35

Dormí en la cabina de la camioneta de Michael durante todo el camino de vuelta a su casa, apoyado contra la ventanilla del lado del acompañante. Sanya iba sentado en medio. Era vagamente consciente de que hablaban entre ellos en voz baja, apenas murmurando, especialmente en el caso de Sanya, y simplemente desconecté sus voces hasta que la camioneta se detuvo haciendo crujir la nieve.

—No importa —estaba diciendo Michael en un tono paciente—. Sanya, nosotros no reclutamos miembros. No somos un cabildo masónico. Tiene que ser por vocación.

—Actuamos diariamente por el interés de Dios —dijo Sanya en un tono razonable—. Si se está demorando a la hora de llamar a un nuevo portador de Fidelacchius, tal vez sea una pista sutil para indicarnos que nos hagamos cargo de semejante responsabilidad.

—¿No eres tú el que no para de asegurarme que no está seguro de si Dios existe o no? —preguntó Michael.

—Te hablo en tu idioma para que te sientas cómodo —dijo Sanya—. Ella seria un buen caballero.

Michael suspiró.

—Tal vez la razón de que no haya llamado a un nuevo portador sea que nuestra tarea ha sido casi completada. Tal vez no hace falta nadie más.

El tono de Sanya se tornó seco.

—Sí. Tal vez el mal va a ser destruido en todas partes y para siempre y no habrá necesidad de usar la fuerza para proteger a aquellos que no pueden protegerse a sí mismos. —Suspiró—. O tal vez... —comenzó, mirándome a mí. Vio que parpadeaba para abrir los ojos.

—Dresden. ¿Cómo te sientes? —dijo apresuradamente.

—Nada que unos cuantos días de hospital, un nuevo par de pulmones, un barril de la cerveza oscura de Mac y dos pelirrojas con ganas de fiesta no puedan curar —mascullé. Traté de hablar como un caballero, pero la voz me salió más plana y gris de lo que pretendía—. Viviré.

Michael asintió y aparcó la camioneta.

—¿Cuándo iremos a por ellos?

—Nunca —dije en voz baja—. Han desarrollado una especie de defensa sigilosa que impide que se les encuentre por medio de la magia.

Michael se puso ceñudo.

—¿Estás seguro?

—Estoy seguro de que es muy difícil derrotar a alguien al que no puedes encontrar, Michael. —Me froté los ojos con una mano pero la aparté de un manotazo con la otra. Dolía mucho. Au, estúpida nariz rota. Estúpida Tessa retorciéndola.

—Tienes que dormir un poco, Harry —dijo Michael.

—Y tal vez darte una ducha —sugirió Sanya.

—Tú también hueles a meada de delfín, grandullón —contraataqué.

—Pero no tanto —dijo—. Y no me he vomitado encima.

Le miré rencoroso durante un momento.

—¿No es Sanya un nombre de chica?

Michael bufó.

—Duerme un poco primero, Harry.

—Después —dije—. Lo primero es lo primero. Consejo de guerra en la cocina. Y si nadie me hace un café, voy a sacudirme en medio del salón para secarme, como haría Ratón.

—Ratón es demasiado educado para hacer una cosa así en mi casa —dijo Michael.

—Como el perro de otro entonces —rectifiqué—. Mierda, he olvidado mi bastón.

Michael salió de la camioneta, rebuscó en el lecho de la parte trasera y sacó mi bastón. Me bajé del vehículo y me lo lanzó. Lo cogí en la mano izquierda y le dediqué un agradecido gesto de cabeza.

—Bendito seas. Es un coñazo hacer uno de estos. Más difícil de tallar que... uh... —Sacudí la cabeza cuando mis pensamientos se desviaron—. Lo siento. Un día largo.

—Ve dentro antes de que cojas frío —dijo Michael.

—Buena idea.

Entramos. Los otros llegaron a los veinte minutos o así. Gard había insistido en llevar a Kincaid a uno de los edificios de Marcone, probablemente se trataba de un lugar donde contaban con recursos médicos para cuando sus empleados recibían una herida de bala o arma blanca y no querían a la policía husmeando. Para diversión mía, Murphy había insistido en acompañar a Kincaid, lo que significaba que la poli estaba a punto de averiguar el paradero de uno de los pisos francos de Marcone, tal vez incluso el nombre del médico en nómina. Y ya que el coche pertenecía a Murphy, Murph estaba conmigo y Gard necesitaba mi ayuda, no había nada que Gard pudiera hacer al respecto.

Así es mi Murphy, se fabrica su propio rayo de luz cuando las nubes no dejan entrever ninguno.

Ratón se mostró encantado de verme y me saludó con muchos nervios, morrazos en las piernas y meneos de cola. Al menos él sí consideraba interesante mi olor. Molly nos saludó con un entusiasmo ligeramente menor y se ofreció de inmediato a preparar comida para todo el mundo. Resultaba que Molly no había salido a su madre en ese aspecto. Charity era la MacGyver de la cocina. Podría elaborar un almuerzo de cinco platos para doce personas con un huevo, dos puñados de espaguetis, algunos productos químicos caseros y una barra de chicle. Molly...

Molly me quemó una vez un huevo. Un huevo cocido. No sé cómo.

Sin embargo, le salía un café decente.

Una vez dejaron a Kincaid acomodado en el dormitorio de invitados de la sala de costura de Charity, todos los demás nos reunimos en la cocina. Murphy parecía tensa. Le serví una taza de café y se sentó a mi lado. Le ofrecí otro a Luccio. Aceptó con una pequeña inclinación agradecida de cabeza.

—¿Cómo está? —le preguntó a Murphy.

—Durmiendo —respondió—. Gard le consiguió unos analgésicos.

Engullí café, aguantándome un par de escalofríos.

—De acuerdo, gente. Esta es la situación. Estamos en pompa y bien lubricados y Nicodemus y su equipo están a punto de meternos uno de esos trenes bala japoneses por nuestro culo colectivo.

La habitación se sumió en el silencio.

—Se han llevado a Ivy —continué—. Eso es malo.

—Harry —dijo Murphy—. Sé que soy la nueva, pero vas a tener que explicarme otra vez lo de la niña pequeña.

—Ivy es el Archivo —comencé—. Hace mucho tiempo, no sabemos cuándo, alguien, no sabemos quién, creó al Archivo. Una especie de figura intelectual.

—¿Qué? —preguntó Sanya.

—Una especie de entidad compuesta de pura información. Imagina un software para el cerebro —dijo Luccio—. Como un sistema de base de datos muy avanzado.

—Ah —dijo Sanya, asintiendo.

Enarqué una ceja hacia Luccio, sorprendido.

Se encogió de hombros, sonriendo un poco.

—Me gustan los ordenadores. Lo leo todo sobre ellos. En realidad es... mi hobby. Entiendo la teoría que se esconde tras ellos.

—De acuerdo —dije—. Ejem. Vale. El Archivo pasa de generación en generación, de madre a hija. Todos los recuerdos de los anteriores y todo lo que han aprendido.

»Todo ese conocimiento convierte al Archivo en alguien poderoso. Fue creado como un depósito de conocimiento, una salvaguarda contra la posibilidad de un cataclismo de la civilización, la perdida de todo el saber, la destrucción del conocimiento. Su fin era la neutralidad, la preservación y recolección del conocimiento.

—¿Recolección? —preguntó Murphy—. Entonces... ¿el Archivo lee mucho?

—Es más profundo que eso —expliqué—. El Archivo es una magia tan grande que prácticamente está vivo y... lo sabe todo. Todo lo que se imprime o escribe, el Archivo lo sabe.

Hendricks dijo una expresión malsonante pero cierta respecto a la situación

—Del todo —convine—. Eso es lo que Nicky y los caraníquel han capturado.

—Con semejante información a su disposición —dijo Murphy—. Podrían... Dios mío, podrían sobornar agentes, controlar gobiernos.

—O lanzar cabezas nucleares —apunté—. Debes pensar a lo grande. —Le hice un gesto de cabeza a Michael—. Recuerda, me dijiste que Nicodemus estaba jugando a la lotería del Apocalipsis. Hace planes a lo grande, pero los enfoca de tal modo que pueda obtener beneficios durante el proceso. Este era solo un plan de tantos.

Michael hizo una mueca.

—¿Siempre quiso atrapar al Archivo? ¿Se desplazó aquí deliberadamente con la intención de provocar una confrontación contigo sabiendo que llamarías a la niña para arbitrar?

—No es un gran plan —dijo Luccio—. Podrías haber escogido a cualquiera de la docena de árbitros neutrales.

Murphy bufó.

—Pero es Dresden. Ha vivido en el mismo apartamento desde que le conozco. Conduce el mismo coche. Bebe en el mismo bar. Su restaurante favorito es el Burger King. Además, se pide el mismo maldito menú cada vez que va allí.

—No puedes mejorar la perfección —dije—. Por eso se llama perfección. ¿Y adónde quieres llegar?

—Eres una criatura de hábitos, Harry. No te gusta el cambio.

No servía de mucho negar aquello.

—Incluso si no hubiera llamado a Ivy, Nicodemus se hubiera buscado alguna ganancia. Tal vez reclutar a Marcone o matar a Michael o Sanya. O deshacerse de alguna mala hierba dentro de su propia organización. ¿Quién sabe? Lo importante es que llamé a Ivy, se topó con la oportunidad que quería de llevársela y le ha merecido la pena.

—Pero el Archivo fue creado neutral —dijo Sanya—. Moderado. Tú mismo lo has dicho.

—El Archivo sí, Ivy no —expliqué—. Y Ivy controla al Archivo. Es todavía una niña, se le puede hacer daño, asustarla, coaccionarla, tentarla. —Me froté la piel entre los ojos—. Quieren convertirla en uno de ellos. Probablemente ya que están esperan ganarse también a Marcone para la causa.

—Que Dios nos ayude si lo consiguen —dijo Murphy en voz baja.

—Que Dios les ayude a ellos si lo consiguen —murmuró Michael—. Tenemos que encontrarlos, Harry.

—Ni siquiera Mab puede encontrar a los denarios con su magia —dije—. Gard. ¿Podría hacerlo mejor tu empresa?

Sacudió la cabeza.

Miré a Michael.

—Supongo que nadie ha dibujado en el cielo una flecha grande y brillante para que vosotros dos la veáis, ¿verdad?

Michael meneó la cabeza, sombrío.

—He mirado.

—De acuerdo entonces. En ausencia de intervención divina, no tenemos manera de encontrarlos. —Respiré hondo—. Así que vamos a hacer que ellos nos encuentren a nosotros.

—Ese sería un buen truco —dijo Sanya—. ¿Qué tienes en mente?

Hendricks levantó de repente la cabeza.

—Monedas.

Todos nos volvimos para mirarle.

Hendricks contó con los dedos.

—Solo tienen seis. Y son seis personas. ¿Entonces cómo van a darle una moneda a la niña rara y otra al jefe?

—Bien pensado, Cujo —dije—. Solo te dolerá un momento. Tenemos que movernos rápido para que funcione. Nicodemus no puede permitirse perder más efectivos, pero su conciencia no vacilará ni un momento si le es necesario matar a uno de sus hombres para disponer de una moneda. Así que vamos a ofrecerle un trato. Once monedas a cambio de la chica.

Michael y Sanya se pusieron de pie al instante levantando la voz en dos lenguas diferentes. Era difícil entender palabras sueltas, pero la piedra angular de su protesta era: ¿Has perdido la cabeza?

—¡Maldita sea, Michael! —exclamé al tiempo que me giraba para enfrentarme a él, sacando mentón—. Si Nicodemus se las arregla para apropiarse del Archivo, no importará cuántas de las malditas monedas tengas guardadas.

Silencio. El reloj del vestíbulo de entrada hizo tictac y sonó como el reloj de una torre.

No me eché atrás.

—Ahora mismo, seis demonios están torturando a una niña de once años. Igual que me torturaron a mí. Y a Shiro.

Michael dio un respingo.

—Mírame a los ojos —le dije—, y dime que crees que deberíamos dejar sufrir a la niña teniendo un modo de salvarla.

Tic, tac.

Tic, tac.

Michael sacudió la cabeza.

Sanya se calmó y apoyó la espalda sobre un armario con expresión meditabunda y solemne.

—Nicodemus jamás aceptaría ese trato —dijo Michael.

Luccio sonrió enseñando mucho los dientes.

—Por supuesto que lo hará. ¿Por qué sacrificar a uno de sus comprometidos secuaces si puede presentarse al intercambio, engañarnos, robar las monedas y quedarse con el Archivo?

—Bingo —dije—. Y estaremos preparados. Capitana, ¿sabes como contactar con él a través de los canales previstos en los Acuerdos?

—Sí —respondió.

—Harry —dijo Michael suavemente—, estamos corriendo un riesgo terrible.

Michael y Luccio intercambiaron una mirada preñada de silencio, mecida por corrientes profundas.

—En este punto —dijo Luccio—, la única cosa más arriesgada que podemos hacer es... —Se encogió de hombros y extendió las manos—. No hacer nada.

Michael hizo una mueca y se santiguó.

—Que Dios esté con nosotros.

—Amén —dijo Sanya, guiñándome el ojo por encima del hombro de Michael.

—Contacta con Nicodemus —le pedí a Luccio—. Dile que quiero hacer un trato.