Esta mañana estábamos a varios grados bajo cero, y Silvio encontró una gatita blanca en una esquina del patio. Al principio, dijo, pensé que era un montoncito de nieve. Nadie sabe cómo pudo llegar hasta allí. Es probable que se cayera desde el tejado de la torre de vigilancia, pero ¿cómo fue a parar a la torre? Estaba inmóvil sobre el asfalto, en una esquina. Silvio se detuvo a examinarla de cerca. El guardia se abalanzó, apuntándolo con su Uzi 5. S. se incorporó, continuó andando y negoció con él. Insistió en que Kadem es veterinario. El guarda consultó los datos en su teléfono móvil. Un cuarto de hora después, se acordó que S. depositaría el gatito en la sala de usos comunes. Kadem examinó la gatita y anunció que no había nada que hacer; tenía roto el espinazo, y si pudiera le pondría una inyección, pero no podía. La dejó en una manta al lado de la estufa. Su blanca boca estaba ligeramente abierta, y la lengua solo era un poco menos blanca que los dientes. De vez en cuando exhalaba, como si silbara, los ojos bien abiertos. Entonces se puso de lado y extendió las cuatro patas, las traseras bien rectas detrás de ella, como si estuviera a punto de saltar, las delanteras apuntando delante de su cabeza. Todos mirábamos en silencio. Con las pezuñas delanteras se lavó la cara, empezando por las orejas, pasando por los ojos y bajando hasta la boca blanca. Se limpió los ojos como si estuviera eliminando de ellos la ilusión de vivir, y hecho esto, murió. Nadie dijo nada. Los dos guardias desconfiaban y no dejaban de ir y venir, quitando el seguro de sus armas y volviéndolo a echar. Kadem asintió, sonriendo y recogió a la gatita con la manta. Nadie habló. Nos hemos callado todos, susurró Kadem, como el ladrón al que mordió el perro.
La gatita había escapado.