Mi soplete:

Cuando era chica, mi tía Tania hacía todos los otoños cabello de ángel. Se utilizaban las calabazas más grandes, y sabía a caramelo y a nabo. Las cortezas de las calabazas, que eran del color de la carne, tenían motas y estrías, unas rojas y otras verdes, y parecían la cabeza de un ángel vista desde atrás. A lo mejor por eso se llama así el dulce. Si encuentro la receta, haré y te enviaré.

Lo que te envío ahora, en cambio, es una frase que escribió Ibn Arabi en el siglo XIII. Fue él mismo quien observó que la visión de Dios en una mujer era la más perfecta de todas. Seguro que no hay una celda en la cárcel de Suse en la que sus habitantes no estén de acuerdo con esto.

Encontré la frase que te envío citada en un artículo sobre Aristóteles publicado en una vieja revista médica en la que venía envuelta una caja de jeringas importadas de Taiwán. La frase dice: Los ángeles son las fuerzas ocultas en las facultades y los órganos del hombre.

Quiero contarte al oído, soplete mío, las preguntas y las respuestas que me vienen a la cabeza mientras estoy aquí sola —si exceptuamos a Coing, que está enroscado en su silla habitual— noche tras noche. Puedo decir que estoy sentada en tu silla porque a la hora de comer te gustaba sentarte mirando a la ventana. Y, sin embargo, amor mío, apenas tuvimos tiempo de que nada se convirtiera en una costumbre de verdad, excepto la de dormir abrazados. Sí, a eso sí que se habían acostumbrado nuestros cuerpos y nuestro sueño. Algo me impulsa. Una especie de asombro, porque ocho siglos después vemos la verdad que encierra esa frase.

Miro el papel en el que estoy escribiendo y oigo tu voz. Las voces son tan distintas unas de otras como las caras y mucho más difíciles de describir. ¿Cómo describiría tu voz a alguien de modo que te reconociera infaliblemente? En tu voz se oye una espera… como cuando uno aguarda a que el tren esté casi parado para montarse de un brinco. Hasta cuando dices: Venga, vale, vamos, dame la mano, no mires atrás. Incluso entonces se oye en tu voz una espera. O como cuando me abrazaste en la ladera de Sevis y dijiste: ¡Quédate para siempre!

Los neurobiólogos saben hoy que los cuerpos vivos consisten, además de en sus componentes físicos y sus sustancias químicas, en una cadena incesante de mensajes y que estos mensajes guían las actividades de las células corporales, a fin de mantener, conforme a las circunstancias, lo que ellos denominan la homeostasis: el máximo posible de bienestar y estabilidad.

Otra cosa acerca de tu voz. Cuando hablas, tus labios se convierten en una cortina abierta a tu lengua y tus dientes, y la cortina es también una herida, que siempre quiero besar.

Los mensajes los transmiten los llamados ligandos, que viajan enormes distancias por la corriente sanguínea y por otros canales. Un ligando es una pequeña molécula de aminoácidos. Lo que convierte este proceso en algo alucinantemente intrincado e íntimo es que cada diferente tipo de ligando ha de encontrar su tipo específico de receptor. Los receptores son moléculas de aminoácidos más grandes. En la superficie de cualquier célula simple puede haber cientos de miles de receptores. Una sola célula nerviosa tiene más de un millón, un millón de oídos aguzados esperando un mensaje de la boca de uno de sus propios tipos de ligando, un mensaje que se transmitirá al núcleo de la célula para que esta modifique su actividad en función de las noticias que acaba de enviar el resto del cuerpo y su entorno.

Cuando escribo la palabra célula, siempre pienso en que, en su origen latino, es la misma palabra que celda, y se me viene a la cabeza el número de aquella en la que tú estás encerrado, el 73. Las palabras nunca dejan de conectar unas cosas con otras, y, a veces, las conexiones parecen inverosímiles. En eso se asemejan a las madres. Las madres siempre intentan unir: son lo opuesto a un calabozo. Lo que no impide que muchos hijos sean toda su vida prisioneros de sus madres.

Hay más «eses» en tu voz que en ninguna otra. Es más sibilante esa voz que me falta. Esa voz que añoro más de lo que pueden decir las palabras.

La puerta de la antecocina está abierta y veo a la izquierda el grifo sobre la pila baja donde pongo las macetas para regarlas. Esta tarde al volver a casa regué los dos jazmines, el amarillo y el blanco. Solías lavarte los pies en esa pila. Nunca en el cuarto de baño. Quítate las sandalias ahora, mete un pie y me cuentas cómo te ha ido la mañana, mete el otro y me cuentas cómo te ha ido la tarde. Escuchándote, yo medio me imagino que son el tobillo y los huesos del pie los que le dicen a tu mano lo que le tiene que decir a tu voz que me diga. Y por eso quiero besar cada uno de esos cincuenta y dos huesos de tus pies.

Los mensajes transmitidos a los receptores van desde las indicaciones más simples —Adelante, Atrás, Abrir, Cerrar—, hasta los códigos de comportamiento más provocadoramente complejos, códigos que están en relación con la empatía, la ayuda mutua, la falsedad, la venganza, el sacrificio personal, la cautela y la lujuria.

¿Por qué será que cuando en la desolación de la noche digo «te quiero», recibo algo inmenso? Nada ha roto el silencio. Y no es tu respuesta lo que recibo. Solo ha habido mi declaración, y, sin embargo, me siento llena. ¿Llena de qué? ¿Por qué se convierte en un don la renuncia para quien renuncia? Si comprendiéramos esto, ya no temeríamos nada, Ya Nour. Te quiero.

Los mismos ligandos, con sus receptores, se producen en el cuerpo y en el cerebro, y operan como una red con la misma autoridad en ambos. Para ellos el cuerpo y la mente son iguales. Es una larga historia. Ciertos ligandos que se encuentran en el cuerpo humano se encuentran también [aquí la letra está emborronada y es ilegible], una de las primeras criaturas vivas que existieron, soplete mío.

Los ligandos transmiten sus mensajes a sus receptores específicos de dos maneras. La más común es mediante un contacto directo en la membrana superficial de la célula —como tú y uno de tus compañeros golpeando en la pared que separa vuestras celdas—. En su caso, el mensaje es una enzima que transforma ATP en AMP, el cual se encarga de llevarlo aún más lejos. Los ligandos esteroides operan de otra forma: sus receptores no se encuentran en la membrana de la célula, sino en el fondo de su núcleo. De modo que su información llega como si fuera un mensaje escrito atado a un cordel suspendido de una ventana celular en el piso de arriba. El receptor transmite a su vez su mensaje al ADN de la célula, que lo envía en forma de ARN aún más lejos. Las hormonas sexuales, por ejemplo, son ligandos esteroides. Y mis pechos tienen la forma que tienen gracias a los mensajes que portan la gonadotropina, el estrógeno, la progesterona y la prolactina. Cualquiera podría pensar al leerlos que son nombres de ángeles, ¿verdad?

Tú tienes tu propia manera de leer, soplete de mi alma. Ya sea sentado en esta mesa, leyendo el periódico doblado por la mitad, ya sea recostado en la cama —los pies fuera del colchón, sosteniendo el libro con las dos manos frente a la cara, un libro sobre plantas alpinas, posiblemente—, tu forma de leer, tu forma de realizar el acto de lectura, es especial. A algunos de nosotros nos arrastra el torbellino de la letra impresa, otros despegan y emprenden un largo vuelo, tú reúnes a tu alrededor lo que recibes e inmediatamente lo pones en relación con lo que ya estaba ahí. Cuando lees, lejos de ausentarte, estás más presente que nunca. Reclino la cabeza en tu hombro. Leer para ti es una forma de escuchar, y esto se hace visible en la posición de tu barbilla. Giro la cabeza, que está reclinada en tu hombro, saco la punta de la lengua y te toco debajo de la barbilla; después subo la cabeza un poquito y poso los labios a cada lado de donde toqué con la lengua.

Los mensajes recibidos por los receptores que hacen reaccionar a las células pueden ralentizar, acelerar, invertir o modificar la actividad del cerebro, de las glándulas, del sistema inmunológico, del bazo y del intestino, e, igualmente, provocan lo que sentimos, cómo deseamos, que tengamos miedo, que corramos riesgos o que nos escondamos.

Nuestros cuerpos están compuestos por trillones de células, y los mensajes que reciben forman una red que se retroalimenta y se coordina sin cesar. No hay un alto mando, solo el continuo circular de los propios mensajeros del cuerpo, algunos de los cuales existen desde que empezó la vida y que, en su multiplicidad, tejen —es la única palabra que se me ocurre—, tejen una inteligencia comparable a la famosa inteligencia de la mente. Se diría que el cuerpo y la mente están hechos de la misma sustancia. Los ángeles son las fuerzas ocultas en las facultades y los órganos del hombre. Y en la misma página de la misma revista llegada de Taiwán, Aristóteles llamaba «inteligencias» a los ángeles.

Cada célula es un individuo —con su propia fecha de nacimiento, su periodo de vida y su fecha probable de muerte—. Cada célula tiene más o menos un millón de receptores que esperan los mensajes de los ligandos. Los ligandos fueron los primeros ángeles.

¿Por qué te cuento todo esto? ¿Por qué es tan apremiante? Porque se trata de dónde estamos, tú y yo.

El descubrimiento de los «ángeles ligandos» por parte de la neurobiología cambia nuestros supuestos sobre la mente. Y también cambia lo que se encuentra entre la mente y el conjunto de la naturaleza que nos rodea. La idea de que el cuerpo es una máquina física gobernada por una mente inmaterial e intangible está acabada. Solo duró cuatro siglos.

La mente está arraigada en el cuerpo mediante el cerebro físico. La mente nace de unas células nerviosas que no son muy distintas de los demás tejidos vivos, y vive en ellas. Mente y cuerpo, intangible la una y tangible el otro, están urdidos en una única trama; no son dos cosas, mi soplete, son una.

Tú, en tu cárcel, no puedes cubrir distancias, salvo las mínimas que repites cada día. Pero piensas, y con tu pensamiento atraviesas el mundo. Yo puedo ir a donde quiera, cubrir distancias es una parte de mi vida. Tu pensamiento y mis viajes son casi la misma cosa. El pensamiento y la extensión son partes de un solo paño. Una única trama.

Con la mente, tú y yo buscamos una manera de salir de nuestros días, que son con tanta frecuencia oscuros; intentamos encontrar lo que hay de infinito en cada minuto.

Por eso tengo que decírtelo. En la cárcel, suelen aparecer ángeles en los sueños. Los ángeles son los polos opuestos del personal penitenciario, aunque en ambos campos los hay buenos y malos. Para ser completamente consciente de los ángeles tienes que saber cómo son los guardias. Fuera de los penales, la gente olvida la existencia de ambos.

La mente es la consecuencia de la lectura continua de lo que acontece en el cuerpo, y entre lo que acontece se encuentran todas las percepciones de los sentidos: lo que vemos, lo que oímos, lo que tocamos, lo que olemos y lo que degustamos. Lamo una cucharada de miel y bebo un té caliente; hace frío esta noche. Tú, en tu celda, acabas de meter la cabeza bajo las mantas.

Hoy ha caído la primera nieve, y el aire era muy frío, de modo que ha cubierto cada rama, cada ramita de los frutales de la ladera de enfrente. Todos y cada uno de los detalles de todos los árboles estaban dibujados en blanco. Y esta noche te envío esta blanca decoración de tracería, como si fuera un ángel. Lo que nos rodea forma también parte del mismo paño. Tápate con él la cabeza y que las palabras que vienen a mí cuando voy hacia ti te arropen.

La mente lee y transforma en imágenes los sucesos que el cuerpo percibe. Sin mente, no hay imágenes, amor mío.

Toda la naturaleza es un filtro revelador para la inteligencia que ha pasado por él. Nuestros cuerpos forman parte del mismo filtro, y de nuestros cuerpos proceden las mentes con las que leemos lo que se nos revela. Me estoy quitando la ropa para contártelo.

A.

De A para X
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