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Michael había hecho planes. Llevaba una docena de bolsas de calor químico de las que usan los cazadores para los puños de sus abrigos. Nos las pasó y nos las metimos en los calcetines al llegar a la orilla. De otra manera, no sé si hubiéramos conseguido subir la colina con tanta nieve, desde luego no con los pantalones empapados hasta las rodillas.

Rosanna, por supuesto, no tenía ningún problema con el tiempo. Con las alas envueltas a su alrededor como una capa, la forma demoniaca que ostentaba parecía inmune al frío. Sus pezuñas se desplazaban por la congelada y pedregosa falda de la colina con la habilidad de una cabra montañesa y su cola acabada en punta se meneaba dramáticamente cuando caminaba. Sanya iba detrás de ella, luego yo mismo y Michael cerraba la comitiva. No era un camino largo, pero contaba con demasiados elementos desagradables. La pequeña ciudad perteneció a una compañía y fue construida alrededor de una vieja fábrica de conservas que ahora se caía a pedazos al final de la ruinosa calle principal.

A mitad de la colina nos encontramos con un camino que resultaba obvio que había sido usado en los últimos días. Alguien lo había mantenido libre de nieve para dejar al descubierto un camino esculpido en la roca de la ladera con escalones de piedra que conducían hasta la cumbre y todo. Mientras subíamos por las escaleras, la forma de la parte superior de la colina se iba revelando a medida que la luz de la gran hoguera junto a ella la iluminaba más de cerca.

—Un faro —murmuré—. O lo que queda de él.

En su tiempo pudo haber sido una torre de unos veinte metros, pero se quebró tal vez a unos siete metros de altura, como si hubiera sido golpeada por la mano de un gigante. Varios faros salpicaban las costas e islas de los Grandes Lagos y, al igual que todas las estructuras semejantes, acumulaban más historias extrañas de las que les correspondían. Yo no había oído ninguna historia acerca de aquel, pero al contemplar las toscas piedras grises me dio la impresión de que podría haber tenido algo que ver con el hecho de que para que las historias extrañas se propagasen, alguien tenía que sobrevivir a un encuentro con oscuras entidades e iniciar el relato.

Al caminar por aquel lugar aterrador me daba la impresión de que no solo se trataba de un terreno maldito, sino que lo estaba a conciencia. Era el tipo de lugar que nunca ha inclinado la cabeza ante el avance del progreso, la civilización, la ciencia y la razón, que no sentía mayor aprecio por los hijos del intelecto humano que por sus progenitores. La isla parecía casi viva, consciente de mi presencia en un sentido que no podía realmente definir tangiblemente; consciente de ella y resentida y hostil por el hecho de que me encontrara allí.

No obstante, aquello no era lo extraño.

Lo más espeluznante era que me resultaba familiar.

Subiendo los escalones de piedra, mis piernas se instalaron en un constante patrón de movimiento, como si ya hubieran transcurrido por aquel camino miles de veces. Me desvié ligeramente en un escalón, sin ninguna razón aparente, para acto seguido oír a Michael, detrás de mí, seguir caminando en línea recta y tropezarse cuando la piedra que pisaba se movió debajo de su pie. Me sorprendí haciendo una silenciosa cuenta atrás cuyo final coincidió con el último escalón para llegar a la cima de la colina.

Además sabía, incluso antes de haberlo visto, que un lado del antiguo faro no tenía pared, revelando un interior tan ahuecado y vacío como el cañón de un fusil. Sabía que la pequeña casa de piedra construida contra la base de la torre continuaba razonablemente intacta, aunque alrededor de la mitad de las tejas de pizarra del techo se habían derrumbado hacia adentro y necesitaban ser reparadas. Sabía que la habían construido con las piedras de los escombros del faro. Sabía que la puerta de entrada hacía ruido al abrirla y que la puerta trasera, que no se veía desde mi posición, se hinchaba en los días de lluvia y se quedaba encajada en el marco, al igual que la puerta de... de mi casa.

También sabía que, por jodidamente extraño que me resultara todo aquello, no podía permitirme el lujo de pararme a considerarlo.

Nicodemus y compañía nos estaban esperando.

La lluvia en forma de aguanieve comenzaba a cubrirlo todo de una delgada capa de hielo, pero la hoguera encendida delante del muro derrumbado de la torre era lo bastante grande como para no verse afectada. Las llamas crepitaban elevándose tres o cuatro metros en el aire, ardiendo con una misteriosa luz violácea. El hielo que lo invadía todo creaba la ilusión de una neblina púrpura que se aferraba a cualquier cosa inanimada.

Junto a la hoguera habían apilado montones de piedras para formar algo que se asemejaba al trono de un antiguo rey pagano. Nicodemus, por supuesto, estaba sentado sobre ellas. Tessa estaba de pie a su derecha, con aspecto totalmente humano por primera vez desde nuestro primer encuentro. Era una chica menuda que apenas parecía lo bastante mayor para tener carnet de conducir. Llevaba puesto algo negro y ceñido a la piel. Deirdre se situaba de rodillas a los pies de Nicodemus. Teniendo delante a los tres juntos logré distinguir en la hija la mezcla de los rasgos de sus padres, sobre todo alrededor de los ojos. En ellos Deirdre evidenciaba la calculadora frialdad de Nicodemus y el egoísmo despiadado de Tessa.

La simiesca y enorme figura de Magog estaba agachada en la base de la pila de piedras. Sus ojos sombríos ardían por la sed de sangre. El denario espinoso al que le había dado una paliza con la mano plateada yacía recostado en el suelo, junto a Magog, con el rostro contraído por el odio y retorciendo y apretando los dedos de una mano, si bien su cuerpo mutilado estaba totalmente inmóvil.

Un entusiasmo repentino me aceleró el corazón. Seguían siendo seis. Todavía no habían convencido a Ivy.

Alcé una mano y nos detuvimos al tiempo que Rosanna subía con brío los escalones para arrodillarse a la derecha de Tessa.

—Uau —dije arrastrando las palabras—. Vaya cuadro. ¿Habéis venido a hacer negocios u os habéis perdido de camino a las audiciones de La familia Addams?

—Hombres armados en la casa —murmuró Sanya por lo bajo.

—Bestias en las sombras detrás de la torre —susurró Michael.

Evité mirar. Si mis amigos decían que había tipos malos allí, es que así era, fin de la historia.

—Buenas noches, Dresden —dijo Nicodemus—. ¿Has traído la mercancía?

Hice sonar el saquito de Royal Crown y toqué con la cabeza la empuñadura de la espada de Shiro que me pendía del hombro.

—Sí, pero eso ya lo sabías, si no Rosie no nos hubiese traído hasta aquí. Dejémonos de formalidades. Muéstrame a la niña.

—Por supuesto —dijo Nicodemus. Hizo un gesto con una mano y las sombras, o su sombra, diría yo, se retiraron de repente del interior de la ruinosa torre del faro.

El espacio estaba lleno de la luz roja proveniente de los sigilos y glifos del círculo más grande y elaborado que jamás había visto, y eso que una vez vi uno hecho de plata, oro y piedras preciosas. Aquel incorporaba todo aquello y además piezas de arte, grotescas en su mayoría; sonido, surcando el aire con las ondas suaves y constantes de varios diapasones en posición vertical y campanas tubulares; y luz, enfocada a través de prismas y cristales, refractada en decenas de colores que se separaban y se doblaban para crear formas perfectamente geométricas en el aire alrededor del círculo.

Ivy estaba atrapada dentro.

He presenciado abusos bastante extremos, pero nunca resulta fácil ver otro más. La gente de Nick había usado la mayoría de los procedimientos clásicos para derribar las defensas de una persona, agregando además otros nuevos que no estaban al alcance de la gente normal. Para empezar le habían quitado la ropa a Ivy, algo que con aquel clima bordeaba el sadismo a múltiples niveles. Le habían afeitado la cabeza hasta dejarla calva, excepto por un par de tristes y desiguales mechones dorados. Estaba acurrucada en posición fetal y flotaba en el aire, girando lentamente al aparente azar. Tenía los ojos cerrados con fuerza y el rostro pálido por la desorientación y estaba aterrada.

En el exterior del círculo ataron a varias de aquellas espantosas bestias de caza, criaturas sin pelo que no se parecían a ningún ser del reino animal, si bien se podrían encuadrar en algún espacio intermedio entre una enorme pantera y un lobo. Parecían hambrientas y no le quitaban ojo a la carne levitando ante ellas. Una rugió y se lanzó hacia delante hasta topar con el límite de su cadena, en un vano esfuerzo por atrapar entre sus garras a la vulnerable niña. Era imposible que la tocara, sin embargo Ivy dio un respingo y soltó un gemido ahogado.

Cuando giraba en el aire, sin duda una venganza deliberada por lo que le hizo a Magog en el acuario, docenas de pequeños arañazos y cardenales se hacían visibles, el resultado de una pequeña colección de mezquindades que para una niña que nunca había experimentado un dolor real en sus carnes eran dignas de la peor de sus pesadillas. Todo aquello (el dolor, la indefensión y la indignidad de la situación) resultaba más horrendo y terrible para Ivy por el hecho de ser una novedad en su vida. Aunque suelo asegurar que el dolor forma parte de la condición humana, cuando se le inflige a los niños me vuelvo un hipócrita.

Algunas cosas simplemente no deberían suceder.

—Ahí, ¿la ves? —dijo el señor de los denarios—. Sana y salva, como acordamos.

Me volví hacia Nicodemus, que estaba a diez segundos de que le patearan el culo. Sin embargo capté un vago brillo de algo parecido a satisfacción en sus ojos que provocó que mis reflejos listos para el combate se enfriaran casi de inmediato.

El maltrato que le habían dispensado a Ivy no solo tenía como fin predisponerla a la manipulación.

También servía para manipularme a mí. No era tan difícil entender el porqué. Después de todo, ya me había visto antes en una situación muy parecida.

Para los denarios no era bastaba con conseguir la espada. No podían romper, aplastar ni fundir Fidelacchius, de igual modo que la Iglesia no podía aplastar o fundir las treinta monedas de plata. El poder de la espada no era meramente físico y, mientras fuera blandida por gente de corazón e intenciones puras, haría falta algo más que fuerza física para desbaratarlo.

Por supuesto, si por poner un ejemplo le dabas la espada a, qué sé yo, un mago conocido por coquetear con las sombras de vez en cuando, tener mal carácter, perder los papeles ocasionalmente y tal vez quemar un edificio o dos cuando se enfadaba, aquello cambiaba por completo la situación. Exponle a una situación intensa, dale una muy buena razón para estar enfadado, procura que tenga a mano una poderosa arma mágica y entonces es posible que la coja y la utilice por pura rabia, a pesar de que su motivación para actuar no sería del todo pura. Al fin y al cabo había venido en paz para ofrecer la espada como sacrificio a cambio de una niña. Si blandía el arma y atacaba a Nicodemus y compañía, yo, su legítimo portador, usaría Fidelacchius, la Espada de la Fe, en un acto de perfidia.

Una vez lo hiciera, la Espada sería solo una espada, un mero objeto de acero y madera. Una vez lo hiciera, Nicodemus y su pequeña familia de locos podría destruir el arma. Para deshabilitar el poder del arma, necesitaban a alguien que realizara la elección errónea, del mismo modo que el portador de una moneda debía tomar la decisión de devolverla para liberarse del caído en su interior. Necesitaban a alguien que poseyera derechos sobre la espada y tuviera la capacidad de decidir abusar de ellos.

Ya cometí el mismo error una vez, una noche de tormenta parecida a esta, cuando Michael me pidió que llevara Amoracchius en su lugar. Usé la Espada del Amor para salvar mi culo de las consecuencias de mis propias malas decisiones y casi logré que la destruyeran. Es lo que hubiera sucedido de no ser por la intervención de mi hermano, si bien por aquel entonces yo desconocía nuestro parentesco. Thomas no. Ya cuidaba de su hermanito pequeño incluso entonces.

No me malinterpreten, a veces puedo ser bastante descerebrado, en especial cuando hay una mujer involucrada. Sin embargo no era tan estúpido como para cometer dos veces un error tan garrafal.

Pero...

Nicodemus no sabía que ya lo había cometido una vez, ¿verdad?

De acuerdo, me conocía muy bien. Sabía que sus acciones habían despertado mi ira, sabía cómo reaccionaría al ver lo que le había hecho a Ivy y contaba con que obraría acorde a mi naturaleza, ayudándole de paso a desarmar a Fidelacchius.

Sería un juego peligroso, no en vano me enfrentaba a un oponente que llevaba mucho tiempo dando vueltas por el mundo, pero no le ganaría a Nick si no lo jugaba. Necesitaba ganar algo más de tiempo y asegurarme de que nuestras dos recompensas estaban al alcance de la mano antes de que empezaran los fuegos artificiales.

Así que le ofrecí lo que quería.

Estampé el extremo de mi bastón en el suelo con mi mano izquierda, agarré la empuñadura de Fidelacchius con la derecha y bramé:

—Sácala de esa cosa, Nicodemus. Ahora mismo.

Se rieron todos de mí al mismo tiempo, sin perder su actitud relajada y ofensiva. Hubiera sonado a ensayado si hubiera estado un poco menos coordinado. En vez de eso, sonó como algo que habían hecho muy a menudo durante muchos años y les salía con total naturalidad.

—Fijaos en su cara —murmuró Tessa sin preocuparse por esconder una risita infantil—. Está todo rojo.

Apreté la mandíbula tanto como pude. No es que me resultara muy difícil fingir estar enfadado, sin embargo traté de inyectarle a la situación un poco de las tablas de un actor de método. Chúpate esa, sir Ian. Saqué la espada unos cuatro o cinco centímetros de su vaina.

—Te lo estoy advirtiendo —dije al tiempo que trataba de echar un buen vistazo a mi alrededor—. Deja ir a la niña antes de que la cosa se ponga fea.

Debía de estar haciendo un gran trabajo con mi actuación. La voz de Michael surgió aguda a mi espalda.

—Harry —dijo alarmado—. Espera.

Di dos pasos al frente, ignorando a Michael, y saqué la espada de su vaina. Fidelacchius era una clásica katana de punta cincelada embutida en lo que parecía un viejo bastón de madera. Había mantenido la hoja limpia y aceitada mientras la tuve bajo mi cuidado. Salió de la vaina sin hacer ningún sonido y brilló fría bajo la violeta luz procedente del fuego.

—He traído la espada —le dije a Nicodemus en un tono algo burlón—. ¿Ves? Es lo que querías a cambio de la niña, ¿verdad?

Entrecerró los ojos y miró fijamente la espada. Me di cuenta de que él llevaba una al cinto y Tessa al parecer también otra. Guay. Nota mental: no practicar esgrima con ellos. Soy alto y rápido y puedo dar una estocada desde la otra parte del país, pero cuando se trata de una verdadera lucha de espadas, soy un don nadie comparado con los espadachines de verdad, como por ejemplo Michael. No obstante, el propio Michael no se consideraba una verdadera amenaza para Nicodemus.

—Mago, ¿qué demonios te hace pensar que va a cumplir el trato ahora que estás aquí y la espada y las monedas también? —me preguntó Tessa con una voz que era más bien un ronroneo.

—Tal vez se te ha escapado, zorra —bramé—, pero las otras dos espadas también están aquí. Tal vez quieras pensártelo dos veces antes de convertir esto en una batalla.

Espinado Namshiel soltó una carcajada parecida al croar de una rana.

—¿Crees que seis de nosotros tememos enfrentarnos a dos caballeros?

—Diría que sois cinco y medio, inútil —repliqué al tiempo que daba otro paso hacia delante. Desde mi nueva posición veía mejor el interior de la torre—. Y hasta donde vosotros sabéis, os podéis estar enfrentando a tres caballeros.

Nicodemus sonrió, enseñando los dientes.

—Y hasta donde saben Michael y Sanya, Dresden, se podían estar enfrentando a siete denarios, no a seis. Después de todo, tú los condujiste hasta aquí.

—Harry —repitió Michael en un tono tenso.

—¡Cállate! —le medio grité a Nicodemus dando varios pasos al frente. Casi.

Magog soltó un rugido y se acercó a mí un metro, arañando el suelo con los pies y los nudillos mientras sacudía amenazador los cuernos de su cabeza.

Alcé la espada y saqué los dientes.

—Oh, ¿quieres un poco de esto, Maguila? —me burlé mientras daba otros dos pasos hacia delante—. Ven, te enseñaré cómo acaba siempre Kong.

¡Allí! en la base del muro de la torre, una desvencijada forma humana, ensangrentada, magullada, medio helada pero viva. Levantó la cabeza cuando me vio. Me encontré con los ojos del caballero Johnnie Marcone.

Le habían atado al muro con cuerdas, lo cual era casi una muestra de compasión; con el tiempo que había hecho aquellos días, seguro que unas cadenas metálicas le hubieran matado. Un lado de su cara estaba lleno de cardenales, pero tenía los dos ojos abiertos. Había un montón de sangre en su cabeza. De hecho...

Demonios. Algo le había arrancado no muy limpiamente la mitad superior de la oreja izquierda, a tirones parecía. Tenía costras de sangre en los nudillos de la mano derecha. Marcone se los abrió contra algo antes de que le ataran. Había luchado.

Dejé de provocar y de inmediato empecé a retroceder hacia Michael y Sanya.

Magog se quedó donde estaba, con la cabeza ladeada de una manera algo cómica y una expresión confundida en su rostro simiesco.

Nicodemus se removió un poco en su trono al percibir que el plan que creía estar yendo tan bien había empezado a resquebrajarse.

—¡Michael! —exclamé al tiempo que lanzaba Fidelacchius detrás de mí.

—¡Matadlos! —espetó Nicodemus. Su voz resonó en toda la colina—. ¡Matadlos, ahora!

Tessa soltó un grito que sonó casi orgásmico y del interior de su cuerpo, despedazando la piel, emergió quitina roja y negra. Toda ella se estiró y se distendió hasta adquirir la forma de mantis. Deirdre seseó y arqueó la espalda casi imitando los movimientos de su madre, al tiempo que su cabello se alargaba y se convertía en tiras metálicas de acero y la piel se le oscurecía. Rosanna aulló e invocó fuego con sus manos, fuego infernal para ser exactos, mientras Espinado Namshiel alzaba la mano en el aire y reunía chispas de luz verde entre los dedos. Magog se limitó a gritar y cargar hacia nosotros.

Una docena de bestias lampiñas saltaron de entre las sombras aullando hambrientas y sedientas de sangre y se lanzaron contra nosotros con evidente menosprecio por su propia vida. Y por si todo aquello no fuera suficiente, media docena de brillantes puntos rojos provenientes de las miras láser de los hombres armados ocultos nos apuntaron entre la niebla y el aguanieve.

Oh, sí. Un plan espectacular, Harry.

Les tenía justo donde quería.