Ya Nour:
Cada nueva muerte nos prepara para algo: nuestra propia muerte, por supuesto —la mía, no la tuya—. Nada podría prepararme para la tuya: me sentaré en la tierra, con tu cabeza en el regazo, sus bombas dispersoras explotando a mi alrededor, y me negaré a aceptar que has muerto. Cada nueva muerte nos prepara también para un carnaval, un carnaval celebrado delante de sus narices y que no pueden impedir, mal que les pese, ni siquiera con sus Predator Drones. Estoy pensando en cómo dispararon a Manda.
Estábamos varios cientos en su funeral, y luego cantamos algunas de sus canciones, solo unas cuantas, y las canciones eran como un ensayo de ese carnaval que ellos temen.
No hay una canción en el mundo que no esté en parte dirigida a los muertos, y los muertos se guardan las canciones, se las meten en sus bolsillos de silencio, en los bolsillos de silencio de sus chaquetas, con las llaves de casa, un carné de identidad, unos cuantos de sus billetes y un cuchillo. Tengo un cuchillo nuevo, mi Kadima, me lo dio Soko.
Pero no es nuevo este cuchillo. Soko lo encontró tirado en el suelo y no quiso quedárselo porque es demasiado supersticiosa. Así que me lo dio, diciendo: Juro ante Dios que eres la única persona que conozco de la que estoy segura que no lo usará nunca para cortarse el cuello.
Yo lo utilizo para picar la menta y cortar las piñas. Tiene el mango de asta y una funda de cuero. Si fuera necesario, se lo podría clavar a alguien.
Los muertos meten nuestras canciones en sus bolsillos de silencio, y el silencio cambia, deja de ser un silencio distante y se convierte en un silencio cercano, un silencio compartido. Como el que comparten Amitara y Victor y Yaha y Emil y Zakaria y Susan y Naci y Valentina y César contigo y conmigo, que estamos todavía vivos. Como el silencio de esta noche entre Manda y yo.
En una plaza mayor, el gran reloj del ayuntamiento daba las horas. Todos los días, por la mañana temprano, a la hora que llegaba el tren desde los pueblos, se veía a un hombre de aspecto elegante en la plaza, comparando la hora del reloj del ayuntamiento con la de su leontina. Un pastor que acababa de llegar a la ciudad en busca de trabajo le preguntó al hombre qué hacía allí parado durante tanto rato. Estoy esperando, le explicó el hombre, este es uno de mis trabajos, comprobar el reloj de la ciudad. Cuando se para, yo tengo aquí la hora exacta, continuó, señalando a su leontina, de modo que el encargado municipal puede volver a poner el reloj del ayuntamiento en hora. ¿Y se para muchas veces? Varias veces a la semana, y cuando se para, vienen a preguntarme a mí, y yo les digo la hora y me pagan por ello. Me pagan casi un dólar. Es un dinero fácil. A decir verdad, tengo muchos trabajos, demasiados. Mira, me has caído bien, si quieres te paso este. Te doy la leontina —va con el trabajo—, por medio dólar.
Oigo la profunda voz de Manda contando la historia. En otra vida se llamaba Sevgi. Podía contar las historias como las cuentan los hombres, como las cuentan las mujeres, o como lo hace un niño. Dependía de la historia. Veo los adoquines de la plaza mayor. Veo la cara del pastor. Va a decir: ¡Trato hecho! ¡Te pagaré el primer día que se pare el reloj del ayuntamiento!
Cuando dispararon a Manda en el distrito de Monte Abor, la dispararon en todas y cada una de las historias que contaba. Y su sangre está en los adoquines de la plaza en la que el pastor se mostró más listo que el caballero elegante. Cuando no hay nadie en la farmacia pidiendo consejo o buscando medicinas, me encuentro hablándole a su silencio.
Esta tarde, al llegar a casa, tenía en el alféizar un postre de gelatina con plátano y fresas dentro.
El cuarto de Ama es muy pequeño, así que cuando cocina saca el hornillo fuera, a la azotea, y con la puerta abierta puede vigilarlo desde la cama. Es un hornillo con dos fuegos. Cocina a unas horas muy raras. Debió de preparar el postre esta mañana.
Cuando compro baklavas, algo que no hago con frecuencia porque entonces me como demasiadas, siempre le dejo unas cuantas en su alféizar, con un paño encima para que no vengan las avispas. Nunca nos damos las gracias por estos pequeños regalos. Simplemente son comas de amistad.
Una tarde de la semana pasada apareció un chico en la farmacia y me preguntó si a lo largo del día anterior no habría visto por allí una gata de pelo rojizo que respondía al nombre de Puma. Le dije que no, que no habíamos visto ningún gato. No reconocí al chico; tendría diecisiete años o así. Te lo podrías imaginar fácilmente con una pistola, pero aquella tarde iba desarmado. Tenía unos ojos muy negros y un bigotito fino. Un chaval ágil. La última vez que vimos la gata, dijo, iba corriendo, asustada, por el descampado, hacia la fábrica de helados. Yo asentí.
Si la ve y la puede agarrar, estupendo, dijo, si no alcanza a cogerla, pero la ve por aquí, ¿le importaría llamarme por teléfono? Este es mi número de móvil. Me dio un trocito de papel en el que ya tenía escrito el número. ¿Es tuya la gata?, le pregunté. Me miró como si hubiera dicho una tontería.
No, es de Gema, dijo. Gema tiene noventa años y vive sola. Me preocupa lo que le pueda pasar a Gema si no encuentra su gata. Anoche no pegó ojo. La llama Puma por el color de su pelo.
Estaré al tanto, le dije, y entonces nuestras miradas se cruzaron y supuse que los dos estábamos pensando en lo mismo: ¡en cómo será vivir hasta los noventa años!
Gracias, dijo, muchas gracias.
¡Comas de amistad! Puntuar con ellas los días es algo que aprenden los presos con condenas largas, ¿verdad? Pero después de unos días sin escribirte y semanas sin recibir una carta tuya, ¡las comas no bastan! Necesito dos líneas de una canción, una canción que se cantaba mucho antes de que existieran las comas o de que se hubiera empezado a escribir sobre papel.
Mi deseo es mi maquillaje
cuando te veo, me brillan los ojos.
Tu A.