerré la puerta y me abroché el cinturón de seguridad al tiempo que Thomas ponía el vehículo en movimiento. Miró con cuidado la nieve, seguramente en busca de algún utilitario de pacotilla que pudiera aplastar para divertirse.

—Eso tiene que doler —dijo pasado un momento.

—Solo cuando respiro —dije irritado—. ¿Por qué has tardado tanto?

—Bueno, ya sabes lo que me gusta que me llamen en mitad de la noche para conducir entre la nieve y el hielo y hacer de chófer de investigadores cascarrabias de medio pelo. Tanta excitación me demoró un poco.

Solté un gruñido que cualquiera que me conociera tomaría como una disculpa por mi parte.

Thomas la aceptó.

—¿Qué pasa?

Se lo conté.

Thomas es mi medio hermano, mi única familia. Se lo puedo contar todo.

Me escuchó.

—Y entonces —concluí—. Me monté en una furgoneta monstruosa.

La boca de Thomas se torció en una rápida sonrisa.

—Es de macho, ¿verdad?

Escudriñé el interior de la furgoneta.

—¿Las series de la tele comienzan una hora después en el asiento trasero que aquí delante?

—¿Qué más da? —dijo Thomas—. Tiene TiVo.

—Bien —dije—. Es posible que pase un tiempo antes de que regreses a tu programación regular.

Thomas soltó un suspiro teatral.

—¿Por qué yo?

—Porque si quiero encontrar a Marcone, el mejor lugar para empezar es con su gente. Si se sabe que ha desaparecido, ni que decir tiene cómo reaccionarían algunos cuando me vieran aparecer metiendo la nariz. Así que tú me cubrirás las espaldas.

—¿Y si no quiero cubrirte nada?

—Te aguantas —dije enérgico—. Eres de la familia.

—Me has pillado —admitió—. Pero me pregunto si has pensado bien en esto.

—Intento que pensar sea un proceso evolutivo.

Thomas sacudió la cabeza.

—Mira, sabes que nunca te digo lo que tienes que hacer.

—Excepto esta noche, por lo que parece —anoté.

—Marcone es un hombre adulto —dijo Thomas—. Firmó los Acuerdos por su propia voluntad. Sabía muy bien en lo que se estaba metiendo.

—¿Y? —dije.

—Y ahí afuera es una jungla —dijo Thomas. Entornó los ojos ante la densa capa de nieve—. Metafóricamente hablando.

Gruñí.

—¿Pretendes decir que si él solito se hizo la cama, yo debería dejarlo a su suerte?

—Algo así —dijo Thomas—. Y no te olvides de que Murphy y la policía no van a saltar de felicidad con la campaña de «Salvad al mafioso».

—Lo sé —dije—, y me encantaría hacerme a un lado y ver lo que ocurre. Pero ya no se trata de Marcone.

—¿Entonces de qué?

—De que Mab me despellejará vivo si no le doy lo que quiere.

—Vamos, Harry —dijo Thomas—. No creerás de verdad que la motivación y los planes de Mab son tan directos y sencillos. —Ajustó la configuración del limpiaparabrisas del Hummer—. Quiere a Marcone por una razón. Puede que no le estés haciendo ningún favor si lo salvas en nombre de Mab.

Fruncí el ceño.

Levantó una mano y fue sacando dedos.

—Y eso asumiendo que: uno, esté vivo ahora mismo. Dos, puedas encontrarle. Tres, puedas sacarle con vida. Y cuatro, que la oposición no te deje tullido o te mate.

—¿Adónde quieres llegar? —le pregunté.

—Estás jugando contra una baraja marcada y no tienes ni idea de si Mab va a estar allí para cubrir tu apuesta cuando los malos empiecen a jugar. —Sacudió la cabeza—. Lo más inteligente sería que te fueras de la ciudad. Márchate a un lugar templado unas cuantas semanas.

—Mab podría tomárselo como algo personal —dije.

—Mab es una mujer de negocios —dijo Thomas—. Horripilante y extraña pero también fría, calculadora. Mientras sigas siendo para ella un recluta potencial, dudo que decida depreciar tu valor prematuramente.

—Depreciar. Me gusta. Puede que tengas razón, a no ser que, volviendo a la metáfora original, Mab no juegue con la baraja completa. De las pruebas de años anteriores parece inferirse tal hecho con creciente frecuencia. —Señalé el exterior de la ventanilla con la cabeza—. Y me da la sensación de que hubiera tenido incluso más problemas con los broncos que me he topado hasta el momento si no estuviéramos en mitad de un maldito temporal. Si me largo a Miami o un sitio cálido, me estaré exponiendo igualmente a los agentes de Verano, que también planean mi muerte.

Thomas hizo una mueca y no dijo nada.

—Podría correr, pero no esconderme —continué—. Mejor afrontarlo aquí, en mi campo, mientras estoy relativamente descansado. —Solté un enorme y auténtico bostezo—. En lugar de esperar a que los matones de las hadas de una Corte u otra me... deprecien por sorpresa tras llevar huyendo varias semanas.

—¿Qué pasa con el Consejo? —preguntó Thomas—. Llevas con la capa gris... ¿cuánto tiempo ya? Y has luchado por ellos... ¿cuántas veces?

Sacudí la cabeza.

—Ahora mismo el Consejo está a tope. Puede que no estemos batallando en este momento con la Corte Roja, pero el Consejo y los centinelas tienen años de trabajo que recuperar. —Apreté la mandíbula—. Han aparecido muchos hechiceros en los últimos tiempos. Los centinelas trabajan horas extra para controlarlos.

—Querrás decir matarlos —dijo Thomas.

—Eso quiero decir. La mayoría son adolescentes, tío. —Sacudí la cabeza—. Luccio sabe mis sentimientos al respecto. Se niega a asignarme casos así. Lo que significa que otros centinelas han de tomar el testigo. No voy a aumentar su carga de trabajo metiéndoles en este lío.

—No parece importarte cargarme a mí con el muerto —anotó Thomas.

Solté un bufido nasal.

—Eso es porque a ellos les respeto.

—Mientras ambos lo tengamos claro...

Pasamos junto a una máquina quitanieves municipal. Se había hundido en un profundo montón de nieve y parecía una especie de bestia metálica de la Edad del Hielo atrapada en un pozo de brea. La observé divertido mientras la furgoneta de Thomas transcurría lentamente a su lado.

—Por cierto —preguntó—. ¿Adónde quieres ir?

—Lo primero es lo primero —dije—. Necesito comida.

—Necesitas dormir.

—Tic tac. La comida valdrá de momento —apunté. Ahí, un IHOP.

Giró la gran furgoneta.

—¿Luego qué?

—Le haré unas cuantas preguntas impertinentes a alguna gente —dije—. Con suerte, recibiré varias respuestas pertinentes.

—Suponiendo que nadie te mate mientras se las haces.

—Por eso llevo a mi propio guardaespaldas vampiro.

Thomas aparcó ocupando tres espacios del diminuto aparcamiento de una franquicia IHOP.

—Me gusta la bufanda —dije. Me acerqué e inspiré por la nariz como pude. Dolía, pero detecté un vago aroma a vainilla y fresas—. ¿Te la ha hecho ella?

Thomas asintió sin decir nada. Acarició la suave y simple prenda con los dedos, enfundados en un guante de cuero. Parecía soportar su tristeza en silencio. Me sentí mal por mencionar a Justine, la amante perdida de mi hermano. Entonces entendí por qué llevaba guantes: si ella le había hecho la bufanda especialmente para él, como muestra de amor, no se atrevería a tocarla con su propia piel. Le abrasaría como una sartén caliente. Así que la conservaba lo bastante cerca para poder olerla, pero no se atrevía a dejar que le rozara.

Cada vez que pienso que mi vida amorosa es una tierra baldía, me fijo en mi hermano y compruebo que puede ser mucho peor.

Thomas sacudió la cabeza, apagó el motor y nos quedamos sentados un momento en silencio.

Entonces oí una profunda voz masculina procedente del exterior de la furgoneta.

—No os mováis ninguno de los dos. —Se produjo el característico clic clac de una escopeta recortada—. U os mataré.