Mi guapo[*]:
¿Te acuerdas de las culebras que hay expuestas en tres tarros de cristal en el escaparate de la farmacia? Una culebra de collar, una víbora áspid y otra víbora con la boca más grande. Una vez me contaste que de niño a un amigo tuyo le picó una serpiente y tú le chupaste el veneno. Lo primero que hace Idelmis al llegar por la mañana a la farmacia es ver cómo están los bichos; va y toca los tres tarros. Tal vez no quiera tanto comprobar su estado como anunciarles que ya ha llegado. Al fin y al cabo, la farmacia es suya. Luego se pone la bata blanca y me da un beso.
Idelmis tiene todavía una memoria extraordinaria para todo lo de la farmacia. Sabe exactamente dónde está cada medicamento, cuáles son sus principios activos y qué precauciones implican. Cuando no hay mucha gente esperando, se suele sentar a leer en su mesa, una mesa pequeñita colocada entre los antiespasmódicos y los ungüentos. Casi siempre lee libros de viajes. Su palabra favorita sigue siendo descubrimiento. Se oculta allí a fin de poder ignorar, si le apetece, a quienes entran a por una medicina concreta o a preguntar algo sin importancia. Solo si le interesan las preguntas o la dolencia del cliente, o cuando se trata de alguien a quien conoce desde hace cincuenta años, aparece y se hace cargo.
Y entonces, te impresiona. Idelmis pertenece a la primera promoción de mujeres farmacéuticas de este país; es una de aquellas mujeres para quienes la ciencia era como una hermana. Y para ella, la farmacia está muy próxima a la maternidad. Se atusa el peinado en el espejo del lavabo que hay al lado los colutorios, y con sus palabras pausadas y su forma de asentir con la cabeza, como recordando, tranquiliza a todos los que entran con una tribulación u otra.
Sin embargo, cuando se quita la bata y atraviesa la estación de autobuses de Sucrat de vuelta a casa, es una anciana frágil y vacilante. Ha envejecido desde la última vez que la viste. Y yo también. Idelmis sigue trabajando porque necesita sentirse cerca de las cosas que curan. A veces, la envidio.
La palabra recientemente se ha transformado desde que te encerraron. Hoy no tengo ganas de escribir sobre cuánto tiempo hace ya de eso. La palabra recientemente abarca ahora todo ese tiempo. Antes significaba unas semanas o antes de ayer. Recientemente, tuve un sueño.
En el sueño había una carretera, una carretera peligrosa, llena de asechanzas. Era una carretera polvorienta, sin asfaltar y con unas rodadas muy, muy profundas. Muchos habían perdido la vida o habían caído heridos en ella en diferentes momentos. Esto lo sabía en el sueño: estaba escrito de algún modo en su superficie. Iba caminando por esa carretera, y llevaba el corazón roto, pero no tenía miedo. Tal vez fuera la carretera de nuestros refugiados. Esto lo pienso ahora, porque en los sueños suceden estas cosas, pero cuando estaba en el sueño no lo pensaba. Solo caminaba, y en un momento determinado apareció a mi derecha una formación rocosa, alta como la pared de una habitación. Me detuve y, no sin cierta dificultad, la escalé. ¿Y qué vi desde allí arriba? No sé qué palabras usar. Las palabras nunca vienen en tu ayuda. Pero entre las palabras inútiles verás lo que vi. Varios montones de ciruelas, pilas, rimeros, cargamentos de ciruelas azules cubiertas de escarcha. Y dos cosas me sorprendieron, amor mío. En primer lugar, su tamaño: con cada uno de los montones se podría haber llenado un tren de mercancías de cuarenta vagones. No eran muy altos, pero sí muy anchos y muy largos. Y en segundo lugar, me sorprendió su color. Pese a la escarcha, el azul de las ciruelas era incandescente, radiante. No te equivoques: ningún cielo tiene ese azul; era el azul de las pequeñas ciruelas maduras. Y su azul es lo que quiero hacerte llegar esta noche a la celda, mientras escribo a oscuras.
A’ida