Ya Nour:
¿Te acuerdas de Nininha, nuestra Querida Diplomática, como la llamabas tú? Pues apareció hace una semana, con su carita redonda, sus zapatitos y esos aires suyos, que, ya esté sentada o de pie, parece que está mirando al mundo desde un balcón. Me trajo sirope de arce, porque había estado en Canadá. Hacía mucho que no la veía, y sigue contando las mismas historias imposibles de siempre. Me contó una sobre un traficante de armas que conoció en Moscú.
¿Qué tipo de armas?
Se encogió de hombros y añadió que la había invitado a Latvia.
¿Por qué a Latvia? ¿Tenía negocios allí?
Para ver el Báltico.
¿Y qué quería de ti?
Le gustaba cómo imito a la gente.
¿Le hacías reír, entonces?
En realidad, no mucho, estaba siempre demasiado nervioso y, además del ruso, solo hablaba inglés.
Pero tú hablas bien inglés.
No, A’ida, se me ha olvidado. Hablaba bien inglés cuando vivía en Buenos Aires, hace muchos años. Sin embargo, sí que hacía reír a sus amigos de Riga, y siempre me estaba pidiendo que actuase para ellos.
¿Te quedaste mucho tiempo?
Hasta que lo asesinaron.
¡Lo asesinaron!
Le estaba esperando en la piscina, dijo Nininha, y oí un disparo. Esperé y esperé, pero no volvió a aparecer.
¿Y entonces?
Me fui. Solo llegué a estar cinco días.
¿Y sabes quién lo mató?
No tengo ni idea.
De pronto me puse furiosa con ella. Fuera de mí. Le grité, creo que la llamé puta. Ella no sabía qué decir. Yo sabía que estaba siendo injusta con ella, pero era incapaz de controlar mi cólera. Empecé a zarandearla, físicamente, con las dos manos. No estaba furiosa por lo que había hecho o dejado de hacer, o por cómo se hubiera comportado con el ruso aquel en el hotel de Riga: eso era asunto suyo. Estaba furiosa por lo que no decía, por sus silencios. Me enfurecen. La reserva, la discreción, es una virtud, sin duda, con frecuencia indispensable. Pero los silencios de Nininha tienen que ver con la desesperación.
Ha llegado a creer que la vida es un accidente, algo que no se suponía que sucediera. Y por eso lo mejor es callarse, lo mejor es recoger los trozos que quedan, pegarlos de alguna manera, y no decir nada del resto. ¡Nada, nada, nada!
Se soltó de mí y se fue sin decir nada más, dejando la puerta abierta tras ella. Salí y me senté en la cima de la escalera. Ya había desaparecido. Oí el susurro del eucalipto mecido por el viento, y me pregunté si me habría enfadado tanto porque sospechaba que yo también podría haber llegado a creer que la vida era un accidente que no se esperaba que ocurriera. Me quedé sentada, sollozando, llena de vergüenza y de pena.
Dos noches después, Nininha llamó a la puerta. Sonreía y se llevó un dedo a los labios para indicarme que no hablara. Atravesó el cuarto hasta donde está la cadena de música —sigue en el mismo sitio: en el rincón donde está la foto de la montaña, y puso un CD—. Se quedó de pie, las manos en las caderas, esperando. Un tango, con todo su apasionado fatalismo. Se puso a bailar. No me miraba, pero la dirección que tomaban los pasos reconocía mi presencia.
Los tangos están hechos de pedazos de vida que han sobrevivido por casualidad. Pedazos, jirones reunidos en un zigzag de piernas, siguiendo siempre a la sangre que fluye, derramada o sin derramar.
Esperé a que girara en una pausa, y entonces me uní a ella. Me sonrió y me agarró, al estilo milonguero, muy pegada a ella, pero con las piernas libres, y ella me llevaba y yo la seguía. Ella me esperaba y yo la esperaba a ella. Nuestros cuerpos se escuchaban. No se reservaba nada, no había silencios. Nininha estaba totalmente entregada, y yo hice lo mismo. Juntas, como las dos piezas que componen una tijera, cortamos. Cortamos una prenda sin costuras que esperábamos que llegara a existir.
¿Sabes lo que voy a cortar para ti?
Te quiere,
A.