Mi león abatido:

Los dos sabemos que a los presos incomunicados no les está permitido enviar ni recibir correo, pero eso no me impide escribirte.

Algún día leerás esta carta, y cuando te vuelvan a meter en el agujero, quiero que recuerdes lo que digo, y así podrás volver a contarte la historia en los dos metros cuadrados donde nos encierran para intentar reducirnos a mierda.

Tenía veinticuatro años, y los dos estábamos en Faz. Era primavera. Hacía nueve meses que nos habíamos conocido.

Me desperté temprano, y tú me susurraste al oído —recuerdo que aquella noche dormimos en un cuarto a nivel de la calle y que al otro lado de la ventana había un arbusto de pasionaria—, me susurraste: Vamos a dar un paseo. Y añadiste: ¡Ponte unos vaqueros! Iba a protestar, pero no lo hice porque presentí que tenías un plan. Tu sonrisa me lo decía.

Hicimos café y lo tomamos despacio. Luego caminamos hacia el norte de la ciudad por una calle muy concurrida; los de los pueblos cercanos venían aquí al mercado en sus carros y furgonetas. En las afueras había una escuela, y debía de ser la hora del recreo, porque cientos de niños se arremolinaban en el patio. De pronto, vimos caer hacia nosotros un balón, chutado al aire a lo loco desde el otro lado de la calle, y tú corriste a alcanzarlo. Nos sonreímos. Oímos los silbidos de un grupo de chicos, y uno de ellos agitó la mano. Botaste el balón en la calzada varias veces y, de un chupinazo que lo lanzó muy por encima del tráfico, se lo devolviste. Los chicos vitorearon y volvieron a agitar los brazos. Pero no continuaron con su partido, sino que te lanzaron el balón de nuevo, con mejor puntería esta vez. Lo paraste con maestría, como antes, y, riendo, me lo tiraste. Más animación entre los chicos. Gritos de ¡Golero! ¡Golero!

Crucé la calle corriendo, el balón en las manos, y cuando llegué al borde del campo, donde pastaban dos cabras atadas, esperé, de cara a los chicos, a ver qué pasaba. Más vítores. Dos de los chicos empujaron a otro, que vino corriendo hasta mí, se echó de rodillas al suelo con mucho teatro —grandes risas de sus compañeros— y levantó los brazos para que le diera el balón. El balón era azul y blanco y estaba bastante viejo.

Cuando volví, me agarraste las manos y aplaudiste con ellas.

Caminamos como un kilómetro más y llegamos a un aeródromo. Dos hangares. Tres avionetas de hélice en la hierba. Y una pista de asfalto del tamaño de dos campos de fútbol. Entonces me percaté: ¡íbamos a volar!

Te doy mi versión. La tuya no será igual. Tú eras el piloto. Para mí todo sucedía por primera vez, como en una luna de miel.

Entramos en una pequeña oficina y hablaste con un amigo. Tomamos un té. Unos años antes los dos habíais volado juntos. A veces lo echo de menos, le dijiste.

Entonces te volviste hacia mí y me dijiste: Sácate todo lo que lleves en los bolsillos; no queremos que se caiga nada. Te di mi peine, las llaves y el dado con el que solíamos jugar cuando teníamos que hacer una cola interminable en algún sitio.

La próxima vez que te lo confisquen todo antes de encerrarte en el agujero, cuéntate la historia de nuestro vuelo en el CAP 10B. Escucha mi voz contándotelo, guapo mío. Y entonces nuestras dos versiones serán una.

Me ataste un paracaídas a la espalda. Colocar las correas del paracaídas a la altura adecuada de la espalda de tu amada, girarlas, cruzarlas y cerrar los pasadores no es, por extraño que parezca, tan distinto de desabrochar los botones o bajar la cremallera de lo que lleve puesto tu amada y quitárselo. Requiere un tipo de atención similar antes de pasar a los hechos.

No deben apretar alrededor del corazón, dijiste, porque el corazón necesita holgura, pero han de quedar bien sujetas entre las piernas. Comprendí lo de los pantalones.

No hay nada más fácil que abrirlo, pero espera a estar fuera del monoplano.

La palabra monoplano me hizo sonreír porque sonaba a instructor de vuelo y de pronto te imaginé, como no lo había hecho antes, de joven alumno.

Tira con la mano derecha de la anilla que tienes delante del hombro izquierdo, tira en diagonal a tu cuerpo, y el paracaídas se abrirá; no lo vamos a necesitar, pero es una tontería llevar uno a la espalda y no saber cómo se activa.

La palabra activa era semejante a la palabra monoplano. Te vi tomando apuntes, muy aplicado. No te preocupes, bromeé, te esperaré.

Te pusiste tu paracaídas, y caminamos juntos por el césped hasta el hangar. Dentro había un CAP 10B. Vamos a empujarlo, dijiste, y empujamos. Esperaba que fuera una avioneta pequeña, pero no tenía ni idea de lo ligera que sería. Un Apache pesa varias toneladas. Me di cuenta de que un CAP solo pesa treinta y cinco veces más que los paracaídas que llevábamos a la espalda. Esta ligereza asombrosa y la visión fugaz de ti de joven alumno hicieron que de pronto me sintiera frívola. Era lo único que importaba.

Súbete al ala, ángel, no, al alerón o, a esta ala, con los dos pies, agárrate a la manija, sobre el parabrisas, agáchate y métete en la cabina, el culo bien atrás en el asiento, no te sientes en el borde. Estaré contigo dentro de un momento. Fuiste a comprobar el nivel de la gasolina. Luego desapareciste bajo el morro, y supuse que estabas comprobando las ruedas del tren de aterrizaje. Te acercaste al extremo de las alas y moviste los alerones arriba y abajo, de modo que las dos palancas de la cabina se inclinaron a la izquierda, a la derecha, a la izquierda, a la derecha.

Lo hacías todo muy despacio, y viéndote, pensé en un jinete que levanta las cuatro patas de su montura para examinarle los cascos antes de emprender un largo viaje. Pero me conoces, sabes que soy una nulidad, vengo de lo más profundo del bosque. Y de pronto me sorprendiste, porque diste unas palmaditas al fuselaje del CAP y lo rascaste, hundiendo las uñas en él, como si tuviera pelo.

Te encaramaste a mi lado y abrochaste nuestros arneses. Me explicaste que era una avioneta con doble mando, para instructores de vuelo. El alumno siempre se sienta a la izquierda, dijiste. Ahí estaba sentada yo. La cabina del CAP, amor mío, es más pequeña que el agujero donde te han metido.

Conectaste los auriculares, comprobaste la radio. Escuché tu voz. Ya no venía de ti, que estabas sentado a mi lado; la oía dentro de la cabeza. Di algo, me pediste, solo para comprobar, ¡di algo! No sabía que chutabas así de bien. Pura chiripa, dijiste dentro de mi cabeza.

Alzaste un brazo y bajaste el techo de cristal sobre nosotros. ¿Cuántos raptos a lomos de un caballo se han cantado a lo largo de la historia? Ninguno fue como este. Me explicaste para qué servían todos los indicadores. Revoluciones por minuto. Kilómetros por hora. Altímetro. Indicadores de giro y de nivel de inclinación. Brújula.

¿Pista libre? Era una pregunta ritual. Abajo, en la hierba, un hombre con auriculares alzó los pulgares en señal de pista libre. Comprobaste la barra del timón con los dos pies, balanceándolos igual que andan las ocas, y arrancaste el motor.

El ruido del motor llenó la cabina, y era parecido al ruido del mar, si no fuera por la vibración.

Me agarré a ti con todas mis fuerzas, no con los brazos, porque no era a tu cuerpo a lo que me aferraba, los dos estábamos erguidos en nuestros asientos, muy tranquilos, me agarré a tus intenciones, a lo que te proponías hacer. No podía saber lo que era porque no tenía ni idea de volar, pero la forma de tu deliberación me resultaba profundamente conocida y era inseparable de mi amor por ti.

Rodamos hasta el final de la pista. 1200 rpm 2000 rpm. Levantaste la mano izquierda de la palanca y me tocaste la rodilla, volviste a llevarla a la palanca, empujaste el acelerador con la derecha, se te subió la manga un poquito y te vi las cicatrices, y entonces la pista empezó a deslizarse hacia nosotros, por debajo de nosotros, muy despacio primero, hasta que cogió velocidad.

No me di cuenta de que despegábamos. Tú sí. En un momento dado, la pista se relajó y ya no la tocábamos. Estábamos a dos o cinco metros del suelo, no era capaz de calcular la altura. Solo registraba nuestra libertad, y los alerones, como me enseñaste a llamarlos, todavía no se habían plegado.

El aeródromo había quedado bastante atrás cuando subiste delicadamente la palanca un poco más, aceleraste a fondo, y el CAP se elevó, dejando todo muy abajo.

¿Verdad que no te da la sensación de que estás subiendo? Te da la sensación de que creces, es una sensación de crecimiento. Cuando se recuerda a alguien y ese alguien emerge del olvido, tal vez siente lo mismo que sentíamos nosotros en ese momento. Pasado un minuto nos nivelamos.

Ahora tomas tú el mando, me dijiste, apunta hacia esa nube que parece un gato, sí, esa, apunta hacia el lomo y mantén la misma altura. Estamos a 1500 pies.

Miré abajo, por mi izquierda. Las casas, las vías, las calles del pueblo, las dunas, los árboles se distinguían claramente. De haber sabido sus nombres, podría haber ido nombrándolos. Pensé en el napalm y en la altura desde la que decidían lanzarlo cada vez.

Un poco más a tu derecha, dijo tu voz dentro de mi cabeza, y yo moví la palanca y nos ladeamos más de la cuenta. Te has olvidado del pie derecho, dijiste dentro de mi cabeza, riéndote.

No quiero aprender, quiero que me lleven, como a un presidente.

Vale, dijiste, y subimos otros 500 pies. Fuera del alcance de toda posibilidad de persuasión, solos.

Vamos a dar una voltereta lenta, dijiste dentro de mi cabeza, no cambiaremos de dirección, mantendremos la misma altura, pero giraremos 360 grados, exactamente como un tornillo. ¿Preparada?

Asentí. De momento todo siguió igual. Estabas esperando. Me encanta tu forma de esperar, me encanta cómo escoges el momento. Muy arriba, por encima de nosotros, pasó un avión a reacción en dirección Este y dejó una estela blanca, casi transparente contra el azul, muy distinta del blanco de las nubes, que parecía tan inalterable.

Dime si me equivoco, pero me parece que después de este vuelo conmigo sobre Faz no volviste a tener la posibilidad de volver a pilotar. De los últimos años tengo certeza, pero ¿y antes? Fue tu último vuelo y mi primero.

Cuando llegó el momento, decidiste. Yo te observaba. Llevaste la palanca hacia delante y firmemente hacia la izquierda. Casi de inmediato, pero no al instante —el tiempo de pasarme la lengua por los labios—, nos empezamos a inclinar y a inclinar hasta que mi ala se puso vertical, como un mástil. Después de esto ya no distinguí nada. La tierra y el cielo se plegaban y desplegaban como la bandera colgada en el mástil, y el tiempo se desvaneció. ¿Verdad que cuando deja de existir la referencia del nivel del suelo, también deja de existir el tiempo?

Estábamos girando juntos, eso era lo único que sabía. Encapsulados y girando juntos.

No me di cuenta de cuánto duró nuestro tornillo: ¿segundos?, ¿un minuto?, ¿toda una vida?

El morro del CAP volvía a estar en paralelo con el horizonte, y tres dedos por debajo. Una anchura de tres dedos, me enseñaste, muestra que estamos volando más o menos nivelados. Te miré, sonreías. Puse una mano en tu rodilla. Y seguimos volando. No se oía más que el ruido del motor. Un motor pequeño con la potencia del de una moto de gran cilindrada.

¿Otra?, preguntó tu voz en mi cabeza. ¿Por qué no?, respondí.

Esta vez nos ladeamos hacia la izquierda, y mi ala descendió y descendió. Menos desprevenida que antes, sentí el interior de mi cuerpo, sentí cómo los órganos empujaban y giraban. Estos órganos no eran como aparecen en los libros de anatomía, cada cual con una forma definida y un nombre concreto —hígado, útero, glándula suprarrenal, vejiga—, sino que habían perdido sus contornos, se mezclaban, se tocaban uno a otro. ¡Y todos eran yo!

Lo que desapareció esta vez fue la sensación de escala. Los órganos de mi cuerpo en acción, sentados a tu lado, se hicieron del tamaño de los bosques, de las colinas, del delta que veía abajo, a mi izquierda.

Concentrado en lo que estabas haciendo, tú mirabas al frente. Muy derecho. En ese momento pilotabas también mi cuerpo, soplete mío. ¡Y esto solo nos ocurrió una vez! Una vez solo. Días después me dijiste que había soltado un grito. ¿Qué tipo de grito? Parecido al de un pájaro en vuelo, respondiste, como el de una bisbita.

Volvimos a estar nivelados. El motor regularizado. El morro, tres dedos por debajo del horizonte. Cuando cambió el viento, las hélices se pusieron en bandera, otra expresión que me enseñaste. El sol al lado derecho.

Fernando está con nosotros ahora, anunciaste. Fernando fue quien me enseñó a pilotar un ULM hace nueve años. Lo mataron el año pasado. Pero está con nosotros ahora. Lo que admiraba en él era su capacidad para convencer a la gente de que fuera sincera consigo misma, pues cuando es así lleva la ventaja de la sorpresa. Una ventaja táctica incomparable en cualquier insurrección. Son las mentiras que nos contamos a nosotros mismos las que nos hacen repetitivos. Fernando lo comprendió.

2500 rpm.

¿Rizamos el rizo?

Asentí.

Arriba de todo voy a parar el motor, no te asustes. Solo es para que podamos oír el silencio.

Así que hicimos el rizo, y luego otros dos más.

Extendiste la mano derecha para darle máximo gas. Y tiraste desafiante de la palanca. Nos empinamos por completo, y supe que íbamos a subir en vertical. Ya no se veía la tierra por ningún lado; estaba detrás de nosotros.

Un peso, que de tan aplastante se parecía a ciertos destinos, nos apretó contra los paracaídas, y tu tarea era mantenerlo ahí el mayor tiempo posible. Entonces cambió el ruido del motor, el ruido de olas rompiendo contra los guijarros se hizo más y más tenue.

Eché la cabeza atrás y miré, y allí encontré el horizonte, detrás de mis orejas.

Avanzaba sobre nuestras dos cabezas como el dobladillo de una capa que nos estuvieran echando por encima. Suavemente, sin movimientos bruscos, hasta que lo tuvimos delante de nuestros ojos, tres dedos por debajo del morro de CAP.

El tiempo ya se había detenido para mí, pero no para ti: calculabas y observabas y ya habías parado el motor. En el silencio que siguió, la tierra estaba encima de nosotros y el cielo debajo.

Nuestros cuerpos dejaron de pesar. El mío, ingrávido, ya no terminaba en la piel, sino que se extendía en el silencio hasta el otro extremo de todo lo que veía.

El silencio estaba cargado de distancia, como mi cuerpo, y, mientras que tú calculabas y seguías por el cielo la línea invisible del círculo que estábamos trazando, esta distancia se me hizo cercana, íntima.

Me acunó al tiempo que el CAP caía en picado, ganando velocidad, con el motor en marcha, y cayendo, cayendo hacia la tierra, que veíamos como una cortina delante de los cristales delanteros.

Años después, en la época en la que dormíamos cada noche en una habitación distinta para que no nos encontraran, me dijiste que en los rizos la tentación te asalta durante el último cuarto del círculo, cuando uno vuelve a elegir la vida y se nivela.

Y, sin embargo, soplete mío, esa elección ya estaba hecha, ya estaba profetizada en la distancia y la intimidad del silencio por el que nos pilotabas a los dos.

Tres veces rizamos el rizo y de cada una volvimos con un poco más de lo ilimitado.

Te digo esto en los dos metros cuadrados de tu agujero.

El jueves pasado, Andrea me preguntó si podía quedarme con Lily por la tarde. Ella tenía que ir a sellar unos documentos a la comisaría. Lily tiene cuatro años; solo la has visto en foto. Tiene una mata de rizos, y se ríe por todo. Nos llevamos muy bien, aunque las dos sabemos que ella prefiere a los hombres.

Atravesamos el mercado, porque en la cuesta que baja al río han puesto una feria para el fin de semana. Coches de choque, caballitos, una bolera, zancos, tiro al blanco, columpios. Inmediatamente vio lo que quería: montar en esos columpios que giran suspendidos a unas cadenas rotatorias. Cuanto más rápida va la maquinaria que hace girar las cadenas, más alto suben los columpios. Y no quería montarse sola, quería que me montara con ella.

Me senté en el asiento de madera y me abroché la correa que me mantendría sujeta al columpio, y luego hice lo mismo con la de Lily, que iba sentada en mi regazo. Comenzó la música, y empezamos a girar despacio. El resto de los columpios lo ocupaban niños; yo era la única adulta.

El que grite más, anunció el encargado al ocupar su lugar frente a los controles, en el centro del tiovivo, tiene la próxima vuelta gratis.

Al ganar velocidad, los columpios salían despedidos, colgados de las cadenas rotatorias, y teníamos que utilizar las piernas de eje para cambiar la dirección. La música se hizo más rápida, y nuestra velocidad aumentó con ella. Girando y girando y girando. Lily gritaba como un pájaro en vuelo.

Cuando la maquinaria se paró al fin y, poniendo un pie en el suelo, desabroché las correas de las dos, el encargado le dijo a Lily que había ganado otra vuelta. Lily cruzó los brazos en el pecho y dijo: ¡Esta vez yo sola!

Le até la correa y me aparté. Mientras los columpios se elevaban a lo más alto, conforme subía el volumen de la música y Lily gritaba, decidí, piloto mío, escribirte esta carta sobre aquel CAP 10B.

Tu A’ida

De A para X
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